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Con mucho mimo, Lana le ofrece a Vladimir un poco de guacamole de edamame para que se le calme la garganta. Él le ha dicho que es vegetariano y que le encanta la comida picante, pero Lana siempre duda cuando una persona blanca presume de tolerancia a las especias. No hay más que verlo: apenas unos minutos después de pavonearse, una insignificante rodajita de chile rojo lo ha llevado hasta la náusea.
A ella no le sorprende en absoluto porque ha presenciado el mismo espectáculo mil veces en Malasia; y mastica tranquilamente trocitos de pollo teriyaki y coliflor con cúrcuma y rábano mientras observa a lo lejos cómo unos niños en la pista de patinaje junto al puente de Waterloo se caen, se levantan y vuelven a empezar. Le encantaría encenderse un cigarro para que este momento fuera perfecto, pero está prohibido fumar en los restaurantes de Londres. Tendrá que conformarse con el cielo azul, la sopa y los niños cayéndose y levantándose, cayéndose y levantándose, como si fuera una metáfora cutre de su propia vida. Esperará a que el rostro de Vladimir vuelva a la normalidad para romper el silencio. Hasta entonces, seguirá disfrutando de la ruidosa tranquilidad de la ciudad.
Justo antes, estaban hablando sobre Albert Camus, a raíz de que Lana soltara con cierta indiferencia una cita suya que leyó en una exposición de arte el otro día: «¿Debería suicidarme o tomarme un café?». A lo largo de la comida, han charlado sobre filosofía, leninismo, Beauvoir, comunismo, Butler y Chomsky. ¿Por qué no sacar a colación otro tema así, ligerito, como las enfermedades mentales?
Pero tampoco se han limitado a hablar de temas impersonales. Él le ha contado que, durante la pandemia, se ha estado centrando en la fotografía en un empeño de distraerse y no volverse loco, que ha sentido una profunda soledad, que toda su familia vive en Eslovaquia y que apenas hablan.
Ella menciona así por encima que también tiene una relación bastante complicada con su familia, pero decide no entrar en detalles. No le cuenta que no la aceptan tal y como es por el qué dirán, que la rechazaron y desheredaron, que hace poco su madre la llamó «Lana» por primera vez porque necesitaba dinero, que ya no se preocupa por lo que le pase. Su madre… Ay. En Malasia hay un dicho: «Mira la cara de tu madre y verás el cielo». En el fondo, a Lana le encantaría sentir esa frase como suya. Tras la cadena de pensamientos, en silencio, suelta de la nada: «A veces, ayudamos a quienes nos hacen mucho daño porque en la vida hay que ser buena persona, ¿no crees? No hay otra manera de pasar página».
Está mejor desde que aceptó enviar dinero a su familia. Siente como si les hubiera compensado por haber huido. Ahora puede alejarse por completo de ellos y de Malasia, el país que la vio nacer y que luego la castigó por ser quien es, que denigra a las personas como ella, que las encarcela. Al ser refugiada política, aún le quedan al menos tres años para arreglar todos los papeleos y poder volver a su país. Pero no le importa: desde hace un par de años Inglaterra ya es su casa, porque le ha dado la oportunidad de ser ella misma y no hay mejor hogar que aquel que le permite habitar libremente su cuerpo. Por eso es voluntaria en un centro de acogida: quiere que otros solicitantes de asilo y refugiados también (se) habiten aquí. Nadie mejor que ella sabe lo importante que es que el cuerpo propio se convierta en hogar.
Vladimir es majo, pero no entendería ni papa sobre todo este embrollo. Tampoco maneja las artes de la psicología. Parece creer en los rincones más oscuros de la mente tanto como en la comida picante e, ignorante de todo el sufrimiento por el que ha pasado la mujer que tiene enfrente, responde a la cita de Camus con un chiste un tanto despectivo sobre el suicidio.
Lana no se lo toma como algo personal, porque está muy orgullosa de todo el camino que lleva recorrido hacia su sanación. Y, en todo caso, le dan pena las personas que desconocen sus propias mentes y sus patrones tóxicos, ajenas a sí mismas y a quienes las rodean. Vladimir se le dibuja como un ser muy transparente, sin un ápice de hostilidad ni maldad. Sin embargo, a Lana le gusta pasarse de la raya de vez en cuando y, solo para ver cómo reaccionaría, se plantea responder a su chistecito hablándole de las treinta y seis pastillas de paracetamol que colocó en fila sobre la mesilla de noche, de su llamada desesperada al teléfono de prevención del suicidio, de los policías que entraron en dos ocasiones a su casa para corroborar que estaba bien, de los psiquiátricos, de los calmantes, de sus varios intentos de suicidio a raíz del aislamiento por la pandemia. Pero le da una pereza horrible verle el rostro incendiado de nuevo; ya ha tenido bastante con el espectáculo rojo y ridículo de chile picante.
