Geografía

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Tartaletas de fresa y nata, galletas de plátano, tiramisú artesanal, pastel de chocolate, tarta de zanahoria, magdalenas con glaseado de unicornio, corona de bizcocho de limón, dulces rellenos de cabello de ángel, rollos de canela y pan, pan y más pan. Todo caducado, pero algo es algo.

La emoción lo embarga siempre que prepara todos esos manjares para su gente, pero, desde que sucedió aquello de la persecución y la multa de ciento treinta y cinco dólares hace unos meses, a veces no puede evitar que lo invada la preocupación y pensar que quizás esta vez tampoco salga bien.

Acaba de irse del único supermercado que cedió a sus súplicas —ese Albertsons en el sur de El Paso del que suele sacar un carrito diario desde hace cinco años— y ya se nota especialmente tenso. ¿Lo dejarán pasar? Coloca los excedentes y los productos caducados con la parsimonia y la metodología de quien sabe lo que hace. Ya forma parte de su rutina: llega todos los días a la zona de carga y descarga, desde donde entra a la sección de panadería y pastelería, recopila todo lo que sus compatriotas no quieren para llevárselo a quienes no pueden elegir qué querer, lo mete en el carrito y lo reparte entre las hieleras que siempre carga en la cajuela.

Calma, calma, bebe agua, respira, entra en la camioneta, murmura una oración rapidita. Tiene los nervios de punta porque la semana pasada cruzó la frontera tres veces en un mismo día. No suele haber tanto ajetreo, pero parece que últimamente los productos perecederos gozan de menos popularidad entre los compradores estadounidenses y se acumulan, se acumulan, se acumulan y acaban en la basura.

Entierra la inquietud, arranca el motor y se dirige a la frontera empapado de la tranquilidad que arropan la esperanza y la fe. Ese trayecto de apenas cinco minutos se le llena de rostros: ojalá pueda verlos hoy. Primero se le aparece la carita de María Fernanda, a la que le mataron a los padres hace un par de meses y que siempre rezonga por el orfanato llenita de cariño y ansias de abrazos y besos y mimos. Después decide que le dejará algún pan a Angélica en casa, que ya está casi reparada después del último arrebato destructivo de su hijo adolescente, que se enganchó al pegamento de niño y luego se pasó a la marihuana y luego a la cocaína y luego al cristal. En seguida se le cruza la imagen de Rahui, que vive en la colonia tarahumara y que siempre quiere ayudar a descargar la camioneta y a repartir comida entre sus vecinos. Justo antes de llegar, le invade la mente el semblante de aquella mujer de humores desgastados a la que llaman Perrita, que adora el chocolate y los chistes verdes y a quien sus hijos abandonaron en el hospital psiquiátrico, donde habitan más de cien personas, después de que se cayera en la vía del tren y perdiera las piernas y un brazo. El simple hecho de pensar en ellos lo llena de calidez: la soledad de un divorcio sin hijos desaparece de un plumazo al llegar a Juárez, donde se reúne con su gente, a la que ve todas las semanas y se besan y abrazan (ahora mucho menos), juegan, rezan, cantan, ríen e incluso comen juntos en Navidad y en Semana Santa. Ojalá la aduana no le dé mucho lío al cruzar. Ojalá, ojalá.

