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Chiyo necesita estar sola ahora mismo. Va a pedir un té en una de sus adoradas cafeterías tradicionales de Kioto, olvidarse de lo que ha pasado y escribir en su diario mientras siente el abrazo eterno de la ciudad. Y luego, cuando esté más calmada, volverá a ver a su padre.
Es todo tan raro… Al principio, intentó paliar la soledad impuesta con Zoom, Skype, LINE y cualquier otra cosa que la distrajera de estar consigo misma. Ahora, sin embargo, hay veces que no puede soportar no estar a solas con Kioto. A solas, sin nadie más. Eso es todo lo que necesita, se ha dado cuenta de que ese es su verdadero amor: su ciudad y el aroma del incienso y el zumbido de las cigarras y los susurros del pasado, en esa forma tan especial en que Kioto le sonríe con templos, jardines, ríos y montañas.
En parte, su profunda conexión con la ciudad tiene sus raíces en la supervivencia. Japón ha pasado por guerras, hambrunas, revueltas políticas, inundaciones, terremotos… Y ella siente que ha pasado por cosas similares. A pesar de todo, Kioto sigue resistiendo y permanece pacífica y tranquila, como una estatua de Buda. Chiyo se aferra a la fuerza y la serenidad de la ciudad cuando siente que está a punto de romperse en mil pedazos.
Ahora intenta alcanzar ese estado de ánimo, porque está a punto de desmoronarse después del ritual del hatsumōde. Como de costumbre, la primera visita anual a un templo sintoísta la ha hecho con su padre. Después de rezar por tener fortuna y prosperidad en el nuevo año, han probado su buenaventura con el tradicional omikuji.
Con una expresión alegre, tan suya —la sonrisa perenne, los ojos centelleantes—, ha probado suerte con la esperanza de obtener daikichi. Sin embargo, el papelito le regala el peor augurio de todos, kyo, una maldición que rara vez aparece, y mucho menos en el día de Año Nuevo. «Debes cuidar de tu salud», «Compórtate», «Sé paciente», «No te hagas demasiadas ilusiones». Los últimos dos años, con la pandemia, han sido durísimos para su salud mental, así que la mala ventura le ha caído como un jarro de agua fría. Se ha sentido más sola que nunca y tristísima: lo último que esperaba era otro año duro.
—Kyo —ha murmurado, al borde de las lágrimas.
—Venga, que no es más que un juego —le ha dicho su padre, fijándole la mirada y riéndose para quitarle hierro al asunto.
No esperaba esa respuesta. Lo que de verdad necesitaba era consuelo, pero ni su padre ni su fortuna ni el año nuevo parecen estar dispuestos a animarla. Desde luego, la realidad mundial no la consuela. Ni su situación amorosa. Su única compañera fiel durante todo este tiempo ha sido Kioto. Por todo esto, le ha pedido a su padre que se separen durante unas horas y le ha prometido que lo llamaría cuando estuviera lista para volver a verlo.
Los ginkos y los arces bailan en una colina lejana al sol de los vientos de hoy. Chiyo se dice que, cuando una tormenta llega a la montaña, los árboles más desprotegidos y vulnerables caen primero. Antes, estar sola la hacía vulnerable, como si ella misma fuera uno de esos árboles; pero ahora se refugia precisamente en la soledad para sentirse fuerte. No es más que un juego. No es más que un juego. Las palabras de su padre le resultan socarronas, huecas. ¿Por qué llevan haciéndolo desde que era pequeña si no es más que un juego? Ya está bien entrada en la treintena: si no significa nada, no tendrían que haber mantenido la tradición hasta ahora.
Camina rodeada de su bella ciudad, que la arropa. Siempre la arropa. No es más que un juego. No es más… Las palabras se desvanecen poco a poco, y ella se sume en un estado meditativo durante ese paseo en el que los adoquines le alteran los andares y se le va la mirada hacia la madera con bellas imperfecciones de las puertas y el gris puro de las tejas. Inhala, exhala.
Estar soltera ya le resultaba difícil de por sí, pero la llegada de la pandemia empeoró su situación: dejó de salir con amigos, de tomar algo con sus compañeros después del trabajo y de charlar con desconocidos. La mayoría de sus interacciones en persona pasaron a ser virtuales y todo su mundo se redujo al móvil y el portátil. Ha acabado hasta las narices de las relaciones enmarcadas en una pantalla.
Kioto también se murió de pena al principio. A la ciudad, acostumbrada a ochenta millones de visitantes al año, le desconcertaron sus arterías vacías. Cuando se declaró el primer estado de emergencia en la primavera de 2020, Chiyo pasó por la calle comercial de Kawaramachi y todos los negocios estaban cerrados, excepto las tiendas de alimentación y las farmacias. El paisaje era desolador.
Chiyo se sentía como un personaje de una película postapocalíptica: ¿cómo podía estar tan vacía la ciudad con ese calor y ese sol y sin una nube en el cielo? Pasaron los días y las semanas y no había ni un alma en las calles. Qué aturdimiento. Ni una sola alma. Nunca se habría imaginado esa imagen de Kioto.
Poco a poco, empezaron a brotar carteles por toda la ciudad: el nuevo lema de las tiendas de suvenires, de las cafeterías, de los restaurantes y de los hoteles recién construidos para los Juegos Olímpicos de 2020 era un triste «Cerrado». No se trataba de un simple desastre financiero, sino de la pérdida de las ilusiones y los sueños de mucha gente.
