Autarquía

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Beyoncé está atrapada en sus uñas de gel —no es Beyoncé Beyoncé, pero es que María no quiere que se sepa su nombre verdadero, porque es demasiado común y prefiere utilizar el de su ídolo como apodo para que no la reconozcan por la calle—. Bueno, pues resulta que Beyoncé enfermó antes de que el virus antes de que el virus llegara oficialmente a Europa y estuvo nueve días con fiebre y mucho malestar, pero se recuperó, porque se cuidó y porque tuvo suerte y porque no es grupo de riesgo y porque desconoce si tuvo el coronavirus este de los huevos o solo gripe o vaya usté a saber qué.

Ya está del todo recuperada. No conoce los pormenores de su padecimiento, pero el caso es que está recuperada. Para celebrar su mejoría, invirtió veinte euritos en que una señora china le hiciera unas bonitas uñas de gel rosadas —naturales por ir en sintonía con su color de piel—, con una florecilla en un costado —naturales en un sentido más botánico— y bien pegaditas a la lámina ungular, bien, bien pegaditas.

Era la primera vez que se hacía las uñas de gel, pero se lo merecía, coño, que estuvo al borde de la muerte —o al menos tuvo una fiebre horrible, horrible— durante nueve días. Se merecía un premio en forma de uñas. Claro que se lo merecía.

El problema es que, cuando llegó la pandemia ya con el visado oficial, los negocios que no fueran absolutamente necesarios tuvieron que cerrar por un tiempo indeterminado por órdenes del Bundesregierung. Y ahora resulta que las uñas de gel son un capricho. Jódete y baila. Todas las chinas de las uñas cerradas. Todas. 

Ya han pasado dos semanas desde que metiera la mano en ese cacharro con una lámpara ultravioleta que abrasaba como los mil demonios. Dos semanas: las uñas están fearrutas. Wikipedia dice que crecen a una velocidad promedio de 0,1 milímetros al día. Eso son ya 1,4 milímetros. A Beyoncé se le asoma la luna creciente por la cutícula.

La pobre Beyoncé, confinada en su casa y teletrabajando sin disciplina, teclea y teclea en su ordenador y mete mal los números en Excel, porque esas malditas añadiduras a sus pezuñas cada vez sobresalen más y presionan donde no deben y se le desbarajusta todo. Tiene que revisar cada cálculo con lupa.

Y lo peor es que no puede concentrarse, porque su amiga Carmen —tendremos que llamarla Gwyneth por cuestiones de privacidad— le dijo que uy, uy, uy, que esas uñas y ese gel son un nidito de coronavirus. Desinfecta, desinfecta. Un ni-di-to.

Beyoncé revisa las celdas, la mitad mal, porque los nidos de coronavirus adoran el caos, y no encuentra la manera de concentrarse, porque las palabras de Gwyneth le rondan por la cabeza sin respiro. Además, el ordenador se lo trajeron del trabajo hace unos días: seguro que todavía tiene bicho. Se va desinfectando las uñas con un espray cada poco rato. Operación matemática, flis, flis, corrección, flis, multiplicación, flis, flis, etcétera, flis, flis, flis.

Luego la compra, que esa es otra. No pueden traérsela a domicilio sin que le cueste un ojo de la cara, porque vive sola y, para poder disfrutar del servicio gratuito, hay que pillar comida para un regimiento. Así que va al súper, qué le vamos a hacer. Por lo menos, con suerte, arriesga la vida de las uñas de gel: en las compras anteriores, se le han desprendido dos con las malditas asas benditas de las bolsas, pero otras veces no va a tener tanta buena mala suerte, aunque lo intente. Y vaya si lo intenta. 

Cuando sale, pone en práctica todos y cada uno de los consejos que ha visto en los vídeos que le han pasado por wasap: lleva guantes y mascarilla, no toca nada de nada, regaña a una mujer que manosea pan tras pan a toda piel —pero ¡señora, copón!—, hace la cola a dos metros de distancia, se cruza de acera si viene alguien de frente. Y mil cosas más, mil cosas. Un sinvivir, mire usté. Al llegar a casa, sigue los protocolos de desinfección ya desde el descansillo —que si un cubo con amoniaco a la entrada para los zapatos, que si bolsas de plástico para apoyar las bolsas de plástico, que si dejar el abrigo en una zona de desinfección (que ella en realidad no tiene, claro, porque vive en un estudio, no en una mansión)—. Se lava las manos como si no hubiera un mañana. Oye la voz de Gwyneth: desinfecta, desinfecta, flis. Se frota y se refrota los niditos de coronavirus, que han estado muy expuestos. Y luego mata y remata con un flis, flis, flis.

Se siente fea, con las uñas así. Un día se alisa el pelo, que ya siempre lo lleva rizado y no se lo plancha desde la última vez que fue al Fabrik, en esa época tan lejana cuando vivía en Madrid; puf, haría más de cinco años que no llevaba el pelo liso. Se ve rara: entre ese pelo y esas uñas parece un nosequé. Hace videollamada con su madre, qué fea estás, con su mejor amigo, qué fea, qué fea. Y se lava el pelo enfurruñada para que le vuelva el rizo, pero las uñas no se caen por mucho que insista e insista en el cuero cabelludo.

Ha aprendido a hacer punto con vídeos de YouTube y se le pasan las horas volando, pero no se quita de la cabeza las uñas, porque las ve danzar y danzar con las agujas. Las uñas sin gel, las que se le rompieron al cargar la compra, no son del todo sin gel, porque tienen restos repegados, que tampoco se puede quitar. Las otras uñas están cada vez más al borde, pero bien adheridas, brillando en rosa y en flor, y con la luna de las cutículas ya llena. No sabe si es peor el remedio o la enfermedad: para que se queden así de asquerosas, con los pegotes y todo, mejor que no se le caigan, ¿o no?

Beyoncé no sale de casa más que para hacer la compra, pero lo que le hace sentirse atrapada son esas uñas de gel ñoñísimas: en qué momento me las hice, quiero mis veinte euros, no me vuelvo a poner uñas de gel jamás en la vida jamás, jamás.

Entre que si uñas esto y que si no uñas lo otro, los días se pasan rapidísimo: ve una peli de explosiones y sudores protagonizada por Angelina Jolie y se le olvidan las uñas; cocina y ahí están las uñas, mirándola, flis, flis; toma el sol en el balcón cuando no nieva en Berlín y ¿uñas, qué uñas?; hace ejercicios de HIIT y le duele todo menos las uñas; teje y teje y uñas y uñas y flis; se echa una siesta y no sueña con uñas; lee a Julia Navarro y a veces se asoman por el bordecillo de las páginas, flis, flis, y otras se pierden entre las tramas de la novela; organiza partidas de bingo por Skype y las uñas empujan las bolas, flis, pero es divertido y no le importa tanto —por algo ostenta el título no oficial de Online Bingo Queen—. 

Ya lleva 2,1 milímetros (o tres semanas) confinada, y parece que va para largo, pero los días se van diluyendo, se van diluyendo, diluyendo. Su mayor preocupación en la vida es que las chinas abran las tiendas de uñas. Bueno. Quizás algún día se caigan las uñas de gel por el inevitable precipicio dactilar que supone el paso del tiempo. Quizás ese día llegue antes que la fecha incierta del fin de la cuarentena. Quizás.

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Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas
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