Gao Hi no brilla precisamente por su sentido del humor, pero sus palabras y su carácter se visten de comicidad sin pretensiones al filtrarse por el traductor del móvil, lo cual siempre ha llevado a Lucas a la carcajada, incluso en medio de todo el dramón de hace ya un año, cuando solo él se hospedaba en este céntrico hotel de Wuhan con quinientas cuarenta y cuatro habitaciones, ahora de nuevo boyante y con un nombre que su garganta española sigue sin lograr pronunciar.
El recepcionista del Jinjiang Inn levanta la mirada al oír el traca traca de las ruedas de cada maleta que entra en contacto con las juntas de las baldosas y se ilumina al ver a su amigo Lucas y, como todavía es temprano —por las mañanas solo sabe hablar chino—, tira de traductor:
«Puedo ver el rostro de mi amigo laowai.
Bienvenido a un simple agujero.»
Lucas, cómo no, le ríe la ocurrencia a su ya estimado Gao Hi, con tanto salero tecnológico. Al recepcionista siempre le ha gustado la actitud risueña del joven, que ayuda a suavizar el gris ambiente, cargado de una mezcla de neblina y contaminación agravada por la culpabilidad que flota en el aire. Esa risa sincera le remueve el flequillo a Gao Hi con frescura.
Aquello de la culpabilidad lo lleva notando Lucas desde su primera visita a la ciudad, cuyo nombre al principio le costó recordar —¿dónde iba la hache?; ¿es «Wuhan» o «Wuham»?—, pero que ahora tiene grabado a fuego. En el último año, habrá pasado un total de tres meses en el epicentro del virus, yendo y viniendo desde Pekín, y el nubarrón pecaminoso sigue presente en sus habitantes, quienes otrora sintieran gran orgullo de su ciudad: el imponente río Yangtsé, impresionantes rascacielos, la torre de la Grulla Amarilla, un glorioso pasado y el riquísimo pescado con salsa agridulce.
Conoce la ciudad en parte a través de las gafas de Gao Hi, amable y servicial incluso en los momentos más nefastos. En enero de 2020, cuando Lucas era el único huésped, el perfecto recepcionista le tendió una bolsita con sus dedos larguísimos —lo más largos y delgados que había visto jamás— y las pulcras uñas de los meñiques bastante más crecidas que el resto. Con una mirada jovial bajo las gafas de pasta y una servicial sonrisa escondida bajo la mascarilla, activó el altavoz del traductor y escuchó los fonemas ajenos mientras se retocaba el flequillo:
«La máscara que llevas es terrible.
Cuando te enamores de ella, definitivamente morirás.
Ponte la máscara que usa el médico.»
Quizás ya era tarde: Lucas se había enamorado un poco de su mascarilla —ya bastante raída, todo sea dicho—, porque lo había protegido durante un par de días de la muerte por esa «extraña neumonía», como la bautizaron los medios en un principio, que había surgido en esa misma ciudad. Pero no veía inconveniente en enamorarse de otra, así que aceptó la bolsita que le ofreció con amabilidad el recepcionista en un primer gesto de amistad.
El gerente del Jinjiang Inn también se portó muy bien con él durante aquellos días inciertos en los que un nuevo virus había cambiado el destino del mundo. Aquel hombre alto, corpulento y con una gran mascarilla quirúrgica azul fue a tomarle la temperatura y a entregarle un papel rosa que explicaba en un inglés chapucero que los empleados del hotel no podrían ir a trabajar porque, en una decisión sin precedentes, se habían suspendido todos los transportes en esa enorme ciudad con una superficie cinco veces mayor a la de Londres. Además, aclaraba el papel, se cancelarían las celebraciones del Año de la Rata, que prometía estabilidad y fortuna para abrir un negocio y ganar dinero. El gerente se disculpó: sin personal, no podían ofrecer servicio de habitaciones y la cocina estaría cerrada, así que el huésped de la habitación 532 se tendría que buscar la vida.
Gao Hi parecía vivir en la recepción y cubría de atenciones a Lucas, incluso después de haberlo pillado robando cuatro rollos de papel higiénico, tres botellas de agua, cinco bolsas de basura, unos cuantos vasos de plástico y un puñado de sobres de té negro. El recepcionista lo mimaba sin descanso: le daba mascarillas, le tomaba la temperatura, le ponía en contacto con gente, hacía de intérprete y lo entretenía contándole su vida —traductor mediante por las mañanas y con una asombrosa soltura bilingüe por las tardes, carente, eso sí, de la socarronería dada por la torpeza tecnológica—. Cuando su huésped no estaba, Gao Hi, siempre sumido en la tragicomedia, pasaba las horas muertas con el videojuego de moda en Wuhan, Plague Inc., que salió en 2012 y que consiste en crear un virus que extermine a toda la humanidad.