Aún en silencio, Lana se transporta a la primera mañana que despertó en el hospital psiquiátrico y nevaba con fuerza, algo que esta criaturita tropical nunca había visto antes. Le invadió un anhelo súbito y desesperado de sentir la nieve en la cara. Sin embargo, para cuando los médicos le hicieron todas las pruebas y le dieron permiso de salir, ya había dejado de nevar y solo quedaba un rastro de hielo marrón en el suelo. Qué puta suerte la suya. Le dio igual: corrió y corrió y corrió como una niña hasta agotarse por completo. Cuando paró, se prometió que esta vez sería diferente. Ocho meses después, esas ganas de nieve se le agarran con una claridad visceral.
Vladimir por fin se ha tranquilizado. Todo él parece calmado ahora: su cabello gris y alborotado, sus ojillos marrones y su barba bien recortadita. Lana no le contará nada sobre sus intentos de suicidio. El resto de gente en su vida sabe que lo está pasando fatal, pero él no tiene por qué enterarse. Le gusta que él la vea así, liviana, ingeniosa, y ocultarle su trastorno límite de la personalidad. Mientras mira de reojo cómo los niños se caen y se levantan, se caen y se levantan, le viene a la mente de nuevo la cita de Camus («¿Debería suicidarme o tomarme un café?») y se ríe y suelta mientras Vladimir bebe agua: «Ya que no tenemos leche para el café, supongo que lo mejor es que me suicide».
Vladimir la mira un poco desconcertado, pero enseguida suelta una carcajada. Aunque a Lana le queda claro que no la ha llegado a comprender, le da igual: se ríen juntos. Se entienden en cierta manera. A ella le parece que tienen una especie de complicidad padre-hija, pero enseguida se quita esa tonta idea de la cabeza, porque reconoce el patrón de búsqueda constante de una figura paterna sana, algo que nunca le ofreció su propio padre y que nunca lo hará.
—Me gustas, niña. Eres directa, tienes la voz grave y sabes mucho sobre filosofía —observa Vladimir—. Recuérdame tu nombre.
Lana se siente de maravilla. Qué felicidad. Vladimir no se ha equivocado de género. La muchacha lleva más de cuatro años en terapia de reemplazo hormonal y no siempre pasa por mujer. Pero Vlad —puedo llamarte Vlad, ¿verdad?— asume que Lana es «ella» y le dice «niña» y qué sensación más alucinante. Quiere gritar a los cuatro vientos: «Hola, atención al cliente, ¿esto que siento es euforia de género? Si es así, quiero máááás. ¿Puedo hacer un pedido al por mayor?». Para no delatarse, responde sin más: «Me llamo Lana Isa».
Los pequeños detalles marcan la diferencia (y qué diferencia); y los valora más aún desde que tuvo hace poco una experiencia extracorpórea después de fumar un poquito de marihuana. Ese viaje cambió para siempre su forma de sentir la vida. Un vacío a nivel atómico absorbió su alma, arrojada a otra dimensión. Con el alma absorbida, Lana viajó a la velocidad de la luz, hasta que, aterrada, se dio cuenta de lo pequeña que era —una mera entidad de partículas como cualquier otra— y cayó en la absurdidad de su existencia en la Tierra. Por algún extraño motivo, al sentirse tan pequeña, se sintió también enorme, y pasó a ser una persona radicalmente distinta, que ahora valoraba todas las pequeñas cosas de la vida que no significan nada pero, a la vez, significan mucho.
—Mira, Lana, yo soy artista. Y me encantaría pintar un retrato tuyo leyendo a Camus. ¿Me harías el honor?
Ella lo observa, deslumbrante con su jersey verde, con esa boquita llena de amabilidad, y decide no responder. Pide la cuenta y se dispone a pagar, porque ella ha sido quien ha tenido la idea de ir a comer, pero Vlad insiste en que él invita, que él invita, venga, y ella acaba aceptando. Después de todo, Lana está acostumbrada a que los hombres paguen por todo. Hace poco, ha empezado a contarle a la gente que lleva una doble vida como trabajadora sexual desde hace años, porque guardar el secreto no le ha hecho ningún bien a su salud mental y porque se le da de maravilla y se merece presumir de ello. Durante la pandemia pudo sacarse un dinerillo extra gracias a las plataformas con servicios de vídeo, que le salvaron el culo. Pero no piensa contarle esto tampoco a su amigo, porque no están en ese punto de la relación, por mucho que todo esto forme parte de ella y de su vida actual. Ahora está ahorrando lo que gana con el sexo para poder pagarse la cirugía de afirmación de género, porque no le da para todo solo con su salario como programadora. Y es que esta ciudad es carísima, chica.
Todavía no le apetece despedirse de Vladimir, así que lo lleva a su tienda favorita, ese lugar que no suele compartir con nadie, porque es su rincón secreto en Londres para comprar regalos extravagantes. Le divierte pensar en cómo les ha contado a todos sus amigos todas sus experiencias más dramáticas, pero no les ha dicho ni mu sobre esta tienda de regalos; y con Vlad ha hecho todo lo contrario. Desde luego, hoy es otra versión de sí misma. ¿Por qué siempre ha mantenido esta tienda en secreto y ahora de repente lleva a este tipo? Quizás le dé pena la soledad que irradia Vlad, porque ella la ha vivido en sus carnes. ¿O puede que sea por lo bien que se han caído? ¿O porque Vlad se rió de su comentario sobre Camus?
