Idilio

[Read story in English]

Chiyo necesita estar sola ahora mismo. Va a pedir un té en una de sus adoradas cafeterías tradicionales de Kioto, olvidarse de lo que ha pasado y escribir en su diario mientras siente el abrazo eterno de la ciudad. Y luego, cuando esté más calmada, volverá a ver a su padre.

Es todo tan raro… Al principio, intentó paliar la soledad impuesta con Zoom, Skype, LINE y cualquier otra cosa que la distrajera de estar consigo misma. Ahora, sin embargo, hay veces que no puede soportar no estar a solas con Kioto. A solas, sin nadie más. Eso es todo lo que necesita, se ha dado cuenta de que ese es su verdadero amor: su ciudad y el aroma del incienso y el zumbido de las cigarras y los susurros del pasado, en esa forma tan especial en que Kioto le sonríe con templos, jardines, ríos y montañas.

En parte, su profunda conexión con la ciudad tiene sus raíces en la supervivencia. Japón ha pasado por guerras, hambrunas, revueltas políticas, inundaciones, terremotos… Y ella siente que ha pasado por cosas similares. A pesar de todo, Kioto sigue resistiendo y permanece pacífica y tranquila, como una estatua de Buda. Chiyo se aferra a la fuerza y la serenidad de la ciudad cuando siente que está a punto de romperse en mil pedazos.

Ahora intenta alcanzar ese estado de ánimo, porque está a punto de desmoronarse después del ritual del hatsumōde. Como de costumbre, la primera visita anual a un templo sintoísta la ha hecho con su padre. Después de rezar por tener fortuna y prosperidad en el nuevo año, han probado su buenaventura con el tradicional omikuji.

Con una expresión alegre, tan suya —la sonrisa perenne, los ojos centelleantes—, ha probado suerte con la esperanza de obtener daikichi. Sin embargo, el papelito le regala el peor augurio de todos, kyo, una maldición que rara vez aparece, y mucho menos en el día de Año Nuevo. «Debes cuidar de tu salud», «Compórtate», «Sé paciente», «No te hagas demasiadas ilusiones». Los últimos dos años, con la pandemia, han sido durísimos para su salud mental, así que la mala ventura le ha caído como un jarro de agua fría. Se ha sentido más sola que nunca y tristísima: lo último que esperaba era otro año duro.

Kyo —ha murmurado, al borde de las lágrimas.

—Venga, que no es más que un juego —le ha dicho su padre, fijándole la mirada y riéndose para quitarle hierro al asunto.

No esperaba esa respuesta. Lo que de verdad necesitaba era consuelo, pero ni su padre ni su fortuna ni el año nuevo parecen estar dispuestos a animarla. Desde luego, la realidad mundial no la consuela. Ni su situación amorosa. Su única compañera fiel durante todo este tiempo ha sido Kioto. Por todo esto, le ha pedido a su padre que se separen durante unas horas y le ha prometido que lo llamaría cuando estuviera lista para volver a verlo.

Los ginkos y los arces bailan en una colina lejana al sol de los vientos de hoy. Chiyo se dice que, cuando una tormenta llega a la montaña, los árboles más desprotegidos y vulnerables caen primero. Antes, estar sola la hacía vulnerable, como si ella misma fuera uno de esos árboles; pero ahora se refugia precisamente en la soledad para sentirse fuerte. No es más que un juego. No es más que un juego. Las palabras de su padre le resultan socarronas, huecas. ¿Por qué llevan haciéndolo desde que era pequeña si no es más que un juego? Ya está bien entrada en la treintena: si no significa nada, no tendrían que haber mantenido la tradición hasta ahora.

Camina rodeada de su bella ciudad, que la arropa. Siempre la arropa. No es más que un juego. No es más… Las palabras se desvanecen poco a poco, y ella se sume en un estado meditativo durante ese paseo en el que los adoquines le alteran los andares y se le va la mirada hacia la madera con bellas imperfecciones de las puertas y el gris puro de las tejas. Inhala, exhala.

Estar soltera ya le resultaba difícil de por sí, pero la llegada de la pandemia empeoró su situación: dejó de salir con amigos, de tomar algo con sus compañeros después del trabajo y de charlar con desconocidos. La mayoría de sus interacciones en persona pasaron a ser virtuales y todo su mundo se redujo al móvil y el portátil. Ha acabado hasta las narices de las relaciones enmarcadas en una pantalla.

Kioto también se murió de pena al principio. A la ciudad, acostumbrada a ochenta millones de visitantes al año, le desconcertaron sus arterías vacías. Cuando se declaró el primer estado de emergencia en la primavera de 2020, Chiyo pasó por la calle comercial de Kawaramachi y todos los negocios estaban cerrados, excepto las tiendas de alimentación y las farmacias. El paisaje era desolador.

Chiyo se sentía como un personaje de una película postapocalíptica: ¿cómo podía estar tan vacía la ciudad con ese calor y ese sol y sin una nube en el cielo? Pasaron los días y las semanas y no había ni un alma en las calles. Qué aturdimiento. Ni una sola alma. Nunca se habría imaginado esa imagen de Kioto.

Poco a poco, empezaron a brotar carteles por toda la ciudad: el nuevo lema de las tiendas de suvenires, de las cafeterías, de los restaurantes y de los hoteles recién construidos para los Juegos Olímpicos de 2020 era un triste «Cerrado». No se trataba de un simple desastre financiero, sino de la pérdida de las ilusiones y los sueños de mucha gente.

Se para frente al templo de Bukkoji para observar el humo que sale del quemador de incienso. Chiyo prefiere no aturullarse con malos recuerdos y pasea para evitar a su padre y su propio destino. Piensa en todas las personas que han pasado por aquí a lo largo de los siglos para buscar consuelo después de perder a sus seres queridos, en esos días en que las oraciones y la cuarentena eran la única forma de luchar contra una enfermedad. Por lo menos ahora tenemos vacunas y lo entendemos todo mejor. Al principio, a Chiyo le desesperaba ver los templos vacíos. Vivía sola y solo salía para sentir la soledad de Kioto. Así es cómo ambas, la mujer y la ciudad, se encontraron. Al haber estado en más de setenta ciudades en todo el mundo, le empezó a dar mucha ternura la gente que depende del turismo para vivir y pensó que podría convertirse en viajera de su propia ciudad.

Desde que tomó esa decisión, engancha la bici todos los fines de semana y va a una o dos cafeterías para darles todo su apoyo. Las cafeterías tienen alma, Kioto tiene alma: sus gentes. Chiyo siempre insiste en mostrar su agradecimiento, porque esos lugares la hacen sentir que forma parte de una comunidad. Ella usa siempre la expresión がんばって, «ganbatte», por la que les desea a los dueños que resistan; y ellos responden, sin perder la sonrisa, que lo harán. Y luego Kioto inhala y exhala y se percata de que irradia belleza sin que la pisoteen hordas y hordas de turistas. Hacía muchísimo que no tenía esta sensación.

Y Chiyo se siente menos sola cuando está a solas con Kioto. Esta ciudad carece de carteles de neón y de publicidad agresiva que creen un simulacro de actividad, de ajetreo. El silencio ha llevado a Chiyo a encontrar un centro dentro de sí misma y ha aprendido a disfrutar sobremanera de su propia compañía. La relación entre ambas se ha dibujado, en cierto modo, como un proceso muy curativo.

Mientras pedalea, le parece como si hablara con su ciudad: «Oye, gracias por estar ahí. Me encantas. Me gustaría conocerte más, quiero pasar más tiempo contigo». Y Kioto le responde con murmullos de viento y le cuenta historias sobre la emperatriz Go-Sakuramachi Tennō y sobre el monje Shinran y sobre tantas personas que ya se marcharon hace mucho tiempo y que alguna vez sintieron la misma congoja que a ella tanto le aflige. «En el año 869, hubo una pandemia y la gente celebró un festival para rezar por la purificación…». Al estar tan receptiva a lo que le cuenta su ciudad y caminar por los mismos lugares una y otra vez, Chiyo viaja en el tiempo.

Hoy le resultan más reconfortantes las historias del pasado de Kioto que los pronósticos para el año nuevo. Pero no lo piensa, no lo piensa: no quiere volver a caer en un bucle de soledad y autosabotaje. Prefiere remover el té matcha que ha pedido para llevar y disfrutar conscientemente de su sabor herbáceo. Las adivinas han vuelto a las calles para ofrecer lecturas de manos. Eso es buena señal, le da esperanza, pero hoy prefiere ignorarlas. Se sienta a orillas del río y se queda mirando el agua mientras se pregunta cuántos tifones habrán arrasado esta zona, cuántas veces el río se habrá desbordado con ira para inundar la ciudad. Se imagina a las tantas y tantas personas que habrán colocado sacos de arena en la ribera a lo largo de la historia para proteger el paisaje que se abre ante sus ojos en el presente. Se siente agradecida por todo lo que tiene: un techo, salud, satisfacción laboral y familiares y amigos maravillosos. Hay tantas cosas de las que disfruta y que el virus no le ha arrebatado: leer, escribir, cocinar, hacer crucigramas… El covid no puede quitárselo todo. El jardín zen y el sonido de las cigarras y de la corriente le recuerdan que saldrán de la pandemia, como lo hicieron todos los ancestros de esta ciudad. La ciudad y su cultura han sobrevivido mil veces. Lo harán una vez más.

Su padre se sienta a su lado. Llevaba un rato buscándola. 

—No es más que un juego, te estás preocupando demasiado —insiste.

Le dan ganas de levantarse y separarse de él de nuevo. Siempre ha habido altibajos en su relación. Nunca se han llegado a entender del todo. Pero se dice a sí misma que es mejor que se quede ahí.

—Claro que me preocupa. He pasado dos años muy duros. Ya basta.

Su padre queda pensativo y, poco después, saca la cartera y le da un billete.

—Vuelve a intentarlo.

—¿Para qué? No quiero tirar el dinero a la basura.

—Merecerá la pena. Ve a ese templo y repítelo.

Chiyo va a un templo cercano y paga una vez más para conocer su sino. No cree que esta vez cuente, pero bueno. La miko le da un cilindro de bambú para que pruebe fortuna. Chiyo reza por obtener un augurio más optimista y saca un omikuji nuevo. Recibe un número diferente. ¡Uf!

—Aquí está tu fortuna. Buena suerte para el año nuevo —la miko sonríe y le entrega una tira de papel doblada.

Chiyo abre la tira y lee el augurio.

—¡Me ha salido daikichi! —le dice emocionada a su padre, que la está esperando a orillas del río.

—Ah, ¡muy buen agüero! ¡Qué alegría! —contesta su padre—. Siempre es mejor empezar el año con esperanzas.

La joven observa la orilla del río y piensa que hoy su padre ha colocado sacos de arena alrededor de ella para evitar que se inunde. Chiyo es ahora un paisaje lleno de esperanza y lo seguirá siendo, porque se acordará de intentarlo una y otra vez, hasta conseguir el daikichi que anda buscando.

~~~~~~~~~~~~~~~~~

Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Pseudónimo

[Read story in English]

Con mucho mimo, Lana le ofrece a Vladimir un poco de guacamole de edamame para que se le calme la garganta. Él le ha dicho que es vegetariano y que le encanta la comida picante, pero Lana siempre duda cuando una persona blanca presume de tolerancia a las especias. No hay más que verlo: apenas unos minutos después de pavonearse, una insignificante rodajita de chile rojo lo ha llevado hasta la náusea.

A ella no le sorprende en absoluto porque ha presenciado el mismo espectáculo mil veces en Malasia; y mastica tranquilamente trocitos de pollo teriyaki y coliflor con cúrcuma y rábano mientras observa a lo lejos cómo unos niños en la pista de patinaje junto al puente de Waterloo se caen, se levantan y vuelven a empezar. Le encantaría encenderse un cigarro para que este momento fuera perfecto, pero está prohibido fumar en los restaurantes de Londres. Tendrá que conformarse con el cielo azul, la sopa y los niños cayéndose y levantándose, cayéndose y levantándose, como si fuera una metáfora cutre de su propia vida. Esperará a que el rostro de Vladimir vuelva a la normalidad para romper el silencio. Hasta entonces, seguirá disfrutando de la ruidosa tranquilidad de la ciudad.

Justo antes, estaban hablando sobre Albert Camus, a raíz de que Lana soltara con cierta indiferencia una cita suya que leyó en una exposición de arte el otro día: «¿Debería suicidarme o tomarme un café?». A lo largo de la comida, han charlado sobre filosofía, leninismo, Beauvoir, comunismo, Butler y Chomsky. ¿Por qué no sacar a colación otro tema así, ligerito, como las enfermedades mentales?

Pero tampoco se han limitado a hablar de temas impersonales. Él le ha contado que, durante la pandemia, se ha estado centrando en la fotografía en un empeño de distraerse y no volverse loco, que ha sentido una profunda soledad, que toda su familia vive en Eslovaquia y que apenas hablan.

Ella menciona así por encima que también tiene una relación bastante complicada con su familia, pero decide no entrar en detalles. No le cuenta que no la aceptan tal y como es por el qué dirán, que la rechazaron y desheredaron, que hace poco su madre la llamó «Lana» por primera vez porque necesitaba dinero, que ya no se preocupa por lo que le pase. Su madre… Ay. En Malasia hay un dicho: «Mira la cara de tu madre y verás el cielo». En el fondo, a Lana le encantaría sentir esa frase como suya. Tras la cadena de pensamientos, en silencio, suelta de la nada: «A veces, ayudamos a quienes nos hacen mucho daño porque en la vida hay que ser buena persona, ¿no crees? No hay otra manera de pasar página».

Está mejor desde que aceptó enviar dinero a su familia. Siente como si les hubiera compensado por haber huido. Ahora puede alejarse por completo de ellos y de Malasia, el país que la vio nacer y que luego la castigó por ser quien es, que denigra a las personas como ella, que las encarcela. Al ser refugiada política, aún le quedan al menos tres años para arreglar todos los papeleos y poder volver a su país. Pero no le importa: desde hace un par de años Inglaterra ya es su casa, porque le ha dado la oportunidad de ser ella misma y ​​no hay mejor hogar que aquel que le permite habitar libremente su cuerpo. Por eso es voluntaria en un centro de acogida: quiere que otros solicitantes de asilo y refugiados también (se) habiten aquí. Nadie mejor que ella sabe lo importante que es que el cuerpo propio se convierta en hogar.

Vladimir es majo, pero no entendería ni papa sobre todo este embrollo. Tampoco maneja las artes de la psicología. Parece creer en los rincones más oscuros de la mente tanto como en la comida picante e, ignorante de todo el sufrimiento por el que ha pasado la mujer que tiene enfrente, responde a la cita de Camus con un chiste un tanto despectivo sobre el suicidio.

Lana no se lo toma como algo personal, porque está muy orgullosa de todo el camino que lleva recorrido hacia su sanación. Y, en todo caso, le dan pena las personas que desconocen sus propias mentes y sus patrones tóxicos, ajenas a sí mismas y a quienes las rodean. Vladimir se le dibuja como un ser muy transparente, sin un ápice de hostilidad ni maldad. Sin embargo, a Lana le gusta pasarse de la raya de vez en cuando y, solo para ver cómo reaccionaría, se plantea responder a su chistecito hablándole de las treinta y seis pastillas de paracetamol que colocó en fila sobre la mesilla de noche, de su llamada desesperada al teléfono de prevención del suicidio, de los policías que entraron en dos ocasiones a su casa para corroborar que estaba bien, de los psiquiátricos, de los calmantes, de sus varios intentos de suicidio a raíz del aislamiento por la pandemia. Pero le da una pereza horrible verle el rostro incendiado de nuevo; ya ha tenido bastante con el espectáculo rojo y ridículo de chile picante.

Aún en silencio, Lana se transporta a la primera mañana que despertó en el hospital psiquiátrico y nevaba con fuerza, algo que esta criaturita tropical nunca había visto antes. Le invadió un anhelo súbito y desesperado de sentir la nieve en la cara. Sin embargo, para cuando los médicos le hicieron todas las pruebas y le dieron permiso de salir, ya había dejado de nevar y solo quedaba un rastro de hielo marrón en el suelo. Qué puta suerte la suya. Le dio igual: corrió y corrió y corrió como una niña hasta agotarse por completo. Cuando paró, se prometió que esta vez sería diferente. Ocho meses después, esas ganas de nieve se le agarran con una claridad visceral.

Vladimir por fin se ha tranquilizado. Todo él parece calmado ahora: su cabello gris y alborotado, sus ojillos marrones y su barba bien recortadita. Lana no le contará nada sobre sus intentos de suicidio. El resto de gente en su vida sabe que lo está pasando fatal, pero él no tiene por qué enterarse. Le gusta que él la vea así, liviana, ingeniosa, y ocultarle su trastorno límite de la personalidad. Mientras mira de reojo cómo los niños se caen y se levantan, se caen y se levantan, le viene a la mente de nuevo la cita de Camus («¿Debería suicidarme o tomarme un café?») y se ríe y suelta mientras Vladimir bebe agua: «Ya que no tenemos leche para el café, supongo que lo mejor es que me suicide».

Vladimir la mira un poco desconcertado, pero enseguida suelta una carcajada. Aunque a Lana le queda claro que no la ha llegado a comprender, le da igual: se ríen juntos. Se entienden en cierta manera. A ella le parece que tienen una especie de complicidad padre-hija, pero enseguida se quita esa tonta idea de la cabeza, porque reconoce el patrón de búsqueda constante de una figura paterna sana, algo que nunca le ofreció su propio padre y que nunca lo hará.

—Me gustas, niña. Eres directa, tienes la voz grave y sabes mucho sobre filosofía —observa Vladimir—. Recuérdame tu nombre.

Lana se siente de maravilla. Qué felicidad. Vladimir no se ha equivocado de género. La muchacha lleva más de cuatro años en terapia de reemplazo hormonal y no siempre pasa por mujer. Pero Vlad —puedo llamarte Vlad, ¿verdad?— asume que Lana es «ella» y le dice «niña» y qué sensación más alucinante. Quiere gritar a los cuatro vientos: «Hola, atención al cliente, ¿esto que siento es euforia de género? Si es así, quiero máááás. ¿Puedo hacer un pedido al por mayor?». Para no delatarse, responde sin más: «Me llamo Lana Isa».

Los pequeños detalles marcan la diferencia (y qué diferencia); y los valora más aún desde que tuvo hace poco una experiencia extracorpórea después de fumar un poquito de marihuana. Ese viaje cambió para siempre su forma de sentir la vida. Un vacío a nivel atómico absorbió su alma, arrojada a otra dimensión. Con el alma absorbida, Lana viajó a la velocidad de la luz, hasta que, aterrada, se dio cuenta de lo pequeña que era —una mera entidad de partículas como cualquier otra— y cayó en la absurdidad de su existencia en la Tierra. Por algún extraño motivo, al sentirse tan pequeña, se sintió también enorme, y pasó a ser una persona radicalmente distinta, que ahora valoraba todas las pequeñas cosas de la vida que no significan nada pero, a la vez, significan mucho.

—Mira, Lana, yo soy artista. Y me encantaría pintar un retrato tuyo leyendo a Camus. ¿Me harías el honor?

Ella lo observa, deslumbrante con su jersey verde, con esa boquita llena de amabilidad, y decide no responder. Pide la cuenta y se dispone a pagar, porque ella ha sido quien ha tenido la idea de ir a comer, pero Vlad insiste en que él invita, que él invita, venga, y ella acaba aceptando. Después de todo, Lana está acostumbrada a que los hombres paguen por todo. Hace poco, ha empezado a contarle a la gente que lleva una doble vida como trabajadora sexual desde hace años, porque guardar el secreto no le ha hecho ningún bien a su salud mental y porque se le da de maravilla y se merece presumir de ello. Durante la pandemia pudo sacarse un dinerillo extra gracias a las plataformas con servicios de vídeo, que le salvaron el culo. Pero no piensa contarle esto tampoco a su amigo, porque no están en ese punto de la relación, por mucho que todo esto forme parte de ella y de su vida actual. Ahora está ahorrando lo que gana con el sexo para poder pagarse la cirugía de afirmación de género, porque no le da para todo solo con su salario como programadora. Y es que esta ciudad es carísima, chica.

Todavía no le apetece despedirse de Vladimir, así que lo lleva a su tienda favorita, ese lugar que no suele compartir con nadie, porque es su rincón secreto en Londres para comprar regalos extravagantes. Le divierte pensar en cómo les ha contado a todos sus amigos todas sus experiencias más dramáticas, pero no les ha dicho ni mu sobre esta tienda de regalos; y con Vlad ha hecho todo lo contrario. Desde luego, hoy es otra versión de sí misma. ¿Por qué siempre ha mantenido esta tienda en secreto y ahora de repente lleva a este tipo? Quizás le dé pena la soledad que irradia Vlad, porque ella la ha vivido en sus carnes. ¿O puede que sea por lo bien que se han caído? ¿O porque Vlad se rió de su comentario sobre Camus?

A fin de cuentas, se han conocido hace tan solo seis cigarrillos. Lana estaba dando un paseo hacia el oeste por Southbank, a orillas del Támesis, en dirección al Teatro Nacional, disfrutando del calorcillo —quedan pocos días así este año…—. El sol brillaba con fuerza suficiente como para plantarse frente a él con los ojos cerrados y sentir la cálida brisa a través de los párpados.

Mientras escuchaba música, respiraba profundamente para vivir el momento con más intensidad. Fue entonces cuando un hombre de unos sesenta años la interrumpió para preguntarle si podía hacerle una foto así, sujetando el cigarro, tal y como estaba, y con la catedral de San Pablo al fondo, al otro lado del río. Ella le pidió explicaciones. Él dijo que le gustaba hacer fotos de personas desconocidas. Lana se preguntó si a ese señor le gustaría fotografiar a personas tristes y si podía ver su aflicción o si, por el contrario, la escondía bien.

En realidad, hoy se ha despertado con la sensación de que estaba muy sexy. Quizás ese era el motivo: lo sexy es fotogénico. Después de cambiar los nombres de sus plantas por otros solo femeninos y neutros —Miss Lolita, Adura, Rapunzel, August, Lil-Cupcake, Farina, Lily, Durjana y Sembilu— porque los hombres son una mierda, Lana se ha marchado de su estudio con una falda gris por encima de la rodilla, una chaqueta a juego con un top rosa chillón debajo y el pelo suelto y salvaje. Hoy es la primera vez que sale de casa después de que ese capullo le rompiera el corazón hace cuatro días.

Al salir del estudio donde se suponía que iba a vivir con otro capullo (¿son todos una mierda o quUuUuUé?), no tenía ningún destino en mente: solo quería marcharse de ahí para no volver a caer una vez más en un bucle depresivo. Como ya ha terminado el máster y ha pedido la baja laboral para centrarse en la terapia y la recuperación, ahora mismo tiene tiempo de sobra para pasear por la ciudad. Tal azar en sus horarios la ha llevado a conocer a Vladimir, posar para él y comer juntos.

Y ahora no les apetece despedirse porque ambos se han sentido muy solos durante los múltiples encierros y están carentes de calidez. Le ha sentado de maravilla este día. Le alegra mucho haberse atrevido a seguirle el rollo a este señor. Lana le agarra del brazo y le susurra: «Todos estamos tan inmersos en nuestro mundo que olvidamos la humanidad que habita en la gente que no conocemos y con la que nos cruzamos en nuestro día a día».

Lana quiere sacar a relucir su lado más pícaro y alegre y ocultar todo lo que ha sufrido. De repente se da cuenta: ¿por qué mierdas habrá pasado él? En esta vida, todos sufrimos y él, con su edad, seguro que habrá caído en la mierda más de una vez. ¿También atravesará fases autodestructivas? ¿Habrá perdido a algún ser querido? ¿Qué problema tendrá con su familia? Cuéntamelo todo, Vlad. Sincerémonos. O no. Mejor otro día; quizás. Disfrutemos de la compañía mutua sin compartir traumitas. Sigamos siendo desconocidos, Vlad, aunque solo sea por un día, sigamos hablando de Tolstói y Wollstonecraft, seamos superficiales, Vlad, distraigámonos con baratijas, ignoremos toda la mierdamierdamierda para crear una ilusión de perfección solo por un día.

Tiene clarísimo que no va a hablar sobre sus cosas ni a preguntarle a Vlad sobre su mierdamierdamierda. Prefiere esto: agarrar una estatuilla de la Reina y embelesarse en lo bien que está hecha. Las pequeñas cosas… Después de describirla con minuciosidad, Lana comenta, por si él nunca hubiera reparado en ello —y porque de vez en cuando necesita decírselo a sí misma—: «Los pequeños detalles hacen que la vida valga la pena, ¿verdad?».

Vlad le sonríe con esa tranquilidad y bondad que parecen caracterizarlo. A Lana no le gustaría que la relación que tienen ahora mismo se echara a perder. Quizás lo mejor sería despedirse para siempre, dejarlo así, pequeñito, seguir siendo eternos desconocidos, cristalizar este azaroso encuentro idealizándolo ad æternum. ¿O tal vez no? Esta maldita pandemia ha sido tan dura para ambos que sus soledades se desvanecerán al menos por un rato si él la pinta. Además, así Lana tendría otro motivo para quedarse en este mundo un día más. Con Isabel II todavía en la mano, también vestida de rosa y gris, le dice a Vlad clavándole las pupilas: «Quiero llevar exactamente este modelito cuando me pintes».

{Pintura de @morganico_com}

~~~~~~~~~~~~~~~~~

Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Distopía

La alarma de Flózar-262 suena a las siete horas, cuarenta y siete minutos y cuatro segundos cada mañana, ineludiblemente. Esa cadencia (siete-cuatro-siete-cuatro) le transmite una calma supersticiosa que jamás le confesaría a nadie, porque en el planeta Rraau parece no haber hueco para cosas de hechicería.

