Atmósfera

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Jamás se había presenciado una tormenta de tal magnitud en el seco verano de Kilstonia. Qué raro que llueva con tanta furia en esta parte de Oregón: tan solo esta mañana, el cielo estaba tan despejado que Vera ha visto con claridad desde la ventana cómo un castor estaba en medio de la isla poniéndose morado a sauce. El sauce de Vera. La mujer ha saltado de la cama de un brinco, como si no tuviera ochenta y un años ni le acabaran de operar de un pie, ha agarrado su rifle calibre 22, ha abierto la cerradura del balcón, ha esperado unos instantes para no alborotar al bicho, ha empujado la puerta con cautela, ha colocado el arma sobre la barandilla para evitar cualquier temblor inesperado, ha guiñado un ojo, ha dicho entre dientes «ya te tengo, cabronzuelo» y lo ha hecho añicos, añadiéndolo así a la lista de testigos de su excelente puntería. 

Ya que estaba, ha aprovechado y se ha cargado a dos nutrias que pasaban por ahí, porque son una especie exótica invasora y no pintan nada por esos lares —el castor, bueno, es el animal del estado, pero tenía que haberse preocupado por conservar su honor antes de hincar los dientecillos en el sauce de Vera—. Reventar esos animales la ha llenado de paz. Vera ya tiene bastante con aguantar que las ocas caguen alrededor de todo el lago, que los pájaros picoteen el maíz y que los ciervos invadan el jardín si se le olvida cerrar la valla. Qué mañana más gloriosa.

Su dicha se ha esfumado de un plumazo cuando se ha acordado de que el puente sigue en obras y de que dejar a los animales tirados ahí, mirando al cielo, podría traducirse en un hedor insoportable en cuestión de días, porque no hay manera de saber a ciencia cierta si aparecerá pronto un buitre o un halcón. Le habría pedido a Steve que se encargara de recoger aquellos animalejos inertes, pero su santo esposo también estaba inerte, y al final ha decidido que le costará menos hacerlo ella misma en un momento que estar rogándole todo el día. Total, sabía de sobra que no iba a tardar nada: se ha recogido los canos cabellos en una coleta, ha agarrado la barca, ha remado los diez metros que separan la tierra de la isla, ha enganchado a las bestias por el pescuezo y, ya en tierra firme, las ha tirado al bosque para que se las meriende un zorro, un lince, un puma o cualquier otro carnívoro que les tenga aprecio a esos repugnantes seres.

Cuando Vera ha vuelto al caserón de mil metros cuadrados, tan imponente, en medio del esplendor natural, Steve ya estaba impaciente por dar el paseo matutino —que nunca perdonan— hasta el buzón para recoger cartas y el periódico. Prácticamente, ese es su único contacto con la civilización. Al enterarse de las correrías de Vera, Steve ha decidido algo inusual: para estar preparado en caso de que se cruzaran con algún animal hambriento que hubieran podido atraer las víctimas de su esposa, llevaría el cuchillo de caza con el que solo se arma en las caminatas nocturnas.

A la vuelta del paseo bajo el cielo azul, Vera ha sentido un dolor agudo y repentino en las sienes y le ha dicho a Steve que amenazaba tormenta, pero él ha soltado un no como una catedral en ese impulso marital que siempre la desespera. Bueno, que piense lo que quiera, tiempo al tiempo. La mujer no se ofusca ante la negatividad, porque andar por los caminos de esos ciento sesenta mil metros cuadrados que componen sus tierras le quita todos los males: siempre había soñado con tener un bosque, y Kilstonia le ofrece eso y mucho más.

Como cada mañana, la pareja ha hecho el crucigrama del New York Times, codo con codo, con el subidón de adrenalina que les da el café mezclado con las soluciones para los acertijos más rebuscados. A la mujer le ha extrañado que la araña Lidia no estuviera en la cocina, pero no se lo ha tomado como un mal presagio. Lo que sí ha levantado sus sospechas es que, durante las horas y horas que ha pasado apañando el jardín, no ha podido divisar ni un solo arácnido entre las margaritas, las rosas, los delfinios, las milenramas, los lirios, las malvarrosas o las aguileñas, y eso que los ha buscado concienzudamente porque, según la tradición en la que se enraízan las bases de su imaginario aprehendido en la colonia checa de Baltimore en la que creció, las arañas traen buena suerte.

Esta misteriosa desaparición le ha causado un escalofrío, que se ha intensificado con los nigérrimos nubarrones que acechaban por el oeste, fundiéndose con las copas de las decenas de pinos que rodean la casa. Lo ha solucionado abrigándose con su sudadera favorita, que reza «Mi cuerpo es un templo (antiguo y en ruinas)» y ha seguido afanada en sus maravillosas flores, donde las abejas hoy no se rebozaban, juguetonas, para embadurnarse de néctar. Ha exclamado en un respingo «¡Ježíš Marjá!», porque si jura, las palabrotas le brotan solo en checo. Se ha obcecado con tanto ahínco en encontrar arañas, que no se ha dado cuenta de la falta absoluta de insectos. Ha afinado el oído: tampoco parecía haber cantos de pájaros. Y ha sacudido la cabeza durante un buen rato: Ježíš Marjá, Ježíš Marjá.

La curiosidad pesaba más que cualquier preocupación, pero, como no existe nada que interrumpa sus costumbres y, a las cuatro de la tarde, se ha sentado en el invernadero con su libro —ahora está sumergida en el mamotreto Historia del Imperio persa—, un vino blanco con gaseosa —que le ayuda a relajarse— y un bol con patatas fritas que iba partiendo en pedacitos más y más pequeños para dilatarlas en el tiempo, de tanto que le gustan —algo que le enseñó su hermano de niña—.

Es entonces cuando ha comenzado la tormenta, con un violento granizo que ha golpeado los tragaluces con tal fuerza que Vera ha quedado aturullada durante largo rato y se ha ido dando tumbos hasta su habitación para echarse la segunda siesta de aquel día extrañamente oscuro de finales de junio.

Ahora, la pareja de ingenieros aeroespaciales jubilados está cocinando con parsimonia, pero la tormenta y el dolor de cabeza continúan. Vera le regala amor al goloso de Steve con la mejor repostería, pero hoy solo quiere hacer algo rápido, irse a la cama y dormir toda la noche del tirón. La voz melosa de Steve y su calmada destreza narrativa, que aprendió al criarse en un intelectual ambiente judío carente de niños y repleto de libros, le dan un masaje en las sienes a Vera. Su esposo le cuenta cómo ha ido su día y cómo no le ha dado tiempo a hacer todo lo que hubiera querido: ha tocado un rato el piano pero no el violín en la sala de música, ha jugado al ajedrez en línea, no ha leído, ha hecho unas cuantas flexiones y pesas en el ático y ningún abdominal, ha refunfuñado un buen rato leyendo los últimos tuits del Presidente y ha escrito un par de notas para su libro Sentir nuestro universo, pero no ha añadido ni un solo párrafo. El mismo cuento de siempre.

El coronavirus apenas los ha sacudido. Ha habido un par de cambios, claro: ahora no pueden recibir las visitas de sus hijos y sus nietos ni celebrar los campamentos musicales que llevan años organizando en casa ni acudir a los almuerzos mensuales de los ateos de Eugene ni tocar con el cuarteto de cuerda ni quedar con la gente de Cottage Grove Community United, el grupo que fundaron para acabar con el statu quo de la zona y que está consiguiendo grandes cosas, como forzar el cierre de la tienda de cuchillos con unos dueños fascistas que destrozaron a pedradas los cristales de la sinagoga hace unos meses. Echan de menos la creatividad en grupo, el activismo y a la familia, pero la rutina, lo esencial, sigue intacto.

Vera se frota las sienes y Steve le recomienda que se tome una aspirina y va a buscarla a la primera planta. Al ser cinco años más joven que su esposa, le preocupa su salud y la cuida mucho, sobre todo ahora: Vera ya ha pasado por seis o siete pulmonías, así que el virus podría matarla sin clemencia. Steve se encarga de todas las compras para que Vera no se cruce con gente en el supermercado, pero no le inquieta demasiado que nunca lleven mascarilla ni Laura, la mujer que limpia la casa cada semana, ni Jake, el jardinero bipolar que vive ilegalmente en la cabaña junto al granero y al que llevan un tiempo invitando sin éxito a que se marche. Al fin y al cabo, Vera lleva practicando el distanciamiento social toda la vida —benditos orígenes centroeuropeos— y, además, tiene buen oído, así que no necesita arrimarse a nadie.

Los nimbos se aferran a las copas de los árboles de Kilstonia y cubren todo el cielo sin perder un ápice de furia, creando una oscuridad grisácea e inusual para las siete de la tarde. El primer fallo eléctrico los azota cuando Steve baja en el ascensor con el bote de aspirinas en la mano, pero no dura mucho y el hombre puede liberarse de la fúnebre claustrofobia a los pocos minutos. Ninguno se asusta, porque viven en la simple y llana convicción de que el miedo no es un recurso útil.

Cenan pasta con una espesa salsa de tomate y albóndigas, sin preocuparse por calorías ni dietas —por las venas de Vera corre sangre de carniceros— y la degustan con tanta gracia, que ninguno de los dos permite que salte ni una sola gotita sobre el mantel blanco de tela, inmaculado aún sin haberlo lavado desde hace mil comidas. Steve le cuenta bajo una titiladora lámpara de araña que la sal fue monopolio de la Corona Española en el reino desde la Edad Media hasta 1869, período en que solo los reyes podían explotarla y venderla y variaban los precios y obligaban a comprarla cuando surgían imprevistos, como una guerra o la construcción de un palacete. Vera lleva décadas haciendo la comida sosa a propósito, porque Steve nunca pide el salero así, sin más, sino que lo hace cada noche con un relato salino distinto, que no se acaban jamás y que la mujer adora con toda su alma.

Su adoración mutua y sempiterna comenzó a fraguarse en el verano de 1966. En la misma semana de agosto, Steve descubrió (y bautizó) el cometa Kilston y recogió a una muchacha rubia, divertida e inteligente a la que le había dejado tirada su coche en las colinas de Berkeley y que se convertiría en su esposa diez años después, tras una década de telenovela, con enredos como líos de faldas con la hermana de Vera, las fechorías del Verano del Amor y tres churumbeles de otro hombre de por medio. El cometa Kilston no será visible de nuevo hasta dentro de ciento ochenta mil años y el amor que siente por Vera durará más todavía.

De postre, toman una tostadita de su Mermelada de destitución y ciruelas, de la cosecha del verano de 2017, que a Steve le sabe a poco, pero que deja satisfecha a Vera. En ese preciso instante, explota el generador. «¡Parece que a Donald no le gusta la mermelada que hicimos en su honor!», exclama la mujer, que no pierde el humor jamás, pero en seguida se enzarzan en una discusión sobre a quién le tocaba llenar el tanque de propano —a ti, no, a ti, no, no, no, a ti, a ti—. 

Bueno, no lo vamos a solucionar esta noche: para Steve es demasiado pronto para acostarse, así que busca unas cuantas velas, pero Vera no está para tonterías —hay tormenta fuera y dentro de su cabeza— y sube peldaño tras peldaño tras peldaño por la imponente escalera doble, ayudándose del bastón y la barandilla (qué faena: ¿cuándo fue la última vez que prescindió del ascensor?). Antes de meterse en la cama, se da un refriego y sale a la terraza y admira la vasta oscuridad sin luna desde el balcón, qué belleza extraordinaria, la de esa oscuridad que no existe en las ciudades y que jamás había conocido hasta que se mudó al reino de Kilstonia.

Duerme plácidamente, disfrutando de ese sueño recurrente en que dispara desde el balcón a zombies con el rostro descubierto, toses víricas y carteles de «Trump 2020» en las manos, hasta que a eso de las tres de la mañana la despiertan unos torpes y ruidosos pasos en la escalera metálica de caracol junto a su ventana. Se asoma y ve a Jake, con una escopeta y los azules ojos saliéndosele de las cuencas, en lo que parece otro de sus brotes psicóticos. Puf, otra vez. Cierra con tranquilidad la cortina, abre la puerta de la habitación y profiere con el eco autoritario que le regala la arquitectura: «¡Steve! Sal por el este y mira a ver qué coño le pasa a Jake». 

Intenta retomar el sueño, porque se le han quedado un par de zombies en el tintero, pero oye el piano y no puede pegar ojo. Qué hartura: Steve no le ha hecho ni caso. Agarra el bastón y baja —peldaño, peldaño, peldaño— rodeada de una oscuridad absoluta solo iluminada por los incesantes relámpagos. Llega al final en un traspiés y prepara el bastón en alto para que la grandilocuente bronca que le va a caer a Steve por no encargarse de Jake adquiera un énfasis más teatral. Abre la puerta de la sala de música y el piano deja de sonar. Se dice a sí misma que será el fantasma del campamento de verano que no podemos celebrar este año y suelta una de esas carcajadas que causa la satisfacción de las propias ocurrencias y que retumba entre las paredes de la mansión y se entremezcla con los truenos.