El vínculo pandémico que se fraguó entre el único empleado y el único huésped del Jinjiang Inn ahora hacen que Lucas jamás se plantee alojarse en ningún otro lugar de la gran urbe, porque, si hay un hogar verdadero, ese es aquel donde uno se ha tenido que lavar los calzoncillos a mano cuando todos los cierres estaban echados indefinidamente. Pero ese no es el único motivo: a finales de enero del año pasado, el número de contagios no dejaba de aumentar y el Consulado de España en Pekín lo quiso evacuar de la ciudad apestada, pero él trató de quedarse a toda costa en el epicentro de la noticia, hasta que tuvo que dar su brazo a torcer cuando su hotel cerró y ninguno de los abiertos lo quiso alojar —que si no hay habitaciones libres (mentira), que si no aceptamos extranjeros (verdad), que si patatín, que si patatán: al final tuvo que dormir una noche entre cartones—. Después de tal trato, no pensaba volver a esos lugares con el rabo entre las piernas, ni en broma: él ya tiene su hotel.
En fin, que no le quedó otra que tirar para un aeropuerto de Wuhan casi vacío, después de que en 2019 recibiera a 27 millones de pasajeros y con una frecuencia de entre 600 y 800 vuelos al día. No le apetecía nada meterse en un avión de regreso a Europa con veinte españoles más y no sé cuántos británicos que se estaban poniendo hasta el culo de paracetamol en los baños para que no les diera fiebre cuando les tomaran la temperatura antes de despegar y, después de las dos semanas de una cuarentena surrealista en un hospital de Madrid, Lucas volvió a China en cuanto pudo. Nunca se tendría que haber ido: como periodista, aquella decisión iba del todo contra natura.
Las obligaciones lo llevan a Wuhan muy a menudo desde entonces. Esta vez, el periódico lo ha mandado ahí para que escriba varios artículos sobre el equipo de la OMS que pasará varias semanas en el foco inicial para, ojalá, resolver los interrogantes que siguen teniendo al mundo en vilo —y, ya de paso, para desmentir teorías conspiranoicas—. Lucas, como el resto de periodistas, está deseando que alguno de esos trece virólogos, veterinarios, epidemiólogos y expertos en seguridad alimentaria le susurre algún secreto que grite en los titulares, pero en el fondo sabe que no habrá respuestas rotundas.
Más que los periodistas internacionales, son los wuhanianos quienes anhelan un notición que los exculpe. El jefe del equipo de expertos chinos encargado de investigar el coronavirus en la ciudad sigue erre que erre con que es muy probable que el virus llegara a través de productos congelados extranjeros —que si de Brasil, que si de Alemania— y presenta las suposiciones como pruebas fehacientes que el pueblo se cree —se quiere creer, porque ha habido tantos contagios, tantos muertos por nuestra culpa…—. Aunque el principal experto de la OMS se muestra escéptico ante tal dudosa contingencia, a Lucas, por un lado, le gustaría que el virus no hubiera surgido aquí. Lleva un año entrevistando a sus gentes —lo que cuesta, joder: de cada cincuenta, tres hablan inglés y solo uno está dispuesto a soltar la lengua— y el sentimiento general es de flagelo. Fuera del país, pocos sabían de la existencia de esa ciudad con tres mil quinientos años de historia y diecinueve millones de habitantes, pero ahora todo el mundo la conoce y no puede evitar estigmatizarla. Qué pena le da.
Y qué desconocimiento hay, qué diferencia con el resto del planeta: a día de hoy, no existe ciudad más segura que Wuhan. Lucas lleva todo el santo día en la sala de la rueda de prensa. Han soltado cuatro chorradas, pero nada concluyente ni revelador. No cree que digan gran cosa a este paso. Tiene hambre: será más productivo ir a cenar, e incluso quizás charle con alguien por el camino. Eso quiere él: calle, calle, calle, nada de declaraciones oficiales y rollos burocráticos. Seguro que saca más chicha de una tendera, de un mendigo o de una doctora que de esos mandamases de la OMS.
Sale a la niebla y se ajusta bajo el cuello de la chaqueta el fular celeste, ese símbolo de identidad de Lucas que le resalta la mirada, ya por sí sola intensificada por las pobladas cejas. Busca restaurantes en el móvil: qué de opciones en comparación con enero de 2020. Entonces solo pudo encontrar abierto un sitio donde vendían una especie de sándwiches de atún, jamón york y maíz envueltos en una capa de queso caramelizado. Después de días a base de almendras y bolas rellenas de pasas y una cosa rara pegajosa y dulcísima, aquellos sándwiches que no hacían justicia a la gastronomía de la zona le supieron a gloria. Esa tiendita y el Starbucks de Jianghan Road lo mantuvieron con fuerzas, además de un desayuno que le ofrecieron en el hotel un día suelto. Como no le corroe precisamente la nostalgia culinaria por esos singulares sándwiches, busca un restaurante en condiciones, algo cerca con una buena puntuación en Baidu.