A ella tampoco es que le guste demasiado la brujería, pero aún le quedan ademanes de haber crecido en el planeta Lirú, al que de momento no puede volver, porque las fronteras espacio-temporales llevan cerradas desde mar20 y, si cogiera una nave para visitar a su familia, no podría regresar a Rraau, porque aún no tiene el estatus de residente astral, a pesar de llevar cuatro años en este territorio.

Desde luego, los años se pasan volando en Rraau —vino como para ocho meses, pero tuvo estrella y logró quedarse—, pero no puede evitar pensar en Lirú y buscarlo en cada rincón del planeta en el que reside sin residir oficialmente. A una distancia de mil millones e-18 años luz, Rraau y Lirú poco tienen en común: a diferencia de su ciudad natal, la actual es segurísima y nada caótica y no tiene tanto tráfico intergaláctico ni cláxones, cláxones, cláxones. Ambas ciudades solo se parecen, si acaso, en el olor a mar y la humedad costera. Quizás: los recuerdos se tornan a menudo en caprichosos espejismos, más aún sin poder volver a su tierra.

Vivir con otra liruense hace su vida más hogareña, pero prefiere no contarle aquello de los números de su alarma a su compañera de base, Neytius-79. Una cosa es que sepa que es religiosa y otra muy distinta, supersticiosa. Mejor así. Después de todo, Flózar-262 siempre ha sido algo reservada y muy práctica. Puede que por eso se haya quedado en este planeta, porque su naturaleza casa a la perfección con la rraauchí.

Con su característico temple, compara las cifras a diario desde hace meses y meses, sin soltar esa calma compulsiva de observadora curiosa y racional. Forma parte de su rutina: se levanta, se asea, enciende el medidor de CO2, se hace un café y revisa gráficos. Desde abr20, el día que más casos ha habido en todo el departamento astroestatal de QuD, en el planeta Rraau, fueron veintisiete. En Lirú, se cuentan por miles. Claro que la densidad de población varía mucho, pero las comparaciones per cápita asustan igual.

A veces lee estas cifras con la distancia que imponen los números y la distancia interplanetaria. Equis casos, sorbito de café, equis hospitalizaciones, sorbito, equis muertos, sorbito, sorbito. Es tan rutinaria la tarea que no da cabida a la sensibilidad. Vino a estudiar negocios a Rraau: le apasionan los datos, las medidas, adivinar hacia dónde van las cifras. En todo este tiempo de estudio no oficial del coronavirus, sus intereses han ido variando: al principio las páginas webs no le daban toda la información de la que estaba sedienta, así que creó un documento de Excel para apuntar sus propias pesquisas, como cuánto tiempo tardaban en doblarse el número de casos a nivel planetario o dónde había más hospitalizaciones; más adelante consultaba varias fuentes oficiales, ya más robustas, y comparaba las cifras dispares; ahora le dan esperanzas los aumentos de las vacunaciones.

Sabía de sobra que algunos planetas falseaban los números. Un día se despertó con un salto desproporcionado en las cifras de Lirú, que no cuadraba con sus cálculos, y luego descubrió por las noticias que habían cambiado la forma de contar o de testear o de a saber qué exactamente. Por lo visto, el gobierno liruense había adoptado una de las formas más honestas de conteo en su región interplanetaria, algo que Flózar-262 agradeció con una especie de orgullo patrio por comparación, pero a la vez le daba cólera que el resto mintieran. Los números serían mucho más hermosos si transpiraran verdad. 

Las cifras en su planeta de origen y lo que le cuentan sus amigos y familiares la llenan de tristeza, pero se trata de una tristeza ajena, por la impermeabilidad que le dan los mil millones e-18 años luz de distancia y su propia experiencia pandémica, radicalmente opuesta. Debido a la estrategia COVID-zero, Rraau ha cambiado más bien poco durante este año y medio largo. Hay que llevar mascarillas y las fronteras están cerradas. Punto. Por lo demás, la vida de Flózar-262 permanece casi inalterable: sigue estudiando una maestría en la universidad, donde además trabaja a jornada parcial para cubrir gastos, queda con sus amigos para surfear, dar paseos junto al mar e ir al cine al aire libre cuando los niveles de CO2 se lo permiten. Ni siquiera ha tenido preocupaciones económicas: en las pocas ocasiones en que la administración rraauchí se ha visto en la tesitura de instaurar el confinamiento forzado durante más de una semana, todos los trabajadores han recibido un pago gubernamental equivalente al sueldo no ganado.

Esa tristeza ajena por la situación liruense aumenta cuando las cifras se convierten en nombres y les sale rostro: de cuando en cuando, las redes le muestran una ventanita de realidades. Amistades que han perdido a su papá o a su abuelita a causa del virus, gente de su edad enganchada a un respirador y mandando mensajes de esperanza, trabajadores precarios despedidos sin beneficios… Horrible, todo horrible. Ella nunca ha sido de esas personas que se impregnan de pesadumbre, sin embargo. Es práctica: si el problema tiene solución, lo resuelve, y, si no, lo olvida. 

Al principio compartía sus descubrimientos y especulaciones con Neytius-79, pero su compañera de base le pidió que por favor, por favor, no lo hiciera más, porque la realidad de su planeta de origen le daba una angustia cósmica que para qué y le llevaba ora a ataques de ansiedad ora a vacíos existenciales. La gravedad de la situación se incrementó cuando la mamá de Neytius-79 se contagió del virus y no había camillas ni respiradores libres en la capital de Lirú y Flózar-262 intentó solucionarlo y movió cielo y tierra, pero no sirvió de mucho, porque la mamá acabó muriendo. Por un tiempo hubo una nebulosa oscurísima dentro de la base y cada una de las cifras tenían la cara de la mamá. Una cara multiplicada por cientos, por miles. 

Aun así, Flózar-262 llevó todo el drama con estoicismo. Todo va bien en Rraau, se repetía, todo va recontra recontra bien. Pero no ha conseguido mantener la calma todo este tiempo. Casi cayó en un agujero negro al ver varios vídeos sobre cadáveres apilados en una ciudad en la selva de Lirú y en algunos otros puntos de la región interplanetaria. No vio las imágenes por masoquismo, sino por una mezcla de curiosidad antropológica y hambre informativa. En los planetas de Quior y Brabra también estaban las morgues y los cementerios colapsados y los muertos se amontonaban sin control en las calles. Flózar-262 no era de piedra y se le grabaron las imágenes con el fuego de esos horrores que superan cualquier ficción: los difuntos se le aparecieron durante unas cuantas noches en sus pesadillas y las cifras entre sorbito y sorbito de café se aplastaban entre bolsas mortuorias. Siempre con los números como bálsamo, consiguió encontrar su centro de nuevo repitiéndose la cadencia siete-cuatro-siete-cuatro de su alarma y volvió a soñar con galaxias.

Lo que no parece afectarle, desde luego, es el peso histórico de Rraau. Ni siquiera el hecho de vivir en un planeta concebido por los colonos de Lonuk como cárcel la hace sentir prisionera. De momento no puede salir. Y qué. Podría ser peor, mucho peor. En realidad, podría marcharse para regresar a Lirú, pero no le permitirían subirse a la nave para volver a entrar a lo que ya es su hogar, donde tiene su vida hecha. Y ¿para qué ir a un lugar donde poder enfermar con tanta facilidad y sin soltura económica? Ya saldrá. Qué le va a hacer.

Ahora todo parece ir a mejor y sus dos planetas están de buena luna: los casos, muertes y hospitalizaciones no hacen más que bajar en Lirú y hay niveles normales de CO2 en Rraau. Se pondrá la mascarilla e irá a la universidad en bicicleta, sintiéndose relajada y bendecida.

Está hasta arriba de tareas, pero le gusta. Agradece la suerte de vivir en este planeta y más aún los jueves, como hoy. Los jueves a sol puesto, Flózar-262 va religiosamente al restaurante típico liruense donde trabaja Neytius-79. Los precios son bastante altos en Rraau y el sabor de la comida virtual no está del todo logrado: el pescado del tiradito a veces se digitaliza un poco seco y para la causa rellena usan una papa quimérica algo dulzona, pero la nostalgia y el sempiterno olor a mar de Rraau rellenan las oquedades gastronómicas.

Cuando salga de la universidad, irá de cabeza al restaurante y no le mencionará a Neytius-79 nada sobre el trabajo ni los estudios ni las muertes ni las hospitalizaciones ni la cadencia siete-cuatro-siete-cuatro. Se relajará hablando de bagatelas y tomando lo habitual: primero un vasito de chicha morada cuasianalógica y luego ya unos piscos de alcohol gasificado, que le harán volver a la realidad de un plumazo. 

Y su realidad es eso: vivir entre dos culturas, amar esta y aquella, comer lo de allá estando acá, sentirse a la vez en su hogar y a más de doce mil kilómetros de su casa, habitar dos mundos, extrañar siempre Perú y nunca querer marcharse de Australia. Y entonces Florencia Gózar le dirá a su compañera de piso: «¿A veces no te da la sensación de que Lima es un planeta completamente diferente a Gold Coast?».

~~~~~~~~~~~~~~~~~

Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Entelequia

Amira sigue teniendo pesadillas sobre Penélope hundiéndose en el río Ámstel, aferrada a su telar para intentar mantenerse a flote, en vano, mientras ella la observa paralizada desde la ventana del apartamento al que se acaba de mudar.

Se despierta de golpe, con sudores fríos. Ya hace unos meses desde que ella y su marido, Jan, regresaran a Ámsterdam después de un buen puñado de años en Berlín, ¿por qué seguirá soñando con todos esos personajes literarios luchando por su vida en las gélidas aguas del río al que da su edificio?

Sí, vale, fue un disgusto lo que pasó (o toda una tragedia, si nos ponemos materialistas): el matrimonio empacó todos sus libros sin ayuda de nadie, porque no valía la pena invitar a amigos a casa y que alguien se contagiara de otro alguien que no supiera que se había infectado antes, porque parece que el virus se pega con solo mirarse, no me digas; y porque el precio de la mudanza habría aumentado de forma desorbitada si hubieran pagado a la empresa de transportes por hacerlo, y por hacerlo sin ningún cuidado, seguro, seguro, mezclando siglos, desbaratando el orden alfabético, colocando a autores rivales en el mismo paquete. Y bueno, el proceso fue una tortura: a veinticinco obras por caja, para que no fueran muy pesadas, y con los dolores de espalda que martirizan a Amira ya casi crónicamente, guardar dos mil quinientos libros resultó del todo agotador.

¿Será que la mudanza resultó traumática y por eso tiene estas horribles pesadillas? Hace un par de noches soñó que se ahogaba el monstruo de Frankenstein, un poco antes, Voldemort se hundía sin remedio y, dos semanas atrás, fue el turno de la bruja de Hansel y Gretel. A pesar de su villanía, le da siempre no sé qué mirar cómo desaparecen en la negrura de las aguas sin intentar salvarlos. Sin poder hacerlo. Solo observar, vislumbrar el hundimiento desde la lejanía, quedarse a salvo. Los personajes cambian de madrugada a madrugada, pero Amira siempre mira desde la ventana impertérrita, da igual el grado de adorabilidad de la víctima, hasta que se despierta con mal cuerpo, unos sudores con olor a río de ciudad y una angustia que le arruina el descanso. 

¿Es muy exagerado tildar lo que ocurrió como tragedia? No, desde luego que no. Llevan décadas atesorando esos libros, que olían (a) ellos siempre y estaban subrayados por las manos de quienes fueran sus dueños antes de derretirse en el canal. Cuando se planteaban si dejar atrás tal o cual obra, la abrían y veían las marcas a lápiz y las anotaciones, que los llevaban al pasado y se olvidaban de la posibilidad de deshacerse de las páginas. Mientras las guardaban una a una metódica y cuidadosamente en las cajas, Amira y Jan iban leyéndose los fragmentos que hubieron destacado hace años, sumidos en los bellos recovecos de la nostalgia. Mientras que Josef K argumentaba que «No tienes que creerte todo lo que te dicen», Raskólnikov soltaba que «Los verdaderos grandes hombres deben de experimentar, a mi entender, una gran tristeza en este mundo», algo que llamó la atención de aquellos lectores en algún momento dado, que decidieron marcarlo para la posteridad. Y la posteridad es ahora y cómo van a tirar esos libros, por Dios, habría que estar como una regadera. 

Con las ganas que tenían de volver a vivir en Holanda, ahora el matrimonio no sale mucho de casa por miedo a la variante delta, porque la pauta de vacunación completa aún no llega al cincuenta por ciento, porque hay un mayor número de casos causado por el movimiento veraniego y, sobre todo, porque a saber quién de los desmascarillados se niega a ponerse la vacuna, a adoptar el sano juicio. La pandemia ha empequeñecido su vida social y los únicos amigos que pueden acoger en su salón se encuentran entre portadas y contraportadas. 

Los tendrían que haber dejado en Berlín, porque ahora muchos de esos libros —esos personajes— ya están en el fondo del Ámstel, algo en lo que Amira no puede dejar de pensar, tanto por los remordimientos de haberlos ahogado como porque tanto tiempo libre da mucho espacio a la imaginación (y a las pesadillas). ¿Sellaríamos mal las cajas, las colocaríamos mal?, se pregunta, ¿o sería más bien un fallo de las poleas?

Amira y Jan viven en una de esas viejas casas de Ámsterdam conocidas como grachtenpand. Cuando se construyeron siglos ha edificios como el que habitan, los impuestos se elevaban cuanto más ancha fuera la fachada, por lo que comenzaron a hacer casas estrechas y largas, sibilinos, con pasillos tan angostos que imposibilitaban cualquier mudanza desde el interior. Para solucionarlo, el diseño arquitectónico hegemónico encontró la solución de inclinarse hacia adelante y colocar un gancho en la parte superior de las grachtenpand. Desde el siglo XVII, se llevan haciendo mudanzas en estas casas con un sistema de poleas exterior que supone una maniobra única en el mundo. Por eso, cuando les ofrecieron subir los libros al apartamento a través de este sistema centenario, no se lo pensaron: claro, sí, ellos saben, de sobra saben, y ya tenemos una edad, no nos vamos a liar a cargar cien cajas de una en una, quita, quita.

Con cansancio y confianza, el matrimonio aceptó la propuesta sin pensarlo demasiado. Esa mudanza con despedidas sin abrazos, limpieza infinita y fronteras palpables los había dejado molidos. Esto último, lo de las fronteras, los inundaba de incertidumbre. Desde los ochenta, cuando Amira llegó desde su Colombia natal a la recién creada Unión Europea, apenas si había notado los pasos de un país a otro en el Viejo Continente, y eso que lo había recorrido pero bien. No obstante, en los últimos meses, con un hijo en Bélgica y el traslado, han tenido que estar pendientes de cada norma y obligatoriedad para pasar de un país a otro y a otro. Qué raro notar ese muro invisible así de repente. Y qué embrollo.

Y entonces llegó la tragedia: la plataforma se tambaleó y un par de cajas saltaron al río, abriéndose en el aire, con los libros expandiendo las alas, volando sin la destreza de las aves hasta caer al agua y hundirse poco a poco, las frases subrayadas, las notas de Amira y Jan cuando eran otras versiones de ellos mismos y Julieta gritando que «La vida es la tortura y la muerte será mi descanso» y Heathcliff vociferando que «Sé que los fantasmas han vagado en la tierra» y los demás personajes sumidos en lamentos, que le transmitieron a Amira una pena que le partieron el corazón y las noches de descanso.

Se le repiten las frases de aquellos personajes ahogados, que las dicen en sus sueños entremezcladas con burbujas mientras Amira los observa desde la altura de su ventana bajo el gancho para poleas. Esos malditos seres inventados se han convertido en sus fantasmas. ¿Qué querrán, qué querrán?, se pregunta mientras se dedica a perfilar ella sus propias ficciones, con una literatura interrumpida por los recuerdos de las cajas cayendo al río, de los libros queriendo volar como pájaros torpísimos y con la concentración rota por la falta de sueño. Así no hay quien escriba nada bueno.

Si le hubiera hecho caso a su amiga Adela… Antes de irse de Berlín, Adela le regaló cinco mil trescientos treinta y seis libros dentro de un pincho, que Amira copió en su ordenador en un par de clics, mientras su amiga, amante de la lectura digital y del minimalismo, trataba de convencerla de que donara gran parte de las obras y viajara más ligera. Si le hubiera hecho caso, ahora otros ojos podrían disfrutar de esas historias que se habían merendado los lucios y las anguilas y no habría contaminado el Ámstel con más basura de la que ya tiene.

¿Qué querrán estos personajes, qué querrán? ¿Por qué le perturban los sueños? Amira mira cifras a diario de los casos que suben, de la lentitud en la vacunación, de las restricciones fronterizas… Es insoportable. Un vídeo de YouTube la lleva a otro y a otro y, con ese masoquismo inevitable en el que confluyen la curiosidad humana e internet, acaba viendo entrevistas a antivacunas, con sus argumentos de pacotilla y sus teorías conspiranoicas y sus excusas baratas. 

Después de ver un vídeo de una muchacha que explica que no se quiere vacunar porque para ella no supone en realidad ningún riesgo, apaga el ordenador. Y cuando esa noche se despierta sudando a ríos tras observar a Lolita hundirse, se le enciende la bombilla. «Jan», despierta a su marido, «Jan, Jan, ya lo entiendo todo». Y el hombre le besa la frente con el cariño de los años y se da media vuelta para seguir roncando.

Las frases de los ahogados le vienen una detrás de otra, sin que lo pueda ni quiera evitar. Ajá, ajá. Los agrupa. Ve más y más vídeos para establecer categorías. Ajá. Están los jóvenes, como Lolita, Julieta, el Principito; quienes no creen en la medicina tradicional, como Voldemort y la bruja de la casita de chocolate; quienes viven aislados y piensan que no (se) van a contagiar, como Penélope y Heathcliff; quienes se sienten invencibles y no les importa causar daño, como el monstruo de Frankenstein; y quienes piensan que es todo un plan del gobierno, como Josef K y Alex DeLarge.

Oh, no, los está juzgando. Los está juzgando con la perspectiva del siglo XXI. Craso error. Eso es lo que ella siempre le recrimina a Adela en sus discusiones literarias: hay que ver a los escritores y sus personajes en su contexto histórico, le dice siempre que su amiga se lía a tachar a Fulanito de machista, a Menganito de racista y a Zutanito de no sé qué cosa más. Pero es que lo eran. Lo son y punto. El pincho de Adela tiene más indecentes apelotonados que para qué. Amira se niega. No, no, no, no hay que juzgarlos con el prisma actual. 

Pero.

Pero es que todos estos personajes que se le cuelan en los sueños para convertirlos en pesadillas tienen razonamientos de mindundi, y ahora hay tanto mindundi suelto controlando el mundo que le resulta insoportable. La mujer respira tranquila: ella no ha matado a ninguno de esos mequetrefes literarios, sino que se han ido de su vida tirándose al río aquellos que jamás se vacunarían si pudieran hacerlo. 

Al fin, Amira duerme serena. Los fantasmas por fin han abandonado sus pesadillas y se asoma a la ventana de su bello apartamento contemplando el Ámstel sin un nudo en el estómago. Su sueño más recurrente ahora es que los peces han montado un club de lectura y que juzgan a los bípedos desde su escamosa perspectiva. Ya no releerá esas obras, ¿para qué? Anda que no le queda a ella literatura por devorar.

~~~~~~~~~~~~~~~~~

Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Ataraxia

Tras comprar el billete, J culpa de su decisión repentina no solo al imán sino también a la fiebre, y Manolo ladra cada vez que su cuidadora le suelta alguna reflexión en voz alta o viaja en el tiempo o cuando ve un pájaro a través de la ventana.

En estos días de fiebre y entumecimiento, a la J de este plano del presente le ha cambiado el destino un imán de la nevera con un dibujo de Nueva York y un mensaje ñoño —Magic works only for those who believe in it—, que la acaba de convencer para comprarse los pasajes a Gringolandia. Ya hace más de un año que no se monta en un avión, con lo que ha sido ella, tan nómada ella; y la adrenalina de reservar ese vuelo, de imaginarse el cosquilleo en el estómago al despegar y de aterrizar en lo que se imagina una tierra tan distinta le hace olvidarse por un ratito del dolor de cuerpo que siente.

La fiebre no es para tanto, pero el entumecimiento no le deja dormir. El dolor es rarísimo. Ella se lo imaginaba como el del dengue, que lo ha pasado ya ¿tres, cuatro veces? y que ataca a las extremidades. La comparación del virus presente con el tropical la transporta al día antes de que se marchara el brasileiro, y del padecimiento físico pasa al emocional. En el plano al que J viaja, el chico del que se ha enamorado no se marcha de Playa del Carmen y cuarentenean felices en el frote de las pieles y en esa conexión anímica que no habían sentido ni él ni ella desde hacía ya tiempo.