Pero Vera solo cree en un fantasma, el de su madre, que se le aparece desde por la mañana, cuando lo coloca todo en su sitio sistemáticamente, pasando por la tarde, cada vez que termina una tarea con perfección férrea, hasta por la noche, al realizar el ritual de lavado (manos, cara y pies, manos, cara y pies), antes de acostarse. 

Cuando cierra la puerta de la sala de música, oye la radio carraspeando Paganini desde el comedor y se lleva hasta ahí a golpe de bastón y de relámpago. En un solo destello, Vera aprecia un chorreón rojo que le ha arrebatado la pulcritud al mantel y unas piernas fugaces arrastradas por el suelo. Siente miedo por primera vez en décadas: no conocía el pavor desde que escapó de la inclemente cuchara de madera de su madre al casarse con su primer marido.

No sabe qué hacer. Se enzarza con el interruptor más cercano, como si así fuera a alumbrar su casa y su mente, ambas inmersas en la oscuridad, en la pesadilla de la sangre de Steve sobre el mantel, de sus pies desapareciendo por la cristalera. Nada. ¿Sube peldaño a peldaño a peldaño para coger el rifle de su habitación? ¿Cómo ha podido dejárselo arriba? Menudo fallo. Pero no hay tiempo de volver a por él: podría perder a Steve. De repente, se le ilumina la bombilla socrática y piensa en la cicuta salvaje de la que lleva queriendo deshacerse durante siglos, pero que jamás le ha dado por erradicarla porque su fuero interno le decía que alguna vez tendría que recurrir a ella.

Sale con sigilo. El cielo ruge, la lluvia no cesa, las ramas representadas en el mosaico del jardín se convierten en serpientes, el cuervo Cicerón grazna discursos en una verborrea sin descanso, el carillón pierde su característica delicadeza y ruge con fuerza metálica, Vera arranca la cicuta de cuajo con la mano izquierda enguantada y se pregunta cómo se aplicará el veneno. De entre todas las posibilidades, su favorita es, sin duda, meterle las hierbas por el culo a Jake, pero no cree que la logística vaya a ser demasiado sencilla —aunque, bueno, de pequeña tiró a un niño el doble de grande que ella a un agujero para defender a su hermano: seguro que se las apañará—. Tendrá que improvisar según lo pille. Ese maldito Jake, que no se marcha ni con agua caliente, que se autoproclama familiar de Steve y Vera Kilston —familiar, ja, como si ellos no tuvieran ya suficiente con sus cinco hijos y siete nietos—, que tiene media docena de armas en la cabaña ilegal, que es peor que mil castores y nutrias hambrientos, que dice que su pareja se suicidó con un disparo y siempre lo creyeron, pero ahora a Vera le asaltan las dudas. Piensa en la sangre, en los pies, en esos ojos fuera de las cuencas de maníaco con coronavirus (nunca lleva mascarilla, este tipo). Por el culo, la cicuta. 

Vera, despeinada, en camisón blanco, con sandalias y calcetines, ve algo de movimiento en la laguna, como un forcejeo, y avanza rauda bajo la incesante lluvia, aprovechado que el ruido de sus pisadas se guarece en la tabarra incesante de Cicerón y en el ululato del búho desde el granero sin ventanas. Los cuerpos de ambos hombres parecen pugnar por la vida entre los nenúfares y Vera recuerda a Baba Sklutskem, ese espíritu bañado en barro y algas y armado con un palo que habita los lagos para ahogar a los hombres, y se le representa con la cara de su madre, en una visión tan aterradora que le obliga inmediatamente a darse media vuelta. Steve grita el nombre de Vera.

¡Su Steve, su adorado Steve, su ojito derecho! Olerá sus camisetas tie-dye todos los días, levantará un altar en su honor con orquídeas y nubes de chuchería y piezas de ajedrez en el centro geográfico de Kilstonia y llorará cada vez que vislumbre la estrella polar brillando en el cielo. Ježíš Marjá, Vera, salva a tu esposo, tu madre lleva mucho tiempo muerta y solo habita en tus manías diarias y Baba Sklutskem no existe más que en el folklore y, desde luego, no tiene lugar en Kilstonia. Vera tira el bastón y corre como no sabía que todavía podía hacerlo, piensa en la roja sangre sobre el mantel, en los pies arrastrados, en los lamentos de su queridísimo esposo.

¡Vera, Vera! Sigue clamando Steve, y los gritos la llenan de tanta furia que convierte la cicuta en zumo. Cuando llega a la orilla, con la lengua fuera, Steve le cuenta con la mayor tranquilidad del mundo que el alarido de Vera sobre Jake le ha hecho dar tal respingo que ha puesto el mantel perdido de ruibarbo hervido, que había tenido que comerse un bol entero para que no se estropeara al apagarse la nevera tras la explosión del generador, que qué torpe, je, je, pero que no le ha empalagado nada de nada, fíjate tú, ¡un bol entero!, bueno, excepto lo que ha derramado a causa del grito de Vera, que Jake estaba histérico perdido y que Steve ha tenido que tranquilizarlo hablándole de la esencia mágica en nuestro amable universo, de que todo está conectado y de cómo por cada acción hay una reacción equitativa y opuesta, que a Jake le ha dado un patatús al escucharlo y que a Steve se le ha ocurrido arrastrarlo hasta el lago para despertarlo con el impacto del agua helada, porque no había manera de reanimarlo de otra manera, que mira qué tranquilito está ahora, nuestro Jake, que están enredados entre los pedúnculos del nenúfar y que no corren peligro, pero que se ha hundido el cuchillo de caza hasta fondo del lago y que no les vendrían mal unas tijeras de podar. 

Por el esfuerzo, a la mujer le duele la cadera, la rodilla izquierda, el dedo gordo del pie derecho y las pestañas superiores, y está empapada de arriba a abajo de lluvia y de espumarajos de rabia. Ahora querría usar la cicuta también con Steve, por el mismo orificio, pero no podría, pero no por falta de ganas, sino porque ya se le ha deshecho toda por el camino. Vera, que llevaba más de sesenta años sin sentir el pellizco del miedo, mira desde arriba a esos miserables agazapados entre las plantas y se funde con la tormenta, iluminada por la sucesión de relámpagos: pedidle ayuda a Baba Sklutskem o, si queréis, yo podría cortar los tallos desde el balcón de arriba a golpe de rifle, pero no sé qué tal puntería tendré de noche, así que mejor os apañáis vosotros solitos, guapos, y, después de salir, ya podéis encargaros de que el mantel esté reluciente cuando me levante a desayunar, porque en Kilstonia no hay lugar para lamparones. Y se marcha desgañitándose en una proliferación infinita de Ježíš Marjás.

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Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Gastronomía

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Todo se debe al fatídico festival de durian en la oficina y al consecuente atracón. Y lo peor es que la idea la ha tenido el propio Ong, animado por la llegada de junio y con ganas de complacer a sus compañeros, con paladares sumidos en la pesadumbre y anhelantes de los sabores arrebatados. 

La temporada de la reina de las frutas siempre se tiñe de alegría, pero este año de carencias culinarias, el manjar preferido de los penanguitas ha adquirido cualidades de maná, en tal desierto de monotonía y aislamiento. Por eso, cuando Ong se ha presentado esta mañana con unos paquetes de plástico desechable —bien envueltos, bien sellados, que no huela en el autobús, que no huela—, sus compañeros lo han recibido con vítores.

Son pocos, los compañeros, nada, cuatro gatos: muchos se han pedido vacaciones no remuneradas indefinidas, por no exponerse o por la inestabilidad política, quién sabe. Da igual, había que celebrar este momento tan esperado, así que se han arrejuntado en un par de mesas —a dos metros de distancia, desinfectando a conciencia cada paquete, sin pasarse nada de mano en mano— y se han dispuesto a disfrutar de esa fruta salada, dulce, cremosa, con un aroma que invade el aire, el pelo, la ropa, las almas. El durian, como el amor, existe para compartirlo. Pero, con tan pocas bocas con quienes compartirlo, al final Ong ha acabado cebándose de lo lindo, engatusado por aquella seducción irremediable de fruit fatal

Incluso en ese placentero momento, Ong no ha podido evitar despotricar. Qué mal, qué mal lo está pasando el cielo de su boca. Y sus compañeros sufren la misma carencia: nadie sabe cocinar, ¿para qué?, si viven en una meca culinaria donde comprar comida casera es más barato que liarse a guisar en casa. Una compañera le ha recomendado, con la boca llena de durian y el corazón plagado de angustia, una marca de dim sum congelado, que no queda tan mal al hervirlo en casa, no te creas, hace el apaño, y se ríen de tal aberración y cada cual vuelve a su puesto de trabajo. 

Ong, hipnotizado por los dictámenes de su barriga, no se puede sacar de la cabeza su local de dim sum favorito y lleva toda la tarde sin poder pegar un palo al agua. Cuánto van ya, ¿ocho, diez semanas? sin poder sentarse en un restaurante. Ahora dejan, pero con seguimiento de contacto y distanciamiento social y así uno se sumerge en una paranoia vírica que nubla y marea y no hay quien disfrute de nada.

Y ahí está Ong, entre las cuatro paredes de un edificio gris en un polígono industrial al ladito del aeropuerto, plantado frente al ordenador como un pasmarote, sumido en una espiral obsesiva en la que solo piensa en volver a degustar una de sus comidas favoritas, aunque sea en versión congelada. Pero antes tiene que mandar unas facturas en inglés, dim, registrar el último flete aéreo del día, sum, autorizar la partida de un cargamento naval en malayo, dim, negociar precios en hokkien para el transporte en vuelos comerciales sin pasajeros, sum, explicarle en mandarín a un importador singapurense los problemas resultantes de tan insaciable demanda para tan esmirriada oferta, dim, porque, si no, los estantes de los supermercados se vaciarán, sum, y él no va a ser el responsable de tal barbarie. 

A duras penas, lo deja todo bien atado y se larga de una vez por todas, que ya no soporta más la insistencia de su insaciable estómago, que, por mucho que esté lleno de durian, insiste en degustar dim sum. Aunque la mente le diga que seguro que le espera una insípida birria de primera categoría, el estómago gana la pugna al proyectar espejismos hacia el cerebro, donde aquella delicada y deliciosa delicatessen resplandece en bandejitas meticulosamente ordenadas sobre carros repletos y vertiginosos en algunos de los coloridos edificios con encanto carcomido pergeñados durante el colonialismo británico en pleno Georgetown, donde se come el mejor dim sum de todo el país.

Ong se siente afiebrado, pero sospecha que la sensación se la brinda esa gula visceral que le fustiga con una furia psicosomática. No puede ser otra cosa: como ya es costumbre, esta mañana, antes de que le permitieran acceder a la oficina, le han tomado la temperatura, le han invitado (invitado, ¡ja!) a echarse gel antibacterial y a registrarse en la entrada, con el nombre, DNI, hora, minutos y segundos de llegada, temperatura exacta y casi la talla de calzoncillos. Y, en fin, bueno, que no tenía fiebre. Ni él ni nadie. Se toca la frente y quizás siente un ligero ardorcillo, pero nada, nada. No hay virus que valga. Esto viene todo de la añoranza culinaria, sin duda. Agarra sus cosas con una parsimonia infundada por su propia convicción de que todo va bien. Acalla cualquier paranoia en ese cuaderno lleno de garabatos, que guarda en su maletín con todos sus miedos y lo cierra con llave ahogando el pánico en el interior de la cerradura.

Sale a la calle y esos treinta y dos grados húmedos le dan un soplamocos más calenturiento de lo habitual. No pasa nada de nada. Es hora punta y los precios de Grab están por las nubes, así que, como se encuentra tan bien, va a la parada del autobús y empuña el arma necesaria para tan bizarra gesta: la paciencia. Cogerá el autobús a Komtar y luego irá al centro en taxi. Hay una cola larguísima, que al principio lo intimida, porque le recuerda a las filas que se crearon cuando cerraron la ciudad hace unas semanas y la gente comenzó a arremolinarse frente a las comisarías para pedir los permisos necesarios para realizar viajes interestatales. Entonces el caos empezó a reinar poco a poco, con controles policiales en todos los caminos y aquellas decisiones gubernamentales que ni los guardias entendían y nadie sabía cómo actuar. Las alertas de emergencia lanzadas por el gobierno, que llegaban a todos los móviles solo en malayo y con sonidos estridentes que parecían anunciar una guerra, no solo sembraban el pánico, sino que además excluían deliberadamente a los dos tercios de la población de la isla de origen indio y chino. En esos días se dio cuenta de que esta vez no iba a ser como las epidemias de SRAG y MERS, sino que se trataba de algo enorme, que en las últimas semanas había acarreado consecuencias radicales en la economía, en la libertad de movimiento, en la política malaya y en los nervios de Ong.