Se para frente al templo de Bukkoji para observar el humo que sale del quemador de incienso. Chiyo prefiere no aturullarse con malos recuerdos y pasea para evitar a su padre y su propio destino. Piensa en todas las personas que han pasado por aquí a lo largo de los siglos para buscar consuelo después de perder a sus seres queridos, en esos días en que las oraciones y la cuarentena eran la única forma de luchar contra una enfermedad. Por lo menos ahora tenemos vacunas y lo entendemos todo mejor. Al principio, a Chiyo le desesperaba ver los templos vacíos. Vivía sola y solo salía para sentir la soledad de Kioto. Así es cómo ambas, la mujer y la ciudad, se encontraron. Al haber estado en más de setenta ciudades en todo el mundo, le empezó a dar mucha ternura la gente que depende del turismo para vivir y pensó que podría convertirse en viajera de su propia ciudad.
Desde que tomó esa decisión, engancha la bici todos los fines de semana y va a una o dos cafeterías para darles todo su apoyo. Las cafeterías tienen alma, Kioto tiene alma: sus gentes. Chiyo siempre insiste en mostrar su agradecimiento, porque esos lugares la hacen sentir que forma parte de una comunidad. Ella usa siempre la expresión がんばって, «ganbatte», por la que les desea a los dueños que resistan; y ellos responden, sin perder la sonrisa, que lo harán. Y luego Kioto inhala y exhala y se percata de que irradia belleza sin que la pisoteen hordas y hordas de turistas. Hacía muchísimo que no tenía esta sensación.
Y Chiyo se siente menos sola cuando está a solas con Kioto. Esta ciudad carece de carteles de neón y de publicidad agresiva que creen un simulacro de actividad, de ajetreo. El silencio ha llevado a Chiyo a encontrar un centro dentro de sí misma y ha aprendido a disfrutar sobremanera de su propia compañía. La relación entre ambas se ha dibujado, en cierto modo, como un proceso muy curativo.
Mientras pedalea, le parece como si hablara con su ciudad: «Oye, gracias por estar ahí. Me encantas. Me gustaría conocerte más, quiero pasar más tiempo contigo». Y Kioto le responde con murmullos de viento y le cuenta historias sobre la emperatriz Go-Sakuramachi Tennō y sobre el monje Shinran y sobre tantas personas que ya se marcharon hace mucho tiempo y que alguna vez sintieron la misma congoja que a ella tanto le aflige. «En el año 869, hubo una pandemia y la gente celebró un festival para rezar por la purificación…». Al estar tan receptiva a lo que le cuenta su ciudad y caminar por los mismos lugares una y otra vez, Chiyo viaja en el tiempo.
Hoy le resultan más reconfortantes las historias del pasado de Kioto que los pronósticos para el año nuevo. Pero no lo piensa, no lo piensa: no quiere volver a caer en un bucle de soledad y autosabotaje. Prefiere remover el té matcha que ha pedido para llevar y disfrutar conscientemente de su sabor herbáceo. Las adivinas han vuelto a las calles para ofrecer lecturas de manos. Eso es buena señal, le da esperanza, pero hoy prefiere ignorarlas. Se sienta a orillas del río y se queda mirando el agua mientras se pregunta cuántos tifones habrán arrasado esta zona, cuántas veces el río se habrá desbordado con ira para inundar la ciudad. Se imagina a las tantas y tantas personas que habrán colocado sacos de arena en la ribera a lo largo de la historia para proteger el paisaje que se abre ante sus ojos en el presente. Se siente agradecida por todo lo que tiene: un techo, salud, satisfacción laboral y familiares y amigos maravillosos. Hay tantas cosas de las que disfruta y que el virus no le ha arrebatado: leer, escribir, cocinar, hacer crucigramas… El covid no puede quitárselo todo. El jardín zen y el sonido de las cigarras y de la corriente le recuerdan que saldrán de la pandemia, como lo hicieron todos los ancestros de esta ciudad. La ciudad y su cultura han sobrevivido mil veces. Lo harán una vez más.
Su padre se sienta a su lado. Llevaba un rato buscándola.
—No es más que un juego, te estás preocupando demasiado —insiste.
Le dan ganas de levantarse y separarse de él de nuevo. Siempre ha habido altibajos en su relación. Nunca se han llegado a entender del todo. Pero se dice a sí misma que es mejor que se quede ahí.
—Claro que me preocupa. He pasado dos años muy duros. Ya basta.
Su padre queda pensativo y, poco después, saca la cartera y le da un billete.
—Vuelve a intentarlo.
—¿Para qué? No quiero tirar el dinero a la basura.
—Merecerá la pena. Ve a ese templo y repítelo.
Chiyo va a un templo cercano y paga una vez más para conocer su sino. No cree que esta vez cuente, pero bueno. La miko le da un cilindro de bambú para que pruebe fortuna. Chiyo reza por obtener un augurio más optimista y saca un omikuji nuevo. Recibe un número diferente. ¡Uf!
—Aquí está tu fortuna. Buena suerte para el año nuevo —la miko sonríe y le entrega una tira de papel doblada.
Chiyo abre la tira y lee el augurio.
—¡Me ha salido daikichi! —le dice emocionada a su padre, que la está esperando a orillas del río.
—Ah, ¡muy buen agüero! ¡Qué alegría! —contesta su padre—. Siempre es mejor empezar el año con esperanzas.
La joven observa la orilla del río y piensa que hoy su padre ha colocado sacos de arena alrededor de ella para evitar que se inunde. Chiyo es ahora un paisaje lleno de esperanza y lo seguirá siendo, porque se acordará de intentarlo una y otra vez, hasta conseguir el daikichi que anda buscando.
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de Patricia Martín Rivas.