Manolo la saca del trance con un ladrido áspero que parece carraspera y J regresa a este dolor que tanto la sorprende porque le importuna los sueños. Desde que se contagió, J siente como si hubiera ido mucho al gimnasio o como si le hubiesen dado una somanta de palos. Lleva desde anteayer así, con la paliza, y con una falta de flexibilidad tan lastimera que no le deja ni tocarse los pies con las manos.

Sospecha —bueno, sabe, carajo, sabe, dejémonos de tonterías— que se infectó con el dichoso virus cuando estaba haciendo fermentos y yogures veganos con su amiga y socia hace unos días y, en un momento dado, se relajaron, se sacaron las mascarillas y se tomaron unos vinitos. Luego la otra chica comenzó a encontrarse mal y después la siguió J, que se empezó a sentir regulín de camino al supermercado, pero le tomaron la temperatura antes de entrar y todo bien. ¿Todo bien? Mentira: ella ya se notaba la fiebre. Lo vio del todo claro cuando una J del presente que vive en otro plano, trabaja en el Chedraui y lleva meses observando cómo durante toda la pandemia nunca le han impedido a nadie la entrada a un súper de Playa del Carmen le susurró su teoría antisistema: trucan los termómetros, porque, si no, perderían ventas. Cuando visitó el supermercado, por suerte J no habló con nadie más allá de las cortesías ni se quitó el tapabocas. Quién sabe si lo propagaría entonces. Tampoco lo piensa mucho, porque es imposible averiguarlo y no le gusta quedarse atascada en el plano hipotético.

Al menos no tiene que pasar por los dolores ni las fiebres ni los males de amores en el ruidoso Ejidal, donde lleva viviendo dos años. Ahora está descansando como una burguesa en casa de sus amigos en una urbanización cerrada a la gente común, con calles privadas y todo, donde se aloja durante todo el mes a cambio de cuidar a Manolo, un buen compañero de mimos y maratones de series. Le encantan los trueques así. Lleva años practicando esta forma de relacionarse sin que medie la plata. En su casa casa, la que habita a cambio de dinero, existe el ruido constante del taller de autos, de las conversaciones a gritos, de la música a todo volumen. Pero acá reina el silencio, que es calidad de vida.

Y también lo es no someterse al yugo del trabajo. Que «trabajar» viene del latín tripaliāre, Manolo, «torturar». Por eso no echa de menos en absoluto el hotel del que la despidieron a causa de la pandemia. Ya no está abocada a volcarse en el proyecto de esa gente, que tenía tan poco que ver con ella. En ese hotelazo de Cancún, iba a comisión: se dedicaba a fotografiar a turistas, que a veces compraban las fotos y solo así ganaba dinero. Los dueños europeos y estadounidenses de los hoteles de lujo de la zona evitan pagar sueldos a los empleados tercermundistas. Solo así se mantienen primermundistas, Manolo.

En esta casa y sin ese laburo explotador sí se puede cuidar y recuperar como es debido: quiere verduras, verduras, verduras, se ha visto todo el catálogo de Netflix y HBO aprovechando que sus amigos sí tienen suscripción, medita con el canturreo matinal de los pájaros y se queda embelesada mirando el imán cada vez que saca algo de la nevera. Todo se resincroniza, le cuenta a Manolo, babeante bajo el imán, todo son cambios, ¿viste? J mantiene la argentinidad en la boca a conciencia, porque no quiere que se le borren jamás ni el acento ni los modismos, por mucho que se patee América de norte a sur y que se le mezclen y remezclen las variedades del español. Y el perro la comprende: siempre que le habla, él la mira hasta adentrito del alma con sus ojillos marrones y la contesta con su característica voz de cazallero. Ella se siente arropada por su ladrido y su mirada, pero a veces recurre a los audios de WhatsApp con humanos digitales para conversar de una forma un poco más silábica.

La J del futuro en Estados Unidos prefiere no molestar a la del presente para contarle nada, por no arruinarle la sorpresa y porque no se creería ni en pedo todo lo que amará ese país tan execrado por la antiimperialista J adolescente: sentirá un cosquilleo al presenciar Manhattan desde el puente de Brooklyn, le encantarán todas las opciones veganas en supermercados y restaurantes, trabará una amistad bellísima con una generosa desconocida que la hospedará durante semanas en una autocaravana en un lugar muy verde con atardeceres muy naranjas del norte de California con el nombre de cuento que es Ukiah. Le gustarán la gente, los paisajes, la libertad de ser y hacer. No se acordará del brasileiro más que de vez en cuando y ya nunca desde los ovarios, como ese antaño que es ahora. No, no, todo esto le parecería una locura si se lo narraran en el presente. Mejor que no lo sepa, que se recupere tranquila, que lo descubra más tarde. 

Lo más importante es que puede tomar la decisión de marcharse porque es libre y está sola y no tiene que rendirle cuentas a ningún hombre ni ninguna mujer ni a sus padres allá en Argentina ni a nadie de nadie. Le encanta la soledad elegida, pero se le hace raro cuando es obligada. Duele, duele más que el dengue y el coronavirus cuando es obligada. Esta soledad no formaba parte de sus decisiones: el chico del que se había enamorado se quedó atrapado en Brasil en una visita a su familia cuando cerraron las fronteras y ya nunca volvió. Al menos ha sabido aprovechar la soledad impuesta y escribe y vende fotos por Tulum y bebe mate y medita y lee cuentos de Lorrie Moore y ahora siente que le ha dado la vuelta a todo, que, al no haberse hundido, su plano presente lo ha elegido ella.

El día que él tenía que coger el avión de vuelta a México y no lo hizo, a J le dolían los ovarios más que nunca en su vida. No el corazón, no el alma, no la boca del estómago, sino los órganos con el que más lo quería y extrañaba: qué feo dolor de ovarios. Y ya nunca volvió, Manolo, qué sola me sentía. Encima no podía ver a sus amigos con tanta frecuencia y no pensaba volver a La Plata con su familia. De ninguna manera. Qué sola, carajo. Y ahora qué enferma. Antes no creía que pudiera cambiar todo de forma tan radical de un momento a otro, pero ahora sabe que sí, y a veces le inquieta la idea de que pueda variar tanto el presente, de que se desestabilicen tanto los planos. Y otras veces me vale todo verga, Manolo.

En alguna ocasión la arrastra la J que vive en un plano más tremebundo y se obsesiona con que no quiero vivir así el resto de mi vida, Manolo. Aunque estuvo un poco paranoica al principio, en realidad nunca le ha dado miedo miedo el virus —ni siquiera ahora que le mordisquea los adentros—, pero sí le aterroriza la pérdida de albedrío. ¿Acaso el mundo va a ser ya para siempre así? Y le confiesa al perro que esto nos va a cercenar la libertad a los hippies. Se sonríe por haber comprado el vuelo. Ojalá no lo cancelen. Ojalá pueda volar.

Tose, le duele un costado, le da flojera pasar por todo esto. Por supuesto, cree en el virus que tiene dentro, que le provoca esta fiebre horrible y delirante y que no le deja dormir con tanto dolor corporal, pero eso no significa que no sea una herramienta de manipulación de los gobiernos y resto de autoridades, que nos tienen ahora bajo su total control, Manolo, que no nos podemos mover con libertad (el placer de cualquier político…), que somos tan aparatitos sociales que damos asco, che. Y el perro ladra con ronquera a cada rato para reafirmar las sentencias. 

Encima en México tratan a la gente de a pie como si fuera idiota perdida. J se empezó a indignar cuando salieron los anuncios gubernamentales protagonizados por la superheroína contra el coronavirus, Susana Distancia (¿te puedes creer ese nombre tan absurdo?), y ahora le apesta todo a infantilización del pueblo, desde el semáforo —rojo, «no salgas si no es estrictamente necesario», verde, «podemos salir pero con precaución y prevención», buf, buf— hasta los disparates sobre no renunciar a los abrazos que han salido de la boca del presidente en los peores momentos de la pandemia. Al final los ricos se quedan en casa, pero para la gente de la calle no hay semáforo ni Susana que valga, solo pobreza, solo formas de intentar llevarse algo a la boca. Con toda esta mierda, siente un trato más directo con la incertidumbre, por momentos insoportable, y se dice que todo lo que tenga que pasar, pasará, para tranquilizarse con un tonto mantra que se cree a ratos.

A J le gusta de siempre apegarse al presente; pero una vez se despegó y se imaginó un proyecto a largo plazo con su brasileiro y llegó el COVID-19 y él se quedó en su país y ella se la pasó comiendo almohada, esperando como una ilusa rebozada de mitos del amor romántico. ¿Cómo habría sido el presente con él si no hubiera habido pandemia? Le encanta pensar en presentes paralelos, en cosas que están pasando en otro plano de otro presente de otra J. ¿Cómo estás, J? Se dice a sí misma mirándose al espejo para comunicarse con todas sus vidas paralelas de cualquier momento de su historia. En una de ellas, jamás se despidió del brasileiro, jamás cumplió los cuarenta llorando por teléfono con él, esperándolo como una loca, con tormentillas en los ovarios. Otra J estará cogiendo ahora con el brasileiro como una descosida. Otra se estará masturbando obsesivamente mirando las fotos en Instagram de ese pelotudo. Esta J al menos está en paz. O casi. Fui una boluda esperándolo, Manolo, y le espachurra la cara al perro dejándose atrapar por el pegajoso pasado, una boluda, no mames, espachurra, espachurra. Su configuración mental se está tambaleando con la enfermedad, pero da igual todo eso ahora: la J del presente y de este plano se cuida la mente con terapia, las energías con flores de bach y los buenos presagios con alguna tirada de cartas que otra.

Para quitarse el mal sabor de boca que le traen los momentos feos pretéritos, va a la cocina a comer algo. Le da gracias infinitas al universo no haber perdido el sentido del gusto ni del olfato. Ya tiene bastante con no poder dormir ni coger con total libertad. Este virus ataca en los pecados capitales. Al menos puede recrearse en la gula. Se debate entre un paraíso de apetencias y se revuelve de pronto solo de pensar en lo evidente, en lo que no se habla más que en petit comité, porque, che, Manolo, acá nadie dice que todo esto de la pandemia mundial empezó por comer animales.

El imán la mira a los ojos y le susurra una vez más que «Magic works only for those who believe in it» y le manda un guiño con ese dibujito de un paisaje urbano del verticalidad inverosímil (¿será así Nueva York de verdad?). El perro, orgulloso pecador, la sigue, a sabiendas de que la nevera aguarda sabrosa felicidad para su hocico. ¿Tú crees en la magia, Manolo?, pero él solo la mira con ojillos de cordero degollado, porque cree en la magia del ruego culinario, de la relación humana-perro para saciar las hambrunas.

J piensa que el brasileiro es el pasado —ya no lo llama por su nombre para distanciarse más aún de él— y que el imán sirve como bisagra del presente, y se le dibuja un mañana lleno de estereotipos gringos. Qué risa le daría ahora mismo conocer el plano futuro a esta J, verse montada en bici entre los rascacielos de Manhattan o trimeando marihuana en las montañas californianas mientras piensa en México como un lugar lejano en el pasado que quizás nunca haya existido o en su romance con ese brasileiro que ¿de verdad me enamoró? Qué encrucijada: sus pensamientos la arrastran hacia atrás y su imaginación hacia delante e intenta meditar en vano y así no hay quien se centre en el presente.

El imán la mira y Manolo la mira y sus emociones se le revuelven todas y la nevera pita porque lleva un rato abierta y, al mismo tiempo, el perro le da un par de lametazos en los pies y J sale de la ensoñación y vuelve a este extrañísimo final de la primavera.

Manolo la mira con su cara de perro callejero —las babas en las comisuras de la boca, los ojillos rojos—, y J decide que sí, que hoy se van a la cama pronto, sin series ni nada, solo con los gorjeos, chasquidos y chillidos de los geckos de fondo. Mañana irán a ver el amanecer. Procura no perderse tal espectáculo, que la ayuda a transitar los cambios y a lidiar con el pasado, el presente y el futuro, porque la salida del sol es sempiterna —ayer, hoy, mañana—, a diferencia de todo lo demás, que está inexorablemente en constante cambio. Su vida de burguesa es también temporal, pero se ha acostumbrado a ella y a su silencio. Ah, el silencio con sonidos (que no con ruidos): los cantarines reptiles, el vientecillo, los ronquidos de Manolo y ya. Por este silencio igual se plantearía volver a la aplastante rueda del sistema opresor que es el trabajo. Y. La fiebre le hace desvariar de nuevo. Tampoco vale tanto el silencio.

~~~~~~~~~~~~~~~~~

Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Istmo

El puente de las Américas ha adquirido otro significado para Minerva y, cuando lo ve ahora, le vienen a la mente casi con angustia las prisas y los horarios de cuando tenía que ir a recoger a su hija a la casa de su ex durante los meses de restricción por sexos. Cada vez que lo cruzaba antes de la pandemia, el puente le hacía pensar en una anécdota distinta o recrearse en la excelente arquitectura de acero o maldecir las construcciones recientes y chapuceras —con muy malos cimientos debido a la corrupción— o contemplar la bella fusión de naturaleza y creación humana del canal o fijarse en el baile de los autos al ritmo de una salsa de antaño que salía de sus altavoces. Ahora solo le invade el recuerdo monolítico de la cuarentena estricta.

Parece que los casos siguen bajando, pero cuando hay un pico de contagios o muertes, a Minerva le dan los siete males solo de pensar en volver al confinamiento selectivo. Esa ley, que solo se llevó a cabo realmente en Panamá —y por tiempo breve en partes de Colombia y Perú—, tenía unas normas muy claras: las mujeres podían salir los lunes, miércoles y viernes y los hombres, los martes, jueves y sábados, y no en cualquier momento del día, sino en las dos horas delimitadas según su número de cédula. Se retirarían estas medidas, prometieron los políticos, en cuanto se aplanara la curva.

La población aceptó, qué se le iba a hacer, y al principio, la hija no pudo ver a su papá más que por videollamada. Confiaban en que las restricciones terminaran pronto, así que se limitaron a la relación digital con la resignación con la que se aceptan las cosas que parecen tener fecha de caducidad, ya que, según los expertos, los casos se estabilizarían en un mes como mucho; no, no: dos; tres a lo sumo. 

Sin embargo, las semanas pasaban y tanto la nostalgia paternofilial como las ganas de Minerva de descansar un poco de sus obligaciones no hacían más que crecer. Cuando ya anunciaron que se alargarían las medidas más y más, los padres trazaron un nuevo plan: él recogería a la niña en las dos horas que le concedieran su sexo y su número de cédula (una hora para ir y otra para volver, puente de las Américas mediante, afortunadamente con menos tráfico del habitual) y, equis días después, ella conduciría hasta el otro lado de la ciudad, también condicionada por las limitaciones corporales y numéricas. Menos mal que tomaron esa decisión: al final fueron seis meses en que tres días las calles las plagaban los hombres y otros tres, las mujeres, y los domingos quedaban vacías, a excepción de los trabajadores esenciales.

Hoy Minerva ha aparcado a quince minutos de la casa del ex, que vive después del puente y el tráfico es infinito en la parte oeste de la provincia. Antes que dar vueltas y vueltas con el auto, la mujer prefiere pasear y disfrutar de la tranquilidad de alguien a quien el Gobierno ya no le impone horarios demasiado rígidos (no más el toque de queda a las diez de la noche: pero aún es temprano). Camina con calma, con la piel oscura reluciendo lozana bajo el sol primaveral, y mueve los hombros algo entumecidos por las horas que pasa enseñando en línea. 

Ya que en breve regresará con su hija a casa —una burbuja sin patio ni balcón y con poco espacio personal—, quiere disfrutar de ese tiempito de paseo que se regala, pero enseguida siente le cae un «oye, flaca» y le pitan los taxis y los guardias de seguridad le dan las buenas tardes y le echan una miradita de arriba a abajo. Nada que no le haya sucedido desde la adolescencia, aunque ahora le hace más ruido: eso no pasaba durante la cuarentena absoluta, cuando todo el mundo estaba tan estresado y ensimismado que parecía que por fin había funcionado la llamada «ley antipiropos», que trató de pasar hace un par de años Ana Matilde Gómez sin éxito, porque no consiguió ningún apoyo ni de hombres ni de mujeres. A decir verdad, antes de la calma callejera que trajo consigo la restricción por sexos, a Minerva no le incomodaban demasiado los ojos de los hombres clavados en su cuerpo ni el fragor de los silbidos y los piropos inapropiados que ahora sí le retorcían el estómago: me parece normal que miren, se decía, un hombre que no mira será que no es heterosexual; me parece normal, del todo normal, se justificaba, porque aunque Ciudad de Panamá esté en el Pacífico, somos una cultura muy caribeña y nos decimos «oye, papi, oye, mami, oye, mi amor» en el trato normal. Y, sin Caribe mediante, ojo, que le ha pasado lo mismo en más países, la verdad; en mayor o menor medida, en todos los que ha visitado (que han sido muchos). Vamos, es del todo normal. Al fin y al cabo, se convencía, el día que ya nadie te mira y el día que ya nadie te dice nada, eres una vieja y por ende ya caducaste; a tus cuarenta y cinco, todavía tienes la suerte de conservar tu atractivo. 

Su definición de acoso ha cambiado sin querer, a raíz de esos seis meses en que el espacio público pertenecía tres veces a la semana exclusivamente a las mujeres. Casi exclusivamente: para sorpresa de Minerva, los hombres seguían formando parte de la fauna en los días femeninos, debido a todos los trabajos esenciales que estaban masculinizados —policías, camioneros, reponedores de supermercado—, algo en lo que tampoco había reparado antes. Era tan rara la situación: todo el mundo con tapabocas y protector facial e incertidumbre y miedo al contagio; tan rara que los piropos y los silbidos se silenciaron casi por completo. Aunque los ojos sí hablaban, y a veces caía alguna que otra mirada lasciva pese a la inferioridad numérica de los machos. Normal, porque una gusta. No era acoso, no tocaban, solo miraban: del todo normal. Si quieren ser impertinentes con una, lo siguen siendo, si te quieren decir una tontería te la van a decir, se repetía Minerva. 

Ahora que las calles vuelven a ser dominio de los hombres, se notan de una forma más exagerada las miradas fijas, pegajosas, llenas de lujuria, y le incomodan como nunca antes y le ruge una sensación rarísima desde las entrañas. La verdad es que al principio le parecía aburridísimo no ver apenas hombres —y raro, rarísimo—, pero acabó por acostumbrarse a los espacios públicos ocupados por mujeres: el ambiente pasó a convertirse en relajante, como si todo fluyera mejor sin tropezarse con zalamerías impertinentes a cada paso.

Por mucho que se habituara, a ella nunca le llegó a convencer este plan maestro —que los políticos siguen amenazando con volver a instaurar— porque quedaban grupos fuera: no cabían en él las personas transexuales, ni los solteros heterosexuales en busca de pareja, ni los padres con custodia compartida. Algo en principio tan simple basado en un concepto supuestamente claro (dividir la población en dos aprovechando las «diferencias naturales») en realidad complicaba la vida de mucha gente.

Y menos mal que Minerva y su ex han mantenido una relación cordial y amistosa desde que se separaran en 2017. Llevan la situación familiar de un modo relajado e improvisado, de manera civilizada y a su ritmo, y jamás consideraron someterse a las presiones de horarios dictadas por un juzgado para pasar tiempo con la niña. Quién les iba a decir que decidiría por ellos el régimen de visitas un virus que azotaría cada rincón del planeta.

Cuando recoge a su hija —en un trámite breve, afable, directo: qué tal se portó, bien, todo bien, nos vemos—, la niña se queja de tener que caminar tanto rato hasta el coche, pero enseguida se le pasa el enfurruñamiento. Son igualitas: el pronto rápido y ligero, la melena corta y rizada, la sonrisa sincera y permanente, el derroche de creatividad, los andares idénticos. 

Se sumergen en el paisaje urbano, que ya ha recuperado su gentío de vendedores ambulantes —de frutas, de verduras, de agua— y limpiadores de coches en los semáforos. Todos ellos desaparecieron durante la pandemia, dejando las calles sumidas en un desamparo descorazonador: a Minerva le daba una pena horrible y se preguntaba a menudo de qué viviría esa pobre gente. Qué país: mientras unos se pasean con sus autos lujosos entre los relucientes rascacielos de vidrio y acero del modernísimo centro urbano y se llenan los bolsillos blanqueando nosecuantitos millones por acá y por allá, otros todavía van a letrinas y tienen que desgañitarse entre nubes de humo y perros y gatos callejeros para llevarse algo a la boca a través del ingenio. En esta zona hay un hombre que grita «¡bollo!, ¡booo-llooo!, ¡bo-bo-bo-llooo!» con una voz de colores barítonos que, siempre que recoge a su hija, la musical Minerva piensa que, si lo hubieran entrenado, el tipo habría sido un gran cantante de ópera.

Madre e hija caminan admirando las plantas en plena floración y, en un momento dado, Minerva se da cuenta de que los hombres miran y remiran a su hija, ya no tan niña la niña: cumplió catorce años hace un par de semanas y empieza a llamar la atención. Ha tenido la suerte de poder criarla entre algodones y su hija nunca va a ningún sitio sola, pero pronto tendrá que empezar a andar por su cuenta y a coger el transporte público. En un afán protector, la madre siente súplicas en su fuero interno por que vuelva la división por sexos. 

La hija de repente recuerda algo y comienza a rebuscar en su mochila. Agarra por fin un papel en el que ha escrito una redacción para la escuela y le pide a su madre que se sienten en un banco para leérsela en voz alta. Minerva comienza a escuchar con atención, pero enseguida se distrae con el reverso de la hoja, donde hay unas anotaciones extrañas. Cae en la cuenta: se trata de unas instrucciones para su ex escritas por su nueva pareja. Aunque por fortuna ella no ha tenido que lidiar con este tema, sabe de sobra que, durante los días en que solo los hombres tenían permitido salir, los supermercados se inundaban de seres titubeantes que empuñaban listas de la compra y llamaban por teléfono desesperadamente a esposas y madres. Sin poder evitarlo, Minerva ignora la voz de su hija y comienza a leer para sí:

«Entra al supermercado por la vía España. Camina catorce pasos hasta la zona del arroz y me traes arroz El Nazareno, papi. Ni se te ocurra traer arroz Blanquita. Está carísimo. Gira a la izquierda hasta llegar a la carnicería, dejando a los lados frijoles y pastas, y compra un pollo entero (de un peso aproximado de dos kilos, que son dos mil gramos, que son dos, cero, cero, cero gramos). Pide que te lo piquen. A mano derecha, a unos seis metros, encontrarás la zona de frutas y verduras (es muy colorida, la verás fácilmente). No se te olvide traer 500 gramos de yuca (una raíz), 500 gramos de otoe (un tubérculo), un kilo de ñame (otro tubérculo) y dos mazorcas de maíz (una planta amarilla con granos). Todo por separado, no en esos paquetes que ya está todo junto porque no suelen ser vegetales frescos. Adjunto fotos. Tengo el resto de ingredientes para el sancocho (tu plato favorito), pero puedes comprar más cosas que te apetezcan si quieres. Para pagar, deshaz tus pasos y encontrarás las cajas a la entrada del supermercado (también es la salida). Puedes usar el vale digital (la ayuda económica del Gobierno asociada a tu número de cédula), donde quedan algo más de cincuenta dólares. Si no recuerdas el pin, llámame». 

Minerva no sabe si reír o llorar y le pide a su hija que le dé el papel para leer la redacción con más tranquilidad cuando lleguen a casa, porque, se excusa, el aluvión de bollos, bo-bo-bo-llos del señor que no sabe que es cantante de ópera no le ha permitido concentrarse como debiera. Hará una fotocopia del texto de su hija y destruirá el original, para que no trascienda.

Comienzan a caminar de nuevo y Minerva queda pensativa. Como evita hablarle mal de su ex a la niña, se limita a sentenciar con severidad, de la nada: «Nunca te juntes con un inútil». Ante la incomprensión de la joven —¿a qué viene eso?—, la madre se ve obligada a aclarar: «Tienes cosas más importantes que hacer con tu vida que escribir instrucciones estúpidas». Al faltarle contexto, el mensaje enrarece el ambiente y regresan juntas al coche en silencio, con paso idéntico, haciendo durante todo el camino como que nadie las mira ni les silba ni las piropea.