Pero esta fila se debe a la hora punta y a la vergonzosa frecuencia del autobús 301. Espera, desespera, empieza a sudar. ¿El fuego es interior o exterior? Reboza la cara en el frío cristal de la marquesina, despacito, en un gesto tirando a gatuno que espera que nadie vea. Al menos las calles están bañadas del dulce aroma del durian; el virus no ha impedido que los maleteros vayan cargados de esta fruta, que broten tenderetes que la venden en cada esquina. Adopta el método de supervivencia de sumergirse en la fragancia mientras sigue refrescándose la frente.

Por fin llega el autobús y se queda el último, porque no le gustan las aglomeraciones, y menos con gente contagiosa (¿como él?). Antes de subir las escaleras, se esfuerza en poner su mejor cara de no tener fiebre. El conductor le toma la temperatura una vez, frunce el gesto, otra. Ong sonríe desabrido —como si se le transparentara la boca con la mascarilla—, sube, anda, sube, son solo un par de décimas, y agradece el gesto con un terima kasih enclenque que es más bien un suspiro.

Hace como que se sienta con tranquilidad derrumbándose junto a una anciana que parece que no ve tres en un burro, así que no podrá juzgar los sudores de Ong. Pega la cabeza al frío cristal de nuevo, en un alivio solo perturbado por sus pensamientos: se acalora más aún al recordar el golpe de estado sibilino, apoyado por el mismísimo sultán y orquestado aprovechando el brote de COVID para quitarle el poder a Mahathir tras declarar el confinamiento, aunque siguen en una democracia, ¿no?, aunque no hayan votado por el nuevo primer ministro, aunque ahora Muhyiddin tiene todo el poder, aunque ya da igual, porque tienes coronavirus y ya está, asúmelo, Ong, la muerte te besa la nuca, desaparecerás de la faz de la Tierra y la libertad que la luchen los vivos. 

No tosas, no tosas, ponte un capítulo de Normal People en el móvil, con lo que te gusta, y relájate. Pero no se distrae y se obnubila con la idea de no toser y, aunque no tiene ganas, tose como un descosido y la anciana saca con mesura del bolso dos ventiladores a pilas y los apunta en dirección al joven con esperanzas de que lo que él tenga no le roce la piel a ella. La ingenuidad y la futilidad del gesto le resultan tan adorables a Ong, que le encantaría apoyar la cabeza en el hombro de esa afable mujer y casi lo hace, pero se reprime, y su estómago empieza a gritar «¡dim sum, dim sum!» como si no estuviera al borde de la muerte. Le conmueve tanto el significado etimológico de esas palabras —«acariciar suavemente el corazón»— que el estómago gana una vez el debate interno entre diñarla comiendo o en la cama. 

Su restaurante favorito queda lejos y, a medida que sube la fiebre, le va pareciendo más y más irresponsable ir; además, está a más de diez kilómetros de su casa, así que, según las normas, no podría ir tan lejos, aunque ya lo haya hecho, dos veces, evitando a la policía, pero también es verdad que entonces no tenía coronavirus. 

Lo mejor sería volver a casa ya mismo, pero aparece en su cabeza la recomendación de dim sum congelado de su compañera de trabajo. Ya que va a morir de todas maneras, merece la pena un esfuerzo final, enmarcado en un plan más factible, aunque sea por dim sum congelado: se bajará en un par de paradas e irá al supermercado, eso es, entrar y salir, sin contagiar a nadie, sin hablar, sin mirar a nadie. En casa solo podría comerse las plantas —y no piensa hacer eso a sus verdes bebés—. Aquel óbito que lo acecha no le va a privar de un último placer culinario, qué va. Mataría por ese manjar. 

Al pasar del gélido autobús a la sauna exterior, se le empañan las gafas y la neblina le hace sentir aún más mareado, así que le compra un teh tarik con mucho hielo a un vendedor ambulante que no debería estar ahí, pero está y, bueno, parece que sano, y Ong le paga sin contagiarlo. Espera en la cola del AEON —es corta, ya no hay tantas compras de por si acasos—, algo que no haría si esta no fuera su última cena, porque odia las filas, las odia, pero se distrae pensando en lo que daría por ver el templo Kek Lok Si y el bosque de manglares en Balik Pulau una vez más, por pasear con sus amigos ang mo por la turística calle Chulia e introducirles en el mundo del curry mee —sin confesarles que en Penang se prepara con sangre de cerdo—, por hacer otra caminata por la selva hasta llegar a la playa y hasta por que los monos le robaran la comida de nuevo… Pero sobre todo, ay, le encantaría ir en bici por aquel camino de ensueño junto a los huertos de durian y llenarse de ese olor acre que siempre lo hace viajar a su infancia. Se le inundan los ojos de recuerdos líquidos mientras se pega la fría bolsa de plástico a la frente, qué placer, qué gusto, qué satisfacción, y se le mezclan lágrimas, sudor y condensación en la cara.

Cuando se acerca su turno para entrar al súper, se bebe el té de un trago, se seca la cara con la manga y atraviesa el umbral, del tirón, y el frescor combinado del hielo y del aire acondicionado le recorre el cuerpo en un escalofrío que lo deja aterido y le recuerda que la gélida mano de la muerte le roza la piel, pero está convencido: cumplirá la Misión Dim Sum aunque sea lo último que haga.

En la entrada, pone cara de no tener ni frío ni calor y le toman la temperatura en esa frente gélida de bebida callejera, ningún problema, pasa, pasa, y la mentira cuela. Le piden que se ajuste bien, bien, bien la mascarilla, le echan una pegajosa y desinfectante mezcla de agua y jabón en espray en las manos, le pegan un número al cuerpo que tendrá que entregar en caja y le hacen registrarse con un código QR para controlar el tiempo que pasa en la tienda: quince minutos, ni-un-se-gun-do-más. Va flechado a la sección de congelados, agarra una bolsa, paga —pero ¿la gente no deja distancia de seguridad en esta cola tampoco?—, sale y se planta los glaciares dim sum en esa frente de virus y fuego que tiene. Un abrir y cerrar de ojos: eso es lo que tarda en hacer la compra.

Ya solo le queda coger un taxi, un Grab, un MyCar, un trishaw, lo que sea. Pronto llegará a casa y besará a su madre, su hermana y sus plantas por última vez. Qué pena, pero qué suerte verlas a todas. 

Dos conductores lo echan a patadas y sin explicaciones en cuanto se sube al coche. Ya está, obviamente tiene coronavirus y se ha convertido en un apestado. Abre la bolsa a mordiscos, se intenta comer una bolita de dim sum congelada. Ha llegado su hora, no cabe duda: nadie en su sano juicio se metería eso a la boca, vaya última cena de mierda. Lo escupe. El tercer conductor también lo rechaza, pero al menos le da un motivo: señala uno de esos cartelitos que colgados del reposacabezas con un durian tachado, tan habituales en el transporte malayo, porque en los espacios cerrados el aroma de la fruta se afea e impregna sin remedio todas las superficies.

En ese preciso instante precioso, Ong se da cuenta de que apesta a la dichosa fruta y piensa en el empacho de hoy y en la fiebre que siempre le daba la ingesta masiva de su adorado durian durante la niñez. Su madre y sus tías le insistían sin descanso: no comas tanto, mocoso, que la potencia del durian sube los calores y desequilibra el yin yang hasta sentir sequedad y tos y fiebre. El pánico de las últimas semanas ha impedido que achacara todos sus síntomas a la glotonería y ahora el rostro se le inunda de dicha y se gasta todo el gel antibacteriano que le queda para lavarse las manos y la boca requetebién y dejar de expeler ese hedor.

Se monta en el cuarto taxi, relajado en la fiebre, olvidándose del estrés y la ansiedad que le produce pensar en estos tiempos totalitarios y en la incertidumbre del futuro. Haber superado el coronavirus de mentira lo tranquiliza de verdad y se sumerge en la felicidad de este instante pegando la frente en la fresquísima ventanilla hasta quedarse dormido.

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de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Peripecia

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Vendrá primero la madrugadora de Manoli, la panadera, que es una balsa de aceite y a quien a veces hay que arrancarle las palabras de la garganta; luego le toca a Juan, ese que se compró una casita en la zona nueva, que parece un lorito de repetición y le pone a uno la cabeza como un bombo; más tarde tendrá a las dos hermanas, las señoras mayores que viven un poco más arriba de la calle, que son la alegría de la huerta y siempre lo piropean por tener cada ojo de un color; a las cuatro acudirá la dueña del bar de la plaza de la Iglesia, la Mari, que está muy sola y se desahoga en cada visita y suele soltar alguna de esas lagrimillas que dejan un nudo en el estómago, pero al final se acaba yendo con la autoestima por las nubes; después será el turno del chiquito este joven de las loterías, cómo se llama, ay, que no para quieto y pone los nervios a flor de piel y hay que cerrar los oídos y contar hasta cien para tranquilizarse; casi al final llegará Julito, el bedel del colegio, a quien le sientan genial los consejos y la maestría de Dioni y se va con el guapo subido; y ya a última hora tiene cita Antonio, el patatero, que trae tranquilidad y un soplo de aire fresco y se ponen al tanto entre broma y broma con la confianza de la amistad.

Para el primer día, no está nada mal. Ha costado cuadrarlo todo: lleva sonando el teléfono sin parar desde que anunció la reapertura hace menos de una semana y ha tenido que hacer malabarismos para que el horario quede muy organizadito, porque las citas han de hacerse con cuentagotas para una mayor seguridad. Se muere de ganas de ponerse manos a la obra. Qué duro, qué duro está siendo. Y qué raro. Al principio lo veía todo con el ojo marrón y le daba por cepillar al gato, sin parar, de los puritos nervios. Se cruzaba con él y tris, lo agarraba de un zarpazo y se pasaba el tiempo cepillándolo y cepillándolo, y el gato sin decir ni miau, ahí, con la paciencia de un santo y sin sucumbir a su instinto cazador. Ahora, aunque Dioni roza el final con los dedos, todavía le da ansiedad e intenta peinarlo, pero lo trae tan frito que, en cuanto vislumbra a su humano con el cepillo, sale corriendo como un descosido.

Por fin cambiarán las tornas en un rato y nadie huirá de sus peines, más bien al contrario: irán llegando las personas que ha citado para hoy, ávidas, como imantadas a su cepillo. Se ha hinchado de ilusión solo al abrir el cierre de la peluquería —el golpe seco del candado, el estruendo del metal, el dulce repiqueteo de la campanilla— y el ánimo ha ido creciendo y creciendo a medida que ultimaba cada detalle. Está el ojillo verde resplandeciente: le apasiona su trabajo y enfrentarse a todos esos pelos de cuarentena se plantea como todo un reto en que tiene que tirar de creatividad y realizar transformaciones drásticas, ras, ras, ras. Se imagina perfectamente el desfile de hoy: greñas y canas y puntas abiertísimas y restos del tinte ese del supermercado, que satura el cabello y lo ahoga, que mira que te avisé de que no te echaras esa baratija y tú erre que erre. 

Desde que empezara a lavar cabezas a los dieciséis años en el barrio de Salamanca y luego abriera su propio negocio en 1991 en su Leganés natal, jamás había soltado las tijeras durante tanto tiempo. La última semana antes del confinamiento sentía cierta desconfianza y preocupación, pero el virus parecía lejano y ajeno, así que, cuando anunció el cierre del establecimiento, lo hizo con incredulidad y se le centró toda la visión del mundo en el ojo marrón. 

El confinamiento le ha regalado una extraña sensación de calma desoladora al no oír la incesante campanilla de una puerta que se abre y se cierra sin parar, al carecer de gente entrando, tilín, tilín, y saliendo, tilín, tilín, y entrando, tilín, tilín, al no forzarse a mantener una conversación y otra y otra, al descubrir el silencio de los secadores apagados. De la noche a la mañana, su realidad se guareció entre las cuatro paredes de su hogar, flanqueado por esas puertas blindadas sin blindar, con todo el tiempo del que nunca había disfrutado con Reme y con los niños, conociéndose. 

Conociéndose, sí, porque antes solo se veían a la hora de la cena y los fines de semana, pero en los dos últimos meses lo han hecho todo juntos y construyen recuerdos buenos, muy buenos; aunque también hay momentos en los que siente presión en el ojo marrón huye como gato que atisba un cepillo. Entonces se baja a caminar al garaje un rato, nada, treinta, cuarenta minutitos, y da un paso y otro y otro sumido en la claustrofobia del gas, la luz, el agua, el teléfono, la comunidad, el alquiler del piso, los seguros, los tributos al ayuntamiento, el IVA, las facturas, los productos, la tarifa de autónomos, la gestoría y los seguros sociales de su trabajadora y luego se ofusca con los enredos con los niños, cuya única preocupación es el instituto y que entregan los deberes siempre a ultimita hora. Y da pasos y pasos y pasos rebotando de un muro a otro en ese oscuro garaje que huele a humedad y vuelve a fumar en secreto y los pasos van desmarañando sus pensamientos y se llena de respiraciones profundas —inhala, exhala— y vuelve a casa con el ojo verde incendiado y con ganas de mejorar sus nuevas dotes en la cocina y de echar un parchís con esa familia tan bien peinada para disfrutar del trajín del niño, la curiosidad de la niña y el humor de Reme.

