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Ensimismada por la insistencia de su cilantro en amarillear, Angélica se imagina su propia muerte con una clarividencia abrumadora por enésima vez en la vida. Y eso que ahora no fuma. Antes, cuando se acomodaba durante horas en la barda de la Casa de Cortés, para ver a la gente de paseo y susurrarse efímeras ficciones ajenas mientras se vestía los interiores con humos, jamás le invadían pensamientos obituarios.
El fulgor verde de sus lechugas al atardecer la suele llenar de brío, pero a veces empatiza con el cilantro: al ser grupo de riesgo, su esposo y el hijo que todavía vive en la casa familiar apenas si la dejan salir. Arranca las hojillas malheridas de cuajo, porque dejarse hipnotizar por sus humores ocráceos sería como volver a los años de amargura en Emiratos Árabes Unidos, cuando la mera idea de enfermar o morir le producía tal pánico que se sumía ya en las garras de un insomnio anclado en la ansiedad, ya en sueños profundos de hasta veinte horas para escapar de la realidad.
Ahí sí que estaba sola por sentencia: empujada al exilio por el despido masivo de aquella criminal empresa que, de un día para otro, puso a ocho mil quinientas familias de patitas en la calle, sin declarar quiebra ni dar finiquitos ni indemnizaciones ni salarios caídos ni nada de nada. Se robaron hasta las cajas de ahorros de los trabajadores con el apoyo de ese ratero de Calderón, quien jamás se mereció el honor de presidir la República Mexicana.
En los Emiratos, sus hijos no aguantaron ni un tris y su esposo pilotaba aviones sin descanso: no se le veía el pelo durante seis días seguidos y luego se marchaba de nuevo a las pocas horas de volver al hogar. «Hogar», en ese caso, servía de eufemismo para «departamento teñido de la soledad impuesta de existir en medio de la arena de un país donde las palabras de una mujer se equiparan a la nada y su valía solo depende de la de un hombre y más como extranjera, que una pasa a la categoría de ciudadana de tercera clase».
Escapa de los tormentos añejos gracias a la palpabilidad de un fruto maduro de su huerta. Hace unos días leyó que «aguacate» en náhuatl significa «testículo», así que lo saborea regodeándose en la etimología y evitando mirar de reojillo las hojitas secas del cilantro, que le recuerdan a toda la gente que está muriendo —decenas, cientos, miles: las cifras no paran de subir—. A través del gusto regresa a su ser, a su presencia en Coyoacán, donde vive y donde fallecerá, porque ya no piensa morar ni morir en ningún otro lugar del planeta jamás.
Aquella otra vez que vislumbró la parca, estaba atrapada casi en las antípodas con una depresión coronada por la certeza de que la mataría. Su temor la llevó a hacer jurar y perjurar a su marido que, si la muerte llegaba, mandaría sus restos a México para que sus cenizas se desperdigaran por cada rincón de Coyoacán; daba igual si en las banquetas, los maceteros, los charcos o incluso los cubos de basura: ella quería desperdigarse por su barrio querido, por la tierra que la llenaba de sollozos y nostalgias incluso cuando se sumía en esos sueños profundos de los que despertaba empapada en sudor y suspiros con el amor por su polícroma tierra exacerbado. Si sus restos permanecieran hasta los confines de la eternidad en esos territorios remotos, sería como morir por duplicado.
Inmersa en el desamparo de los Emiratos, viviendo algunos de los peores años de su vida, se acostumbró a hilar palabrillas en el silencio más absoluto, así que ahora espera a que ennegrezca el día y su familia se deje embelesar por la caída de los párpados, para que el ruido solo quepa en el pasado y en el futuro. Y entonces, solo entonces, consigue escribir los portentosos microcuentos y poemas que le brotan de las uñas al sigilo de su fascinante guarida crepuscular.