~~~~~~~~~~~~~~~~~

Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Efemérides

Gao Hi no brilla precisamente por su sentido del humor, pero sus palabras y su carácter se visten de comicidad sin pretensiones al filtrarse por el traductor del móvil, lo cual siempre ha llevado a Lucas a la carcajada, incluso en medio de todo el dramón de hace ya un año, cuando solo él se hospedaba en este céntrico hotel de Wuhan con quinientas cuarenta y cuatro habitaciones, ahora de nuevo boyante y con un nombre que su garganta española sigue sin lograr pronunciar.

El recepcionista del Jinjiang Inn levanta la mirada al oír el traca traca de las ruedas de cada maleta que entra en contacto con las juntas de las baldosas y se ilumina al ver a su amigo Lucas y, como todavía es temprano —por las mañanas solo sabe hablar chino—, tira de traductor:

«Puedo ver el rostro de mi amigo laowai.
Bienvenido a un simple agujero.»

Lucas, cómo no, le ríe la ocurrencia a su ya estimado Gao Hi, con tanto salero tecnológico. Al recepcionista siempre le ha gustado la actitud risueña del joven, que ayuda a suavizar el gris ambiente, cargado de una mezcla de neblina y contaminación agravada por la culpabilidad que flota en el aire. Esa risa sincera le remueve el flequillo a Gao Hi con frescura.

Aquello de la culpabilidad lo lleva notando Lucas desde su primera visita a la ciudad, cuyo nombre al principio le costó recordar —¿dónde iba la hache?; ¿es «Wuhan» o «Wuham»?—, pero que ahora tiene grabado a fuego. En el último año, habrá pasado un total de tres meses en el epicentro del virus, yendo y viniendo desde Pekín, y el nubarrón pecaminoso sigue presente en sus habitantes, quienes otrora sintieran gran orgullo de su ciudad: el imponente río Yangtsé, impresionantes rascacielos, la torre de la Grulla Amarilla, un glorioso pasado y el riquísimo pescado con salsa agridulce.

Conoce la ciudad en parte a través de las gafas de Gao Hi, amable y servicial incluso en los momentos más nefastos. En enero de 2020, cuando Lucas era el único huésped, el perfecto recepcionista le tendió una bolsita con sus dedos larguísimos —lo más largos y delgados que había visto jamás— y las pulcras uñas de los meñiques bastante más crecidas que el resto. Con una mirada jovial bajo las gafas de pasta y una servicial sonrisa escondida bajo la mascarilla, activó el altavoz del traductor y escuchó los fonemas ajenos mientras se retocaba el flequillo: 

«La máscara que llevas es terrible. 
Cuando te enamores de ella, definitivamente morirás. 
Ponte la máscara que usa el médico.» 

Quizás ya era tarde: Lucas se había enamorado un poco de su mascarilla —ya bastante raída, todo sea dicho—, porque lo había protegido durante un par de días de la muerte por esa «extraña neumonía», como la bautizaron los medios en un principio, que había surgido en esa misma ciudad. Pero no veía inconveniente en enamorarse de otra, así que aceptó la bolsita que le ofreció con amabilidad el recepcionista en un primer gesto de amistad.

El gerente del Jinjiang Inn también se portó muy bien con él durante aquellos días inciertos en los que un nuevo virus había cambiado el destino del mundo. Aquel hombre alto, corpulento y con una gran mascarilla quirúrgica azul fue a tomarle la temperatura y a entregarle un papel rosa que explicaba en un inglés chapucero que los empleados del hotel no podrían ir a trabajar porque, en una decisión sin precedentes, se habían suspendido todos los transportes en esa enorme ciudad con una superficie cinco veces mayor a la de Londres. Además, aclaraba el papel, se cancelarían las celebraciones del Año de la Rata, que prometía estabilidad y fortuna para abrir un negocio y ganar dinero. El gerente se disculpó: sin personal, no podían ofrecer servicio de habitaciones y la cocina estaría cerrada, así que el huésped de la habitación 532 se tendría que buscar la vida.

Gao Hi parecía vivir en la recepción y cubría de atenciones a Lucas, incluso después de haberlo pillado robando cuatro rollos de papel higiénico, tres botellas de agua, cinco bolsas de basura, unos cuantos vasos de plástico y un puñado de sobres de té negro. El recepcionista lo mimaba sin descanso: le daba mascarillas, le tomaba la temperatura, le ponía en contacto con gente, hacía de intérprete y lo entretenía contándole su vida —traductor mediante por las mañanas y con una asombrosa soltura bilingüe por las tardes, carente, eso sí, de la socarronería dada por la torpeza tecnológica—. Cuando su huésped no estaba, Gao Hi, siempre sumido en la tragicomedia, pasaba las horas muertas con el videojuego de moda en Wuhan, Plague Inc., que salió en 2012 y que consiste en crear un virus que extermine a toda la humanidad.

El vínculo pandémico que se fraguó entre el único empleado y el único huésped del Jinjiang Inn ahora hacen que Lucas jamás se plantee alojarse en ningún otro lugar de la gran urbe, porque, si hay un hogar verdadero, ese es aquel donde uno se ha tenido que lavar los calzoncillos a mano cuando todos los cierres estaban echados indefinidamente. Pero ese no es el único motivo: a finales de enero del año pasado, el número de contagios no dejaba de aumentar y el Consulado de España en Pekín lo quiso evacuar de la ciudad apestada, pero él trató de quedarse a toda costa en el epicentro de la noticia, hasta que tuvo que dar su brazo a torcer cuando su hotel cerró y ninguno de los abiertos lo quiso alojar —que si no hay habitaciones libres (mentira), que si no aceptamos extranjeros (verdad), que si patatín, que si patatán: al final tuvo que dormir una noche entre cartones—. Después de tal trato, no pensaba volver a esos lugares con el rabo entre las piernas, ni en broma: él ya tiene su hotel.

En fin, que no le quedó otra que tirar para un aeropuerto de Wuhan casi vacío, después de que en 2019 recibiera a 27 millones de pasajeros y con una frecuencia de entre 600 y 800 vuelos al día. No le apetecía nada meterse en un avión de regreso a Europa con veinte españoles más y no sé cuántos británicos que se estaban poniendo hasta el culo de paracetamol en los baños para que no les diera fiebre cuando les tomaran la temperatura antes de despegar y, después de las dos semanas de una cuarentena surrealista en un hospital de Madrid, Lucas volvió a China en cuanto pudo. Nunca se tendría que haber ido: como periodista, aquella decisión iba del todo contra natura.

Las obligaciones lo llevan a Wuhan muy a menudo desde entonces. Esta vez, el periódico lo ha mandado ahí para que escriba varios artículos sobre el equipo de la OMS que pasará varias semanas en el foco inicial para, ojalá, resolver los interrogantes que siguen teniendo al mundo en vilo —y, ya de paso, para desmentir teorías conspiranoicas—. Lucas, como el resto de periodistas, está deseando que alguno de esos trece virólogos, veterinarios, epidemiólogos y expertos en seguridad alimentaria le susurre algún secreto que grite en los titulares, pero en el fondo sabe que no habrá respuestas rotundas.

Más que los periodistas internacionales, son los wuhanianos quienes anhelan un notición que los exculpe. El jefe del equipo de expertos chinos encargado de investigar el coronavirus en la ciudad sigue erre que erre con que es muy probable que el virus llegara a través de productos congelados extranjeros —que si de Brasil, que si de Alemania— y presenta las suposiciones como pruebas fehacientes que el pueblo se cree —se quiere creer, porque ha habido tantos contagios, tantos muertos por nuestra culpa…—. Aunque el principal experto de la OMS se muestra escéptico ante tal dudosa contingencia, a Lucas, por un lado, le gustaría que el virus no hubiera surgido aquí. Lleva un año entrevistando a sus gentes —lo que cuesta, joder: de cada cincuenta, tres hablan inglés y solo uno está dispuesto a soltar la lengua— y el sentimiento general es de flagelo. Fuera del país, pocos sabían de la existencia de esa ciudad con tres mil quinientos años de historia y diecinueve millones de habitantes, pero ahora todo el mundo la conoce y no puede evitar estigmatizarla. Qué pena le da.

Y qué desconocimiento hay, qué diferencia con el resto del planeta: a día de hoy, no existe ciudad más segura que Wuhan. Lucas lleva todo el santo día en la sala de la rueda de prensa. Han soltado cuatro chorradas, pero nada concluyente ni revelador. No cree que digan gran cosa a este paso. Tiene hambre: será más productivo ir a cenar, e incluso quizás charle con alguien por el camino. Eso quiere él: calle, calle, calle, nada de declaraciones oficiales y rollos burocráticos. Seguro que saca más chicha de una tendera, de un mendigo o de una doctora que de esos mandamases de la OMS. 

Sale a la niebla y se ajusta bajo el cuello de la chaqueta el fular celeste, ese símbolo de identidad de Lucas que le resalta la mirada, ya por sí sola intensificada por las pobladas cejas. Busca restaurantes en el móvil: qué de opciones en comparación con enero de 2020. Entonces solo pudo encontrar abierto un sitio donde vendían una especie de sándwiches de atún, jamón york y maíz envueltos en una capa de queso caramelizado. Después de días a base de almendras y bolas rellenas de pasas y una cosa rara pegajosa y dulcísima, aquellos sándwiches que no hacían justicia a la gastronomía de la zona le supieron a gloria. Esa tiendita y el Starbucks de Jianghan Road lo mantuvieron con fuerzas, además de un desayuno que le ofrecieron en el hotel un día suelto. Como no le corroe precisamente la nostalgia culinaria por esos singulares sándwiches, busca un restaurante en condiciones, algo cerca con una buena puntuación en Baidu. 

Hay uno con buena pinta a veinticinco minutos. Escribe a dos amigos, cámaras para otros medios españoles, y les propone reunirse allí. Decide caminar. Ya recorrió la ciudad bastantes veces en bici en su momento y ahora parece otro lugar, lleno de un tráfico loco y de peatones que se le cruzarían sin parar. No le apetece nada pedalear en esas circunstancias, con lo fácil que resultaba antes circular por las calles vacías. Qué momentos de incertidumbre: los medios ya empezaban a hablar de coronavirus pero sin cifras concretas, se acababa de descubrir que se transmitía entre humanos, #EscapeWuhan era el hashtag más popular en Weibo y los taxis solo transportaban a gente con síntomas y necesidad de ir al hospital. Aquella pesadilla se trataba del escenario perfecto para alguien llevado siempre por la intrepidez: Lucas aprovechó las bicicletas de alquiler baratísimas repartidas por toda la ciudad y pedaleaba de un hospital a otro, incluidos los improvisados en polideportivos y estadios, donde ingresaban a personas que habían dado positivo pero que no presentaban síntomas graves. 

Por supuesto, también acudió varias veces al colosal mercado de mariscos de Huanan, donde parecía haber empezado todo, con cincuenta mil metros cuadrados de carpas, tenderetes, casetas, callejuelas, aparcamientos, bloques de casas y venta de todo tipo de especies más o menos exóticas, vivas o muertas, en las partes más ocultas de la zona este. Con todo precintado y cerrado, un par de comerciantes que esperaban en fila para recibir un subsidio del gobierno de diez mil yuanes por las pérdidas ocasionadas por el cierre le hablaron del Viejo Fantasma, un hombre de setenta años con un puesto de frutos secos junto a un charco permanente de desechos de ciervo que jugaba todas las tardes a las cartas con otro anciano que vendía pato congelado. El Viejo Fantasma había fallecido hacía unas semanas de esa rara neumonía —¿quizás la primera víctima?; ay, lo que habría dado por entrevistarlo—, y su lúdico compañero seguía hospitalizado. No le dejaron hacer fotos (y le pillaron y obligaron a borrar las que tomó a escondidas), pero las imágenes del desamparo se le quedaron grabadas para siempre: sentía que se encontraba en una película de terror de serie B, en una ciudad gris y húmeda en medio de China, con millones de personas protegiéndose con mascarillas de una contagiosa enfermedad que se expandía más y más y que salió de ese mercado donde cuentan que no sólo se vendían mariscos, sino también desde cocodrilos hasta pavos reales, pasando por ranas, serpientes, erizos, puercoespines, tejones, lobeznos, murciélagos, gatos, venados, ratas, zorros, burros, conejos, perros y patos.

Le encantaba todo: se sentía vivo y enérgico a pesar de la falta de comida, de las horas de pedaleo en las calles vacías, de los mensajes de preocupación que le mandaban a diario su madre y su abuela. Si alguna vez le invadía la morriña, se la borraban de un plumazo las campanas de la iglesia de Hankou, que rompían cada día el silencio del anochecer y le regalaban un eco hogareño que su cuerpo agradecía al invadirle una sensación de cobijo abstracta pero real. 

Y, si no, siempre podía recurrir a TanTan para acurrucarse en un artificioso calor humano. Usar el Tinder chino en Wuhan le trajo consecuencias inesperadas: tuvo un par de citas sosas con chicas sin demasiado miedo a la extraña neumonía, en las que el recién llegado todavía sucumbía al impulso de los dos besos y enrarecía el encuentro desde el primer instante. Una de las citas salió tan mal que su té seguía caliente cuando ella se marchó tras balbucear una excusa mal elaborada. Asumió que no encontraría el amor en ese lugar, pero al menos estableció lazos informativos con gente de a pie —le resultó más satisfactorio aprovechar la tesitura que echar un polvo de una noche, para qué nos vamos a engañar—. Aunque varias mujeres lo bloquearon en cuanto soltó palabras como «Hong Kong», «democracia» o «mala gestión del alcalde de Wuhan», consiguió sonsacar mucha información útil que humanizaría sus crónicas.

A sus veintiocho años, se sabía invencible. Más que darle miedo, lo desconocido siempre le ha atraído, no tanto por su edad, sino más bien por su condición de periodista hasta la médula. A Lucas siempre le ha podido el deseo de estar en el meollo de la cuestión y desvelar todo lo posible. ¿Cómo evitarlo? No hay remedio contra lo connatural: su primer encuentro con la adrenalina informativa está fuertemente arraigado en sus recuerdos fetales, cuando su madre, Raquelita, embarazada de seis meses, fue en moto a cubrir un atentado terrorista de ETA en Madrid donde murieron dos agentes del TEDAX al desactivar un paquete bomba, y a Lucas le latía el corazón a toda velocidad aún dentro de la joven periodista.

Al caminar por Wuhan, Lucas analiza una vez más la urbe más denostada del último año: la sempiterna niebla baja y espesa, el aire industrial y el amplísimo río. No le encanta, la verdad, pero le tiene un cariño especial y le asombra lo normal que es todo. Tras unos pocos meses en paréntesis, el paisaje chino ha vuelto a su estado natural e inalterable: las mujeres salen a la calle con parasol para que su piel permanezca lo más clara posible, los hombres ya lucen cuerpazo con el llamado «bikini pekinés» —la camiseta remangada y la barriga cervecera al aire— y toda la gente escupe sin cesar —pareciera que más incluso que antes, japú, como si quisieran compensar los meses en que la saliva era infecciosa, japú, japú, como si se les hubiera acumulado, japú—.

Lucas llega el primero al restaurante y aprovecha para hablar por vídeo un ratito con su novia, Yuan Yuan (o Lucrezia, según su sobrenombre occidental), que lo extraña desde el apartamento que comparten en Pekín. Cuando llegan sus amigos, hablan de cosas mundanas —por favor, nada de actualidad ahora: ahora me importa un comino todo— y beben a escondidas baijiu, un licor de arroz y soja con más de 60 grados que camuflan en botellas de agua: hoy saldrán un rato por un antro donde ponen reguetón y sirven cócteles raros, y hay que ir calentando motores. Lucas siente el aire cálido de un hombre que está comiendo justo detrás de él y le eructa cada dos por tres en el cogote. Lo comentan los amigos en voz alta, aprovechando que nadie los entiende, y se ríen. Aunque viviera ahí el resto de sus días, no cree que se acostumbrara nunca a los modales chinos: se cuelan en la fila siempre que pueden, le escupen un día sí y otro también en los zapatos, le llenan la nuca de vientecillos en los restaurantes… Sin embargo, admira muchas cualidades de la cultura: la generosidad colectiva, la devoción hacia los mayores, la responsabilidad cívica, el sentido común y la hospitalidad una vez abren las puertas de sus casas. Igual sí podría vivir ahí muchos años. Quién sabe: tiene trabajo, pareja, está aprendiendo chino y le encanta la comida. Quién sabe, quién sabe.

Aún tiene que exprimir más su puesto. Cuando el periódico lo mandó como corresponsal del este de Asia, le hacían los ojos chiribitas al pensar en cubrir algún gran acontecimiento o catástrofe y seguir la estela de sus padres. Algún tsunami o terremoto en el Sudeste Asiático. O Kim Jong-un y Donald Trump de retiro romántico en un spa de lujo norcoreano. O una robot sexual explotada que asesina en serie a pervertidos japoneses. Se le ocurrían mil cosas. Y ahora no puede hacer ningún reportaje fuera de China, porque, si salía del país, tardaría meses en que le dieran permiso para volver a entrar. Sí, claro, lo del coronavirus ha sido bastante emocionante, pero ya hay poca chicha y, en lugar de plantarse en el cogollo de todo, de momento se tiene que conformar con narrar acaecimientos como el golpe de estado en Birmania desde su oficina de Pekín, como un plumilla de poca monta.

Los amigos pasan un par de horas en la discoteca y se sienten afortunados, porque en España no podrían desfogarse de esta manera. Si lo piensan (si lo cuentan), todo les parece raro, pero esa es su realidad: beber, bailar, ligar como si nada.

Lucas vuelve al hotel y, al atravesar el umbral, Gao Hi sale de las profundidades (del suelo y del sueño) y teclea en su móvil un texto que repite en otro idioma el traductor:

«Demasiado tarde. Estamos de vacaciones.»