Los agentes de ambos lados de la frontera lo tienen muy visto. Mientras que el regreso a Estados Unidos, con un registro digital de todas sus entradas y salidas, siempre es pan comido (tanto por tratarse de su propio país como por disponer del pase SENTRI para cruzar a sus anchas), México, sin embargo, suele ponerle problemas. Por eso, en cuanto se va acercando a la aduana, Jeff planifica cómo actuar. Podría jugársela pasando por la fila que anuncia «Nada que declarar», pero, si le toca luz roja, tendrá que darles explicaciones a los agentes sobre toda esa comida y se complicarían demasiado las cosas. Prefiere ir a lo seguro. Hay cinco puntos de entrada en la frontera —los conoce de sobra: empezó sus andaduras en 1997—, así que, para no despertar tantas sospechas, lleva la cuenta de cabeza de por cuál le toca cruzar cada vez. Aunque México dispone de menos controles de seguridad, a menudo los guardias tachan a Jeff de llevar demasiada comida. Ya tiene calculado cuánto se considera una cantidad aceptable —dos contenedores de un metro y medio de largo por trayecto, tres a lo sumo—, pero quizás hoy lo acusen de ir con más de la cuenta. Entonces tendrá que regresar y esperar a otro día e intentar distribuir la comida entre la gente sin hogar que encuentre por El Paso o entre sus vecinos, porque los bancos de alimentos solo aceptan donaciones de comida imperecedera. Como último recurso, Jeff picoteará un poco de esto y un poco de aquello antes de que se estropee, pero lo que le sobra al supermercado ya está en las últimas y a él no le cabe más pan en el congelador. Qué remedio: a veces resulta inevitable tirarlo y sus pensamiento siempre se visten de sus niños cada vez que se ve obligado a deshacerse de la comida estropeada.

Se va acercando a aquel alto muro que crece sin parar desde 1819 y Jeff no puede controlar el sudor. Caray, que llevas años y años haciendo esto. Hay un par de carros delante. Nada comparado con como suele ser: la frontera cerró el veintiuno de marzo y solo pasa a quien se le considera esencial. Él lo es, pero lo pueden rechazar por cualquier pretexto.

Si no lo dejan pasar, no va a intentarlo por otro punto de control. Odiaría vivir de nuevo aquello de la persecución y la multa del año pasado, cuando llevaba cuatro hieleras cargaditas de repostería y los agentes no lo permitieron cruzar y probó por otra entrada y pasó, pero los primeros guardias dieron el chivatazo y los segundos le pidieron que parara y él se puso a cantar a voz en grito para hacer como que no se enteraba de nada y lo persiguieron con un camión y lo devolvieron a Estados Unidos y lo regañaron de lo lindo y tuvo que pagar ciento treinta y cinco dólares por la bromita. Y dos mil trescientos pesos dan para mucho al otro lado. No, si no lo dejan pasar, no se la va a jugar otra vez. Ahora anda con pies de plomo: mejor volver otro día, aunque tenga que tirar aquella valiosa comida caducada.

Se acerca, se acerca la frontera, y Jeff tensa los hombros, aprieta el volante con las manos, reza y reza por que no le pongan problemas, silencia la música K-LOVE que siempre lo acompaña, se cala bien la gorra amarilla en la cabeza cana, se ajusta la mascarilla con estampado de tigre (mejor dejársela puesta, ¿no?), prepara el pasaporte y se lo entrega al agente con guantes y precaución y los ojillos azules brillando de súplica y las oraciones agazapadas en las comisuras de los labios. ¿Podrá cruzar?

Ya tiene caladitos a casi todos los agentes aduanales, a quienes no les importan un comino ni la gente que se muere de hambre en su país ni los niños de los orfanatos. Sin embargo, el de hoy, ese tal Jorge López, siempre lo desconcierta, porque, según por dónde sople el viento, ya muestra compasión, ya furia; y le puede dar tanto por tramitar oficialmente el impuesto por transportar alimentos, como por carraspear con la prepotencia propia de la autoridad para forzar la mordida, como llaman por acá al soborno.

Jeff sonríe con los ojos y chapurrea un buenos días, un cómo está, señor, un muchas gracias. Para no mostrar signos de debilidad y preocupación por el registro, se concentra en dibujar el recorrido del día en su mente. Antes de comenzar el reparto, conducirá hasta el kilómetro 27 para comprar carne, leche, huevos y fruta en el S-Mart. El dinero, que proviene de diversos donantes y de buena parte de los beneficios que Jeff saca de su propia tienda en eBay, da para una cantidad decente de alimentos frescos. Últimamente pasea por los abundantes pasillos del supermercado con perplejidad: están hasta arriba de papel higiénico, porque nadie se puede permitir el lujo de arramplar y almacenar en caso de hecatombe, porque, en los tiempos que corren, un supermercado lleno es sinónimo de miles de armarios y frigoríficos vacíos. En Ciudad Juárez mata a más gente el hambre y la droga que este dichoso virus.