Pero hay veces en que el silencio se llena del ruido causado por la incertidumbre del mañana y entonces anhela la inspiración prepandémica: ya no se puede sentar en la barda de la Casa de Cortés, su lugar favorito para observar a la gente e inventarse historias. Aunque mejor, ya que el mequetrefe del alcalde ha anotado una escabechina más a su lista de barbaridades cometidas y por cometer, afeando el edificio al cubrir de blanco el radiante amarillo pretérito y alejando de la zona toda brizna de estro.
Con el confinamiento se ha aferrado a las letras y está más activa que nunca: a sus cincuenta y siete años se ha convertido en toda una marisabidilla de la tecnología e imparte cursos en línea, participa de proyectos de escritura virtuales y hace de las noticias, añoranzas, reminiscencias y rutinas sus musas. En días como hoy, se cuestiona su propia supervivencia y se convence de que permanecerá en este mundo cristalizándose en la literatura.
Ha comenzado un microcuento —«Escurrían sobre sus redes los sudores de varios bichos…»—, pero necesita llenarse los entresijos de brisillas para poder continuarlo. Sube a la azotea del edificio a tomar ese aire nocturno que parece tan limpio —la contaminación se camufla, sibilina, entre las maravillas de la noche— y disfruta del sonido de los árboles mecidos por el viento y del canto de los grillos que festejan el verano. Su casa, ese refugio donde se narra por dentro, se envuelve entre las cálidas páginas de sus libros, los deliciosos zarandeos de sus plantas y los entrelazamientos con su familia.
Una tormenta de verano le recuerda que está viva con el vigor de la lluvia y el arte fugaz de los relámpagos sobre el cielo violeta; y sobrelleva con dulzura su enésima certeza de la propia muerte, pero se resiste a sucumbir a sus promesas de descanso porque desearía no marcharse todavía de este mundo. Aunque, si pereciese, habría cumplido con lo que ha venido a hacer: se encuentra en su país, sus hijos ya se dan de comer solos y ha plantado semillitas literarias acá y acullá: no teme su partida, qué va, empero le tiene pánico a irse con dolor y sufrimiento.
Ya enraizada donde debe, se permite el lujo de ponerse tiquismiquis: si se muriera ahora —de golpe, por favor, de golpe—, no querría que sus restos cayeran en cualquier agujero de su barrio: le encantaría que se arremolinaran alrededor del quiosco del parque Hidalgo y acariciaran a los mimos y los payasos callejeros que entretienen al público, ahora medio ausente, por unas cuantas monedas; adoraría que sus cenizas bailotearan entre los sones y huapangos que ensayan los jaraneros en el parque de La Conchita; disfrutaría que se colaran por las fosas nasales de los gringos que se apelotonan en la casa de Frida Kahlo y se niegan a soltar jamás una mísera palabrita en nuestra lengua y hacerlos al menos estornudar en español.
Desde el sosiego de la azotea se siente más coyoacanense que nunca. Es feliz en el lugar correcto, aunque la muerte ronde. Medita un poco —pero poco, que si no se queda dormida— y se dice que mañana inundará de amor a su familia con besos, abrazos, rica comida y les dirá que ya saben que ella es muy apapachona —porque revienta si no se llena la boca cada día con su palabra favorita, exiliada del diccionario academicista— y se inventará que falta algo indispensable y saldrá al supermercado o a la farmacia para empaparse los sentidos brevemente del arcoíris urbano hoy negado por el confinamiento.
La pandemia no le ha arrebatado ni un gramito de hambre, y hoy Angélica sueña que las calles se dejan pasear de nuevo con libertad y que come quesadillas en el mercado de antojitos, un chocolate en El Jarocho y un helado de higo con mezcal sentada en una banca oyendo el sonido de la fuente de los Coyotes mientras se llena las pupilas de las variopintas personas que, sin darse cuenta, le regalan esas historias que nutren las hambrientas líneas de su literatura.
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Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.