Lucas suelta una risotada exangüe y, como sospecha que Gao Hi quiere decirle otra cosa, seguramente nimia, se dispone a despedirse sin más; pero, antes de volver a su camastro tras el mostrador, el recepcionista lo interrumpe. «Any news?» pregunta Gao Hi, esperanzado, con su propia voz humana. Noticias hay —siempre hay noticias—, pero Lucas sabe que Gao Hi quiere absolución, así que el huésped le clava con compasión los ojos azules y sacude la cabeza, con su característica sonrisa picarona de medio lado, que lleva ya meses sin esconderse detrás de una mascarilla.

~~~~~~~~~~~~~~~~~

Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Enigma

[Read story in English]

Kawa maúlla mantras desde fuera de la puerta mosquitera y Akiko entrelaza los miaus que le regala el presente, kan-ze-on, na-mu-butsu, y entona los cánticos que lleva repitiendo cada mañana antes del amanecer durante más de treinta años, yo-butsu-u-in, yo-butsu-u-en, con una concentración arraigada en la práctica, bup-po-so-en, jo-raku-ga-jo, una estricta disciplina, cho-nen-kan-ze-on, bon-nen-kan-ze-on, y una energía más propia de una chavala que de una septuagenaria, nen-nen-ju-shin-ki, nen-nen-fu-ri-shin.

El amanecer hawaiano revela poco a poco el exuberante verdor y los grillos y las ranas que llevan toda la noche de cháchara dan paso a los pájaros, que no descansarán la garganta hasta que no caiga el sol. Akiko adora ese silencio lleno de melodías que compone su hogar y lo saborea durante unos instantes antes de comenzar la jornada.

Lleva un par de días con una preocupación recurrente que se le aparece incluso durante la meditación —una es humana, qué le vamos a hacer—: ha de resolver el conflicto del shi-shi antes de que se derrumbe la casa más grande de toda la hacienda, ese lugar donde antaño convivían nueve o diez trabajadores de las plantaciones de azúcar de Hakalau y que seguro que tenían menos roces que estos cuatro patanes de vida y llanto fáciles.

Akiko acepta el enredo con la paciencia aprendida de la filosofía budista y, sobre todo, con la experiencia de alguien que lleva tres décadas gestionando su negocio y recibiendo a blanquitos quejumbrosos en su propiedad. Empezó allá por los albores de los noventa, con un conocido que le pidió alojamiento a cambio de un puñado de dólares y Akiko durmió en el suelo y le ofreció su propio futón y un delicioso desayuno y con el dinero compró otro futón y luego una cama y otra y después apañó la casa de los trabajadores del azúcar y más adelante construyó las cabañas en el jardín trasero y acabó por dedicarse a arreglar todo el pueblo.

Ese pequeño imperio en medio de la selva del que está tan orgullosa ahora lo pone en entredicho un tipo que lleva meses alargando la estancia en la casa porque «no es seguro buscar piso con la que está cayendo» y que se niega a proyectar los orines en el ángulo correcto o, al menos, a limpiar el shi-shi que invade el suelo sin decoro. Encima, la novia de aquel mequetrefe se ha tragado sus falacias. Ayer, la pareja le entregó una lista con las horribles fechorías de sus compañeras de casa pormenorizadas: «21/12/2020, 8:37 – Cuchillo con restos de mermelada de frambuesa en el fregadero, sin lavar»; «21/12/2020, 14:46 – Tres migas de pan anómalas, probablemente integrales, en el ala sureste de la encimera, consecuente hilera de hormigas nueva»; Akiko pasa las páginas con impaciencia, «26/12/2020, 15:04 – Rollo de papel casi terminado, con 1,5 cuadrados restantes, y sin el próximo listo sobre la tapa del váter, según las pesquisas»; etcétera, etcétera, etceterísima. Akiko susurró una de sus coletillas («Intrigante…»), pero no se lio a mirar con detalle aquellas páginas y páginas de tinta emborronada, claro, porque una tiene poco tiempo y mucho nervio y porque, a decir verdad, la caligrafía del meón deja mucho que desear y no merece ni medio minuto. Si llega a verle la letruja antes de alquilarles la habitación, bien sabe Buda que ella no estaría aquí y ahora pasando por este embrollo. 

Esa lista ha sido lo que faltaba para terminar un año lleno de dificultades; y todo porque las chicas le dejaron una nota al tipo pidiéndole que no meara fuera del váter y el cuarentón se indignó hasta límites insospechados, alegando que su mamá le enseñó en su momento a hacer sus cosas como hay que hacerlas. Al crecer con su madre y cuatro hermanas, ¿acaso no crees que sabe todo lo que hay que saber sobre menesteres urinarios en un baño compartido? Por qué va a ser él quien apunta fuera, sostiene la novia, como ignorando que el resto de la casa alivia las vejigas en posición sentada. El grandullón incluso llamó a su mamá para informarle sobre la opresión por la que su niño estaba pasando, y ella estalló en una carcajada, sin más, lo cual demuestra irrefutablemente que hay imperfecciones en el diseño del inodoro. Y puesto que no hay pruebas fehacientes de que esos orines provengan de él, se niega a limpiar el suelo —¡con lo mal que tiene la espalda!— y, claro, huele todo a meado y las chicas, de apenas veinte años, se ven obligadas a someterse a los mandatos fálicos y fregotear a cada rato las baldosas húmedas y pestilentes.

Qué manera de acabar este inolvidable y extraño 2020 en que Akiko ha sufrido ya bastantes cambios, con lo que a ella le gusta la rigidez de la rutina: primero tuvo que dejar de acoger a huéspedes durante unos meses —como si se pudiera permitir afrontar tanto gasto ella sola—; luego empezó a recibir gente como a escondidas, forzando cuarentenas e invitando a cada persona recién llegada a evitar el camino que da a la carretera y usar un atajillo con una inestable escalera oxidada para moverse de un lado a otro de la inmensa hacienda y así no levantar las sospechas de los vecinos, que andan con la mosca detrás de la oreja y el ceño siempre fruncido. Después de tan solo tres décadas aquí, para algunos ella aún levanta sospechas y no es más que una extraña de Oahu que solo trae a más forasteros con excéntricas costumbres.

Todo este panorama la abrumó hasta tal punto durante las primeras semanas, que había días en que desoía la alarma a las 4:44 de cada mañana para levantarse y meditar, y su compañero fijo de la práctica ancestral tenía que despertarla retorciéndole con ternura el dedo gordo de un pie. Gracias a él, la mujer pudo mantener el ritmo tambaleado por la pandemia.

Pero hay algo que le duele más que nada: tener que renunciar al festival de mochis que lleva celebrando en su casa más de veinte años, que atrae a más de seiscientas personas en cada ocasión, tanto de esta isla como del resto del archipiélago y que aparece en toda buena guía de viajes que se precie. Cómo le gustaría machacar el arroz con su familia espiritual para elaborar el dulce desde las seis de la mañana, preparar adornos florales, charlar con las pitonisas y las vendedoras de frutipán y poke que nunca fallan, escuchar a los más ancianos narrar historias sobre la plantación, agarrar el micrófono para hacer reír a su ávido público con cualquier chorrada que se le pase por la cabeza, en su salsa, en su día, en su hacienda, menearse al ritmo de los tambores japoneses y recaudar dinero para la preservación de los cementerios, la escuela, el pueblo, su legado. Extraoficialmente, Akiko es la alcaldesa de Wailea. No, no: la reina de Wailea.

Extraña el maravilloso festival de mochis, pero acepta el cambio con estoicismo y no se aferra más de lo necesario a la melancolía, sino que se centra en el osoji, la tradición japonesa de limpiar a fondo durante los últimos días de diciembre para recibir cada año nuevo con la pulcritud emocional que se merece. Empezará por el jardín. Ya se ha cambiado el kimono de la meditación por su atuendo de diario —ropa ancha y ajada, pañoleta a la cabeza con una flor amarilla enganchada a un lado, la larga melena recogida en un moño y un sombrero de paja encima—; y coge la motosierra con firmeza para despedazar la palmera que anoche derribó el viento y que ahora obstruye uno de los caminos de tierra. Akiko sabe que en realidad mide uno noventa y pesa ochenta y cinco kilos de puro músculo y se sorprende cada vez que el espejo se inventa la imagen de un alfeñique de metro y medio. 

La reina de Wailea lleva veintisiete años sin pisar una consulta médica —lo cual achaca a su dieta vegetariana y las sesiones de acupuntura y los masajes mensuales— y saca fuerzas no solo para ocuparse de su casa, sino que, lideresa innata, organiza encuentros para limpiar cada año el templo del pueblo e ir cada mes a sacar hierbajos pinchudos de dos metros para recuperar los cementerios budistas que se esconden bajo la apabullante vegetación en cada rincón de la isla. Agradece sobre todo el último encuentro del año, que coincide con la tradición del osoji, y que, al ser al aire libre, sí ha podido mantener a pesar del coronavirus. 

Rodeada de los gallos y gallinas que han salido a pasear bajo la sombra de las palmeras, Akiko transporta el tronco despedazado en la carretilla, se dice que le pedirá al fontanero que venga esta misma tarde y deja de pensar en ese zoquete que ya debería ser mayorcito como para haber aprendido a hacer shi-shi como Buda manda.

Sus huéspedes favoritos son, desde luego, las mujeres de mediana edad divorciadas, como las dos que están ahora alojadas en la parte de la propiedad donde vive Akiko. Las mujeres que salen victoriosas de un matrimonio atroz se llenan de una fuerza desmesurada y se saben sacar las castañas por sí mismas, sin lloriquear a cada rato porque la puerta de la habitación no cierra, el wifi no va o Zutanito está ocupando toda la nevera. Independiente e imparable, Akiko se ve reflejada en ellas y comparten energía: no hay mujer más fuerte que la que no depende de un hombre. Si solo alquilara habitaciones a mujeres divorciadas, podría vivir la existencia zen en la que se enraíza su ser interior y, desde luego, no tendría que preocuparse de si hay o no shi-shi fuera del váter.

Toca las campanas con gratitud y aloha por todos los ancestros de Wailea y para atraer a su cada vez más numerosa manada felina, que está entrenada para saber que el tañimiento es sinónimo de boles con comida reciente. Kawa, esa bola gris que maúlla casi con lamento, acude siempre el primero y es un pozo sin fondo. Se dice que por estas criaturas ella ya no viaja, pero en realidad no lo hace porque su alma está adherida a las ramas del árbol de aguacate que ocupa parte del jardín trasero y que la despierta cada madrugada con la caricia de la fragorosa caída de sus frutos sobre el tejado de latón.

Hace un par de noches no la desveló, sin embargo, el rugido volcánico de la diosa Pele, que llevaba dos años dormida y cuya furia inesperada vino acompañada de escupitajos de lava de hasta ciento veinte metros de altura y de la vaporización de un lago entero en un mísero segundo. El grito divino recorrió sesenta y cinco kilómetros para llegar a Wailea en forma de un terremoto que hizo vibrar las ventanas. Akiko convive con sus dos identidades: mantiene las costumbres de sus ancestros por el respeto que merece la sangre que le corre por las venas y, como hawaiana de tercera generación, conoce de sobra los antojos de fuego del volcán Kīlauea cuando le da por erupcionar un poquitín y, cuando sucede, ni pestañea. 

El fontanero, un imperturbable y lacónico hawaiano, llega a la hora acordada porque sabe que Akiko valora la puntualidad. Otea el váter con pachorra y en silencio durante unos instantes y, confuso, le pide explicaciones a Akiko. La mujer corre a la cocina y llama a las chicas, honey, honey, les dice, es la hora del Congreso del shi-shi, y acuña la expresión con total naturalidad, sin pensar que esas californianas que se están resguardando del virus en las islas quizás no sean muy duchas en terminología hawaiana-japonesa. La siguen algo extrañadas, pero se despejan de dudas al llegar al baño y vislumbrar al fontanero. «Por lo visto hay un problema con el váter, pero yo no entiendo muy bien cuál es. ¿Se lo podéis explicar vosotras a este buen hombre?». Les encantaría decir directamente que, bueno, que el problema es muy sencillo, que a su compañero de casa parece no importarle si atina o no en la taza, pero su amabilidad gringa les agarra la lengua y las bloquea. Por suerte, la pareja, siempre al acecho desde el dormitorio, hace su aparición con prepotencia y las chicas les ceden el turno de palabra. Explican que ese váter o está mal diseñado o se ha roto, que salpica lo use quien lo use y que el pis rebota y rebosa entre la taza y la tapa y mancha así en suelo y que han comprado un váter de repuesto de segunda mano para que el fontanero lo cambie, que está en el jardín trasero y que no tiene mayor complicación la cosa.

Akiko, con su energía habitual, se pone en acción, dispuesta a descubrir qué leyes de la física desafía este objeto. Llena un vaso de agua y lo destila para simular un shi-shi machuno cualquiera. Como no parece haber salpicadura perceptible al ojo humano, la mujer se tira al suelo de un brinco y se pone a palmotearlo sin dejar ni un solo centímetro sin inspeccionar, para el asombro de los presentes y la arcada contenida de las chicas, que saben de sobra todo el shi-shi que cae a diario por esos lares. Le pide al fontanero que compruebe el suelo con sus manos expertas, por si ella se ha dejado algo que revisar, pero el hombre se niega con elegante rotundidad y sin rodeos.

Los inquilinos comienzan a discutir civilizadamente sobre los misterios del suelo seco, pero poco a poco las voces se pisan y aumentan y el fontanero no sabe dónde meterse. El mártir de la micción defiende su honor a capa y espada y el debate va subiendo de tono. El fontanero se ampara en un rincón, queriéndose invisible. De repente, Akiko da dos palmadas autoritarias y el grupo enmudece al instante. «Dejadme pensar veinte segundos; veinte» ordena con el índice de punta y, de inmediato, la mujer entra casi en trance, sin importarle los diez ojos que tiene encima. La idea le viene de golpe, como en una revelación. Es brillante. Sí, sí, desde luego: brillante. ¿Cómo no se le habrá ocurrido antes? ¿Cómo han podido estar perdiendo el tiempo con vasitos y chorradas? En seguida resolverán el misterio y ella podrá dedicarle tiempo a asuntos que de verdad merecen la pena, como acariciar a Kawa.

«Honey», le dice al meón titánico —ella conoce de sobra el nombre, la edad y la profesión de cada huésped, pero siempre recurre a la misma fórmula para referirse a la gente—. «Honey», repite, «tengo una solución: ¿podrías hacer shi-shi delante del fontanero? Así él podrá ver con total precisión cuál es el defecto del váter y lo arreglará». Akiko lo dice con el rigor y el convencimiento con que guía las meditaciones; y solo el asombro paraliza la carcajada de las chicas, mientras que la novia y el fontanero no saben qué cara poner y quedan expectantes a la respuesta de ese grandullón que no tiene ni idea de cómo orinar y que se ha quedado petrificado, pero se puede ver con claridad que se está retorciendo por dentro. Por fin, masculla con esa voz de barítono bobalicón tan suya, que hace retumbar las paredes en una verborrea diaria incesante: «oh, ni en broma, ni en broma, me niego». Akiko no entiende el rechazo, tan convencida como estaba de su brillantez. 

Sin poder quitarse las miradas de encima, el malhechor de los inodoros intenta romper el silencio y se derrumba para darle paso al mea culpa: que bueno, que tiene que ir al baño tres o cuatro veces cada noche y que a veces nota como el pis le baja por las piernas, que está oscuro, que no se puede agachar, ni en broma, que no tiene porqué limpiarlo, que también le pasa lo mismo al resto, que por supuesto que no va a mear sentado porque eso es indigno de un hombre y que sería injusto que solo él tuviera que usar el baño exterior, porque además eso seguro que supondría espachurrar un par de babosas al salir a oscuras.

Tamaña verbosidad patética empieza a diluirse entre los pensamientos de Akiko hasta convertirse en un zumbido y sale del ensimismamiento para cortar esa retahíla sin sentido con un agradecimiento seco, «mahalo, honey», y teletransportarse a otro lugar, porque es la hora de encender las velas y el incienso en los templetes que tiene repartidos por la hacienda y de hacer sonar las campanas para que coman los gatos de nuevo. 

Tras la sesión de yoga al final de la jornada, tiene las ideas más claras sobre cómo afrontar la situación. Si una se centrara en lo puramente económico, después de casi un año de pérdidas, lo más sabio quizás sería mantener a los inquilinos ignorando sus grados de patanería, pero Akiko está enraizada en el plano de lo inmaterial: respira y tiene la dicha de ser y estar. Y, como no necesita nada más, manda un correo al meón y su cómplice recomendándoles que para el mes que viene lo mejor será que busquen otro alojamiento con un váter que se adapte a sus necesidades. A 31 de diciembre, el osoji ha sido todo un éxito: Akiko ha terminado de limpiar su casa y está lista para el año nuevo.

~~~~~~~~~~~~~~~~~

Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Aroma

Aunque jamás lo confesaría, había esperado con ansias la llamada de su mamá anunciando que al final no vendría a pasar las fiestas a Sucre. Después de unos minutos al teléfono con ella, falsamente maldiciendo la pandemia por separar a las familias, le pidió con liviandad su exquisita receta de picana navideña, para cocinarla ella por primera vez, empujada por la ausencia materna. Perderse tal manjar sí que le daba una pena infinita.

La madre le narró, como en una algarabía, una lista opaquísima de ingredientes e instrucciones que no obedecían a la lógica, sino a ese instinto arraigado en las entrañas de cualquier mujer que ha crecido entre fogones y cuyas manos bailan solas entre sartenes y ollas. Eliana tomó cuatro notas rápidas e inconexas, agradeció a su madre por (haber intentado) darle la receta y pensó que se las apañaría, pues, al fin y al cabo, lleva toda la vida presenciando el ritual culinario.

Ahora, frente a la gran cacerola donde hierve en agua con sal el pecho de res troceado desde hace casi una hora, el alivio por la ausencia materna se convierte en pesadumbre, porque se juzga y se tacha de mala hija, y la sensación de malestar se agrava con el bullicio de los ladridos de los perros callejeros entrando por la ventana, como si su furia ronca le diera dentelladas en el alma.

Con los chuchos enrevesados en las entrañas, trocea el pollo —¿será suficiente?; mamá no ha especificado cantidades— y le saltan los pensamientos de un mal recuerdo a otro. Como aquel día del confinamiento en que su madre se levantó con los ojos incendiados. Hacía mucho que no le pasaba en presencia de su hija —llevan años sin vivir juntas, décadas—, y a Eliana ya casi se le había olvidado cómo le cambiaba el humor en los días de fuego, críticas y lamentos.  

Cuando su mamá vino de visita desde Potosí allá por marzo, la idea era alojarla durante dos semanas, para que se despojara de los huequitos en el espíritu de añoranza por los nietos. Sin embargo, el repentino estallido de la cuarentena llevó a que la visita se alargara un mes y otro y otro. En una rutina angustiante que parecía sin fin, Eliana tenía que cuidar de su madre, educar a sus hijos junto con su esposo a falta de clases en la escuela —para que los profesores les atendieran, había que pagar aparte—, ocuparse de los gatos, del perro, de las tareas del hogar y sacar a flote su joven negocio. ¡Y ya por no hablar de las preocupaciones por la situación política del país! El alud de obligaciones era tal que escaseaban los días en que tenía tiempo para ella misma. 

Una vez añadida la carne, Eliana prepara con esmero los ajíes, la cebolla, las zanahorias, el apio, el laurel, el pimentón colorado, el perejil y la pimienta blanca, para darle otra dimensión a ese guiso a fuego lento que, de momento, expele olores animales nada más. La fragancia le hace pensar en su mamá y se dice que va por buen camino, pero enseguida duda: ¿de verdad, de verdad, de verdad crees que lo estás haciendo bien, ilusa?

Al principio, a Eliana le angustiaba el hecho de que la enfermedad atacara con más voracidad a las personas mayores, pero a su madre parecía traerle sin cuidado, lo cual dificultaba más aún las atenciones. Con poca paciencia y el instinto protector a flor de piel, Eliana siempre volvía del mercado con el pánico de que el coronavirus estuviera agazapado entre las bolsas de la compra, así que desinfectaba cada producto con esmero y miedo, le lavaba las manos a la anciana constantemente y le pedía que no tocara nada.

Seguro que, si su mamá estuviera presente ahora, criticaría su forma de cortar, seguro, el tamaño de los pedazos, seguro, seguro, el tiempo de cocción, seguro, seguro, seguro, y esta certeza siembra más y más dudas en Eliana, que se incrementan con los ladridos de los perros callejeros. En los ocho meses de encierro, su madre nunca se sintió como en casa y había que incluso invitarla a que se sirviera pan o mantequilla cuando una adivinaba que quizás tuviera hambre. Suspiraba a menudo postrada frente a la ventana: esa mujer de pollera activa, vivaracha y luchadora solía salir todos los días para ocuparse de sus quehaceres, pero ahora estaba encerrada entre cuatro paredes, como un animalillo sin voluntad propia. Había veces en que los suspiros pasaban a aluviones de lamentos y la anciana llevaba las riendas de los humores de la casa, para la desesperación del resto de la familia. En los días buenos, jugaba con los nietos, pintaba mandalas o hacía galletas con Eliana, que se llenaba de regocijo al ver a su mamá de buen talante.

Al cortar las papas en trozos grandes, se pregunta qué más podría haber hecho. La anciana parecía analizar cada paso que daba Eliana y se entrometía si alguna vez se ponía algo estricta para instaurar el orden infantil. Alegaba nunca haberla reñido o gritado cuando ella era pequeña y a Eliana le entraban los mil demonios al recordar que incluso alguna vez la llegó a pegar de niña. Qué rabia: ¿acaso la mujer creía sus palabras o lo decía de boca para afuera?

Una vez las papas y las carnes están en su punto, la cocinera vierte en la cacerola una taza de vino blanco con una seguridad inusual en una primeriza y se repite a sí misma que sí, Eliana, que hiciste todo lo que pudiste durante el confinamiento: además de llevar las riendas de la casa, a tu mamá la cuidabas, la alimentabas, la iniciaste en el arte de colorear mandalas e intentaste inundarla de optimismo.

Se lo dice y se lo cree y después lo duda y cae otra vez en la culpabilidad — Eliana, podrías haber hecho algo más, mucho más—, pero luego acaba por autoconvencerse de nuevo, temporalmente, hasta que el ladrido de los perros callejeros vuelve a mordisquearle los entresijos. 

Prueba el caldo y le sabe algo soso, así que añade sal pensando en el día en que su mamá se levantó sin manos y alegó que ya nunca más podría pintar mandalas. En ese momento, Eliana tiró la toalla. Estaba harta de tanto ajetreo psicosomático. Si la anciana quería sumirse en la negatividad, allá ella. Comenzó a desoírla como remedio para que la convivencia se le hiciera más llevadera, para evitar que ese nubarrón pesimista afectase a su familia (que hasta los gatos estaban deprimidos, carajo): cuando se ponía a criticar al tío Fulanito o a la prima Menganita, Eliana hacía oídos sordos y cambiaba de tema; cuando les decía a los niños que los hombres no lloran o los tachaba de inútiles, Eliana los acunaba en su regazo para sosegar las lágrimas que necesitaran echar; cuando corregía con cinismo las formas de hacer de su hija, Eliana exageraba los gestos supuestamente erróneos con orgullo.

Le rompió el corazón leer los escritos que su madre dejó en su cuarto al marcharse —que si le daba miedo envejecer, que si le dolía todo, que si extrañaba Potosí—, lo cual le hizo sentir peor, porque, en esos ocho meses, nunca logró ponerse en su piel ni compadecerse de sus miedos. ¿Has hecho todo lo que has podido por ayudarla, Eliana?

Su malestar se sigue alimentando de tanto ladrido. Se acerca a la ventana y la cierra con furia mientras musita que si están todos los perros callejeros de Sucre debajo de mi ventana o qué mierda pasa, y el reflejo que le regala el vidrio no sabe si corresponde a su rostro o al de su mamá. Da un respingo del susto: odiaría convertirse en aquella mujer y se juzga más aún por aquel rechazo espiritual, abstractamente parricida. Si sus hijos sintieran lo mismo por ella algún día, no lo soportaría. Pero ella no es su madre, qué va: aunque a veces pierda la paciencia, trata de mejorar cada día y demostrarles amor a sus pequeños, procurarles todo lo que necesitan sin consentirlos demasiado, envolverlos en carantoñas. Fuera, fuera: abre la ventana de nuevo y les lanza toda su negatividad a los chuchos para despojarse de ella y que la devoren. 

Se pregunta por qué tanta culpabilidad a posteriori: ¿por sentir alivio y felicidad por no compartir el hogar con una persona de cuya boca rara vez sale nada positivo? Si no se tratara de su propia madre, no se sentiría así: los lazos familiares nos hacen aguantar más de lo que nos gustaría. El desahogo que sintió Eliana cuando su mamá se marchó después de ocho meses, esa sensación de ligereza, le ha hecho replantearse su relación. Tendrá que atender a la anciana cuando lo requieran las circunstancias, y lo hará como mejor pueda, pero ha de establecer una distancia emocional que le permita protegerse y cuidarse a sí misma. Hala: ya tiene propósito para el año nuevo.

Parte dos mazorcas de maíz a la mitad —¿estarán justo, justo, justo a la mitad, mamá?— y las incorpora a ese guiso que la reconcilia más con su madre que nunca: le encantaría que sus manos y su instinto fueran idénticos a los maternales, heredar ese don de hacer de cada plato la mayor de las delicias. Tal vez su madre nunca haya demostrado su afecto con abrazos y besos, pero sí lo ha hecho a través de la comida, desde luego, inigualable. 

De pronto, Eliana la extraña.