Hay uno con buena pinta a veinticinco minutos. Escribe a dos amigos, cámaras para otros medios españoles, y les propone reunirse allí. Decide caminar. Ya recorrió la ciudad bastantes veces en bici en su momento y ahora parece otro lugar, lleno de un tráfico loco y de peatones que se le cruzarían sin parar. No le apetece nada pedalear en esas circunstancias, con lo fácil que resultaba antes circular por las calles vacías. Qué momentos de incertidumbre: los medios ya empezaban a hablar de coronavirus pero sin cifras concretas, se acababa de descubrir que se transmitía entre humanos, #EscapeWuhan era el hashtag más popular en Weibo y los taxis solo transportaban a gente con síntomas y necesidad de ir al hospital. Aquella pesadilla se trataba del escenario perfecto para alguien llevado siempre por la intrepidez: Lucas aprovechó las bicicletas de alquiler baratísimas repartidas por toda la ciudad y pedaleaba de un hospital a otro, incluidos los improvisados en polideportivos y estadios, donde ingresaban a personas que habían dado positivo pero que no presentaban síntomas graves.
Por supuesto, también acudió varias veces al colosal mercado de mariscos de Huanan, donde parecía haber empezado todo, con cincuenta mil metros cuadrados de carpas, tenderetes, casetas, callejuelas, aparcamientos, bloques de casas y venta de todo tipo de especies más o menos exóticas, vivas o muertas, en las partes más ocultas de la zona este. Con todo precintado y cerrado, un par de comerciantes que esperaban en fila para recibir un subsidio del gobierno de diez mil yuanes por las pérdidas ocasionadas por el cierre le hablaron del Viejo Fantasma, un hombre de setenta años con un puesto de frutos secos junto a un charco permanente de desechos de ciervo que jugaba todas las tardes a las cartas con otro anciano que vendía pato congelado. El Viejo Fantasma había fallecido hacía unas semanas de esa rara neumonía —¿quizás la primera víctima?; ay, lo que habría dado por entrevistarlo—, y su lúdico compañero seguía hospitalizado. No le dejaron hacer fotos (y le pillaron y obligaron a borrar las que tomó a escondidas), pero las imágenes del desamparo se le quedaron grabadas para siempre: sentía que se encontraba en una película de terror de serie B, en una ciudad gris y húmeda en medio de China, con millones de personas protegiéndose con mascarillas de una contagiosa enfermedad que se expandía más y más y que salió de ese mercado donde cuentan que no sólo se vendían mariscos, sino también desde cocodrilos hasta pavos reales, pasando por ranas, serpientes, erizos, puercoespines, tejones, lobeznos, murciélagos, gatos, venados, ratas, zorros, burros, conejos, perros y patos.
Le encantaba todo: se sentía vivo y enérgico a pesar de la falta de comida, de las horas de pedaleo en las calles vacías, de los mensajes de preocupación que le mandaban a diario su madre y su abuela. Si alguna vez le invadía la morriña, se la borraban de un plumazo las campanas de la iglesia de Hankou, que rompían cada día el silencio del anochecer y le regalaban un eco hogareño que su cuerpo agradecía al invadirle una sensación de cobijo abstracta pero real.
Y, si no, siempre podía recurrir a TanTan para acurrucarse en un artificioso calor humano. Usar el Tinder chino en Wuhan le trajo consecuencias inesperadas: tuvo un par de citas sosas con chicas sin demasiado miedo a la extraña neumonía, en las que el recién llegado todavía sucumbía al impulso de los dos besos y enrarecía el encuentro desde el primer instante. Una de las citas salió tan mal que su té seguía caliente cuando ella se marchó tras balbucear una excusa mal elaborada. Asumió que no encontraría el amor en ese lugar, pero al menos estableció lazos informativos con gente de a pie —le resultó más satisfactorio aprovechar la tesitura que echar un polvo de una noche, para qué nos vamos a engañar—. Aunque varias mujeres lo bloquearon en cuanto soltó palabras como «Hong Kong», «democracia» o «mala gestión del alcalde de Wuhan», consiguió sonsacar mucha información útil que humanizaría sus crónicas.
A sus veintiocho años, se sabía invencible. Más que darle miedo, lo desconocido siempre le ha atraído, no tanto por su edad, sino más bien por su condición de periodista hasta la médula. A Lucas siempre le ha podido el deseo de estar en el meollo de la cuestión y desvelar todo lo posible. ¿Cómo evitarlo? No hay remedio contra lo connatural: su primer encuentro con la adrenalina informativa está fuertemente arraigado en sus recuerdos fetales, cuando su madre, Raquelita, embarazada de seis meses, fue en moto a cubrir un atentado terrorista de ETA en Madrid donde murieron dos agentes del TEDAX al desactivar un paquete bomba, y a Lucas le latía el corazón a toda velocidad aún dentro de la joven periodista.