Ella, Reme, fue la que agarró las riendas para tirar para delante y organizar todos los gastos y apretarse el cinturón en lo que hiciera falta, hombre ya. También a ella se le ocurrió lo de decorar el escaparate de la peluquería por el día de la madre, como hace con maña para cualquier ocasión especial, y esta no iba a ser menos: que si al final no podemos abrir y la mayor parte del tiempo el cierre va a tener que estar echado porque el Gobierno al final decide que no se puede pasar de fase y nadie más ve el escaparate, no importa, por lo menos nos entretenemos. Quedó precioso: aquellas flores y aquellos colores se le metieron a Dioni por ambos ojos, el marrón y el verde, y todavía los lleva dentro, dándole vueltas en el estómago. Aquel florecimiento le hizo querer más a su pareja, qué gran suerte tenerla a su lado, pero no se lo digas, que no le gustan esas ñoñerías, y le plantó un beso en los morros que retumbó en aquella peluquería sin un alma y ella se dio cuenta de que había vuelto a fumar, pero no lo regañó, porque esta vez lo entendía.

El Gobierno, bueno, bien, a saber qué habrían hecho otros, lo mismo o peor. La ambigüedad inicial lo carcomía, la ruina lo acechaba como una infausta tormenta y se le arremolinaba la angustia en el ojo marrón hasta tirarse de los pelos y gritar y llorar en sus paseos y paseos por el garaje. Por suerte, no tuvo que verse obligado a aceptar el dinero de sus amigos, porque poco a poco le fueron concediendo esto y lo otro: aplazamientos en los pagos del IVA, respira, condonación de la tarifa de autónomos y los seguros sociales de marzo y abril, respira, respira, concesión de un bono social para agua y luz, respira, respira, respira. Y los bancos, bueno, mal, como siempre, unos buitres: le aprobaron un crédito ICO, para tener liquidez y afrontar los pagos, pero con intereses, porque siempre tienen que sacar tajada, incluso en estos momentos. Parece que se ya se han olvidado del dinero que les dimos durante la crisis.

En los últimos días ha estado yendo a la peluquería para apañarla e ir acostumbrándose a los estrictos protocolos: complementos sanitarios, desinfección después de cada corte, mascarillas obligatorias, aforo limitado, esterilización de utensilios… En lo que va y vuelve, pasea por el barrio con incredulidad y piensa en el resto de autónomos, y cada cierre echado le parte el corazón. Se pregunta cómo estarán los demás negocios, si habrán solicitado las ayudas a tiempo, si cumplirán con los requisitos, si se las habrán concedido. El ojo marrón se anega. Se esperaba cada vez un mayor optimismo, pero en esas calles con contagios y muertes reinan la incertidumbre y la preocupación. Dioni le pone nombre, apellidos y cara a cada una de las víctimas, porque no existe cabeza en el barrio que no haya pasado por sus manos: sus padres fueron de los primeros en llegar allá cuando aquello no eran más que casitas bajas y chabolas y calles estrechas sin asfaltar. Dioni es el barrio, lo conocen todos. Su clientela hace las veces de familia y la familia ayuda con la clientela. Se echan una mano unos a otros. Se nota que últimamente la gente del barrio quiere ayudar, hay iniciativas, donativos, colectas de comida. Le da por pensar que el ser humano es maravilloso y el ojo verde le hace chiribitas.

El reloj ya está a punto de marcar las diez. Se pone la mascarilla quirúrgica y, encima, la N95 para mayor seguridad. La manitas de Reme les ha hecho a él y a su empleada unas pantallas de protección que ocupan toda la cara, para que arreglen esas hordas de pelos que llegarán a partir de hoy. Lo ha echado tanto de menos… Lleva treinta y seis años dedicándose a trastabillar por esa rama de la psicología que supone escuchar y aconsejar mientras lava cabezas, corta las puntas —y un poquito más, un poquitito, para sanear, que te va a quedar un peinado mo-ní-si-mo—, alisa, riza, moldea, pone horquillas y echa laca, desde la mañana hasta la tarde, muchas horas, muchas.

Manoli llega con una larga melena y pide que corte, que corte bien, que la va a donar. La quiere besar y abrazar, pero no le queda más remedio que hacerlo de boquilla, con una voz distorsionada por todos esos cachivaches reglamentarios. Cuando mete la tijera, siente en el brazo una ráfaga del aliento que atraviesa la mascarilla de la mujer y le recorre un escalofrío, pero continúa, porque queda mucho día y hay que cambiar el miedo por respeto y asumir la nueva normalidad, y los iris se le colman de arcoíris.

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Melomanía

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Andréi sueña con que se le emborronen las manos de nuevo al tocar los preludios de Rachmaninov delante de un público expectante hasta levantar un viento que se lleve por los aires los calcetines del señor barrigón y bigotudo de la primera fila y acabar la actuación con el piano en llamas al no soportar sus cuerdas la vibración.

Por fin está tocando la música que quería estudiar desde hacía un siglo, porque ahora tiene tiempo para practicar durante horas y horas todos los días, que se pasan en un abrir y cerrar de ojos mientras hace virguerías en ese piano sin público arrinconado en el salón. Ya que está prohibido salir de casa, conviene que nadie se olvide de su talento, así que Andréi se graba y se graba y se graba hasta alcanzar la perfección en todas y cada una de las notas, con la esperanza de recibir virtualmente aquellos infinitos aplausos del público entusiasta que tanto extraña. 

Ve las grabaciones unas cuantas veces —los dedos veloces, el flequillo tieso, las pulseras de hilos, las gafas en la punta de la nariz, el pantalón del pijama, la frescura de esas treinta y tres primaveras en el rostro— y se asegura de que el sonido no pierde un ápice de la sublimidad con la que se compuso la pieza. Escoge la versión que se imagina más adecuada para el neoyorquino Carnegie Hall y, a la vigésimo segunda vez que ve el vídeo elegido, el hastiado compositor le susurra que si de verdad quiere alardear de talento tocando la Sonata para piano n.º 29 en si bemol mayor, op. 106, también llamada «Hammerklavier», lo mejor es que no se presente hecho un zarrapastroso, con ese pijama de lunares y esos colgajos deshilachados en la muñeca, y que se enfunde una buena toga de terciopelo cubierta de brillantes bordados de oro y plata. Andréi acalla las insolencias pretéritas, porque a Ekaterina Voznesenskaya, Katia para los amigos, seguro que le encanta ese aspecto de artista despreocupado, absorbido plenamente por su propio genio y por el confinamiento. Ludwig puede decir misa: ¡si siempre se presentaba ante las teclas con unos pelos de loco que ni pa qué!

Está bien, muy bien, el vídeo de la «Hammerklavier». Si la tocara así el ocho de junio de 2021, se consolidaría como artista. Seguro. El ritmo perfecto, la armonía ideal, la posición de las manos óptima… Y encima se ha grabado desde el perfil bueno, para cuando lo vea la gente, para cuando lo vea Katia.

Antes de subirlo a Facebook, pone a calentar agua en el samovar y, desde la ventana de la cocina oye cómo el vecino está intentando convencer de nuevo a la vecina de que se muden de una vez por todas a Moscú. Andréi pega el oído: lleva semanas siguiendo los altibajos de aquella pareja con diálogos dramáticamente insulsos, al más puro estilo de una telenovela del canal Pervyy. Arrancan los gritos acusadores, el agua empieza a hervir, que yo no me voy a una ciudad tan sucia y horripilante y llena de muzhiks, busca y rebusca su taza favorita, acaban con otro tipo de gritos, coloca la zavarka, escucha un ratito más, echa el agua en la tetera, nunca entenderá el sexo de reconciliación, deja infusionar, cierra la ventana, endulza el té con mermelada.

No sabe con qué texto acompañar el vídeo. En el que compartió el 10 de mayo, escribió «Un poco antes de la era del corona», para recordar uno de sus últimos conciertos en una sala con público —hecho un pincel, ahí sí que sí: con su pajarita, su chaqueta de traje granate con mangas azul marino, sus pantalones de tartán en tonos grises—. A Katia le gustaron el vídeo y cada uno de los comentarios de la gente: el «¡Gracias a Dios por Andréi!» de Nina Golyshevskaya, el «¡Qué preciosidad!» de Steve Kilston, el «Rock star!!» de Marina Kononov y el «Ojalá nos puedas visitar pronto» de David Lischinsky. Katia le dio me gusta, me gusta, me gusta a todos. Y añadió: «Excelente» con una, dos, tres, cuatro, cinco exclamaciones. Uy, seis. Seis exclamaciones.

Katia reacciona ante todo lo que publica Andréi últimamente: cara de sorpresa para el vídeo tocando la Sonata en la menor de W. A. Mozart, ojos de estrellas para el retrato en Baltimore del que hoy hace dos años, corazones rotos para las fotos y fotos de San Petersburgo vacío y con el cielo azulísimo, pulgar hacia arriba para los recuerdos musicales y culinarios en aquel casoplón en Oregón, corazones verdes para el selfie con una cita de Oscar Wilde, besito para la breve grabación de la Sonata 4 de Prokófiev, llanto para la foto de un soldado tocando el piano con un tanque de fondo y a saber qué guerra de trasfondo. 

Pero lo que más le llegó al artista fue cuando Katia vio el vídeo de la pieza Solitude 3, compuesta por él mismo, el futuro celebérrimo Andréi Ivanovich Andreev, que alcanzará la fama mundial con un aplauso cerrado de más de una hora en un Carnegie Hall puesto en pie y acabará casi desmayado por el agotamiento de la gloria, con su futura esposa llorando a moco tendido en el palco y recordando ese comentario que le escribió el 14 de mayo de 2020: «Un reflejo absoluto de la soledad». 

Andréi comparte el vídeo con el título oficial y el nombre popular de la pieza de Beethoven y los pertinentes enlaces a YouTube y Spotify, sin emojis de notas musicales ni ninguna otra chorrada, y queda expectante ante la pantalla. Después de cinco sorbos y medio de té, llega la reacción de Katia. Comenta con un emoticono de un ramo de flores, que le llegan a Andréi de la mano de un repartidor de OZON malhumorado y renegador y taciturno que tararea sin descanso desde la sonoridad espesa de su mascarilla el Nocturno en sol menor de Fanny Mendelssohn y que le entrega los calcetines que Andréi lleva un par de semanas esperando.

Coloca los coloridos calcetines sobre la blanca mesa del salón, exactamente a un vershok de distancia unos de otros, y les hace un par de fotos 3D. Ya tiene el atuendo completo para la actuación en el Carnegie Hall —a no ser que engorde de más, que a este paso…—, pero no atina a dar con lo más importante. Acaba de recibir diez vistosos pares con rayas, con cuadros, con rombos, con bloques de color y le gustan todos, pero no se decide por ninguno. Se pone el traje, la camisa, la pajarita, los zapatos y se va cambiando de calcetines. Nada, no hay manera. Planta un espejo a un ladito del piano y toca con todas las combinaciones cromáticas posibles mirándose de reojillo. Nada, nada. Se graba en vídeo con la cámara, busca aplausos en un banco de sonidos para reproducirlos al final de cada pieza y darle más autenticidad —qué le va a hacer: es adicto a aquella sensación de transmitir arte en un gran auditorio sin que tenga cabida la oportunidad de repetir—. Nada. Se desnuda para tocar solo con calcetines: primero estos, luego aquellos; grabación, espejo, reojillo, reverencia. Funciona, funciona: los amarillos con cuadrados negros son perfectos para el Carnegie Hall.

¿Perfectos? Da igual que hoy ya haya subido el vídeo de la «Hammerklavier»: mejor compartir la foto 3D en Facebook, a ver qué dice la gente, a ver qué dice Katia. No va a mencionar lo de la actuación en Nueva York, ¿no?, por si acaso la terminan cancelando. Nada más escribe: «¿Cuáles te pondrías para un gran concierto?». Si Katia elige los del estampado vichy en rojo y negro o los blancos con triángulos bicolores, se olvidará de ella y se abrirá una cuenta de Tinder y todos los emoticonos que alguna vez le mandara la muchacha le entrarán por un ojo y le saldrán por el otro. 