A fin de cuentas, se han conocido hace tan solo seis cigarrillos. Lana estaba dando un paseo hacia el oeste por Southbank, a orillas del Támesis, en dirección al Teatro Nacional, disfrutando del calorcillo —quedan pocos días así este año…—. El sol brillaba con fuerza suficiente como para plantarse frente a él con los ojos cerrados y sentir la cálida brisa a través de los párpados.
Mientras escuchaba música, respiraba profundamente para vivir el momento con más intensidad. Fue entonces cuando un hombre de unos sesenta años la interrumpió para preguntarle si podía hacerle una foto así, sujetando el cigarro, tal y como estaba, y con la catedral de San Pablo al fondo, al otro lado del río. Ella le pidió explicaciones. Él dijo que le gustaba hacer fotos de personas desconocidas. Lana se preguntó si a ese señor le gustaría fotografiar a personas tristes y si podía ver su aflicción o si, por el contrario, la escondía bien.
En realidad, hoy se ha despertado con la sensación de que estaba muy sexy. Quizás ese era el motivo: lo sexy es fotogénico. Después de cambiar los nombres de sus plantas por otros solo femeninos y neutros —Miss Lolita, Adura, Rapunzel, August, Lil-Cupcake, Farina, Lily, Durjana y Sembilu— porque los hombres son una mierda, Lana se ha marchado de su estudio con una falda gris por encima de la rodilla, una chaqueta a juego con un top rosa chillón debajo y el pelo suelto y salvaje. Hoy es la primera vez que sale de casa después de que ese capullo le rompiera el corazón hace cuatro días.
Al salir del estudio donde se suponía que iba a vivir con otro capullo (¿son todos una mierda o quUuUuUé?), no tenía ningún destino en mente: solo quería marcharse de ahí para no volver a caer una vez más en un bucle depresivo. Como ya ha terminado el máster y ha pedido la baja laboral para centrarse en la terapia y la recuperación, ahora mismo tiene tiempo de sobra para pasear por la ciudad. Tal azar en sus horarios la ha llevado a conocer a Vladimir, posar para él y comer juntos.
Y ahora no les apetece despedirse porque ambos se han sentido muy solos durante los múltiples encierros y están carentes de calidez. Le ha sentado de maravilla este día. Le alegra mucho haberse atrevido a seguirle el rollo a este señor. Lana le agarra del brazo y le susurra: «Todos estamos tan inmersos en nuestro mundo que olvidamos la humanidad que habita en la gente que no conocemos y con la que nos cruzamos en nuestro día a día».
Lana quiere sacar a relucir su lado más pícaro y alegre y ocultar todo lo que ha sufrido. De repente se da cuenta: ¿por qué mierdas habrá pasado él? En esta vida, todos sufrimos y él, con su edad, seguro que habrá caído en la mierda más de una vez. ¿También atravesará fases autodestructivas? ¿Habrá perdido a algún ser querido? ¿Qué problema tendrá con su familia? Cuéntamelo todo, Vlad. Sincerémonos. O no. Mejor otro día; quizás. Disfrutemos de la compañía mutua sin compartir traumitas. Sigamos siendo desconocidos, Vlad, aunque solo sea por un día, sigamos hablando de Tolstói y Wollstonecraft, seamos superficiales, Vlad, distraigámonos con baratijas, ignoremos toda la mierdamierdamierda para crear una ilusión de perfección solo por un día.
Tiene clarísimo que no va a hablar sobre sus cosas ni a preguntarle a Vlad sobre su mierdamierdamierda. Prefiere esto: agarrar una estatuilla de la Reina y embelesarse en lo bien que está hecha. Las pequeñas cosas… Después de describirla con minuciosidad, Lana comenta, por si él nunca hubiera reparado en ello —y porque de vez en cuando necesita decírselo a sí misma—: «Los pequeños detalles hacen que la vida valga la pena, ¿verdad?».
Vlad le sonríe con esa tranquilidad y bondad que parecen caracterizarlo. A Lana no le gustaría que la relación que tienen ahora mismo se echara a perder. Quizás lo mejor sería despedirse para siempre, dejarlo así, pequeñito, seguir siendo eternos desconocidos, cristalizar este azaroso encuentro idealizándolo ad æternum. ¿O tal vez no? Esta maldita pandemia ha sido tan dura para ambos que sus soledades se desvanecerán al menos por un rato si él la pinta. Además, así Lana tendría otro motivo para quedarse en este mundo un día más. Con Isabel II todavía en la mano, también vestida de rosa y gris, le dice a Vlad clavándole las pupilas: «Quiero llevar exactamente este modelito cuando me pintes».
{Pintura de @morganico_com}
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El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.