Ya solo queda una hora de cocción y el guiso estará preparado. Se sienta a la mesa, aún pensativa, preguntándose si la cena será un desastre, y su esposo interrumpe ese bucle de cavilaciones de culpabilidad y recelos con cada niño de una mano, quienes, bien repeinaditos, anuncian que la mesa ya está puesta y los entrantes, listos para hincarles el diente. El esposo olisquea el aire condensado en esa cocina que lleva horas a todo vapor y sus palabras se convierten en un bálsamo: «Nunca he olido una picana tan sabrosa».

~~~~~~~~~~~~~~~~~

Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Bibliofilia

Cada vez que se trenza el pelo, agradece por Nina Wayra. Cada mechón, cada cruce, cada tirón marcan la presencia de la niña en el mundo con salud y alborozo. Las dos trenzas caen a ambos lados del cuello y ahora llegan hasta el pecho, pero se quieren cada vez más largas, cada vez más largas, hasta el infinito, porque prometió no volver a cortarse nunca más el cabello si Nina Wayra nacía sanita.

Después de peinarse, Coyote lee un par de cuentos (ahora le embelesa Edgar Allan Poe), con las letras ensombrecidas efímeramente por el humillo de la aguapanela y el silencio del verbo acariciado por los arrullos desde el exterior. No se le cae la casa encima: sale a diario al monte o a hacer recados, dejándose llevar por los soles y las lunas y la medida de pico y cédula, según la cual puede ir al pueblo solo en los días impares. Sus padres ya son señores de edad, grupo de riesgo, y no pueden caminar tanto, por lo que lleva meses encargándose él de tales menesteres. No le importa, le gusta caminar al mercado, aunque vivan lejos de la zona urbana, porque respira aire puro y le rozan la piel el aire y la luz de la naturaleza y reflexiona e imagina y crea y se le pasan los dos punto seis kilómetros en un santiamén. Eso dice él siempre, se me pasan los dos punto seis kilómetros en un santiamén, porque el encierro le angustia, lo aborrece, él que ha sido siempre tan callejero.

Está mejor acá que si lo hubieran confinado en Tunja. Acá puede caminar por la finquita y más allá. Puede recorrer el campo y sumergirse en el inigualable verdor colombiano para encontrarse consigo mismo. Siente más libertad que en cualquier ciudad, excepto si alguien se enamora de él. Y, por desgracia…

Tuvo suerte: vino al pueblo a visitar a sus padres con Nina Wayra y la mamá, que ya no son pareja, pero comparten y se ayudan mutuamente; y ese fin de semana de visita pasó a convertirse en semanas de estancia, en meses de convivencia. La niña y la mamá acabaron por conseguir un permiso para salir del pueblo y regresar a Tunja, pero entre todos decidieron que lo mejor sería que Coyote se quedara un tiempico para cuidar de sus padres, hacerles compañía (y la compra) y continuar con el acercamiento a sí mismo.

La pandemia y los paseos en soledad han esclarecido algunas de sus dudas vitales. Ahora se vuelve a hablar con su hermana y su cuñado, que también han pasado tiempo en la casa de los papás. De joven, de loco, se obsesionó con unos libros de Foucault suyos que no le quisieron prestar y acabó por robarlos y perder su confianza. Pero ahora le ha dado por airear sus propios textos, originados durante el confinamiento, y han vuelto a hablar porque el cuñado también escribe y su hermana lee con avidez. Robar letras, escupir letras: las pasiones literarias han marcado su relación. La extrañaba, carajo, a su querida hermana mayor.

Catapultar letras. Planea nuevas formas de enfocar sus proyectos de difusión de la literatura en espacios no convencionales. ¿Cuándo podrá volver a repartir obras en zonas rurales con su proyecto Bicilibros? Quizás virtualmente, claro, no queda otra, virtualmente: aunque ahorita haya tránsito libre, la gente ya le tiene miedo al contacto físico, y ¿cuánto perdura el miedo? 

Lee mucho, muchísimo. Escribe, como lleva haciendo un tiempo, pero ahora también publica, deja que lo miren todito por dentro. Antes lo hacía para sí mismo y difundía solo las letras del resto. Pero ahora se está exponiendo. Forma parte de un colectivo de minificción internacional, con escritores de los que aprende cada día y lo motivan. Escribe, lee, difunde, sueña entre renglón y renglón.

Lo que más le gusta de la ciudad es que sus trenzas pasan más desapercibidas. No como en Somondoco, con tres, cuatro mil habitantes, donde nadie comprende qué le puede llevar a un tipo a no cortarse el pelo. Nada. No hay justificación suficiente para que un hombre elija pasearse alegremente con tal aspecto, porque ya se sabe que los mechudos no son más que revolucionarios o anarquistas o gandules o guerrilleros o subversivos o drogadictos o todo lo anterior. Sí, sí, seguro que todo lo anterior. Todo junto, por muy contradictorio que parezca. La violencia hizo que los campesinos de esa zona esmeraldera se volvieran cada vez más conservadores y se dicen que conocen muy bien a los hombres como Coyote, ese, no más que un mechudo que solo busca problemas, una persona no deseable para la estabilidad del país. 

Sin duda.

El comandante de la estación de policía desde luego no tiene ninguna duda de que un hombre que no se apaña como se tendría que apañar, que no se afeita a diario, que no se corta el pelo cada pocas semanas, que no viste de traje o de uniforme, que no se presenta con decencia ante la sociedad y ante Dios, que no se baña, carajo, es que ni se bañan, carajo, que son purito piojo, que un hombre así no busca más que problemas.

Su aspecto le trae problemas, problemas, problemas, pero él lo reinterpreta y lo honra. En una actividad de promoción de lectura hace ya tiempo, un joven le dijo que parece uno de esos hombres que se dedican al tráfico ilegal de personas para cruzar la frontera entre México y Estados Unidos, un coyote. A Antonio le encantó imaginarse a sí mismo como un hombre que cruza y expande las fronteras —las fronteras literarias— y se apropió del término. 

Pero ¿cómo podría desdibujar las fronteras levantadas por la pandemia? Le da muchas vueltas al tema, todo un quebradero de cabeza. Le encantaría juntarse en la universidad, hacer una lluvia de ideas, pero no es momento de reunirse con nadie. Pregunta a compañeros por internet. Cómo lo hacemos, cómo seguimos. Difícil. Está la cosa negra.

Cada vez que recorre esos dos punto seis kilómetros para llegar al pueblo, va moldeando más su plan, lo cual lo distrae y le da un aire como ido. Los libros se cogen, se miran, se manosean: llevar la literatura a espacios no convencionales se dificulta en estos tiempos.

Llega al pueblo otro día más para comprar comida de a poquitos, porque luego hay que cargarla: es más fácil en varios viajes, poquito, poquito, en varios viajes.

Es más difícil en varios viajes, pero al estar tan ensimismado, al principio no se dio cuenta. El comandante lleva un tiempo observando cada movimiento de Coyote, ese melenudo que merodea a sus anchas por el pueblo, que seguro que se trae algo maléfico entre manos. Ahora siempre le pide que le muestre la cédula de ciudadanía, siempre, siempre, cada vez que baja al pueblo, con la esperanza de que rompa las nuevas normas creadas para mitigar la enfermedad y castigarlo como merece, con esos pelos, a quién se le ocurre ir así por la vida.

Coyote cada vez ha ido cargando más compra de una vez para reducir sus visitas al pueblo, aunque dificulte el viaje y tenga que parar en varias ocasiones para que le dejen de latir los dedos, se desdibujen las marcas de las asas sobre la piel y las yemas recobren su color natural. Llegaba a casa cada vez más pálido, más fatigado, y su madre, que jamás le llama Coyote, solo le susurra «Antonio, Antonio, qué pasó, Antonio» y él musita que se enamoró de mí el comandante de la policía, el pendejo comandante. Eso dice siempre, que se enamoró de él el comandante.

Pero ahora tiene una bici nueva, de montaña. La primera era de ruta, un cacharro. Con esta puede bajar al pueblo más rápido, no ser visto por el comandante, quizás. Con esta podrá retomar su misión con más fuerza que nunca y que la falta de un libro no sea motivo para que una persona no lea. Sueña con recibir libros de todos los géneros, para compartir con la comunidad. Le donan obras diferentes universidades y él va —bueno, iba, irá, ahora no puede— con su bici por las zonas rurales de Colombia repartiendo libros, con la intención de que los jóvenes se enganchen a la literatura y no a las sustancias psicoactivas. En las zonas más ricas sí que pide una luquita, una platica pide, porque él tiene gastos y familia, pero su objetivo es compartir con la comunidad, expandir por toda Colombia el amor por la literatura.

Con la bici nueva, baja al pueblo más rápido, pero el comandante de policía le sigue pidiendo la cédula. Al principio, cuando la mascarilla no era obligatoria, la excusa para pararle era esa, cédula, barbijo, decía el comandante, dónde está tu barbijo, decía el comandante. Y, ya cada vez que baja al pueblo, lo hostiga, lo indaga y cédula, cédula, dónde está tu cédula. Un calvario. Baja poco, lo menos posible, y vuelve a casa con la mochila hasta arriba de comida, con bolsas enganchadas en el manillar de la bici, sintiéndose casi funambulista.

Quizás la difusión literaria virtual no triunfe tanto como se imaginó en un principio. Un par de colegas le han dicho que en las ciudades, sí, bueno, hay más medios, más librerías, más bibliotecas. Pero él quiere llegar a las zonas rurales y ahí no hay tanta gente con acceso a la tecnología y entonces Bicilibros cobra aún más importancia. Podría seguir ciertos protocolos de desinfección y limpiar bien todos los libros y pedir que no se toquen; podría convertirse en una especie de juglar y hablar de los contenidos y narrar historias de historias a través de la mascarilla y entregar solo la obra elegida, sin manoseos.

El comandante debería leer un libro o dos o cien para romper esa costrica de prejuicios y poder convertirse en una persona crítica pensante. Hastiado, el otro día lo denunció Coyote en sus redes sociales, porque necesita escribir lo que ve, lo que escucha y lo que siente. No teme tanto por su vida, pero conoce el fraude, la corrupción y la brutalidad de la policía, y le da miedo que le coloquen una sustancia prohibida en la maleta, que le apliquen todo el peso de la ley, que le multen con un millón de pesos que no tiene. Y, si pasara, quién le iba a creer a él, no más que un mechudo, en lugar de a un señor con uniforme, un señor como Dios manda, carajo.

Esos cabellos no recuerdan la caricia metálica de las tijeras, pero sí las carantoñas de Nina Wayra. Cada vuelta de trenza dibuja un recuerdo con su hija, que se enreda entre los mechones durante los sueños nocturnos de Coyote. El treintañero extraña su vida social, antes tan movida —el campus universitario, los parques—, añora Bicilibros y su club de lectura, echa de menos las tertulias, las charlas, esa búsqueda grupal constante para solucionar los problemas del país. Pero, cuando duerme profundamente, en la maraña de sus sueños solo se aparece la carita de Nina Wayra y por eso cada mañana se enorgullece de la imagen de sus cabellos resplandecientes ante el espejo.

Hace nadita, sus padres por fin han conseguido un auto y pueden bajar al pueblo, comprar rápido, exponerse menos al virus y al comandante, porque su aspecto sí entra dentro de los confines de la decencia. Ya él poco tiene que hacer acá. Sin duda, lo mejor es regresar mañana a Tunja. Su melena de seis años pasará desapercibida en una borrasca de deshumanización e individualismo, en esa nube de conocidos y desconocidos con tapabocas, hasta que se pueda volver a la camaradería. Coyote extrañará a sus padres y el campo —verde diurno silente, negro nocturno estrellado—, pero su melena regresará a los brazos risueños de Nina Wayra. 

~~~~~~~~~~~~~~~~~

Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Eufonía

[Read story in English]
[Lire l’histoire en français]

Esta casa. La de al lado. Do-ba-du-ba-du. Los cabellos rizados al viento. El jardín común. Una balada eterna de John Coltrane. La belleza del caos. Du-ba. La belleza en el caos. Compañeros de sueños que van y vienen según la temporada y el amor. El amor. Du-ba-du. Una voz. Esa voz. Du-du. Méli jamás se había mimetizado tanto con un sitio y, transfronteriza, ahora no sabe dónde acaba su piel y dónde empiezan la huerta, la piedra, el aire de su hogar.

Y ahora la llegada de un bebé, ba-ba-bu, a esa familia que no es una familia pero sí es una familia. Be-be-bu. Lily y Martin van a ser padres, ¿recuerdas cuando nos lo contaron?, vamos a ser madres, ¿te acuerdas? Be-ba-ba. Y las malas noticias sobre su salud, se acuerda de cuando lo contó, ¿recuerdas?, cuánto la apoyaron, ¿te acuerdas? El amor. Ba-ba-bu. Esa casa. El amor.

En esa casa de Toulouse vive la música. Y la política y el amor y el saxofón tenor y la reflexión y el amor y vamos a tener un bebé y la creatividad y cambiemos el mundo y ¿la enfermedad?, ssh, ssh, nada negativo, nada, da-da-da, no lo pienses, canta, toca. Cambiemos el mundo. Du-du-du. El piano. Du-du. Y el amor. Méli fuma y siente y pronuncia hermosísimos galimatías con la magia de su garganta, da-da-da, y se olvida de todo lo que no tiene cabida en la casa.

Cuando se mete en el estudio de grabación casero que improvisaron al principio de la pandemia, se le llena todo el cuerpo de un, dos, tres, y, y do, re, fa, la; ese estudio, t-t-tcha, del que ya han nacido varios proyectos musicales, tcha. Ahora no hay tanto movimiento y solo viven cuatro en la casa, dos parejas, todos músicos, t-t-tcha, todos música, y crean, ensayan, graban, ensayan, crean, crean, t-t-tcha, graban. Le ha costado coger ritmo, la verdad. Los músicos que conoció durante los años que vivió en España y los de Francia se activaron con el encierro, y al principio recibía vídeos a diario. Pero a ella le invadieron la timidez y las dudas. Tcha. A diario. Qué talento. ¿Qué talento? Tcha. ¿Y tú, Méli, y tú?

Se juzgaba. Se juzga. De siempre. No hay peor juez para sí misma. Ha empezado mil textos, melodías, ritmos que se le apelotonan en la garganta y comienzan, pero se atascan, mal, Méli, mal, fatal, Méli, se atascan, se quedan, un carraspeo, mal, mal, Mélissandre, por favor, céntrate, mujer. Se exige tanto porque el espejo y los vídeos no muestran el aura resplandeciente que le aparece al cantar. No se da cuenta de cómo su voz cabalga sobre las notas de un piano, de una trompeta, de cualquier instrumento que se le ponga por delante. Cómo le hace amor a las notas, su voz. Brillas, Méli, fíjate. Bien. Bien. Maravillosa. Pero podría ser mejor, ¿no? Di-da-di-la-la. En su ser se enfrentan dos fuerzas desiguales, la de su yo autoritario, ta-ta-ri-o, y la de su voz interior, que pugna incansable, para afirmarse y salir. Afirmarse y salir. Salir. Di-la-la.

Ahora, Méli ha aprendido a abrir la compuerta al instante. Deja que hablen su voz primitiva, su instinto, sus entrañas. Le viene y lo canta, ta-ta-ta, lo graba y lo esconde, bien bien guardadito, to-ta-ta, lejos de ese yo autoritario, en un lugar donde jamás podría encontrarlo, ni juzgar, porque no tiene la llave. No tiene la clave. No tiene más que miedo. Y cuando se pase el miedo, do-da-do, Méli llegará al escondite y rescatará la canción. Hoy no. ¿Mañana? No. No-na-no. Bueno, quizás. Quizás. Quizás mañana. Hoy aprende de los demás. ¿Mañana? Bueno, quizás mañana.

Junto con Emilio, su pareja, tiene un dúo musical. Antes del confinamiento, paseaban la progresión II-V-I por cada rincón de Toulouse, ba-bop-ba-dop-bop, pero los vientos del presente no se lo permiten. Ahora están experimentando con la música brasileña. Lily y Martin gozan de una ayuda del gobierno por haber tocado más de setecientas horas y esperan a su bebé sin demasiadas preocupaciones económicas. Pero Méli y Emilio no alcanzan el número de minutitos exigido, así que se ven obligados a tirar de ahorros, dop-bop, porque no se puede tocar en bares ni en salas ni en parques. Les cancelan conciertos desde hace meses, para dentro de meses. Ba-dop. Toulouse está en silencio. Todo cancelado, pospuesto. No, no, no. ¿Mayo? No. ¿Agosto? No. ¿Octubre? No. No. Quizás en 2021 cesará el silencio. ¿Enero? No. Quizás. El silencio extraña que lo desgarre la voz de Méli. El silencio se llena de significado gracias a la música, pero de momento las notas están encerradas en la jaula invisible del jardín común.

El jardín común adora la algarabía de todos los músicos que lo habitan. ¿Solo músicos? Bueno, músico-etno-psico-carpinteros. ¿Cuántos son ahora? ¿Ocho? ¿Diez? No sé. ¿Doce? No sé. ¿Cuánta gente vive en la otra casa? La gente va y viene. No sé. Del jardín. De la vida. Na-na-na. Como cuando con dos años y medio Méli llegó desde Tahití con su madre, quien se lio a cantar en bares y salas y parques. Así creció Méli, de escenario en escenario, inmersa en las melodías, y por eso ahora siente a sus treinta años que la casa musical-caótica-creativa de Toulouse es el hogar por antonomasia. Va y viene la gente. Méli hace diez años que no va a Tahití. Volverá. Ta-ta-hi-ti-ti. Volverá. No sabe cuándo, pero la gente va y viene. Va y viene. Volverá. O no. Ta-hi-hi-ti. Volverá.

Han hecho de todo en el jardín común. De todo. Clarinete. Coser mascarillas para los hospitales. Contrabajo. Concursos culinarios. Piano. Yoga, pilates. Saxofón. Empaquetar comida para gente sin hogar. Trompeta. El jardín es el presente más férreo y armonioso. ¿Te acuerdas del concierto de música balcánica para la vecina que no pudo volver a Rumanía como tenía planeado? De todo. De todo. Do-do-do. Todo. El jardín común, la casa común, la vida común. Lo comparten todo. La comida, la ropa, los porros. Debaten, discuten, dudan de las medidas gubernamentales. Da igual. Se quieren. Todo es de todos, nada es de nadie. El bebé común. Do-to-do-do. La huerta brilla porque cada mañana —si le da el venazo, la verdad— Méli la riega canturreando, do-do-do, y se fusiona con la tierra y, mientras las plantas se enredan en gorgoritos, ella hace la fotosíntesis.

Poco antes de confinarse, empezaron los problemas de salud y Méli rompía el encierro para acudir al hospital y entonces descubrieron las manchas en la resonancia. La noticia del bebé se mezcló con la de la esclerosis múltiple y todos los sentimientos se apiñaron en esa casa de Toulouse. Pena. Rabia. Alegría. Pena. Alegría. Amor. Sorpresa. Miedo. Amor. Amor. Alegría. Miedo. Amor. Amor. Amor.

Esperó para contárselo a sus padres hasta después del confinamiento. Quería decírselo en persona. A su abuela, nada. Ni mu. Su abuela tiene demasiadas malas noticias. Pierde amigos cada mes. Nada. Ni mu-mu-mm. Es una señora muy alegre, no la quiere contaminar. Todo sigue igual con la abuela; pero la relación con sus padres ha cambiado desde que lo saben. Ahora los llama más. Ellos le dejan espacio. Saben que Méli les contará cualquier novedad. Mu-mu. Se quieren, confían, tienen esperanza.

La música, la huerta, la política la mantienen viva. Bi-bi-ba-ba-ba. Hace unos meses, a una chica de la otra casa se la quiso llevar la policía por colgar en su ventana una pancarta contra Macron. Entonces se les ocurrió la idea de llenar las calles de Toulouse de preguntas, y ahora salen de vez en cuando para colgar carteles. Bi-bi-ba-ba. Méli ha obtenido becas y ayudas sociales, y agradece a quienes lucharon por conseguirlas y los homenajea luchando. Durante el confinamiento, el Gobierno aprovechó para sacar nuevos decretos que empeoran las condiciones de los trabajadores. Bu-bu-bu. La lucha no puede parar. Los carteles no dicen nada rotundo, solo preguntan, abren el debate, bi-ba-ba, y la gente los mira y reprocha o dialoga o aplaude o intercambia opiniones o reflexiona un momentito y sigue de largo, con la pregunta a rastras, inevitablemente. ¿Cuáles son mis valores esenciales? Ba-ba. ¿La esperanza se siembra? Bi-ba-ba. ¿Quieres volver a la anormalidad? Bi-bi. ¿Cultivas tu pensamiento crítico? Bi-bi-ba-ba.