Pero Katia comenta en seguida: «Sin lugar a dudas, ¡los amarillos!». Y entonces Andréi, desde su hogar sumido en un dulce silencio tan absoluto como el de 4’33”, de John Cage, le da la mano a Katia por las calles de San Petersburgo y le muestra la escuela Rimsky-Korsakov, donde él enseña dos días a la semana, y comen borscht y pelmeni y ahora el Neva se viste de granito, cruzan sus aguas puentes incontables, se cubren los islotes de jardines verde obscuro al susurrarse versos de Aleksandr Pushkin y se dan su primer beso en una de las incontables estrellas de las cúpulas de la catedral de la Trinidad y habitan las pinturas de Elena Figurina y Galina Khailu que visten el museo Erarta y la Suite inglesa n.º 2 en la menor de Bach sirve de banda sonora y recuerdan los tiempos del COVID-19, de los que hablan ya en pasado, qué angustia, cuando cancelaron todos los conciertos y no parecía que el Gobierno fuera a apoyar a los artistas y no se podían hacer contactos en persona y nos comunicábamos con emoticonos y soledades.

Andréi viaja al presente hipnotizado por aquella tórtola que siempre se posa en el alféizar a las 19:46 y arrulla y pía y trina Gavotte, de Ella Adayevskaya, y lo mira fijamente a los ojos hasta que gorjea la nota final y arranca el vuelo. El día se está apagando: mejor cenar algo, estudiar un poco de francés y leer a Zinaída Hippius para intentar no pensar en junio de 2021. 

El Carnegie Hall sigue manteniendo en pie la fecha, que brilla con un halo de esperanza en el calendario, pero Andréi es consciente de que el tiempo traiciona: parece que fue ayer cuando se sentó frente al piano e imitó de oído y sin conocimientos previos lo que acababa de hacer aquella niña mayor. Casi tres décadas han pasado en allegro vivace: doce meses sucederán en un suspiro —y quién sabe cómo será el mundo de aquí a un año—. Si algo ha aprendido en los últimos dos meses es que el tiempo no existe, que el presente y el futuro solo se tiñen de ilusiones o miedos o esperanzas o sueños y que solo se visten de la certeza más férrea los nocturnos de Chopin.

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Geografía

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Tartaletas de fresa y nata, galletas de plátano, tiramisú artesanal, pastel de chocolate, tarta de zanahoria, magdalenas con glaseado de unicornio, corona de bizcocho de limón, dulces rellenos de cabello de ángel, rollos de canela y pan, pan y más pan. Todo caducado, pero algo es algo.

La emoción lo embarga siempre que prepara todos esos manjares para su gente, pero, desde que sucedió aquello de la persecución y la multa de ciento treinta y cinco dólares hace unos meses, a veces no puede evitar que lo invada la preocupación y pensar que quizás esta vez tampoco salga bien.

Acaba de irse del único supermercado que cedió a sus súplicas —ese Albertsons en el sur de El Paso del que suele sacar un carrito diario desde hace cinco años— y ya se nota especialmente tenso. ¿Lo dejarán pasar? Coloca los excedentes y los productos caducados con la parsimonia y la metodología de quien sabe lo que hace. Ya forma parte de su rutina: llega todos los días a la zona de carga y descarga, desde donde entra a la sección de panadería y pastelería, recopila todo lo que sus compatriotas no quieren para llevárselo a quienes no pueden elegir qué querer, lo mete en el carrito y lo reparte entre las hieleras que siempre carga en la cajuela.

Calma, calma, bebe agua, respira, entra en la camioneta, murmura una oración rapidita. Tiene los nervios de punta porque la semana pasada cruzó la frontera tres veces en un mismo día. No suele haber tanto ajetreo, pero parece que últimamente los productos perecederos gozan de menos popularidad entre los compradores estadounidenses y se acumulan, se acumulan, se acumulan y acaban en la basura.

Entierra la inquietud, arranca el motor y se dirige a la frontera empapado de la tranquilidad que arropan la esperanza y la fe. Ese trayecto de apenas cinco minutos se le llena de rostros: ojalá pueda verlos hoy. Primero se le aparece la carita de María Fernanda, a la que le mataron a los padres hace un par de meses y que siempre rezonga por el orfanato llenita de cariño y ansias de abrazos y besos y mimos. Después decide que le dejará algún pan a Angélica en casa, que ya está casi reparada después del último arrebato destructivo de su hijo adolescente, que se enganchó al pegamento de niño y luego se pasó a la marihuana y luego a la cocaína y luego al cristal. En seguida se le cruza la imagen de Rahui, que vive en la colonia tarahumara y que siempre quiere ayudar a descargar la camioneta y a repartir comida entre sus vecinos. Justo antes de llegar, le invade la mente el semblante de aquella mujer de humores desgastados a la que llaman Perrita, que adora el chocolate y los chistes verdes y a quien sus hijos abandonaron en el hospital psiquiátrico, donde habitan más de cien personas, después de que se cayera en la vía del tren y perdiera las piernas y un brazo. El simple hecho de pensar en ellos lo llena de calidez: la soledad de un divorcio sin hijos desaparece de un plumazo al llegar a Juárez, donde se reúne con su gente, a la que ve todas las semanas y se besan y abrazan (ahora mucho menos), juegan, rezan, cantan, ríen e incluso comen juntos en Navidad y en Semana Santa. Ojalá la aduana no le dé mucho lío al cruzar. Ojalá, ojalá.

Los agentes de ambos lados de la frontera lo tienen muy visto. Mientras que el regreso a Estados Unidos, con un registro digital de todas sus entradas y salidas, siempre es pan comido (tanto por tratarse de su propio país como por disponer del pase SENTRI para cruzar a sus anchas), México, sin embargo, suele ponerle problemas. Por eso, en cuanto se va acercando a la aduana, Jeff planifica cómo actuar. Podría jugársela pasando por la fila que anuncia «Nada que declarar», pero, si le toca luz roja, tendrá que darles explicaciones a los agentes sobre toda esa comida y se complicarían demasiado las cosas. Prefiere ir a lo seguro. Hay cinco puntos de entrada en la frontera —los conoce de sobra: empezó sus andaduras en 1997—, así que, para no despertar tantas sospechas, lleva la cuenta de cabeza de por cuál le toca cruzar cada vez. Aunque México dispone de menos controles de seguridad, a menudo los guardias tachan a Jeff de llevar demasiada comida. Ya tiene calculado cuánto se considera una cantidad aceptable —dos contenedores de un metro y medio de largo por trayecto, tres a lo sumo—, pero quizás hoy lo acusen de ir con más de la cuenta. Entonces tendrá que regresar y esperar a otro día e intentar distribuir la comida entre la gente sin hogar que encuentre por El Paso o entre sus vecinos, porque los bancos de alimentos solo aceptan donaciones de comida imperecedera. Como último recurso, Jeff picoteará un poco de esto y un poco de aquello antes de que se estropee, pero lo que le sobra al supermercado ya está en las últimas y a él no le cabe más pan en el congelador. Qué remedio: a veces resulta inevitable tirarlo y sus pensamiento siempre se visten de sus niños cada vez que se ve obligado a deshacerse de la comida estropeada.

Se va acercando a aquel alto muro que crece sin parar desde 1819 y Jeff no puede controlar el sudor. Caray, que llevas años y años haciendo esto. Hay un par de carros delante. Nada comparado con como suele ser: la frontera cerró el veintiuno de marzo y solo pasa a quien se le considera esencial. Él lo es, pero lo pueden rechazar por cualquier pretexto.

Si no lo dejan pasar, no va a intentarlo por otro punto de control. Odiaría vivir de nuevo aquello de la persecución y la multa del año pasado, cuando llevaba cuatro hieleras cargaditas de repostería y los agentes no lo permitieron cruzar y probó por otra entrada y pasó, pero los primeros guardias dieron el chivatazo y los segundos le pidieron que parara y él se puso a cantar a voz en grito para hacer como que no se enteraba de nada y lo persiguieron con un camión y lo devolvieron a Estados Unidos y lo regañaron de lo lindo y tuvo que pagar ciento treinta y cinco dólares por la bromita. Y dos mil trescientos pesos dan para mucho al otro lado. No, si no lo dejan pasar, no se la va a jugar otra vez. Ahora anda con pies de plomo: mejor volver otro día, aunque tenga que tirar aquella valiosa comida caducada.

Se acerca, se acerca la frontera, y Jeff tensa los hombros, aprieta el volante con las manos, reza y reza por que no le pongan problemas, silencia la música K-LOVE que siempre lo acompaña, se cala bien la gorra amarilla en la cabeza cana, se ajusta la mascarilla con estampado de tigre (mejor dejársela puesta, ¿no?), prepara el pasaporte y se lo entrega al agente con guantes y precaución y los ojillos azules brillando de súplica y las oraciones agazapadas en las comisuras de los labios. ¿Podrá cruzar?

Ya tiene caladitos a casi todos los agentes aduanales, a quienes no les importan un comino ni la gente que se muere de hambre en su país ni los niños de los orfanatos. Sin embargo, el de hoy, ese tal Jorge López, siempre lo desconcierta, porque, según por dónde sople el viento, ya muestra compasión, ya furia; y le puede dar tanto por tramitar oficialmente el impuesto por transportar alimentos, como por carraspear con la prepotencia propia de la autoridad para forzar la mordida, como llaman por acá al soborno.

Jeff sonríe con los ojos y chapurrea un buenos días, un cómo está, señor, un muchas gracias. Para no mostrar signos de debilidad y preocupación por el registro, se concentra en dibujar el recorrido del día en su mente. Antes de comenzar el reparto, conducirá hasta el kilómetro 27 para comprar carne, leche, huevos y fruta en el S-Mart. El dinero, que proviene de diversos donantes y de buena parte de los beneficios que Jeff saca de su propia tienda en eBay, da para una cantidad decente de alimentos frescos. Últimamente pasea por los abundantes pasillos del supermercado con perplejidad: están hasta arriba de papel higiénico, porque nadie se puede permitir el lujo de arramplar y almacenar en caso de hecatombe, porque, en los tiempos que corren, un supermercado lleno es sinónimo de miles de armarios y frigoríficos vacíos. En Ciudad Juárez mata a más gente el hambre y la droga que este dichoso virus.

El agente López le habla como si no lo hubiera visto doscientas cuarenta y dos veces y Jeff responde con amabilidad contenida y el agente López pregunta si tiene algo que declarar y Jeff menciona las tres hieleras hasta arriba de panes y dulces y el agente López lo mira con desconcierto y examina el vehículo con los ojos colmados de la sospecha de quien trabaja en las profundidades de la incertidumbre entre el bien y el mal.

Jeff siente de súbito que ese registro rutinario es de lo más rutinario y le invade la tranquilidad. Que sea lo que Dios quiera. A Jeff lo que de verdad le preocupa es que los amos del cotarro aprovechen la situación para atraer a los jóvenes más desesperados y los obliguen a vender droga. En abril impusieron en México el semáforo rojo, con distanciamiento social obligatorio, y cerraron más del setenta por ciento de las grandes fábricas de Juárez. Ahora mucha gente está de patitas en la calle y morirá de hambre: quedarse en casa no es una opción, sino un privilegio. 

Encima de todo, ese virus tiene a los cárteles encabronados, porque la mayoría de los ingredientes para elaborar narcóticos vienen de China y las prohibiciones a la hora de transportar mercancías desde el país asiático se traducen en esta tierra como privaciones para enriquecerse. Muy encabronados. Las fronteras cerradas dilapidan las rutas de la droga. Encabronadísimos. Hace unas semanas, asesinaron a cinco gringos, incluida una profesora de colegio con la que Jeff colaboraba.

Pero a Jeff no le dan miedo esos matones y conduce la camioneta de acá para allá con sosiego, con su musiquita cristiana y con su «You have a friend in Jesus» en la matrícula, repitiéndose y repitiéndose que los tipos malos temen a Dios. Con sesenta y siete años, lo que quizás debería temer de verdad es el virus, por ser grupo de riesgo y andar de un lado para otro, pero le da mucho más pavor que su gente no tenga qué llevarse a la boca.

El agente López mira a Jeff con apatía: parece que hoy toca arancel legal; doscientos, trescientos pesos por hielera tendrá que pagar. No es tan mal momento ahora en realidad: la crisis sanitaria no impide que los funcionarios sigan cobrando, así que Jeff solo se ve obligado a recurrir a las mordidas un tercio de las veces que cruza la frontera. La situación empeora después de las elecciones federales, porque cada presidente que se marcha tiene la fea costumbre de vaciar los bolsillos del estado y dejar a los agentes aduanales temblando; y, como no cobran nada durante tres o cuatro meses, se olvidan de pedir a quienes cruzan que rellenen el papelito oficial y se les llena la boca de precios ridículos, en la certeza de que aquel flujo de gringos alimentará a sus familias. Aún queda un año y pico para las próximas elecciones, así que, fuera del plano moral, a Jeff en realidad le da igual una cosa que otra: siempre y cuando declare lo que lleva, la suma de los impuestos y de la mordida es idéntica en tiempos tranquilos y solo varían los bolsillos en los que acaba, pero ese no es problema suyo. Él solo quiere estar al otro lado de la frontera.