Al caminar por Wuhan, Lucas analiza una vez más la urbe más denostada del último año: la sempiterna niebla baja y espesa, el aire industrial y el amplísimo río. No le encanta, la verdad, pero le tiene un cariño especial y le asombra lo normal que es todo. Tras unos pocos meses en paréntesis, el paisaje chino ha vuelto a su estado natural e inalterable: las mujeres salen a la calle con parasol para que su piel permanezca lo más clara posible, los hombres ya lucen cuerpazo con el llamado «bikini pekinés» —la camiseta remangada y la barriga cervecera al aire— y toda la gente escupe sin cesar —pareciera que más incluso que antes, japú, como si quisieran compensar los meses en que la saliva era infecciosa, japú, japú, como si se les hubiera acumulado, japú—.
Lucas llega el primero al restaurante y aprovecha para hablar por vídeo un ratito con su novia, Yuan Yuan (o Lucrezia, según su sobrenombre occidental), que lo extraña desde el apartamento que comparten en Pekín. Cuando llegan sus amigos, hablan de cosas mundanas —por favor, nada de actualidad ahora: ahora me importa un comino todo— y beben a escondidas baijiu, un licor de arroz y soja con más de 60 grados que camuflan en botellas de agua: hoy saldrán un rato por un antro donde ponen reguetón y sirven cócteles raros, y hay que ir calentando motores. Lucas siente el aire cálido de un hombre que está comiendo justo detrás de él y le eructa cada dos por tres en el cogote. Lo comentan los amigos en voz alta, aprovechando que nadie los entiende, y se ríen. Aunque viviera ahí el resto de sus días, no cree que se acostumbrara nunca a los modales chinos: se cuelan en la fila siempre que pueden, le escupen un día sí y otro también en los zapatos, le llenan la nuca de vientecillos en los restaurantes… Sin embargo, admira muchas cualidades de la cultura: la generosidad colectiva, la devoción hacia los mayores, la responsabilidad cívica, el sentido común y la hospitalidad una vez abren las puertas de sus casas. Igual sí podría vivir ahí muchos años. Quién sabe: tiene trabajo, pareja, está aprendiendo chino y le encanta la comida. Quién sabe, quién sabe.
Aún tiene que exprimir más su puesto. Cuando el periódico lo mandó como corresponsal del este de Asia, le hacían los ojos chiribitas al pensar en cubrir algún gran acontecimiento o catástrofe y seguir la estela de sus padres. Algún tsunami o terremoto en el Sudeste Asiático. O Kim Jong-un y Donald Trump de retiro romántico en un spa de lujo norcoreano. O una robot sexual explotada que asesina en serie a pervertidos japoneses. Se le ocurrían mil cosas. Y ahora no puede hacer ningún reportaje fuera de China, porque, si salía del país, tardaría meses en que le dieran permiso para volver a entrar. Sí, claro, lo del coronavirus ha sido bastante emocionante, pero ya hay poca chicha y, en lugar de plantarse en el cogollo de todo, de momento se tiene que conformar con narrar acaecimientos como el golpe de estado en Birmania desde su oficina de Pekín, como un plumilla de poca monta.
Los amigos pasan un par de horas en la discoteca y se sienten afortunados, porque en España no podrían desfogarse de esta manera. Si lo piensan (si lo cuentan), todo les parece raro, pero esa es su realidad: beber, bailar, ligar como si nada.
Lucas vuelve al hotel y, al atravesar el umbral, Gao Hi sale de las profundidades (del suelo y del sueño) y teclea en su móvil un texto que repite en otro idioma el traductor:
«Demasiado tarde. Estamos de vacaciones.»
Lucas suelta una risotada exangüe y, como sospecha que Gao Hi quiere decirle otra cosa, seguramente nimia, se dispone a despedirse sin más; pero, antes de volver a su camastro tras el mostrador, el recepcionista lo interrumpe. «Any news?» pregunta Gao Hi, esperanzado, con su propia voz humana. Noticias hay —siempre hay noticias—, pero Lucas sabe que Gao Hi quiere absolución, así que el huésped le clava con compasión los ojos azules y sacude la cabeza, con su característica sonrisa picarona de medio lado, que lleva ya meses sin esconderse detrás de una mascarilla.
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Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

Que bueno Patricia, gracias por darnos la oportunidad de conocer a Lucas, que con lo joven que es, es un gran periodista, y tú una excelente narradora, gracias a los dos…
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