La música, la huerta, la política, el amor. El amor. Da-ya-da-du. Méli le debe su fortaleza mental a todos los que la rodean y cuidan. El amor. Está persuadida, más que nunca, del gran poder salvador del amor y de la solidaridad en este momento. Ya-da-du. Las muestras de afecto y de cariño no cuestan dinero. Cuestan tiempo, dedicación y a veces compromisos. Méli es una composición de armonía y amor y ánimo, un torbellino de notas musicales arremolinados en la garganta que explotan en el aire, y sabe de sobra que en esta vida no nos queda más que improvisar.

~~~~~~~~~~~~~~~~~

Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Diatriba

[Read story in English]

El apartamento de Mischi en Queens ya casi no huele a cerrado ni a comida podrida. Lleva pagando el alquiler de un lugar desocupado desde que murió, y ahora Ruth y Solomon han llegado desde California para desempolvarlo, llenarlo de aromas frescos y vaciarlo de historia y de la oquedad forzada de los últimos meses para poder devolvérselo a su dueño de una vez por todas.

Estaba todo patas arriba desde principios de marzo, porque Ruth voló a Nueva York apresurada por la noticia de la muerte de su madre para hacer los trámites absolutamente necesarios y quedarse solo unos días, convencida de que regresaría en un par de semanas y lo apañaría todo como era debido. Jamás se le pasó por la cabeza que atravesaría un limbo de cinco meses hasta poder regresar. Ya entonces, el virus ya se hacía eco en las noticias y la ciudad que se convertiría en uno de los epicentros mundiales apuntaba maneras, pero nadie creía que la vida cambiaría de una forma tan colosal. Por eso, en marzo se limitó a hacer lo básico.

Cuando Ruth recogió las cenizas en Staten Island, gozó de las mismas vistas de la estatua de la Libertad que su madre contemplara al llegar a tierras desconocidas. Luego entró a una iglesia por curiosidad y las reliquias comenzaron a revolverse dentro de la urna, porque la aversión de Mischi hacia el cristianismo se estiraba hasta en las postrimerías. En casa, recitó en su honor un pequeño kadish, la oración de los muertos, con un grupúsculo de nonagenarios y exempleadas con quienes Mischi no había sido del todo maligna. Ruth acabó besándose y abrazándose con aquellos cuasi desconocidos, sin llegar a creerse todavía que la apreciación física podría acarrear consecuencias fatídicas.

Ruth desempeñó las tareas con un instinto ritual, mientras sentía un gran alivio al ir cerrando este capítulo de su vida tan lleno de lucha y cólera. Sumida en la destemplanza, el aturdimiento y las ganas de terminar, tiró todo lo que pillaba, con la idea de vaciar el apartamento lo antes posible. Cuando se dio cuenta de que se había deshecho de los certificados de defunción recién recibidos, le dio por pensar que quizás la rabia habitaba sus actos. Lo único que conservó sin pensárselo dos veces fue la maleta que trajo Mischi en el Gripsholm, aquel barco sueco que le regaló la oportunidad de empezar de cero en Nueva York. En marzo aparcó el equipaje en una esquinita del apartamento, donde aún seguía, ajeno al paso del tiempo y a la ausencia de Mischi. Aún no se siente preparada para descifrar qué hay dentro de esa maleta tan enigmática como roñosa, y lleva toda la semana posponiendo la apertura, porque sabe que los documentos que guarda en su interior podrían derrumbarla.

Quizás la abra hoy, aprovechando que va a pasar el día sola, ya que Solomon tiene planes sabatinos infinitos en Manhattan. Madre e hijo merecen de sobra un paréntesis hoy, después de una semana frenética deshaciéndose de los libros, papeles, cachivaches, muebles, sábanas bordadas, medicinas y máquinas obsoletas que se han ido acumulando en el apartamento durante más de medio siglo. Jamás habrían pensado que regalar objetos se convertiría en una tarea tan ardua. A Ruth le ha encantado estrechar su relación con Solomon en estos días, pero ahora le seduce la idea de la soledad, que se le dibuja como ese broche final tan esperado de un luto que lleva nublándola desde la primavera. Se despedirá así de ese apartamento en que pasó parte de la infancia y la adolescencia con sus padres y su hermana, que ahora, ay, no existen más allá que en los recuerdos, muchos de ellos condensados entre estas cuatro paredes.

Mischi se marchó en el momento adecuado: qué horrible habría sido que viviera la pandemia. ¿Qué habría hecho Ruth: exponerse de vez en cuando a las hordas virulentas de los aeropuertos o mudarse con su madre? Ambas opciones le parecen igualmente mortíferas y, solo de pensarlo, le recorre por el cuerpo un escalofrío. Por fortuna, Mischi murió como deseaba —en casa, de golpe, sin dolor, de vieja—, después de torear a la enfermedad con la que le diagnosticaron tres meses de vida a principios de 2017. Casi era de esperar, porque ya tenía experiencia en los menesteres de la supervivencia, al haber huido hacia Inglaterra con once años en uno de los primeros trenes del Kindertransport. Tan solo una semana antes de marcharse, le confesó a Ruth por teléfono que estaba más que preparada para abandonar este mundo y así lo hizo a los noventa y dos años.

En estos días que llevan madre e hijo confinados en el apartamento de Queens, han ido amontonando sin orden ni concierto sobre la alfombra persa del salón los papeles que irradiaran cualquier importancia, y el plan de hoy para Ruth es hacer una buena criba. 

Le apetece sumergirse en la vorágine del papeleo, porque las palabras escritas se están convirtiendo en los puntos de sutura que han ido cerrando una herida que lleva décadas abierta. Por algún motivo desconocido, Mischi se pasó más de treinta años martirizándola, incluso amenazándola con desheredarla durante los últimos años, como empeñada en perpetuar el dolor que ella había sufrido en su piel cuando sus propios padres intentaron hacer lo mismo. 

Precisamente por eso, Ruth no cabía de asombro cuando leyó el testamento en marzo y descubrió que la última voluntad de Mischi no solo contradecía aquellas lacerantes e inagotables maldiciones, sino que le concedía a su hija la parte correspondiente y le daba el poder absoluto de decisión como única albacea. El inesperado regalo póstumo supuso un alivio mayúsculo, después del último testamento que Mischi le hubo enseñado con sorna a su hija, a quien no le legaba más que una mesa y una lámpara.

Ahora está plantada frente a una vastedad epistolar abrumadora y lee y lee sin descanso. Sostiene entre las manos decenas y decenas de cartas coléricas, con batallas dilatadas entre 1952 y 2016, y las separa en dos montones. A la derecha, coloca las cartas devueltas a una insaciable Mischi que combatía por los derechos civiles de las personas negras en los años cincuenta y sesenta. Ruth había oído hablar algo del tema, pero los detalles de la feroz lucha de su madre por la calidad educativa y la vivienda digna la tienen boquiabierta. A la izquierda, acumula el enrevesado laberinto epistolar con los esfuerzos de Mischi durante siete décadas por recuperar los negocios familiares, los inmuebles, las obras de arte, por los que consiguió cuatro duros de acá y acullá. A los ochenta y ocho años, después de toda una vida, logró que la indemnizaran por aquello del Holocausto con una suculenta suma que le mostró las comodidades de tener dinero. A este galimatías se suman misivas entre Mischi y una docena de abogados en su pugna eterna por que sus padres no la dejaran en la miseria. Ruth siempre se ha preguntado qué los llevó a intentar desheredarla con tantísimo fervor —algo ilegal en la legislación alemana, según lo que acabó por descubrir Mischi—, porque, según la correspondencia que se despliega ante sus ojos, siempre se preocuparon por su hija.

Hace tan solo un rato ha leído una carta de 1944, en que la doctora Hilde Lion —fundadora de Stoatley Rough, el internado inglés para jovencísimos refugiados alemanes donde Mischi pasó los años del conflicto bélico— les asegura a Lily y Hermann Matthiessen que a su hija le encanta recibir noticias y fotos suyas, que no tienen que preocuparse por ninguna falta de cariño y que es alta, guapa, práctica y organizada.

Encuentra un diario de Mischi. Lo lee por encima, saltándose fragmentos, hasta que llega a una entrada de 1959 en la que, agotada por el mal de amores, contempla el suicidio. Lo primero que sobrecoge a Ruth es el amor tan fuerte que su madre sentía por su padre, eternizado en tinta hasta décadas después de que se separaran. Pero luego le hiere que, por el contrario, solo se mencione a Ruth y a su hermana, Irene, muy por encima y de refilón, como si esas niñas fueran insignificantes para ella. Su madre llevaba sin tenerla en cuenta más tiempo de lo que creía. 

Tira el diario lejos, con una rabia similar a la que sintiera ya en marzo, y mira de reojo el equipaje del Gripsholm, como diciéndose que ya ha visto todo lo que tenía que ver, que está preparada. Pero algo la frena en su interior: sabe que su madre atesoró esa maleta durante décadas. Qué absurdo: a Ruth nunca le han intimidado los objetos, pero no se siente capaz de abrirla aún; no reúne la fuerza necesaria para enfrentarse a su interior lleno de historia.

En su lugar, agarra un pequeño archivador con una etiqueta que reza «Kochrezepte», que guarda las recetas de su bisabuela Helene Dobrin, la querida abuela de Mischi asesinada en el campo de concentración de Theresienstadt, cerca de Praga. Helene y su marido Moritz abrieron varias sedes de la Dobrin Konditorei en Berlín, una pastelería y panadería de tanto éxito que incluso aparece en varias guías turísticas y obras literarias de la época. Según la leyenda familiar, Helene, que tenía mucha mano para los postres, introdujo el banana split en la capital alemana, así que Ruth acaricia las páginas de colores otoñales y se promete cocinar Schokoladencreme y Zitronen-Eis y Kastanientorte cuando regresen a California.

De pronto, del archivador cae un sobre con una pequeña inscripción: «Última carta de Helene a Lily antes de que la mandaran a Theresienstadt». Como es de esperar, la carta está en alemán, en un papel de arroz que expande las letras cursivas y las hace parecer cirílico. Ruth casi siente alivio de no poder entender el mensaje por ahora y coloca la carta junto al pasaporte verde con una gran esvástica con el que Lilly consiguió huir a Estados Unidos después de un tortuoso viaje atravesando por tierra Francia, España y Portugal durante la guerra. 

Gran parte de las relaciones familiares durante generaciones se enraiza en esas epístolas que inundan la alfombra persa, ahora unos papeles amarillentos con tinta vertida por gente que ya solo existe en esta correspondencia con mensajes que oscilan entre la futilidad y la trascendencia. Hablan de música, de literatura, de comida y de todas las esencias de la rutina, pero las cartas también sirvieron como medio para que el padre de Ruth, Stanley, le confesara su homosexualidad o para que su hermana le contara que tenía un cáncer terminal, que acabaría llevándosela con cuarenta y cinco años. Entonces, los acontecimientos, mundanos o trascendentales, venían a golpe de grafías y matasellos.

A Ruth la asedian tantas sensaciones simultáneas que se le apelotonan y no siente absolutamente nada, excepto respeto por esa maleta marrón y destartalada. Se centra más rato en las cartas: las lee deprisa, con una curiosidad tan consanguínea como histórica, y le asombran sobre todo las de la posguerra, porque Mischi es capaz de mezclar en una sola misiva y con total ligereza temas como el último libro que ha leído, tal o cual pariente asesinado en Auschwitz, lo que disfrutó viendo Los rivales en el teatro o las historias de terror que cuenta su abuelo Moritz después de sobrevivir a Theresienstadt.

Además de la retahíla de cartas de amor entre Mischi y Stanley, que se escribían incluso viviendo juntos, también hay otras entre Mischi y un noviete de los años cuarenta, un tal Hans, del que Ruth nunca había oído hablar, pero por lo visto una pieza esencial de su juventud y de su vida. Ahí se le aparece otra cara distinta de Mischi, vivaracha y románticamente lenguaraz, que le reprueba con gracia que la llame sweetheart y honey y lo achaca a la rápida adopción de los modismos estadounidenses del recién llegado Hans quizás provocada por un golpe de calor. En una misiva escrita un mes antes del fin de la Segunda Guerra Mundial, Hans recurre a palabras en alemán y al apelativo cariñoso «Mischilein», y muestra su impaciencia por que se reúna con él en Nueva York —que describe como una ciudad asombrosa y vertiginosa, además de como un lugar lleno de fruta y chocolate, al contrario que Inglaterra—. Le cuenta que se ha reunido con Lily y Hermann, ya divorciados, que también están deseando verla y que le han preguntado si su hija es alta o baja, gorda o flaca, guapa o fea y que si anda erguida o encorvada. En este momento, Ruth se da cuenta de que sí sabe quién es ese Hans: aquella figura misteriosa que convenció a los padres de Mischi de que le pagaran el pasaje para mudarse de Inglaterra a Estados Unidos.

Ruth sigue leyendo el testimonio de Hans y se queda con una frase. El muchacho asegura que, en la conversación con sus padres, no ha abierto el pico sobre los «jamones algo gordos» de Mischi. Al principio, a Ruth eso le resuena como un insulto, del todo extraño, sobre todo porque la joven Mischi estaba más bien tísica. Pero luego le resulta muy meloso, al dibujársele como una de esas bromas coquetas que las parejas comparten en secreto con intenciones eternas, pero que acaba por extinguirse. Desde luego, nunca imaginaron que la confidencialidad la romperían, setenta y cinco años después, los ojos lectores de alguien que existe gracias a que ese romance acabara por disolverse.

Después de superar todos los desafíos de una relación a distancia, ¿por qué acabó aquel romance en cuanto Mischi llegó a Nueva York? Lo más probable es que Mischi no se casara con Hans porque, para ella, aquella mudanza equivalía a empezar de cero: la joven se negaba a arrastrar la cruz de refugiada judía y se quiso desvincular de cualquiera que hubiera huido también de los nazis. Para protegerse a sí misma y rebelarse contra sus padres, prefirió desposarse con un intelectual cristiano con aspecto ario que huyó de la rusticidad de la Indiana profunda y celebrar con sus hijas Navidad en lugar de Janucá.

La lectora sobre la alfombra persa encuentra también mensajes menos importantes y más distantes, que habían caído en el pozo de la desmemoria, y la Ruth del presente mira a los ojos de la Ruth del pasado, a quien, por lo visto, también le obsesionaba la comida y J. D. Salinger y utilizaba con soltura términos freudianos para describir sus sentimientos a la edad de nueve años. Pero lo que más le sorprende es leer cómo su madre y ella bromeaban y se hablaban con cariño, algo que la transporta a los primeros veinte años de su vida, cuando admiraba tanto a su madre, antes de que todo empezara a torcerse.

Para salvarse a sí misma, Ruth se agarra a un recuerdo hermoso que ha resistido el paso del tiempo: las dotes culinarias de Mischi. Abre el congelador, donde le está esperando el último bocado maternal: Mischi cocinó para la pasada pascua judía una sopa, que todavía sabe a gloria meses después.

Una vez reconciliada por el abrazo culinario, Ruth vuelve a la alfombra persa y agarra unas cuantas carpetas. Tenía a Mischi por una escritora en ciernes, pero ahora se encuentra ante sus complejos poemas y una prosa que atrajo el interés de varios editores. ¿Cómo pudo ocultarle todo eso a su hija? Hay una carta de rechazo de una tal Annie Laurie Williams, que no quiere publicar un relato de Mischi, Éxodo, y, sin embargo, muestra un gran interés por la novela que tiene en el horno.

Ruth lee la primera frase de la novela, sin título aparente —«Cuando los Jackson celebraban sus fiestas habituales en las noches de los sábados, Harriet Jackson se sometía a una total metamorfosis»— y cae en esa trampa lectora de preguntarse si esa tal Harriet sería un alter ego de la presumida de su madre. Hojea los papeles y salta de página en página hasta llegar al suicidio de Harriet y de nuevo le atormenta la actitud de Mischi.

Se da media vuelta y aparecen ante ella todas fotos llenas de gente pretérita, que, en lugar de apenarla, le hacen sentir de golpe una enorme gratitud por este tiempo de pausa mundial. A pesar de haberse sumido en ese umbral de disociación, confusión e incertidumbre que vienen de la mano de la parca, ha podido resguardarse en el silencio, el aislamiento y la ausencia de distracciones, los ingredientes perfectos para un bálsamo magnánimo, de los cuales habría carecido en circunstancias normales, pues en la cultura estadounidense hay que superarlo todo de un día para otro, y el duelo no tiene cabida.

En su conjunto, toda esa montonera de documentos inunda a Ruth de una simpatía, compasión y apreciación que no recuerda haber sentido jamás por su madre. Desde la perspectiva del tiempo, solidificado sobre la alfombra persa de ese apartamento en Queens, su madre se ha convertido en un personaje literario de múltiples nombres (Marion, Mischi, Mischilein), en un espectro con una vida fascinante que su hija desconocía casi por completo. Le parece que ese retrato post-mortem derrocha inteligencia, sentido del humor y sensibilidad y Ruth le perdona a su madre todos los años de amenazas, sinsentidos y negatividad.

Ahora sí cree estar preparada emocionalmente para abrir la maleta. Ruth la coloca junto al ventanal para verlo todo con la mayor claridad y, aunque no sea muy de hacer fotos, saca un par para el recuerdo, por el miedo que le da que se le deshaga en las manos. Se limpia las gafas, respira hondo, se sonríe y se anima a abrir el equipaje del Gripsholm, sabiéndose preparada para aceptar cualquier recuerdo o descubrimiento doloroso. La Historia la está mirando de frente, y se siente poderosa ante ese equipaje en que su madre cargó sueños y suspiros en un largo trayecto en barco desde Liverpool a Nueva York. Durante unos instantes, Ruth no puede creer lo que contiene ese objeto valiosísimo que su madre lleva décadas atesorando; y le da un ataque de risa cuando por fin procesa el hecho de que la maleta esté llena de las decoraciones navideñas más horteras que ha visto en su vida.

~~~~~~~~~~~~~~~~~

Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas
Navarrevisca

Genealogía

[Read story in English]

Únicamente tía Tomasa guarda recuerdos de recuerdos de la gripe de 1918 en toda Navarrevisca; y, hasta ahora, siempre le habían parecido historias de fantasmas, de otro mundo o de película.

Las anécdotas se las regaló su madre, Fermina, y llevaban décadas sin paseársele por la memoria, pero desde hace unos meses se le dibujan como reminiscencias incesantes que aparecen hasta en sus sueños. 

Tía Tomasa se levanta de buena mañana, abre la ventana para airear bien la habitación y le comienzan a invadir esos vientos gerontológicos que configuran sus pensamientos. A sus noventa y cuatro años, tiene que trazar el recorrido con cabeza: antes de descender a la planta baja para no regresar hasta la noche, se lava, se viste, se toma sus pastillas y hace la cama. En esa misma cama fallecieron su madre y su suegra y, quién sabe, quizás también su abuela María con lo de la gripe, porque entonces en los pueblos se moría en casa. Una vez aviada, recorre las escaleras despacito, despacito, porque tiene la pierna un poco a la virulé y el descenso le agrava el dolor. 

Para no centrarse en el calvario de la bajada, piensa, peldaño a peldaño, si entonces tendrían vacunas. Ayer se preguntó si usarían mascarillas. Y el otro día le asaltaron dudas sobre el distanciamiento social. Siempre se responde que no a todo, que seguramente por eso se murió su abuela María de la mal llamada gripe española: porque no tenían nada y no conocían nada y no se cuidaban nada de nada. O sí, quién sabe, si nadie se acuerda ya de esos tiempos. Como siempre, llega a la planta baja sin sacar nada en claro, pero al menos la divagación le sirve para ignorar la dolencia.

Tiene sus rituales diarios, tía Tomasa, que apaña la casa con brío y salero: barre, recoge los cacharros de la noche anterior, se hace el desayuno. Hoy no le toca cocinar, porque aún le quedan croquetas de la semana pasada, además de unos tomatillos y unos torreznitos que le trajo ayer Maritere, la vecina, que está siempre pendiente de ella. Mañana hará empanadillas para un regimiento y las congelará para ir comiéndoselas de a poquitos.

La pierna le está dando guerra. Normal: ayer se fue con Currita a la farmacia y luego se tomaron un café y unos churros en Casa Victoria, que las llenaron de energía para echar a andar hasta las Pezuelas y la puerta de tío Ufe, casi hasta San Antonio, y se les fue la mañana en un santiamén. 

Hoy toca descanso. Se acopla en la flexura del codo la cesta con los útiles del ganchillo, agarra la silla de mimbre y sale con agilidad a la puerta de casa, donde se coloca con maña al sol y el cabello cano le resplandece mientras lo acarician los aires serranos. Si ya el pueblo se estaba quedando sin gente, ahora el desamparo ocupa las calles con más solemnidad. Esta mañana no hay ni un alma, excepto un par de gatillos que maúllan en ruegos famélicos y que sienten la ausencia humana desde el estómago.

Tía Tomasa se acomoda sobre la mimbre, totalmente amoldada a sus hechuras, y, en cuanto junta las agujas, el tintineo invoca la figura de Fermina y le vienen esos recuerdos en un torbellino confuso y se le enredan entre la lana. Su madre le daba bien a la sinhueso en el telar, mientras desenmarañaba y urdía, pero aquellas palabras se las llevaron el viento y el tiempo, porque no parecían importantes. 

Fermina sobrevivió a la anterior pandemia, pero se quedó huérfana de madre con dieciocho años. A saber si se infectó alguien más de la familia, a saber con cuántos años contaba abuela María cuando se la llevó la gripe, a saber cómo se enfrentó a la parca, a saber dónde falleció. A pesar de ser familia directa, tía Tomasa se dice que desconoce quién es aquella gente, si ella no había nacido aún, qué voy a saber yo. No suspira, porque es de humores risueños, y tampoco le preocupa el olvido, pero la cadena de pensamientos inciertos se le hace inevitable durante estos tiempos.

Y aquellos tiempos… Qué duros, por Dios. Tía Tomasa creció entre cañas y canillas y su abuelo y su padre la enseñaron desde muy pequeña el arte de tejer, a lo que se dedicó en cuerpo y alma hasta que se casó con su Aurelio, que en paz descanse, un cabrero guapetón que la conquistó con las tantas y tantas cartas que le enviaba desde la guerra. Ella tejía mejor que su hermana, que era puro nervio, dónde va a parar. A tía Tomasa se le inundaban las manos de paz y paciencia y no se le rompían los hilos al confeccionar las mantas para los pastores. Pero no solo tejía: también tupía las mantas en el batán y las cortaba —de cincuenta metros a veinticinco y luego a cinco y luego a dos y medio, le resuena como un sonsonete— y las llevaba al tendedero y las dejaba bonitas bonitas y las trocaba por los pueblos de esa zona de Ávila con su padre. Mantas y mantas pesadísimas (sobre todo cuando llovía) a cambio de queso o garbanzos o pimentón o patatas o castañas o higos o aceites o lana de oveja sin preparar o lo que fuera, hija, a veces, con suerte, cuatro duros, que entonces había pesetas.

Come con la tele. Dicen en el parte que la gente que se salvó durante la gripe española no salía a la calle y que vivía en espacios bien ventilados y que incluso se les prohibió la cría de cerdos en casa. Sobrevivirían los ricos, tú verás. Aquí en el pueblo, antes había mucha gente y muchas casas malutas, de piedras amontonadas y con ventanucos, y siempre tenían un gorrino en cada hogar, que daba para el caldero de todo el año. Y las familias vivían todas juntas (los padres, los hijos, los nietos) y no disponían ni de agua, solo la del pilón, y las calles eran puras trampaleras. Le contaba su madre que, durante esa horrible gripe, había días en que no daban abasto ni para llevar a los muertos al cementerio de La Mata, el de ahí abajo, el antiguo.

Después de comer, regresa a su sillilla. Poco a poco, van saliendo tía Paula, tía Leoncia, tía María, todas las viudas que habitan la calle. Cada una con su asiento arcaico de mimbre, con su distancia, con sus agujas y sin sus barajas de cartas. Eso sí que lo echan de menos, más que ninguna otra cosa: las partidas durante horas y horas cada domingo, la fuerte presencia del mazo dentro del puño, los sonidos secos al barajear, el júbilo de cantar brisca. Cada vez son menos las que juegan, porque ya fallecieron tía Felisa, tía Fidela y tía Rosario, pero las homenajean con una vivacidad de carcajadas y alguna reyerta fortuita.

Ahora tienen que hablarse cada una desde una esquina, qué le vamos a hacer, y a ratos no se entienden, pero se contestan «pues tú verás», y acaban por comprenderse, porque se hacen compañía desde que no tenían arrugas. Cuando pasa alguien, si pasa, se ponen la mascarilla. Se tiran toda la tarde como cotorras, sin parar de tejer y, entre dimes y diretes, se van los días volando, aunque les falte el ajetreo de los forasteros y no puedan preguntarles «¿dónde va la cuadrilla?» o «¿cuándo habéis venío?» o «¿ya han llegado tu hermana?».

Se encuentran bien, se cuidan, no ha muerto nadie en el pueblo: aunque sean casi todos ancianos, aquí no hay tanto peligro, porque apenas si superan los doscientos habitantes. Tía Tomasa está como un roble, si no fuera por el dolor de pierna… Aunque hace unas semanas se levantó toda revuelta y mareada, todo se quedó en un susto: le pusieron una inyección, la llevaron a Burgohondo, que ahí sí hay médicos, y le metieron un palitroque en cada roto de la nariz y aquí paz y después gloria. Nada, todo bien, hija, no hay coronavirus que valga. A saber si hubiera agarrado ella también lo de antaño, ¿qué pruebas le harían a su abuela?, la pobre, tan joven, tan joven. Parece que otras dos o tres señoras más se murieron el mismo día que abuela María en Navarrevisca. Seguro que antes no había ni pruebas ni nada.

Hoy dan misa. Las vetustas amigas pueden ver la sombra de la torre de piedra coronada con cigüeñas desde la puerta de casa, pero se preparan con bastante antelación, porque vaya trajín siempre que repican las campanas: ay, la garrota, ay, la mascarilla. Entran y salen, entran y salen, hasta que tienen todos los avíos. Y van caminando despacito, bien separadas, sin agarrarse del brazo, con el único apoyo del bastón y de la presencia de las amigas.

Y ahora, tú verás, hay que hacer de todo antes de entrar a la iglesia: limpiarse bien las suelas en el felpudo, lavarse bien las manos con el gel ese que está como un témpano, sentarse cada una en una punta en los banquillos —uno sí, uno no, uno sí, uno no, que así no hay quién se dé la paz en condiciones—, tomar el cuerpo de Cristo en la mano, con mascarilla el cura y mascarilla las comulgantes. Al final se ríen, las señoras, porque todo este jaleo le da algo de emoción a la cosa: no ha habido cambios en la misa desde hace ni te cuento.

Al final del día, tía Tomasa se siente feliz en su hogar en este pueblo de la sierra. Tiene que aprovechar estos días que le quedan. Ya llega el otoño y empieza a refrescar y en el parte hablan y hablan de la segunda ola esa y sus hijas se la quieren llevar a Madrid, para otro posible confinamiento. No le gustaría volver a los meses de encierro en la ciudad, cuando se le hacen los días larguísimos: el único entretenimiento consistía en observar a las familias reales europeas en las revistas, hacer calcetinillos para sus bisnietos y mirar a la policía desde el balcón. Y, encima, cuando salió a pasear por primera vez desde después de dos meses encerrada, ahí sí que le dolía la pierna pero bien, veía las estrellas, no podía dar un paso. Pero, hija, habrá que obedecer: si se queda aquí y se pone mala, ¿qué hace? Su Maribel y su Lumi quieren lo mejor para ella. 