El agente López le habla como si no lo hubiera visto doscientas cuarenta y dos veces y Jeff responde con amabilidad contenida y el agente López pregunta si tiene algo que declarar y Jeff menciona las tres hieleras hasta arriba de panes y dulces y el agente López lo mira con desconcierto y examina el vehículo con los ojos colmados de la sospecha de quien trabaja en las profundidades de la incertidumbre entre el bien y el mal.

Jeff siente de súbito que ese registro rutinario es de lo más rutinario y le invade la tranquilidad. Que sea lo que Dios quiera. A Jeff lo que de verdad le preocupa es que los amos del cotarro aprovechen la situación para atraer a los jóvenes más desesperados y los obliguen a vender droga. En abril impusieron en México el semáforo rojo, con distanciamiento social obligatorio, y cerraron más del setenta por ciento de las grandes fábricas de Juárez. Ahora mucha gente está de patitas en la calle y morirá de hambre: quedarse en casa no es una opción, sino un privilegio. 

Encima de todo, ese virus tiene a los cárteles encabronados, porque la mayoría de los ingredientes para elaborar narcóticos vienen de China y las prohibiciones a la hora de transportar mercancías desde el país asiático se traducen en esta tierra como privaciones para enriquecerse. Muy encabronados. Las fronteras cerradas dilapidan las rutas de la droga. Encabronadísimos. Hace unas semanas, asesinaron a cinco gringos, incluida una profesora de colegio con la que Jeff colaboraba.

Pero a Jeff no le dan miedo esos matones y conduce la camioneta de acá para allá con sosiego, con su musiquita cristiana y con su «You have a friend in Jesus» en la matrícula, repitiéndose y repitiéndose que los tipos malos temen a Dios. Con sesenta y siete años, lo que quizás debería temer de verdad es el virus, por ser grupo de riesgo y andar de un lado para otro, pero le da mucho más pavor que su gente no tenga qué llevarse a la boca.

El agente López mira a Jeff con apatía: parece que hoy toca arancel legal; doscientos, trescientos pesos por hielera tendrá que pagar. No es tan mal momento ahora en realidad: la crisis sanitaria no impide que los funcionarios sigan cobrando, así que Jeff solo se ve obligado a recurrir a las mordidas un tercio de las veces que cruza la frontera. La situación empeora después de las elecciones federales, porque cada presidente que se marcha tiene la fea costumbre de vaciar los bolsillos del estado y dejar a los agentes aduanales temblando; y, como no cobran nada durante tres o cuatro meses, se olvidan de pedir a quienes cruzan que rellenen el papelito oficial y se les llena la boca de precios ridículos, en la certeza de que aquel flujo de gringos alimentará a sus familias. Aún queda un año y pico para las próximas elecciones, así que, fuera del plano moral, a Jeff en realidad le da igual una cosa que otra: siempre y cuando declare lo que lleva, la suma de los impuestos y de la mordida es idéntica en tiempos tranquilos y solo varían los bolsillos en los que acaba, pero ese no es problema suyo. Él solo quiere estar al otro lado de la frontera.

Espera a que el agente rellene tal o cual papel, firma uno o dos documentos, paga esto y lo otro y por fin cruza a su segundo hogar, aquel paraje dejado de la mano de Dios —sin agua potable, sin alcantarillado, sin pavimento y sin esperanza— y suspira con alivio. Jeff no se plantea parar y seguirá realizando sus tres viajes semanales en aquella camioneta que solo conoce El Paso y Juárez y que ya carga casi medio millón de kilómetros y de tartaletas y de galletas y de tiramisú y pasteles y de tartas y de magdalenas y de coronas y de dulces y de rollos y de panes y de aprendizajes.

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Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

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