Entelequia

Amira sigue teniendo pesadillas sobre Penélope hundiéndose en el río Ámstel, aferrada a su telar para intentar mantenerse a flote, en vano, mientras ella la observa paralizada desde la ventana del apartamento al que se acaba de mudar.

Se despierta de golpe, con sudores fríos. Ya hace unos meses desde que ella y su marido, Jan, regresaran a Ámsterdam después de un buen puñado de años en Berlín, ¿por qué seguirá soñando con todos esos personajes literarios luchando por su vida en las gélidas aguas del río al que da su edificio?

Sí, vale, fue un disgusto lo que pasó (o toda una tragedia, si nos ponemos materialistas): el matrimonio empacó todos sus libros sin ayuda de nadie, porque no valía la pena invitar a amigos a casa y que alguien se contagiara de otro alguien que no supiera que se había infectado antes, porque parece que el virus se pega con solo mirarse, no me digas; y porque el precio de la mudanza habría aumentado de forma desorbitada si hubieran pagado a la empresa de transportes por hacerlo, y por hacerlo sin ningún cuidado, seguro, seguro, mezclando siglos, desbaratando el orden alfabético, colocando a autores rivales en el mismo paquete. Y bueno, el proceso fue una tortura: a veinticinco obras por caja, para que no fueran muy pesadas, y con los dolores de espalda que martirizan a Amira ya casi crónicamente, guardar dos mil quinientos libros resultó del todo agotador.

¿Será que la mudanza resultó traumática y por eso tiene estas horribles pesadillas? Hace un par de noches soñó que se ahogaba el monstruo de Frankenstein, un poco antes, Voldemort se hundía sin remedio y, dos semanas atrás, fue el turno de la bruja de Hansel y Gretel. A pesar de su villanía, le da siempre no sé qué mirar cómo desaparecen en la negrura de las aguas sin intentar salvarlos. Sin poder hacerlo. Solo observar, vislumbrar el hundimiento desde la lejanía, quedarse a salvo. Los personajes cambian de madrugada a madrugada, pero Amira siempre mira desde la ventana impertérrita, da igual el grado de adorabilidad de la víctima, hasta que se despierta con mal cuerpo, unos sudores con olor a río de ciudad y una angustia que le arruina el descanso. 

¿Es muy exagerado tildar lo que ocurrió como tragedia? No, desde luego que no. Llevan décadas atesorando esos libros, que olían (a) ellos siempre y estaban subrayados por las manos de quienes fueran sus dueños antes de derretirse en el canal. Cuando se planteaban si dejar atrás tal o cual obra, la abrían y veían las marcas a lápiz y las anotaciones, que los llevaban al pasado y se olvidaban de la posibilidad de deshacerse de las páginas. Mientras las guardaban una a una metódica y cuidadosamente en las cajas, Amira y Jan iban leyéndose los fragmentos que hubieron destacado hace años, sumidos en los bellos recovecos de la nostalgia. Mientras que Josef K argumentaba que «No tienes que creerte todo lo que te dicen», Raskólnikov soltaba que «Los verdaderos grandes hombres deben de experimentar, a mi entender, una gran tristeza en este mundo», algo que llamó la atención de aquellos lectores en algún momento dado, que decidieron marcarlo para la posteridad. Y la posteridad es ahora y cómo van a tirar esos libros, por Dios, habría que estar como una regadera. 

Con las ganas que tenían de volver a vivir en Holanda, ahora el matrimonio no sale mucho de casa por miedo a la variante delta, porque la pauta de vacunación completa aún no llega al cincuenta por ciento, porque hay un mayor número de casos causado por el movimiento veraniego y, sobre todo, porque a saber quién de los desmascarillados se niega a ponerse la vacuna, a adoptar el sano juicio. La pandemia ha empequeñecido su vida social y los únicos amigos que pueden acoger en su salón se encuentran entre portadas y contraportadas. 

Los tendrían que haber dejado en Berlín, porque ahora muchos de esos libros —esos personajes— ya están en el fondo del Ámstel, algo en lo que Amira no puede dejar de pensar, tanto por los remordimientos de haberlos ahogado como porque tanto tiempo libre da mucho espacio a la imaginación (y a las pesadillas). ¿Sellaríamos mal las cajas, las colocaríamos mal?, se pregunta, ¿o sería más bien un fallo de las poleas?

Amira y Jan viven en una de esas viejas casas de Ámsterdam conocidas como grachtenpand. Cuando se construyeron siglos ha edificios como el que habitan, los impuestos se elevaban cuanto más ancha fuera la fachada, por lo que comenzaron a hacer casas estrechas y largas, sibilinos, con pasillos tan angostos que imposibilitaban cualquier mudanza desde el interior. Para solucionarlo, el diseño arquitectónico hegemónico encontró la solución de inclinarse hacia adelante y colocar un gancho en la parte superior de las grachtenpand. Desde el siglo XVII, se llevan haciendo mudanzas en estas casas con un sistema de poleas exterior que supone una maniobra única en el mundo. Por eso, cuando les ofrecieron subir los libros al apartamento a través de este sistema centenario, no se lo pensaron: claro, sí, ellos saben, de sobra saben, y ya tenemos una edad, no nos vamos a liar a cargar cien cajas de una en una, quita, quita.