Espera a que el agente rellene tal o cual papel, firma uno o dos documentos, paga esto y lo otro y por fin cruza a su segundo hogar, aquel paraje dejado de la mano de Dios —sin agua potable, sin alcantarillado, sin pavimento y sin esperanza— y suspira con alivio. Jeff no se plantea parar y seguirá realizando sus tres viajes semanales en aquella camioneta que solo conoce El Paso y Juárez y que ya carga casi medio millón de kilómetros y de tartaletas y de galletas y de tiramisú y pasteles y de tartas y de magdalenas y de coronas y de dulces y de rollos y de panes y de aprendizajes.

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Mnemotecnia

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Lo de llamar a la policía se le ocurrió a la hija. Ella tampoco es que quisiera que lo detuvieran para que pasara la noche en el calabozo —con un foco mayor de virus que de presos, seguro—, pero, en cierta manera, se lo había buscado él solito: conducir hasta Zhuanghe era del todo descabellado.

Xu Wei estaba entre la espada y la pared. Todos los hermanos se iban turnando para cuidar a la abuela, y ahora le tocaba a él. Si no iba, u otro tendría que comerse el marrón o el estado de la abuela empeoraría a pasos agigantados. Y la abuela ya tenía bastante con asumir que no iba a celebrar nónglì xīnnián por primera vez en ochenta y ¿seis? años —uno ya pierde la cuenta—. No: le tocaba quedarse con la abuela a Xu Wei, así que él se responsabilizaría.

Metódico desde que nació bajo el influjo de la cabra, hizo las maletas en un santiamén, porque recurrió a su viejo truco de canturrear listas con rimas para no olvidarse nada. Calzoncillos al bolsillo, el sombrero al maletero, la cartera en la guantera, camiseta y chaqueta y bragueta siempre en la maleta, yan xu bing’zi en el asiento junto a mí.

Li Na, cuyas razones para seguir enamorada de ese hombre se habían enraizado durante décadas en esas cancioncitas con rimas, estaba al borde de la convulsión. Ya había intentado por activa y por pasiva que su esposo no se marchara, porque el virus se está extendiendo, porque te juro que me divorcio, porque te mueres y a la hija le da un patatús, porque nadie cocina un wǔcǎi xuěhuā shànbèi como el tuyo, porque soy demasiado joven para enviudar, porque hace un frío que pela, porque soy demasiado vieja para buscarme un novio, porque te quedas aquí y punto. 

Pero Xu Wei seguía y seguía, con una sonrisa bobalicona y altas dotes de desobediencia, y a ella cada vez le invadía más la furia con esas enervantes e indelebles lis-ti-tas con ri-mi-tas. Al pasar de una estancia a otra, cada canción de Xu Wei reverberaba durante largo rato, como si se tratara de una de esas horribles ventosidades que se alojan en las habitaciones por un tiempo indeterminado: «calzoncillos al bolsillo, el sombrero al maletero, la cartera en la guantera…».

«La cartera en la guantera…» «LA CARTERA EN LA GUANTERA…»

Aquella pestilente canción por fin le dio una idea a Li Na y, zodiacalmente impulsiva como buen caballo, sacó la odiosa cartera de la dichosa guantera y lo dejó sin documento de identidad, sin carné de conducir y sin tarjeta de crédito. 

Esa despedida con un buen viaje y un llama cuando llegues y una sonrisa le extrañó muchísimo a Xu Wei, pero, a la vez, la sintió como una pequeña victoria, como el respeto que se le debe guardar al hombre de la casa.

En cuanto el coche arrancó, Li Na se metió en WeChat para hacerle una videollamada a la hija y esbozar el plan que había comenzado con el robo de la cartera y que rebosaba improvisación y carecía de futuro. La hija, espectadora del drama desde Estados Unidos, dijo entonces lo de la policía, con resolución maquiavélica y sed de paz.

Li Na le contó todo con pelos y señales al joven de la centralita, que si mi esposo va en un Chang’an naranja metalizado, con matrícula 辽B-C1603, que si no lleva documentación, que si acuérdense de que es peligroso salir de Dalian, que si deténganlo y mándenmelo a casa de inmediato. Pero el joven de la centralita transfirió la llamada a servicio en comisaría. Pero el servicio en comisaría le pasó con un radiopatrulla. Y, aunque la historia se fue desinflando sin remedio —Chang’an, naranja metalizado, 辽B-C1603, casa, de inmediato—, Li Na jamás se desesperanzó.

Cuando Xu Wei la llamó y le dijo que lo había parado la policía, ella se hizo la sorprendida y suspiró con alivio, pero él no le dejó abrir el pico: que si según AutoNavi en una hora y cuarenta y seis minutos llegaré a mi destino en Zhuanghe, que si la policía me ha dejado seguir porque ya sabes que soy encantador y que mi talento ha ido mejorando con los años, que si lo que ya no me funciona tan bien son las listas con rimas, que si estaba convencido de que tenía la cartera en la guantera, que si nos vemos en unos días, que si en una semana como muchísimo.

Como poquísimo: qué mes más horroroso. No solo la ciudad de Zhuanghe cerró las fronteras a los dos días de que llegara Xu Wei, sino que ni siquiera se le ha permitido salir del apartamento de la abuela, por carecer de documentos y por haberse desplazado desde otra ciudad —lo han tratado como un apestado al bueno de Xu Wei: ahí, encerrado en casa, con sensores en la puerta y un cartel advirtiendo a los vecinos de lo peligrosísimo que sería respirar el mismo aire que aquel tipo foráneo y probablemente vírico—. Menudas semanitas: enseguida brotaron dos casos en su edificio, les ha tenido que traer comida uno de los hermanos, tres casos, han jugado y jugado al mahjong (esa vieja es invencible), cinco casos, ha bañado a la abuela todos los días para limpiarla de virus, de virus, de virus, seis, parecía cada vez más pobre y más sucio con esas barbas —que encima dan mala suerte, y no tiene con qué afeitarse—, siete, ocho casos.

Li Na ha estado llamando a la hija y a Xu Wei todos los días; primero con preocupación, luego con melancolía y al final por inercia. Jamás había vivido sola y, para amenizar el aislamiento (y para celebrarlo) ha decidido hacer algo distinto. Inspirada por la hija, le ha dado por llevar una vida de gwailo: ha hecho zumba todas las mañanas, se ha tragado toda la filmografía de Audrey Hepburn y de Janet Leigh, se ha paseado por la casa en camisa de hombre y ha comido ensalada césar todos los días. Ha echado de menos a Xu Wei, claro, pero, ay, por nuestra señora de los tres zorros, qué felicidad, pero qué pena, pero qué a gustito.

Hoy por fin regresa Xu Wei, con prisa, con prisa, para no perderse esta tarde una comida con montones de cordero en casa de unos amigos, en las afueras de Dalian. Embriagado por la emoción de volver al hogar, Xu Wei lucha y lucha con la cerradura y, cuando por fin abre la puerta, lo hace con un estruendo espantoso. Li Na lo oye —como para no oírlo— y se resbala en la bañera, por la turbación y por los nervios —no se sabe si de los buenos o de los malos—. 

A pesar de los borbotones y borbotones de sangre que escapaban cinematográficamente por el desagüe, Li Na no quiere ir al hospital, porque comer cordero con puntos atenta contra las milenarias creencias de la medicina tradicional. Y ella va a engullir ese maldito cordero, que lleva un mes a base de ensaladas: no piensa dejar que le den ni un solo punto.

Ocho puntos. 

Xu Wei se niega en redondo a ir a la comida, por no querer tentar más a la suerte, porque ya ha tenido bastante mala pata: parece como si hubiera estado en un cuarto piso, si hubiera vestido de blanco, si le hubieran regalado un reloj, si hubiera dejado los palillos clavados en el arroz, si no hubiera seguido lo que dicta el feng shui, si hubiera adoptado una tortuga. Pero o vamos a la comida o te vuelves a vivir con tu madre y a mí me dejas tranquila.

Dentro de un rato, Xu Wei, bien afeitadito, comprobará si la cartera está en la guantera antes de arrancar el coche para llevar a su querida esposa con ocho puntos en la cabeza a degustar cordero. Y que pase lo que tenga que pasar.

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de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Teofanía

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La eclosión neovetusta de las palabras «misa en streaming» le causó un regocijo embadurnado de alivio. Se ha resignado estoicamente a renunciar a las caminatas con amigas por el Dish y a las clases de jazzercise, por mucho que le gusten. Todo por el bien común. Y, en su gran jardín trasero, podría correr, bailar o saltar en la cama elástica si quisiera. Nunca lo ha hecho, pero por qué no.

El ejercicio físico no es, pues, su mayor preocupación, pero sí le tortura perderse la misa de los domingos. Eso sí que no lo perdona. Ha dado una oportunidad a los vídeos de meditación guiada en YouTube y a las conversaciones teológicas durante la cena en familia; pero, después de unas cuantas semanas sin las palabras de terciopelo del cura, el huequito en el estómago se agranda a cada segundo. ¿Cómo afrontar estos tiempos turbulentos sin la paz espiritual de la santa congregación dominical?

Por eso, solo con leer «misa en streaming» en la web de su iglesia —a pesar de sus significados chirriantes, casi de cronología antónima—, se sintió un poquitito más cerca del cielo.

Hoy domingo, se ha vestido como para una boda y se ha dispuesto a corregir exámenes mientras espera a que empiece el servicio. Ha conectado la videollamada veintitrés minutos y cincuenta y siete segundos antes del inicio de la misa, cuando aún no había ni una sola alma por el ciberespacio cristiano, así que sigue tachando errores y poniendo notas, más distraída que de costumbre, debido a las campanitas que suenan, casi celestialmente, cada vez que alguien se conecta.

Seis minutos y catorce segundos antes de la misa en streaming, aparta los exámenes para revisarlos en un momento de más clarividencia y se empieza a fijar en las imágenes del resto de asistentes. Los hay por decenas y, cada vez que alguien habla, su ventana se convierte en la principal y muestra todos los secretos hogareños sin despojos, transformando en un santiamén a todos los demás en míseros e involuntarios espías de salones.

Aunque la longevidad de los parroquianos no es ninguna novedad, Caroline no puede evitar que le llame la atención la gran cantidad de pastillas en el primer plano, de respiradores en el último, de bastones y andadores por aquí y por allá —sin juzgar, sin juzgar, que es pecado: pero ¿no crees que es llamativo?—. A ella, que baja la media de edad un buen puñadito de años, le resulta casi pecaminoso espiar en los salones y salones de aquellos ancianos, los pobres ahí, entre sus pastilleros, sus cacharros ortopédicos, sus cojines bordados y sus fotos de antes de la guerra.

Empieza la santa misa; y los abuelitos, que usan el ordenador de pascuas a ramos, no están familiarizados en absoluto con el concepto «silenciar el micrófono». Las palabras del padre se ven, incesante e inagotablemente, interrumpidas por un «si aquí no hay ni Cristo», un «cielos, cómo funciona esto», un «sube el volumen, Joseph, por el amor de Dios». Las imágenes del padre se intercalan con señoras emperifolladas que gritan que no se enteran, con señores medio sordos que no se enteran de que gritan, con nietos y nietos que gritan y no se enteran de que no se enteran.

Estrépito y caos: qué calvario.

Caroline, vestida como un pincel y deseosa del momento, cada vez se siente más distraída y no hace más que intentar centrarse en la palabra de Dios —gloria a ti, señor Jesús—, pero la situación es más hilarante que solemne. Y exasperante. Y qué risa, pero qué desesperación, pero qué risa.

El cura resopla, bendice, resopla, resopla.

Un hombre joven —no tanto joven, joven, sino joven en comparación con el resto—, aparece en la pantalla principal como caído del cielo y muestra en un folio las instrucciones sobre cómo silenciar el maldito micrófono, escritas con letras del tamaño de una manzana. Caroline ve el cielo abierto, pero la bendición dura unos instantes: los longevos corderos, clic, clic, clic, lo intentan, clic, clic, clic, pero nada, clic, nada, clic, clic, nada, nada, nada.

Infierno en streaming.

Caroline explota por dentro —porque la procesión va por dentro, pero mecagüen D…—. Se muerde la lengua, se santigua, hace ademán de despedirse y cuelga cerrando el ordenador con violencia contenida.

Y su casa se sume súbitamente en el silencio más sigiloso. Y, ahí, en ese sacro silencio, ahí, ahí, escondido, ahí se resguarda su Dios.

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de Patricia Martín Rivas.

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Prolepsis

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Cuando toma el aire en el balcón, Phil se sume en el baile sempiterno de las copas de los árboles que cubren con ahínco la realidad urbana de cemento y ladrillo. Sus cabellos anaranjados no salen de paseo más que para lo justo y necesario; no así su mente: aquel verdor lo hipnotiza un día más hasta que su imaginación se desboca y ve —siente— la tierra siempre húmeda de Londres en cada pisada, las cosquillas de la lavanda movida por el viento y la minúscula mano del pequeño Colin, que a su vez entrelaza los dedos de su otra mano con los de Adrien.

