Tricofagia

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No hay nada como el contacto de los pelitos de gata en las papilas gustativas. Con Isis se complica bastante eso de arrancarle aquellos manjares capilares, pero Nut se deja hacer más perrerías y entonces Abril le quita los pelos de un tirón y los convierte en delicatessen y disfruta de la sensación y los escupe y los traga y se le quedan bailando y bailando por la boca.

Abril persigue a las gatas a gatas por el pasillo. Nut e Isis acaban cediendo. No aprenden. O aprenden, pero se les olvida o les merece la pena o en realidad lo disfrutan o no les importa y caen de nuevo en las redes de aquella humana cazadora de pelajes. Nut, más maternal, suele dormir con Abril, pese a la contingencia alopécica, aunque hay veces que se harta y lanza un mordisquito suave de aviso o directamente se marcha de su lado. Isis la evita más, pero Abril se sale con la suya de vez en cuando, porque las cosquillas de ese pelo, mucho más cotizado por la diversión que entraña agenciárselo, saben a las mil maravillas. 

Pero no siempre puede enganchar a las gatas con facilidad. Cuando la persecución se complica, se conforma con otros pelajes: el vello de hipopótamo sabe a volteretas verdes, los mechones de oso tienen un regustillo muy rosa, la melena de mono recuerda a un dulzor violeta. Pero, al final, los que arranca del cuento se le hacen bola en la boca y no los traga con tanta facilidad, así que vuelve a intentarlo con las gatas.

Por algún motivo, Isis se deja acariciar más en la terraza, donde le gusta relajarse al sol. Abril la sigue, sibilina, y le gusta quedarse ahí largo rato, tenga éxito o no con la magnífica degustación capilar. Desde que no sale de paseo por Móstoles en el carrito, adora ese espacio: ahí corre el aire, reside la música del carillón, brillan los colores, habitan palmas y bailoteos. Y, a las ocho de la tarde, es ella quien suele dar la palmada inaugural del aplauso para los sanitarios.

La gente que vive en los pisos vecinos vuelve con las mismas canciones una y otra vez, una y otra vez, todas las tardes, y Abril disfruta al reconocerlas y las baila y aplaude con entusiasmo en cuanto acaban. La señora que la llamaba siempre «rebonica» por los pasillos es la que comienza los festejos diarios con Volveremos a juntarnos, que es una sensiblería, pero bueno, Abril desconoce la tragedia y jamás le hace ascos a un aplauso, plas, plas. Luego viene, ya por tradición, la del vecino ese sesentón —ese, ese que la raspaba con el bigote cada vez que la veía en el portal—, que le ha dado por el Resistiré, y ya ahí a Abril le viene todo el subidón y se menea como una posesa y canta a grito pelao y a su manera y da palmas durante toda la canción y el sumun del plas, plas, plas llega al final con minúsculo entusiasmo mayúsculo. La algarabía acaba cada noche con la melodía de la pareja de enfrente —la de la tela roja, amarilla, roja ondeando desde un ventanuco—, que se encarga de poner una música que recuerda un poco a una nana, pero mucho más difícil de seguir para Abril, que siempre se lía y aplaude después de la parte esa donde sus padres cantan lo de «y Juan Carlos de Borbón se lo lava con jabón», plas, plas, porque parece que la melodía acaba, pero luego sigue. Siempre sigue. Plas. Mejor, así hay más palmas. Plas, plas, plas.

Con el cambio de hora, las vecinas de enfrente pueden ver mucho mejor a la pequeña, y le lanzan besos y la saludan. A Abril se le dan de perlas las abuelitas, así que les devuelve el saludo con desparpajo, pero aún no sabe tirar besos, así que las deja, sin quererlo, con la miel en los labios. Quién sabe: igual aprende pronto y les tira a las señoras trocitos de felicidad en forma de ósculos flotantes.

Abril es feliz sumida en la brisa primaveral. Da igual si está en la habitación jugando con su reflejo o si va colgada de su madre cuando hace las tareas: solo con oír la palabra «balcón», Abril lo deja todo y sus manos comienzan con el plas, plas, plas, como llevada por un impulso irrefrenable. Ella sabe que tiene que dar palmas y lo cumple. Al igual que cuando sale a la terraza, aunque no sea la hora fijada de los aplausos para los sanitarios. A fuerza de costumbre, ya tiene el balcón vinculado a ese gesto de alegría: pasa un rato por la mañana haciendo pompas de jabón con su madre y plas, plas; se planta al sol con su padre para que le lea un cuento y plas, plas, plas; se queda obnubilada con el carillón y aplaude y carcajea cada vez que suenan las campanitas, plas, mientras mordisquea las pinzas de tender; sigue a Isis a la terraza y la gata baja la guardia y Abril primero aplaude y luego hace zas y ñam en un abrir y cerrar de ojos. Y ya a las ocho comienza el festival de las palmas, que lo disfruta y que lo echaría de menos si alguna vez la rutina cambiara.

Abril ya sabe decir «mamá» —bastante clarito— e «Iziz» —con muchas babas en el ceceo—, que son a quienes persigue testarudamente para alimentarse. Sale a menudo con ellas a comer a la terraza —y no solo delicias lácteas y capilares— ahora que la primavera está de buen humor, plas, plas; y se llena toda la cara de puré al intentar usar la cuchara y se alegra mucho cada vez que el sol la baña y aplaude y aplaude.

Aquellas tardes en el parque y en la piscina se van difuminando en la nebulosa del olvido y no recuerda todo lo que la cansaban ni que se acostaba mucho antes; y se ha acostumbrado a ver a sus abuelos por videollamada y señalarlos con el dedo y sonreírles para indicar que los conoce y luego seguir intentando comerse los pelos de Nut y de Isis. La normalidad para Abril no significa salir a la calle —¿calle?, ¿qué calle?—, sino echarse siestas, comer pelos y pelos, andar agarrada a los muebles, reír a carcajadas con el cucutrás, tomar teta, jugar en el corralito y escuchar la música de los vecinos 

El primer abril de Abril nace y muere con la realidad del balcón —el toldo con hojas de roble y eucalipto pintadas, las sillas rosas, los cactus resecos, el carillón— como su único contacto con el exterior. En su memoria bailan incesantemente nuevas verdades y costumbres y enseñanzas. Un mes equivale al diez por ciento de la existencia de la pequeña, así que el balcón no se dibuja como un mero lugarcito al aire libre, sino como todo un universo.

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de Patricia Martín Rivas.

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