Con cansancio y confianza, el matrimonio aceptó la propuesta sin pensarlo demasiado. Esa mudanza con despedidas sin abrazos, limpieza infinita y fronteras palpables los había dejado molidos. Esto último, lo de las fronteras, los inundaba de incertidumbre. Desde los ochenta, cuando Amira llegó desde su Colombia natal a la recién creada Unión Europea, apenas si había notado los pasos de un país a otro en el Viejo Continente, y eso que lo había recorrido pero bien. No obstante, en los últimos meses, con un hijo en Bélgica y el traslado, han tenido que estar pendientes de cada norma y obligatoriedad para pasar de un país a otro y a otro. Qué raro notar ese muro invisible así de repente. Y qué embrollo.

Y entonces llegó la tragedia: la plataforma se tambaleó y un par de cajas saltaron al río, abriéndose en el aire, con los libros expandiendo las alas, volando sin la destreza de las aves hasta caer al agua y hundirse poco a poco, las frases subrayadas, las notas de Amira y Jan cuando eran otras versiones de ellos mismos y Julieta gritando que «La vida es la tortura y la muerte será mi descanso» y Heathcliff vociferando que «Sé que los fantasmas han vagado en la tierra» y los demás personajes sumidos en lamentos, que le transmitieron a Amira una pena que le partieron el corazón y las noches de descanso.

Se le repiten las frases de aquellos personajes ahogados, que las dicen en sus sueños entremezcladas con burbujas mientras Amira los observa desde la altura de su ventana bajo el gancho para poleas. Esos malditos seres inventados se han convertido en sus fantasmas. ¿Qué querrán, qué querrán?, se pregunta mientras se dedica a perfilar ella sus propias ficciones, con una literatura interrumpida por los recuerdos de las cajas cayendo al río, de los libros queriendo volar como pájaros torpísimos y con la concentración rota por la falta de sueño. Así no hay quien escriba nada bueno.

Si le hubiera hecho caso a su amiga Adela… Antes de irse de Berlín, Adela le regaló cinco mil trescientos treinta y seis libros dentro de un pincho, que Amira copió en su ordenador en un par de clics, mientras su amiga, amante de la lectura digital y del minimalismo, trataba de convencerla de que donara gran parte de las obras y viajara más ligera. Si le hubiera hecho caso, ahora otros ojos podrían disfrutar de esas historias que se habían merendado los lucios y las anguilas y no habría contaminado el Ámstel con más basura de la que ya tiene.

¿Qué querrán estos personajes, qué querrán? ¿Por qué le perturban los sueños? Amira mira cifras a diario de los casos que suben, de la lentitud en la vacunación, de las restricciones fronterizas… Es insoportable. Un vídeo de YouTube la lleva a otro y a otro y, con ese masoquismo inevitable en el que confluyen la curiosidad humana e internet, acaba viendo entrevistas a antivacunas, con sus argumentos de pacotilla y sus teorías conspiranoicas y sus excusas baratas. 

Después de ver un vídeo de una muchacha que explica que no se quiere vacunar porque para ella no supone en realidad ningún riesgo, apaga el ordenador. Y cuando esa noche se despierta sudando a ríos tras observar a Lolita hundirse, se le enciende la bombilla. «Jan», despierta a su marido, «Jan, Jan, ya lo entiendo todo». Y el hombre le besa la frente con el cariño de los años y se da media vuelta para seguir roncando.

Las frases de los ahogados le vienen una detrás de otra, sin que lo pueda ni quiera evitar. Ajá, ajá. Los agrupa. Ve más y más vídeos para establecer categorías. Ajá. Están los jóvenes, como Lolita, Julieta, el Principito; quienes no creen en la medicina tradicional, como Voldemort y la bruja de la casita de chocolate; quienes viven aislados y piensan que no (se) van a contagiar, como Penélope y Heathcliff; quienes se sienten invencibles y no les importa causar daño, como el monstruo de Frankenstein; y quienes piensan que es todo un plan del gobierno, como Josef K y Alex DeLarge.

Oh, no, los está juzgando. Los está juzgando con la perspectiva del siglo XXI. Craso error. Eso es lo que ella siempre le recrimina a Adela en sus discusiones literarias: hay que ver a los escritores y sus personajes en su contexto histórico, le dice siempre que su amiga se lía a tachar a Fulanito de machista, a Menganito de racista y a Zutanito de no sé qué cosa más. Pero es que lo eran. Lo son y punto. El pincho de Adela tiene más indecentes apelotonados que para qué. Amira se niega. No, no, no, no hay que juzgarlos con el prisma actual. 

Pero.

Pero es que todos estos personajes que se le cuelan en los sueños para convertirlos en pesadillas tienen razonamientos de mindundi, y ahora hay tanto mindundi suelto controlando el mundo que le resulta insoportable. La mujer respira tranquila: ella no ha matado a ninguno de esos mequetrefes literarios, sino que se han ido de su vida tirándose al río aquellos que jamás se vacunarían si pudieran hacerlo. 

Al fin, Amira duerme serena. Los fantasmas por fin han abandonado sus pesadillas y se asoma a la ventana de su bello apartamento contemplando el Ámstel sin un nudo en el estómago. Su sueño más recurrente ahora es que los peces han montado un club de lectura y que juzgan a los bípedos desde su escamosa perspectiva. Ya no releerá esas obras, ¿para qué? Anda que no le queda a ella literatura por devorar.

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El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

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