Caleidoscopio

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Todo está en paréntesis. Y qué: volverá. No pensaba que fuera a vivir una revolución, a estar viva para ver las calles llenas del grito unánime, las pintadas, los cacerolazos desde los balcones, la sed de lucha. El estallido social le ha regalado la carantoña de la justicia y el sentirse chilena por primera vez, pero no con un orgullo nacional hueco, sino con una fuerza intrínseca y voraz que la inunda ferozmente.

Se sienta a escribir cada mañana, mientras Aliwe aún duerme, y se le agolpan las ideas en las uñas; y no porque la hayan mandado callar durante demasiado tiempo, sino porque el estallido la ha convertido en una figura más valorada y visible en el mundo de la microficción y ahora tiene tanto que decir que se le enredan los dedos y la lengua. Un día escribe: «acumula la melena extraída, la arrulla»; y otro: «las vocales del texto comenzaron seductoras a danzar emergiendo del escrito»; y al siguiente: «la anhelada selva de cemento insiste en moldearnos con el frío mimetismo del hormigón». Paula paladea las palabras, cuando le llegan, y las saborea y las escupe en el papel y extraña cada escenario con un slam de poesía. 

Extrañar quizás sea demasiado fuerte. Le gustaría volver a ponerse frente a un micrófono, sí, pero acepta la realidad y la atesora. Ha creado un templo con Aliwe, y no echan nada de menos, en realidad, si lo piensan, porque se aferran al presente, y del presente en adelante. Entre los muros del hogar más seguro que ha habitado jamás, a su hija le transmite la fuerza, la paciencia y la chilenidad con un amor maternal que ha tenido que sacar de las entrañas y del propio aprendizaje más allá de su estirpe. Se veneran, se ronronean. 

En cuanto Aliwe se despierta, busca a su mamá para meditar. Paula, empeñada en mejorar la crianza y en no repetir los patrones sufridos, ha creado esta rutina porque sabe que la niña aprenderá así a conocerse y a tomar posesión de sí misma y de su interior y que no hay nada más importante que eso para superar cualquier situación externa. Aunque a veces se queje del encierro, Aliwe disfruta de la vida en casa y de la constante caricia de su madre y sabe entretenerse sola con las clases a distancia, las tareas, la pintura y los vídeos y vídeos de TikTok. 

A veces las visita el aura de Pablo, eternamente joven, con esos treinta y un años que rechazan las agujas del reloj. Durante la infancia de Paula, su papá se convirtió en tabú, porque la familia adoptó una postura hermética tras su desaparición e hicieron como si Pablo de repente no hubiera existido. El 31 de agosto de 1975, cuando Paula tenía trece días de vida, le arrebataron a su padre arrastrándolo al vórtice de la desmemoria chilena, lo que llevó a un ¿in?evitable maltrato doméstico y nacional y a los horrores que componen todo el pasado, al que ella apenas si vuelve. 

Aliwe nació en la misma ciudad que su mamá, Santiago, que a la vez es una ciudad del todo distinta, porque Pinochet ya llevaba un lustro criando malvas cuando la pequeña llegó al mundo. Paula suaviza las verdades para que su niñita sí disfrute de la infancia y expectora la denuncia sobre las páginas. Le tocó (sobre)vivir la dictadura hasta los quince años, ahogada entre amenazas de muerte y en la siniestra falacia sobre el vacío paternal. Los once años de su hija no le dejan entender la realidad del todo. Mejor: a su edad, Paula tampoco comprendía nada. 

Creció en la mentira repetitiva y repetitiva de que a su papá se lo había llevado un ataque al corazón, sin pestañear sobre el porqué de esas visitas al edificio de la única organización autorizada por el gobierno para asistir a las víctimas de la dictadura, la Vicaría de la Solidaridad, cada viernes, para ver si había alguna noticia, alguna noticia, alguna, algo. Ella solo sabía que le estampaban una identificación al llegar y cada sellito le hacía sentirse importante en el refugio de la imaginación y andaba por el edificio con una majestuosidad inventada, que se esfumó el día que vio la fotografía de su padre en uno de los muros con desaparecidos. Desde entonces, se tiñeron de amargura aquellos paseos de viernes de la mano de su mamá, rodeadas de mujeres con pancartas, rostros de hombres en blanco y negro y las miradas confusas de los otros niños a los que el estado de Chile les había legado la orfandad. Aún hoy, podría hacer el camino hasta ese edificio descascarillado desde varios puntos de la ciudad sin abrir los ojos, porque creció trazando mapas mentales de cómo llegar a ese lugar seguro si alguna vez se hacía realidad la amenaza permanente del asesinato de su madre.