De camino a la granja urbana, Colinho va trotando sin soltarse de sus padres y les cuenta cómo ha ido su primer día de guardería y pregunta incansablemente por qué, por qué, por qué. Phil lo entretiene enseñándole los números en portugués, Adrien le llena los oídos de cuentitos franceses y luego canturrean susurrantes Thinking Out Loud, porque siempre encuentran un hueco para entonar su canción. En la granja, Colinho se ríe a carcajadas y a veces le asusta algún gruñido y repasa los nombres de los animales en todos los idiomas de su universo. Cuando se le antoja un dulce, Phil no sabe si su hijo querría un muffin, un éclair o un brigadeiro, y la duda lo saca de cuajo de la ensoñación.

La interrupción no lo incomoda, sin embargo, porque la vuelta a la realidad se convierte en un deleitoso limbo donde el tiempo que habita en las copas de los árboles transcurre a cámara lenta. Le llama la atención cómo su subconsciente siempre elige los nombres más británicos que existen —hoy le ha salido un Colin, pero ayer se imaginó a una Prudence, el jueves a un Freddy y la otra tarde a una Daisy—; y le hace mucha gracia cómo enseguida los portugaliza, como si su lengua materna se impusiera casi indignada a los años y años de residencia en Inglaterra.

Vuelve del todo a la realidad con el sonido de un nuevo correo electrónico. Siempre que ve el nombre de la asistenta social en la pantalla de su móvil, le da un vuelco al corazón, cruza los dedos, llama a Adrien —¡mensaje de Ginnie!— y abre la misiva digital en su presencia. Suspiran: novedades sin novedades: otra entrevista conjunta más. 

Nunca saben muy bien qué les deparará la próxima cita con Ginnie. Adrien es algo parco en palabras, pero para el dicharachero de Phil siempre hay más y más y más de lo que hablar. En las entrevistas individuales se pasó más de dos horas contándole con todo detalle los pormenores de los amoríos de su tío favorito, las disputas que dibujan el lado más oscuro de la historia familiar y cómo desafió su abuela las rígidas normas sociales del Brasil de los 60 al criar a sus hijas. Las entrevistas juntos obligan a la pareja a mirarse más allá de las pupilas, confesar creencias que ni siquiera se habían planteado antes y tomar decisiones lejanas e intangibles férreamente. Y no solo se exploran el uno al otro: con cada reunión, Phil y Adrien sienten que ahondan un poquito más en las profundidades de sí mismos.

A pesar de sus temores iniciales, la pandemia les ha regalado ciertas facilidades en el proceso. Para las reuniones con la asistenta social antes del confinamiento, ambos estaban obligados a pedir el día libre en el trabajo, llegar con puntualidad britaniquísima, repeinarse, emperifollarse y esconder cualquier posible tic nervioso repentino. Pero ahora todo resulta mucho más sencillo, porque las citas por Skype se compaginan fácilmente con la jornada laboral, hay más permisividad con los cortes de pelo y reina una verdadera distensión al hablar desde la calidez del hogar.

En la última entrevista, Ginnie les avisó de que en la siguiente etapa tendrían que decidir la edad. En el caso de que quisieran un bebé, uno de ellos tendría que dejar de trabajar durante un año, pero en la empresa solo les concederían trece semanas pagadas, pero Londres es carísima y no tienen tantos ahorros, pero podrían si se cambiaran a un piso más barato, pero mudarse es un símbolo de inconsistencia y la agencia de adopción exige una estabilidad pétrea, pero igual con una ayuda del gobierno, pero todo esto solo se lo podría permitir el mismísimo Sir Elton Hercules John. 

En la próxima entrevista, tendrán que hablar de por qué quieren adoptar. Eso ha dicho Ginnie, además de la fecha y de la hora, que han confirmado ipso facto. Adrien refunfuña y entra a casa; Phil prefiere rezongar en el balcón y busca y rebusca un porqué no tan manido. 

Antes de abandonar la brisa del balcón, Phil echa una última mirada al exterior y siente una cierta fricción entre la abrumadora inactividad de aquellas calles (en las que no parece pasar nada) y la exaltación por el inminente cambio que llegará dentro de ¿semanas, meses, un año? Al contrario que ahí fuera, sus vidas se inundan de celeridad y emoción.

Hoy le toca cocinar a Adrien y, como sabe que Phil tiende a la melancolía y extraña las noches en Camden, ha preparado un fish and chips de bacalao, como el de Poppies, acompañado de una pinta de cerveza y de las mejores canciones de su bar favorito, The Hawley Arms, aún cerrado, pero hoy abierto en un hogar cualquiera de Londres. Para evitar hablar de las preguntas de Ginnie y de los miedos, las expectativas y los desafíos de la paternidad, se ponen al día sobre su jornada de teletrabajo: Adrien ha estado elaborando un anuncio de humus para Luxemburgo y Phil ha recopilado dibujos de los niños de sus amigos para que aparezcan en el canal de televisión. Como su vida social se viste únicamente de la del otro, la conversación elegida para tan especial velada se extingue pronto y no pueden evitar que el futuro vuelva a sus bocas y acaban hablando de cuando vayan los tres a Mantes-la-Jolie a visitar a los padres de Adrien, de lo buen ejemplo que será la cariñosísima ahijada de Phil, Lily, de cuando visiten Petrópolis para hacer la presentación oficial del nuevo miembro de la familia, de los bailes que se pegarán en el salón al ritmo de las Spice Girls.

Todas las noches —incluso las noches de Camden—, la pareja ve una serie, y hoy están de suerte: hay un nuevo capítulo de una de sus favoritas. Pero a los seis minutos y dieciséis segundos, Adrien ya está durmiendo a pierna suelta, como de costumbre, así que Phil se resigna a dejar Killing Eve para mañana, porque conoce los límites fijados por el código moral de su sacra unión y sabe que no ha ver ni una escena más él solo. 

De naturaleza más nocturna, a Phil aún le queda un buen rato para que le invada el cansancio. Como a Adrien Friends no le hace tilín, se clava dos capítulos, conteniendo la risa con todos los chistes, aunque se los sepa de memoria. Entre broma y broma, mira de reojillo a su marido, quien, cuando duerme, desborda ternura y parece quinientos años más joven. Poco a poco, se va ovillando a su lado y Adrien le cede su cuerpo para acurrucarse, como imantado por la somnolienta inercia de su idilio. En ese momento y como cada noche, Phil se va adormilando con la absoluta certeza de que sus cuerpos encajan a la perfección y recuerda a Colinho y a Prudencenha y a Freddinho y a Daisynha y sus párpados se rinden ante la añoranza del futuro.

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Catarsis

Qué bonito el mensaje de Rose. ¿No es encantadora Rose? Hace años que no hablan y ahora, de repente, le manda estas bellas palabras. Siempre ha tenido un corazón enorme Rose, ¿verdad? El mensaje de su antigua amiga arropa a Laura toda la mañana y le ilumina el confinamiento durante unos cuantos días. La buena de Rose, qué ramalazo le ha dado, qué atenta, mírala.

Menos de una semana después le llega un saludo de Linda, tan melifluo como el de su otra amiga: que si su mágica sonrisa, que si sus gráciles andares, que si su dulzura inigualable. Laura se siente bien, arropada por el cariño de la gente a la que quiere. Qué suerte tiene. Qué suerte.

El mensaje de Richard es el que despierta sus sospechas: «Siempre que vislumbre el cielo californiano, sentiré que me están mirando tus ojos azules, que son, han sido y serán los más bellos que existan». ¿Y este hombre? ¿Cómo que ahora le da por la zalamería? Él siempre ha sido como un libro cerrado, como un ser inerte y sin sentimientos que existe pero que no es. Y ahora qué mosca le habrá picado. Bueno.

Bueno.

Bueno, lo que pasa es que Laura lleva años enferma y los mensajes se multiplican víricamente, se convierten en un goteo constante y diario. Lo que empezó como un rayo de luz se convierte en una tormenta: más que de cariño, cada mensaje está cargado de truenos fulminantes con previsiones obituarias.

¿Años enferma? Lustros, más bien: un tumor cerebral, lupus, linfoma, cáncer de estómago, EPOC y a saber qué más. Su cuerpo, paradigma y viva imagen del vademécum. Lo que pasa es que nadie cree que Laura vaya a sobrevivir a la pandemia y no le mandan mensajes de amor, sino de despedida, de muerte. 

Laura se enfurece: si alguien va a sobrevivir, será ella: la máxima superviviente. No por nada, simplemente que protegerse es su especialidad. Ella podría dar lecciones magistrales sobre pasar semanas sin poner un pie en la calle y no perder la cabeza, sobre evitar virus y bacterias, sobre sobrevivir.

Como vuelva a recibir un mensaje sobre su esplendorosa sonrisa, sus andares livianos o su exultante dulzura, va a vomitar. Quizás el coronavirus no pueda con ella, pero esta avalancha de mensajes contagiosos la tiene con un pie en la tumba. De verdad.

Se acumulan palabras y palabras y palabras, que se niega a leer, así que se le enquistan y le supuran y la envenenan. Para sobreviviente, Laura. Basta ya.

Pero, una mañana, ojeriza y vencida, abre el ordenador y se resigna a leer la ristra de mensajes de muerte apilados. Así, juntitos, resplandecen. Laura brilla toda entera: quizás sí que sean palabras de cariño… Eros/Thánatos/Eros: palabras de amor pero de muerte pero de amor.

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Filosofía

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La inmensidad se dibuja ante sus ojos: el infinito naranja se funde con el azul, que luego se torna rosa, morado, amarillo, hasta que empieza a abrirse hueco la oscuridad con olor a té, una oscuridad que se inunda de sopa y yogur y dátiles y dulces melosos y leche; y comen por primera vez en toda la jornada, con más templanza que voracidad, agradecidos por otro día de aprendizaje.

La velada comienza sobre las siete de la tarde y nunca se sabe cuándo termina. Moha no es capaz de recordar cuánto tiempo hacía que no estaban todos juntos ni cuándo fue la última vez que no tenía que engullir estos manjares a matacaballo —porque siempre salía un tour al norte al día siguiente y había que dormir al menos un par de horas—. Aquellos días, en los que no paraba ni un solo momento, ni un mísero segundo, ahora solo existen en la memoria. ¿Te acuerdas? Que si para arriba, que si para abajo, que si un beso, otro beso, que si adiós, que si al día siguiente tenemos cuatro excursiones, que si yallah, yallah, yallah. La convivencia del Ramadán con la familia —la abuela, las tres hermanas, el hermano— le hinchan el pecho de dicha. 

Lo tiene claro, le sonríe la fortuna: no le cabe duda de que no existe mejor lugar que Merzouga para pasar estos tiempos inciertos. En las ciudades, hay más aglomeración y no se puede salir a pasear como si nada. Solo de pensarlo, un escalofrío le recorre la espalda. No concibe vivir sin la caricia de las dunas, sin el frescor de la madrugada, sin los susurros de Dihia en los pliegues del viento.

Cuando se acaba el apetito, caminan entre los montículos apagados por la noche y llenos de frescor. Susurren o callen, siempre se sumen en la avasalladora paz del paisaje. Algunas veladas, ese trocito de vastedad se rinde a los deseos de la ghaita, del gembri, de las qraqeb, del bendir, acompañados de palmas y cánticos y bailes y no existe nada más, ningún otro lugar ni pasado ni futuro ni virus que valga. Inshallah. La silueta del té con azúcar vertido con cierta altura resiste hasta que los rayos del sol resquebrajan la madrugada y, solo entonces, los bereberes abrazan el sueño para aniquilar algunas de las dieciséis horas de ayuno que trae consigo el nuevo día.

Cuando abandona el mundo de los sueños, Moha se enfunda en la túnica, se enrolla el turbante y se calza las babuchas, preparado para lo que le depare el nuevo día. Inshallah. El desierto está más vacío que nunca. Qué hermoso poder verlo constantemente solo a través de sus propios ojos: se toma todo esto como una lección para valorar lo que tiene y se repite una y otra vez, a modo de zalá, que a saber dónde nos va a llevar este mundo, que por lo menos tenemos tiempo para nosotros, tiempo para nosotros, tiempo.

Ahora no hay trabajo, pero sí quehaceres —comprar esto y lo otro, alimentar a los camellos, acudir a la mezquita—, y pasea por el pueblo bañado de una sensación inusual de extrañeza: no solo los restaurantes y los hoteles han cerrado por un tiempo, sino que también hay vecinos que prefieren no saludar más que con el verbo. A Moha le parece que el salam labas bikhir se llena de vacío al no tocarse los unos a los otros: si nos va a pasar algo, nos pasará; hay solo una muerte, no hay dos. Quizás si hubiera alguna persona infectada en el pueblo, el cuento cambiaría y también negaría apretones de manos y besos y abrazos y besos y besos.