Se convence de que podría ser peor cuando rememora las crónicas borrosas sobre la pandemia anterior en el pueblo que le narraba su madre en el telar, testimonio que ya solo habita en su memoria, porque no está recogido en ninguna hemeroteca ni en ningún registro de la iglesia ni en ningún otro imaginario de este mundo y que se hunde cada vez más en los misteriosos recovecos de la historia. Esos recuerdos de recuerdos se esconden como un tesoro efímero en la persona más mayor de toda Navarrevisca, que se acaba de meter en la cama para descansar sobre todo la pierna —que le duele menos cuando la estira—. Tía Tomasa sueña con soñar que su abuela sobrevive y que le cuenta con pelos y señales todo lo que pasó en Navarrevisca durante la gripe española.

~~~~~~~~~~~~~~~~~

Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

Idiosincrasia

[Read story in English]

Ensimismada por la insistencia de su cilantro en amarillear, Angélica se imagina su propia muerte con una clarividencia abrumadora por enésima vez en la vida. Y eso que ahora no fuma. Antes, cuando se acomodaba durante horas en la barda de la Casa de Cortés, para ver a la gente de paseo y susurrarse efímeras ficciones ajenas mientras se vestía los interiores con humos, jamás le invadían pensamientos obituarios. 

El fulgor verde de sus lechugas al atardecer la suele llenar de brío, pero a veces empatiza con el cilantro: al ser grupo de riesgo, su esposo y el hijo que todavía vive en la casa familiar apenas si la dejan salir. Arranca las hojillas malheridas de cuajo, porque dejarse hipnotizar por sus humores ocráceos sería como volver a los años de amargura en Emiratos Árabes Unidos, cuando la mera idea de enfermar o morir le producía tal pánico que se sumía ya en las garras de un insomnio anclado en la ansiedad, ya en sueños profundos de hasta veinte horas para escapar de la realidad.

Ahí sí que estaba sola por sentencia: empujada al exilio por el despido masivo de aquella criminal empresa que, de un día para otro, puso a ocho mil quinientas familias de patitas en la calle, sin declarar quiebra ni dar finiquitos ni indemnizaciones ni salarios caídos ni nada de nada. Se robaron hasta las cajas de ahorros de los trabajadores con el apoyo de ese ratero de Calderón, quien jamás se mereció el honor de presidir la República Mexicana.

En los Emiratos, sus hijos no aguantaron ni un tris y su esposo pilotaba aviones sin descanso: no se le veía el pelo durante seis días seguidos y luego se marchaba de nuevo a las pocas horas de volver al hogar. «Hogar», en ese caso, servía de eufemismo para «departamento teñido de la soledad impuesta de existir en medio de la arena de un país donde las palabras de una mujer se equiparan a la nada y su valía solo depende de la de un hombre y más como extranjera, que una pasa a la categoría de ciudadana de tercera clase».

Escapa de los tormentos añejos gracias a la palpabilidad de un fruto maduro de su huerta. Hace unos días leyó que «aguacate» en náhuatl significa «testículo», así que lo saborea regodeándose en la etimología y evitando mirar de reojillo las hojitas secas del cilantro, que le recuerdan a toda la gente que está muriendo —decenas, cientos, miles: las cifras no paran de subir—. A través del gusto regresa a su ser, a su presencia en Coyoacán, donde vive y donde fallecerá, porque ya no piensa morar ni morir en ningún otro lugar del planeta jamás.

Aquella otra vez que vislumbró la parca, estaba atrapada casi en las antípodas con una depresión coronada por la certeza de que la mataría. Su temor la llevó a hacer jurar y perjurar a su marido que, si la muerte llegaba, mandaría sus restos a México para que sus cenizas se desperdigaran por cada rincón de Coyoacán; daba igual si en las banquetas, los maceteros, los charcos o incluso los cubos de basura: ella quería desperdigarse por su barrio querido, por la tierra que la llenaba de sollozos y nostalgias incluso cuando se sumía en esos sueños profundos de los que despertaba empapada en sudor y suspiros con el amor por su polícroma tierra exacerbado. Si sus restos permanecieran hasta los confines de la eternidad en esos territorios remotos, sería como morir por duplicado. 

Inmersa en el desamparo de los Emiratos, viviendo algunos de los peores años de su vida, se acostumbró a hilar palabrillas en el silencio más absoluto, así que ahora espera a que ennegrezca el día y su familia se deje embelesar por la caída de los párpados, para que el ruido solo quepa en el pasado y en el futuro. Y entonces, solo entonces, consigue escribir los portentosos microcuentos y poemas que le brotan de las uñas al sigilo de su fascinante guarida crepuscular. 

Pero hay veces en que el silencio se llena del ruido causado por la incertidumbre del mañana y entonces anhela la inspiración prepandémica: ya no se puede sentar en la barda de la Casa de Cortés, su lugar favorito para observar a la gente e inventarse historias. Aunque mejor, ya que el mequetrefe del alcalde ha anotado una escabechina más a su lista de barbaridades cometidas y por cometer, afeando el edificio al cubrir de blanco el radiante amarillo pretérito y alejando de la zona toda brizna de estro.

Con el confinamiento se ha aferrado a las letras y está más activa que nunca: a sus cincuenta y siete años se ha convertido en toda una marisabidilla de la tecnología e imparte cursos en línea, participa de proyectos de escritura virtuales y hace de las noticias, añoranzas, reminiscencias y rutinas sus musas. En días como hoy, se cuestiona su propia supervivencia y se convence de que permanecerá en este mundo cristalizándose en la literatura. 

Ha comenzado un microcuento —«Escurrían sobre sus redes los sudores de varios bichos…»—, pero necesita llenarse los entresijos de brisillas para poder continuarlo. Sube a la azotea del edificio a tomar ese aire nocturno que parece tan limpio —la contaminación se camufla, sibilina, entre las maravillas de la noche— y disfruta del sonido de los árboles mecidos por el viento y del canto de los grillos que festejan el verano. Su casa, ese refugio donde se narra por dentro, se envuelve entre las cálidas páginas de sus libros, los deliciosos zarandeos de sus plantas y los entrelazamientos con su familia. 

Una tormenta de verano le recuerda que está viva con el vigor de la lluvia y el arte fugaz de los relámpagos sobre el cielo violeta; y sobrelleva con dulzura su enésima certeza de la propia muerte, pero se resiste a sucumbir a sus promesas de descanso porque desearía no marcharse todavía de este mundo. Aunque, si pereciese, habría cumplido con lo que ha venido a hacer: se encuentra en su país, sus hijos ya se dan de comer solos y ha plantado semillitas literarias acá y acullá: no teme su partida, qué va, empero le tiene pánico a irse con dolor y sufrimiento. 

Ya enraizada donde debe, se permite el lujo de ponerse tiquismiquis: si se muriera ahora —de golpe, por favor, de golpe—, no querría que sus restos cayeran en cualquier agujero de su barrio: le encantaría que se arremolinaran alrededor del quiosco del parque Hidalgo y acariciaran a los mimos y los payasos callejeros que entretienen al público, ahora medio ausente, por unas cuantas monedas; adoraría que sus cenizas bailotearan entre los sones y huapangos que ensayan los jaraneros en el parque de La Conchita; disfrutaría que se colaran por las fosas nasales de los gringos que se apelotonan en la casa de Frida Kahlo y se niegan a soltar jamás una mísera palabrita en nuestra lengua y hacerlos al menos estornudar en español.

Desde el sosiego de la azotea se siente más coyoacanense que nunca. Es feliz en el lugar correcto, aunque la muerte ronde. Medita un poco —pero poco, que si no se queda dormida— y se dice que mañana inundará de amor a su familia con besos, abrazos, rica comida y les dirá que ya saben que ella es muy apapachona —porque revienta si no se llena la boca cada día con su palabra favorita, exiliada del diccionario academicista— y se inventará que falta algo indispensable y saldrá al supermercado o a la farmacia para empaparse los sentidos brevemente del arcoíris urbano hoy negado por el confinamiento. 

La pandemia no le ha arrebatado ni un gramito de hambre, y hoy Angélica sueña que las calles se dejan pasear de nuevo con libertad y que come quesadillas en el mercado de antojitos, un chocolate en El Jarocho y un helado de higo con mezcal sentada en una banca oyendo el sonido de la fuente de los Coyotes mientras se llena las pupilas de las variopintas personas que, sin darse cuenta, le regalan esas historias que nutren las hambrientas líneas de su literatura.

~~~~~~~~~~~~~~~~~

Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

Acribia

Cada vez que ve su propia imagen, se le aparece Alfonsina Storni para susurrarle alguna perogrullada. «Al mirar mis mejillas, que ayer estaban rojas», le canturrea, dejando a Giselle con la duda de si se referirá al maquillaje o a las ronchas.

Como para las videoconferencias con los alumnos no tiene que ponerse colorete, máscara de pestañas ni labial —a diferencia de cuando había clases presenciales—, quizás la poeta hable de cómo Giselle ha renunciado a ese color rojizo con el que siempre se aderezaba. Pero Giselle de verdad cree que Storni tiende más bien a la sororidad y no está juzgando sus atavíos, así que la estará piropeando porque el confinamiento se ha llevado los sarpullidos que antes le invadían la cara.

Giselle se queda largo rato observando su reflejo: hacía demasiado tiempo que no veía ese rostro que es intrínsecamente suyo. Lo mira y remira y lo admira. En el aula, se sentía el centro de todos los pares de ojos e intentaba acudir de punta en blanco, para que sus estudiantes no la sometieran a un interrogatorio mordaz: que si la profe Gise está muy pálida, que si la profe Gise no se peinó hoy, que si la profe Gise lleva un pantalón muy ajustado. Por primera vez no siente la presión de cubrirse con la feminidad reglamentaria ni de tener que esconder cualquier anomalía: ahora no existe el estrado, sino que ella ocupa un cuadradito más en la pantalla y está a la misma altura que el resto de la clase.

La pregunta más inquisidora, sin duda, versaba sobre el porqué de las ronchas. Qué sé yo, les decía siempre, rehilando sobremanera el «yo» avivada por el puñal del incordio. Tener que exponerse así y que dar explicaciones sobre algo que ella misma desconocía alimentaba las ronchas hasta que el maquillaje no servía y rasca, rasca, rasca y se veía obligada a recurrir a aquellas dolorosas inyecciones de corticoides.

Qué sé yo, qué sé yo. Nadie sabía el origen de esos ronchones que llevaban dos años brotándole por todo el cuerpo: ni los médicos generales en Río Cuarto, ni los dermatólogos en Córdoba, ni, desde luego, aquel doctor que aún creía en las brujas y en la histeria y que le recetó que se marchara un tiempito a Gigena porque todo se debía a la locura.

Pero las cremas y los comprimidos ya solo forman parte de aquella realidad remota en que Giselle corría de un lado para otro con el piloto automático, todo el día, todos los días —las clases en dos institutos, los exámenes, las atenciones familiares, los mates con las amigas—. Su vida dependía del cronómetro inexorable de los hábitos repetidos y no podía parar, no podría parar; pero ahora que las agujas del reloj llevan meses retenidas, ha resuelto el misterio de esos molestos sarpullidos: lo que le irritaba el cuerpo era el purito estrés.

Giselle lleva tanto rato frente al espejo, que Alfonsina reaparece: «Ser alta, soberbia, perfecta, quisiera, como una romana». Y sí: la muchacha extraña su aspecto impoluto y se siente petisa, porque no le apetece alisarse la rubia melena ni andar de tacos para estar en casa.

A decir verdad, a veces sí recurre al repiqueteo para poner orden: cuando las hormonas de sus estudiantes están en huelga antiliteraria, se calza los zapatitos rojos, esos de tacones portentosos, y camina de un lado para otro de su cuarto, para producir ese sonido hipnótico que amaina a cualquier bestia. Y, en cuanto vuelve a las pantuflas, se jura que jamás se las sacará aunque la vida se rebobine y nunca se pongan de moda.

Su cuarto, como el resto de la casa, ahora hace las veces de hogar y de lugar de trabajo, y se desdibujan tantísimo las líneas entre ocio y obligación que siente a menudo que sus días se espachurran en una sola dimensión en que siempre está a un clic de todo el mundo, dispuesta a recibir encargos y deberes y dictámenes y protestas.

Enciende el ordenador y prueba la cámara para ver que todo esté perfecto: el ángulo idóneo, el fondo y la camisa y el peinado profesionales y la luz a una buena temperatura. Se cuela por la ventana una conversación que no puede evitar entreoír —el año está perdido, che, los profes no hacen un pedo—, y antes de que se unan sus estudiantes al aula virtual, Storni la sosiega: «gimen porque nace el sol, gimen porque muere el sol…». Al mirarse en la pantalla, se siente poderosa y la vocecilla de la poeta runrunea y la vigoriza. Cuando comienzan a aflorar adolescentes en la pantalla, los saluda con dulzura y distancia, porque los adora, pero necesitan rigidez para concentrarse y recitar poesía. Se le pasa la mañana volando entre los versos dorados de sor Juana Inés de la Cruz.

Emiliano llega del hospital a las dos, puntual, con la jornada de trabajo a la espalda y el canturreo cordobés colgando de su sonrisa permanente. Se ducha ipso facto, porque Río Cuarto presenta ya cien casos, los primeros, aparecidos meses después que en las zonas del mundo más pobladas, y hay que ser más precavidos. Entretanto, Giselle pone la mesa y sirve la comida. Se besan antes de sentarse, con torpeza, aún desacostumbrados a la diferencia mayor de altura desde que los tacones no forman ya parte de su rutina. Piensa en pedirle a su novio que se encargue de quitar la mesa más tarde, pero vendrá cansado, no importa, vos hacés otras cosas.

La profesora se enmaraña estos días en reflexiones flamantes que le brotan desde lo más profundo de su fuero interno: al salir a trabajar, una siente que se equipara con el hombre, pero, al contrario que su novio, ella sí puede teletrabajar y, al pasar todo tiempo en casa, pareciera que Emiliano es quien labura de verdad, que ella solo enreda un poco por el ciberespacio y plin.

Por mucho que pugne con sus adentros —que yo no vine al mundo para hacer esto, que mi mamá me enseñó a no ser esclava de las tareas domésticas, que no me tengo que reducir al hogar—, no puede evitar arrastrar ancestralmente las tradiciones que la aplastan y la anulan, y es ella quien sobre todo acondiciona ese lugar, hilando el trabajo remunerado con el invisible y gratuito, porque no le cuesta nada, porque le gusta que todo esté limpio y ordenado, porque lo siente más suyo porque lo habita más rato y, asúmelo, porque durante siglos a las mujeres se nos ha encasquetado todo embrollo doméstico, y es más fácil continuar con la costumbre que nadar contracorriente.

Una vez acabado el almuerzo, la pareja se rinde a la siesta, a la que no quieren renunciar, porque es lo único que les queda intacto de aquella vida pasada que se pierde en la neblina y se descascarilla sin remedio. Justo antes de caer en las redes del sueño, los iris de Emiliano reflejan un par de Giselles y mana ese rumor convincente de que «la casa era un arrullo, un perfume infinito, un nido blando» y la melosidad de la escena la amodorra apaciblemente.

Al despertar, él estudia y ella trabaja en la cama, arrecida por el frío invernal de agosto en la ciudad de los vientos y despojada de la culpa que la carcomía al principio de la cuarentena por corregir las tareas desde la comodidad de cojines y cobijas y no desde la rigidez adusta de un escritorio. La culpa también se le dibuja como una penitencia femenina, que se multiplica al dedicarse a la docencia, porque siente el escrutinio incesante por la fama que tienen los profesores de vivir eternamente de vacaciones.

Giselle mira por la ventana y Alfonsina musita desde el cristal aquello de que «¿qué mundos tengo dentro del alma que ha tiempo vengo pidiendo medios para volar?». Emiliano rompe el reflejo, y su novia le pregunta extasiada que cómo hacíamos todo lo que hacíamos, de verdad, cómo, cómo lo hacíamos. Él se encoge de hombros y la ve iluminada y declara con un beso que él hoy hará la cena, para demostrarle que también anda últimamente cuestionándose los roles.

En las imperfecciones de la nueva normalidad, Giselle ha encontrado un bálsamo: no madruga tanto, no corre de un lado para otro y no se llena de ronchas y ronchas por el estrés. Que el mundo se haya parado de golpe le ha regalado ese tiempo que no sabía que necesitaba, y ahora se siente más ella que nunca, porque ha recuperado su altura, su rostro y su piel y porque cada día le ofrece un huequito para reordenarse, reorganizarse y readaptarse.

~~~~~~~~~~~~~~~~~

Más cuentos pandémicos basados en historias reales en El amor en los tiempos del coronavirus, de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Prolepse

[Leer cuento en español]

Enquanto toma ar na sacada, Phil se junta na dança eterna das copas das árvores que cobrem com dificuldade a realidade urbana de cimento e azulejo. Seus cabelos alaranjados não saem para passear mais do que o justo e necessário; ao contrário de sua mente: aquela vegetação o hipnotiza mais uma vez até que sua imaginação foge e vê — e sente — a terra sempre úmida de Londres a cada pisada, as cosquinhas da lavanda movida pelo vento e a mão minúscula do pequeno Colin, que entrelaça os dedos de sua outra mão com os do Adrien.

A caminho da fazenda urbana, Colinho vai correndo sem se soltar dos seus pais e conta como foi o primeiro dia da creche e pergunta incansavelmente por quê, por quê, por quê. Phil o entretém ensinando os número em português, Adrien enche seus ouvidos de continhos franceses e logo cantarolam sussurrantes Thinking Out Loud porque sempre encontram um espaço para entoar a canção deles. Na fazenda, Colinho gargalha e às vezes se assusta com algum grunhido e repassa os nomes dos animais em todos os idiomas de seu universo. Quando fica com desejo de um doce, Phil não sabe se seu filho quer um muffin, um éclair ou um brigadeiro, e a dúvida o tira do devaneio.

A interrupção não o incomoda, certamente porque a volta à realidade o converte em um limbo delicioso onde o tempo que habita as copas das árvores transcorre em câmera lenta. O que o chama a atenção é como seu subconsciente sempre escolhe os nomes mais britânicos que existem hoje saiu Colin, ontem imaginou uma Prudence, na quinta-feira era Freddy e outro dia era uma Daisy ; e acha muito engraçado como em seguida já os aportuguesa, como se sua língua materna se impusesse quase indignada aos anos e anos de residência na Inglaterra.

Volta com tudo à realidade com o som de um e-mail novo. Sempre que vê o nome da assistente social na tela do celular, sente um aperto no coração, cruza os dedos, chama o Adrien mensagem da Ginnie! e abre a missiva digital em sua presença. Suspiram: novidades sem novidades mais outra entrevista juntos.

Nunca sabem muito bem o que vão encontrar na próxima reunião com Ginnie. Adrien é mais contido nas palavras, mas para o tagarela do Phil sempre há mais e mais do que falar. Nas entrevistas individuais, passou mais de duas horas contando minuciosamente os pormenores dos casos de amor do seu tio favorito, as disputas que definem o lado mais obscuro da história familiar e como sua avó desafiou as rígidas normas sociais do Brasil dos anos 60 ao criar suas filhas. As entrevistas juntos obrigam o casal a se olhar além de suas pupilas, confessar crenças que nem sabiam que tinham e a tomar decisões distantes e intangíveis firmemente. E não só a explorar um ao outro: a cada entrevista, Phil e Adrien sentem que mergulham um pouco mais nas profundidades de si mesmos.

Apesar dos temores iniciais, a pandemia os presenteou com certas facilidades no processo. Para as reuniões com a assistente social antes do confinamento, ambos eram obrigados a pedir o dia livre no trabalho, chegar com uma pontualidade britâniquíssima, se pentear, se arrumar e esconder qualquer tique nervoso repentino. Mas agora tudo está muito mais simples, porque as entrevistas por Skype combinam bem com a jornada de trabalho, há mais permissividade com os cortes de cabelo e reina um verdadeiro alívio ao falar no conforto do lar.

Na última entrevista, Ginnie os avisou que na etapa seguinte teriam que decidir a idade. Caso quisessem um bebê, teriam que parar de trabalhar por um ano, mas a empresa só concede três semanas pagas, mas Londres é caríssima e eles não têm muitas economias, mas poderiam ter mais se mudassem para um apartamento mais barato, mas mudar é um símbolo de inconsistência e a agência de adoção exige uma estabilidade de pedra, mas com a ajuda do governo, mas ter tudo isso só mesmo se fosse o Sir Elton Hercules John.

Na próxima entrevista, terão que falar o porquê querem adotar. Isso foi Ginnie que disse, além da data e da hora, que confirmaram ipso facto. Adrien resmunga e entra em casa; Phil prefere ficar na sacada e busca e busca um porquê não tão batido.

Antes de abandonar a brisa da sacada, Phil olha uma última vez ao exterior e sente uma certa fricção entre a esmagadora inatividade daquelas ruas (em que nada parece acontecer) e a exaltação da mudança iminente que chegará em semanas, meses ou um ano? Ao contrário do lado de fora, suas vidas se inundam de velocidade e emoção.

Hoje é a vez do Adrien de cozinhar e como sabe que o Phil tem tendência à melancolia e sente falta das noites de Camden, preparou um fish and chips de bacalhau, como no Poppies, acompanhado de uma caneca de cerveja e as melhores canções de ser bar favorito, The Hawley Arms, temporariamente fechado, mas hoje aberto em um lar qualquer de Londres. Para evitar falar das perguntas de Ginnie e dos medos, as expectativas e os desafios da paternidade, falam sobre seu dia de trabalho em casa: Adrien estava criando um comercial de grão de bico para Luxemburgo e Phil selecionou desenhos dos filhos de seus amigos para aparecer no canal de TV. Como suas vidas sociais são unicamente um com o outro, a conversa escolhida chega rapidamente ao fim e não conseguem evitar que o futuro volte às suas bocas e acabam falando de quando os três forem a Mantes-la-Jolie visitar os pais de Adrien, do bom exemplo que vai ser a carinhosíssima afilhada do Phil, Lily, de quando visitarem Petrópolis para fazer a apresentação especial do novo membro da família, e das danças que farão na pista ao ritmo das Spice Girls.

Todas as noites incluindo as noites de Camden , o casal assiste a uma série, e hoje estão com sorte: há um episódio novo de uma de suas preferidas. Mas aos 6 minutos e 16 segundos, Adrien já está dormindo com a perna esticada, como de costume, então Phil decide deixar Killing Eve para amanhã porque entende os limites fixados pelo código moral de uma união sagrada e sabe que não pode ver uma cena a mais sozinho.

De natureza mais noturna, Phil ainda continua um bom tempo até que o cansaço o invada. Como Adrien não liga muito para Friends, ele assiste a dois episódios contendo as risadas com as piadas, mesmo que já saiba todas de cór. Entre piadas e piadas, olha de canto de olho o seu marido que, quando dorme, fica cheio de ternura e parece quinhentos anos mais novo. Aos poucos, vai chegando ao seu lado e Adrien cede seu corpo para aconchegar-se, como se magnetizado pela inércia sonolenta de seu idílio. Nesse momento e como todas as noites, Phil adormece com a absoluta certeza de que seus corpos se encaixam perfeitamente e lembra de Colinho e Prudencinha e Fredinho e Daisinha e suas pálpebras cedem às saudades do futuro.

{Tradução de Philippe Ladvocat}

~~~~~~~~~~~~~~~~~

Este relato pertenece à coleção de contos pandêmicos
baseados em histórias reais
El amor en los tiempos del coronavirus
(«Amor nos tempos do coronavírus»),
por Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas