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La inmensidad se dibuja ante sus ojos: el infinito naranja se funde con el azul, que luego se torna rosa, morado, amarillo, hasta que empieza a abrirse hueco la oscuridad con olor a té, una oscuridad que se inunda de sopa y yogur y dátiles y dulces melosos y leche; y comen por primera vez en toda la jornada, con más templanza que voracidad, agradecidos por otro día de aprendizaje.
La velada comienza sobre las siete de la tarde y nunca se sabe cuándo termina. Moha no es capaz de recordar cuánto tiempo hacía que no estaban todos juntos ni cuándo fue la última vez que no tenía que engullir estos manjares a matacaballo —porque siempre salía un tour al norte al día siguiente y había que dormir al menos un par de horas—. Aquellos días, en los que no paraba ni un solo momento, ni un mísero segundo, ahora solo existen en la memoria. ¿Te acuerdas? Que si para arriba, que si para abajo, que si un beso, otro beso, que si adiós, que si al día siguiente tenemos cuatro excursiones, que si yallah, yallah, yallah. La convivencia del Ramadán con la familia —la abuela, las tres hermanas, el hermano— le hinchan el pecho de dicha.
Lo tiene claro, le sonríe la fortuna: no le cabe duda de que no existe mejor lugar que Merzouga para pasar estos tiempos inciertos. En las ciudades, hay más aglomeración y no se puede salir a pasear como si nada. Solo de pensarlo, un escalofrío le recorre la espalda. No concibe vivir sin la caricia de las dunas, sin el frescor de la madrugada, sin los susurros de Dihia en los pliegues del viento.
Cuando se acaba el apetito, caminan entre los montículos apagados por la noche y llenos de frescor. Susurren o callen, siempre se sumen en la avasalladora paz del paisaje. Algunas veladas, ese trocito de vastedad se rinde a los deseos de la ghaita, del gembri, de las qraqeb, del bendir, acompañados de palmas y cánticos y bailes y no existe nada más, ningún otro lugar ni pasado ni futuro ni virus que valga. Inshallah. La silueta del té con azúcar vertido con cierta altura resiste hasta que los rayos del sol resquebrajan la madrugada y, solo entonces, los bereberes abrazan el sueño para aniquilar algunas de las dieciséis horas de ayuno que trae consigo el nuevo día.
Cuando abandona el mundo de los sueños, Moha se enfunda en la túnica, se enrolla el turbante y se calza las babuchas, preparado para lo que le depare el nuevo día. Inshallah. El desierto está más vacío que nunca. Qué hermoso poder verlo constantemente solo a través de sus propios ojos: se toma todo esto como una lección para valorar lo que tiene y se repite una y otra vez, a modo de zalá, que a saber dónde nos va a llevar este mundo, que por lo menos tenemos tiempo para nosotros, tiempo para nosotros, tiempo.
Ahora no hay trabajo, pero sí quehaceres —comprar esto y lo otro, alimentar a los camellos, acudir a la mezquita—, y pasea por el pueblo bañado de una sensación inusual de extrañeza: no solo los restaurantes y los hoteles han cerrado por un tiempo, sino que también hay vecinos que prefieren no saludar más que con el verbo. A Moha le parece que el salam labas bikhir se llena de vacío al no tocarse los unos a los otros: si nos va a pasar algo, nos pasará; hay solo una muerte, no hay dos. Quizás si hubiera alguna persona infectada en el pueblo, el cuento cambiaría y también negaría apretones de manos y besos y abrazos y besos y besos.
La convivencia del Ramadán también ha cambiado, porque la gente no se junta en grandes grupos. Vale, no pasa nada: ese tiempo en familia es más dorado que los reflejos en la arena a las tres de la tarde, cuando el sol brilla y hace treintaitrés grados y no se puede beber. Pero Moha lo lleva bien, eso de no beber, porque el calor abrasador y la sed desesperante se visten de familia. Podría ser peor.
Cuando le desgarra el hambre, eso sí, sueña que vuelve a viajar: él nunca ha salido de Marruecos, pero recorre el mundo a través de las personas cuyos caminos desembocan en su tierra. En las contadas ocasiones en que el joven se suelta del presente, extraña compartir con los turistas, hablarles de las constelaciones, enseñarles el alfabeto árabe, dejarlos boquiabiertos en las gargantas de Dades, mostrarles cómo mover la lengua para hacer el zaghrouta maghrebiya, contarles las tradiciones de los bereberes —o de los berberechos, como dice él, que es un bromista nato—. Le apetece reírse a carcajadas una vez más al explicar que tentmert significa «gracias» en bereber y «tiene mierda» en catalán. Quizás porque él ha crecido caminando de puntillas por una cuerda sostenida en tres mundos, el bereber, el árabe y el musulmán, siente predilección por los chistes interculturales. Sin esas (con)vivencias internacionales, su desparpajo no existiría, ni su magnífico dominio del español, que practica a diario con sus amigos al otro lado del estrecho, a los que a saber cuándo volverá a ver, inshallah, y quienes están cogiendo la fea costumbre de dejar en visto los mensajes y mensajes que Moha les manda para que no se olviden de él ni de su negocio.
Pero ahora los únicos turistas llegan con sus propias caravanas y miden mucho las distancias. Mejor. Cada cosa que pasa siempre trae algo bueno. Aunque jamás lo confesaría, sabe que hay una cierta belleza en no ver por enésima vez cómo se hace el aceite de argán, en no llevar en la furgoneta a seis españolas que se desgañitan cantando David Bisbal, en no buscar y rebuscar restaurantes y hamanes buenos, bonitos y baratos para europeos que lo primero que aprenden en árabe es a decir que no tienen dinero: walluh fluss. No ha elegido el descanso, pero lo recibe con los brazos abiertos y, a la vez, está listo para volver a disfrutar en cualquier momento de los nuevos amigos internacionales que le traiga la vida.
Eso de que la prisa mata y la pachorra remata, que tanto les dice a los turistas, es de broma pero de verdad; y las calles de Merzouga —los edificios anaranjados, los sacos de especias, la algarabía diaria, los aromas— siguen su ritmo natural. El virus acentúa la dulce parsimonia de la vida bereber. «Vosotros tenéis reloj y no tenéis tiempo y nosotros no tenemos reloj y nos sobra tiempo», repetía, mirando de reojillo el móvil para calcular cuánto quedaba para que llegara el próximo tour. Moha disfrutaba intentando que sus invitados entiendan a los bereberes, pero se ha dado cuenta de que él mismo se ha alejado de ese modo de vida. Ahora le inunda la prodigiosa armonía de no dar ni una sola explicación sobre su cultura, de sumergirse de lleno en ella y no tiene por qué subyugarse a los dictados occidentales, que tampoco llega a comprender del todo. Y es que ¿para qué seguir con obstinación unas exigencias al ritmo de tictac, tictac? Mejor dejarse llevar por los soles, las lunas y al-Qurʼān.
Por las tardes, Moha y sus amigos se hacen vídeos y fotos saltando desde las dunas altas y la estela que crea la arena queda petrificada en las imágenes. Ese tipo de instantáneas les encantan a los turistas, así que las comparte en redes, para que estos lares no caigan en el olvido. El Sáhara del siglo XXI está formado de arena, sol, estrellas y mensajes y directos y me gusta, me gusta, me gusta.
Pero eso de capturar cada instante es más bien cosa de extranjeros: su familia no vive atrapada en la galería de su móvil, sino que pervive en el presente de cada momento compartido. ¿Qué sentido tiene fotografiar a su abuela cocinando si el olor queda fuera del retrato? ¿Para qué inmortalizar a sus hermanas jugando si sus risas perecerán sin aferrarse a la imagen?
Quedan semanas de ayuno. Parece que este año Moha celebrará Eid al-Fitr con la familia al completo. Parece, parece: nunca hay nada seguro. Como buen nómada, Moha vive en el hoy y saboreará cada momento hasta que llegue el gran festín, que también será fenomenal, al igual que los días, los meses, los años por venir. Inshallah. Pero esos pensamientos no lo avasallan, nada más viven en él como apacibles certezas. Ahora solo hunde los pies en el calor de la arena, siente la suave brisa en el rostro, contempla la inmensidad y se ensimisma en su existencia más puramente espiritual.
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