Aliwe es el vivo reflejo de Paula, pero existe entre ellas una diferencia radical: el recelo. Mientras que a la mujer todavía le acecha sin remedio, la niña vive feliz, sumida en un país imperfecto pero sin dictadura y desconoce los azotes del pánico. Por esa sutil diferencia, Aliwe insistía e insistía en ir a las manifestaciones con su mamá, pero solo lo hicieron por la orillita y se centraron en la micropolítica en el barrio y en casa: Paula siempre se congela ante las aglomeraciones, se enerva con solo recordar las amenazas de muerte en forma de llamadas de teléfono y le espanta el mero avistamiento de un policía, porque los «pacos» tienen las manos manchadas de la sangre de su padre y de los más de tres mil asesinados y desaparecidos.

Pero en casa se entrelazan en la calma y los miedos no sobrepasan los umbrales ni los alféizares. Han construido una unidad que desafía la de la sagrada familia del pesebre, tan instaurada en la sociedad chilena —o no tanto: tampoco es que San José fuera el papá biológico ni que la dictadura diera lugar a la figura del padre de izquierdas—; y cocinan, bailan, meditan, charlan, corretean: su refugio se viste de la certeza del presente y de la tangibilidad del hogar. Fuera, el estallido social está latente y volverá con fuerza, por mucho que el Gobierno borre las pintadas y siga estrujando a la gente humilde. Es cuestión de tiempo, tiempo, poco a poco vamos cerrando la herida.

Hasta ahora, a Paula le rondaba con insistencia el pensamiento de que no existía la justicia en este país. El estallido ha marcado un antes y un después en la historia chilena y se ha convertido en un inicio que es a la vez un cierre, el fin de un largo duelo.

Hace dos años le contaron cómo lo habían asesinado. Sin tortura, lo dispararon, lo tiraron a una fosa común a saber dónde. Listo. Paula ya no busca a su padre, pero no va a retirar su ADN del Instituto Médico Legal —guardadito ahí para que lo contrasten en caso de que un olfato canino localice restos óseos y se desvele la verdad—, pero a la vez está reconciliada con la idea de no saber nunca nada más. Acepta las contrariedades, cree en la reencarnación, se sabe en un constante cambio y no se ata al cuerpo físico: Pablo está en la naturaleza y es el viento, los pájaros, el aire que respiran, un invitado de honor cuando se abre una ventana, la historia de Chile. Eso es mucho más importante que el paradero de un cuerpo.

Mientras que la ansiada revolución le ha regalado la resignificación como persona, ciudadana y víctima de los derechos humanos y la reconciliación con su pasado, el confinamiento se ha convertido en un oasis que comparte con Aliwe y con Pablo, que forma parte de la familia más que nunca: hija y nieta reciben sus energías, su risa, su humor, sus andares, sus abrazos y todo aquello que trasciende la realidad de las escasas fotografías.  

Aliwe no conoce el rencor y ha aprendido a querer más allá de horizontes espaciotemporales, como lo hace con su abuelo o con su papá, al que solo ha visto tres veces desde que los tiempos adoptaron estos tintes pandémicos. Es buen padre, pero vive en otra ciudad y no es factible ni seguro moverse, así que el virus lo ha convertido en un papá digital de videollamada diaria. Paula se pregunta qué onda con los hombres ausentes y se repite que qué pena, pero le consuela que su hija sí disfrute de un padre, aunque ahora mismo sea bidimensional.

Su mayor aprendizaje como mujer herida por la historia radica en cultivar la paciencia y se lo transmite a su hija a través de la cotidianidad. Le obsequia las enseñanzas de Jesús y de Mistral y de Buda y de Lautaro y le susurra que siempre crecemos como seres humanos, que estamos en una transformación a nivel mundial, que creamos constantemente un espacio de autogeneración. Cuando la niña duerme, Paula saca las penitas y dolores y los gurruña para soltarlos entre los vientos y los escritos.

En la caricia de los cuarenta y cinco años, lucha desde la pluma, cría desde el amor y piensa desde las entrañas. Le ha tocado vivir una situación fuerte dentro de las muchas situaciones fuertes que acontecen en la vida. Bueno. Estudió teatro para ordenarse por dentro, para entender(se) y para denunciar, y ahora moldea el tiempo desnudando su alma y vomitándola frente a cada página en blanco, y escribe para destapar sus miedos y sacar a la luz sus horrores. 

Todo está en un paréntesis, sí, y qué: Paula ahora se acurruca en el reciente fragor callejero y los remiendos de una justicia hasta ahora exangüe y se cura cada día junto a su hija en unos muros levantados en el eco incesante de la introspección, la reflexión, la sanación y la liberación. Volverá: paciencia, paciencia; volverá.

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de Patricia Martín Rivas.

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