La convivencia del Ramadán también ha cambiado, porque la gente no se junta en grandes grupos. Vale, no pasa nada: ese tiempo en familia es más dorado que los reflejos en la arena a las tres de la tarde, cuando el sol brilla y hace treintaitrés grados y no se puede beber. Pero Moha lo lleva bien, eso de no beber, porque el calor abrasador y la sed desesperante se visten de familia. Podría ser peor.

Cuando le desgarra el hambre, eso sí, sueña que vuelve a viajar: él nunca ha salido de Marruecos, pero recorre el mundo a través de las personas cuyos caminos desembocan en su tierra. En las contadas ocasiones en que el joven se suelta del presente, extraña compartir con los turistas, hablarles de las constelaciones, enseñarles el alfabeto árabe, dejarlos boquiabiertos en las gargantas de Dades, mostrarles cómo mover la lengua para hacer el zaghrouta maghrebiya, contarles las tradiciones de los bereberes —o de los berberechos, como dice él, que es un bromista nato—. Le apetece reírse a carcajadas una vez más al explicar que tentmert significa «gracias» en bereber y «tiene mierda» en catalán. Quizás porque él ha crecido caminando de puntillas por una cuerda sostenida en tres mundos, el bereber, el árabe y el musulmán, siente predilección por los chistes interculturales. Sin esas (con)vivencias internacionales, su desparpajo no existiría, ni su magnífico dominio del español, que practica a diario con sus amigos al otro lado del estrecho, a los que a saber cuándo volverá a ver, inshallah, y quienes están cogiendo la fea costumbre de dejar en visto los mensajes y mensajes que Moha les manda para que no se olviden de él ni de su negocio.

Pero ahora los únicos turistas llegan con sus propias caravanas y miden mucho las distancias. Mejor. Cada cosa que pasa siempre trae algo bueno. Aunque jamás lo confesaría, sabe que hay una cierta belleza en no ver por enésima vez cómo se hace el aceite de argán, en no llevar en la furgoneta a seis españolas que se desgañitan cantando David Bisbal, en no buscar y rebuscar restaurantes y hamanes buenos, bonitos y baratos para europeos que lo primero que aprenden en árabe es a decir que no tienen dinero: walluh fluss. No ha elegido el descanso, pero lo recibe con los brazos abiertos y, a la vez, está listo para volver a disfrutar en cualquier momento de los nuevos amigos internacionales que le traiga la vida. 

Eso de que la prisa mata y la pachorra remata, que tanto les dice a los turistas, es de broma pero de verdad; y las calles de Merzouga —los edificios anaranjados, los sacos de especias, la algarabía diaria, los aromas— siguen su ritmo natural. El virus acentúa la dulce parsimonia de la vida bereber. «Vosotros tenéis reloj y no tenéis tiempo y nosotros no tenemos reloj y nos sobra tiempo», repetía, mirando de reojillo el móvil para calcular cuánto quedaba para que llegara el próximo tour. Moha disfrutaba intentando que sus invitados entiendan a los bereberes, pero se ha dado cuenta de que él mismo se ha alejado de ese modo de vida. Ahora le inunda la prodigiosa armonía de no dar ni una sola explicación sobre su cultura, de sumergirse de lleno en ella y no tiene por qué subyugarse a los dictados occidentales, que tampoco llega a comprender del todo. Y es que ¿para qué seguir con obstinación unas exigencias al ritmo de tictac, tictac? Mejor dejarse llevar por los soles, las lunas y al-Qurʼān.

Por las tardes, Moha y sus amigos se hacen vídeos y fotos saltando desde las dunas altas y la estela que crea la arena queda petrificada en las imágenes. Ese tipo de instantáneas les encantan a los turistas, así que las comparte en redes, para que estos lares no caigan en el olvido. El Sáhara del siglo XXI está formado de arena, sol, estrellas y mensajes y directos y me gusta, me gusta, me gusta. 

Pero eso de capturar cada instante es más bien cosa de extranjeros: su familia no vive atrapada en la galería de su móvil, sino que pervive en el presente de cada momento compartido. ¿Qué sentido tiene fotografiar a su abuela cocinando si el olor queda fuera del retrato? ¿Para qué inmortalizar a sus hermanas jugando si sus risas perecerán sin aferrarse a la imagen? 

Quedan semanas de ayuno. Parece que este año Moha celebrará Eid al-Fitr con la familia al completo. Parece, parece: nunca hay nada seguro. Como buen nómada, Moha vive en el hoy y saboreará cada momento hasta que llegue el gran festín, que también será fenomenal, al igual que los días, los meses, los años por venir. Inshallah. Pero esos pensamientos no lo avasallan, nada más viven en él como apacibles certezas. Ahora solo hunde los pies en el calor de la arena, siente la suave brisa en el rostro, contempla la inmensidad y se ensimisma en su existencia más puramente espiritual.

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Autarquía

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Beyoncé está atrapada en sus uñas de gel —no es Beyoncé Beyoncé, pero es que María no quiere que se sepa su nombre verdadero, porque es demasiado común y prefiere utilizar el de su ídolo como apodo para que no la reconozcan por la calle—. Bueno, pues resulta que Beyoncé enfermó antes de que el virus antes de que el virus llegara oficialmente a Europa y estuvo nueve días con fiebre y mucho malestar, pero se recuperó, porque se cuidó y porque tuvo suerte y porque no es grupo de riesgo y porque desconoce si tuvo el coronavirus este de los huevos o solo gripe o vaya usté a saber qué.

Ya está del todo recuperada. No conoce los pormenores de su padecimiento, pero el caso es que está recuperada. Para celebrar su mejoría, invirtió veinte euritos en que una señora china le hiciera unas bonitas uñas de gel rosadas —naturales por ir en sintonía con su color de piel—, con una florecilla en un costado —naturales en un sentido más botánico— y bien pegaditas a la lámina ungular, bien, bien pegaditas.

Era la primera vez que se hacía las uñas de gel, pero se lo merecía, coño, que estuvo al borde de la muerte —o al menos tuvo una fiebre horrible, horrible— durante nueve días. Se merecía un premio en forma de uñas. Claro que se lo merecía.

El problema es que, cuando llegó la pandemia ya con el visado oficial, los negocios que no fueran absolutamente necesarios tuvieron que cerrar por un tiempo indeterminado por órdenes del Bundesregierung. Y ahora resulta que las uñas de gel son un capricho. Jódete y baila. Todas las chinas de las uñas cerradas. Todas. 

Ya han pasado dos semanas desde que metiera la mano en ese cacharro con una lámpara ultravioleta que abrasaba como los mil demonios. Dos semanas: las uñas están fearrutas. Wikipedia dice que crecen a una velocidad promedio de 0,1 milímetros al día. Eso son ya 1,4 milímetros. A Beyoncé se le asoma la luna creciente por la cutícula.

La pobre Beyoncé, confinada en su casa y teletrabajando sin disciplina, teclea y teclea en su ordenador y mete mal los números en Excel, porque esas malditas añadiduras a sus pezuñas cada vez sobresalen más y presionan donde no deben y se le desbarajusta todo. Tiene que revisar cada cálculo con lupa.

Y lo peor es que no puede concentrarse, porque su amiga Carmen —tendremos que llamarla Gwyneth por cuestiones de privacidad— le dijo que uy, uy, uy, que esas uñas y ese gel son un nidito de coronavirus. Desinfecta, desinfecta. Un ni-di-to.

Beyoncé revisa las celdas, la mitad mal, porque los nidos de coronavirus adoran el caos, y no encuentra la manera de concentrarse, porque las palabras de Gwyneth le rondan por la cabeza sin respiro. Además, el ordenador se lo trajeron del trabajo hace unos días: seguro que todavía tiene bicho. Se va desinfectando las uñas con un espray cada poco rato. Operación matemática, flis, flis, corrección, flis, multiplicación, flis, flis, etcétera, flis, flis, flis.

Luego la compra, que esa es otra. No pueden traérsela a domicilio sin que le cueste un ojo de la cara, porque vive sola y, para poder disfrutar del servicio gratuito, hay que pillar comida para un regimiento. Así que va al súper, qué le vamos a hacer. Por lo menos, con suerte, arriesga la vida de las uñas de gel: en las compras anteriores, se le han desprendido dos con las malditas asas benditas de las bolsas, pero otras veces no va a tener tanta buena mala suerte, aunque lo intente. Y vaya si lo intenta. 

Cuando sale, pone en práctica todos y cada uno de los consejos que ha visto en los vídeos que le han pasado por wasap: lleva guantes y mascarilla, no toca nada de nada, regaña a una mujer que manosea pan tras pan a toda piel —pero ¡señora, copón!—, hace la cola a dos metros de distancia, se cruza de acera si viene alguien de frente. Y mil cosas más, mil cosas. Un sinvivir, mire usté. Al llegar a casa, sigue los protocolos de desinfección ya desde el descansillo —que si un cubo con amoniaco a la entrada para los zapatos, que si bolsas de plástico para apoyar las bolsas de plástico, que si dejar el abrigo en una zona de desinfección (que ella en realidad no tiene, claro, porque vive en un estudio, no en una mansión)—. Se lava las manos como si no hubiera un mañana. Oye la voz de Gwyneth: desinfecta, desinfecta, flis. Se frota y se refrota los niditos de coronavirus, que han estado muy expuestos. Y luego mata y remata con un flis, flis, flis.

Se siente fea, con las uñas así. Un día se alisa el pelo, que ya siempre lo lleva rizado y no se lo plancha desde la última vez que fue al Fabrik, en esa época tan lejana cuando vivía en Madrid; puf, haría más de cinco años que no llevaba el pelo liso. Se ve rara: entre ese pelo y esas uñas parece un nosequé. Hace videollamada con su madre, qué fea estás, con su mejor amigo, qué fea, qué fea. Y se lava el pelo enfurruñada para que le vuelva el rizo, pero las uñas no se caen por mucho que insista e insista en el cuero cabelludo.

Ha aprendido a hacer punto con vídeos de YouTube y se le pasan las horas volando, pero no se quita de la cabeza las uñas, porque las ve danzar y danzar con las agujas. Las uñas sin gel, las que se le rompieron al cargar la compra, no son del todo sin gel, porque tienen restos repegados, que tampoco se puede quitar. Las otras uñas están cada vez más al borde, pero bien adheridas, brillando en rosa y en flor, y con la luna de las cutículas ya llena. No sabe si es peor el remedio o la enfermedad: para que se queden así de asquerosas, con los pegotes y todo, mejor que no se le caigan, ¿o no?

Beyoncé no sale de casa más que para hacer la compra, pero lo que le hace sentirse atrapada son esas uñas de gel ñoñísimas: en qué momento me las hice, quiero mis veinte euros, no me vuelvo a poner uñas de gel jamás en la vida jamás, jamás.

Entre que si uñas esto y que si no uñas lo otro, los días se pasan rapidísimo: ve una peli de explosiones y sudores protagonizada por Angelina Jolie y se le olvidan las uñas; cocina y ahí están las uñas, mirándola, flis, flis; toma el sol en el balcón cuando no nieva en Berlín y ¿uñas, qué uñas?; hace ejercicios de HIIT y le duele todo menos las uñas; teje y teje y uñas y uñas y flis; se echa una siesta y no sueña con uñas; lee a Julia Navarro y a veces se asoman por el bordecillo de las páginas, flis, flis, y otras se pierden entre las tramas de la novela; organiza partidas de bingo por Skype y las uñas empujan las bolas, flis, pero es divertido y no le importa tanto —por algo ostenta el título no oficial de Online Bingo Queen—. 

Ya lleva 2,1 milímetros (o tres semanas) confinada, y parece que va para largo, pero los días se van diluyendo, se van diluyendo, diluyendo. Su mayor preocupación en la vida es que las chinas abran las tiendas de uñas. Bueno. Quizás algún día se caigan las uñas de gel por el inevitable precipicio dactilar que supone el paso del tiempo. Quizás ese día llegue antes que la fecha incierta del fin de la cuarentena. Quizás.

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Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Cromatismo

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Hilda mira a su hija por la ventana y la llena de luz. Es puntualísima, lleva un par de semanas haciéndolo, espléndida, universo mediante, sin faltar ni un solo día. Yazmín se lo toma según le pille —con la piel anegada, con furia bermellón, con la calma áspera, con el espíritu en flor—, pero siempre, siempre, siempre se asoma a la ventana a eso de las seis para recibir a su crepuscular madre. Porque así, solo así, tiene sentido aquello de #QuédateEnCasa: sin los colores de Hilda, la casa sigue pareciéndole un hogar desangelado.

Suena en bucle Águas de março, como no podría ser de otra manera, e Hilda sonríe en naranja y violeta y canturrea é a vida, é o sol con una voz rosada. A Yazmín, la canción más bien se le atasca en la garganta y no puede desenfundar ni una notita —con lo musical que es ella—, porque la noite y la morte aún le laten en las sienes.

Los atardeceres limeños se dibujan más bellos que nunca. La gente lo achaca al parón de la vida frenética en esta ciudad tan gris y contaminada, pero eso no son más que habladurías: Yazmín sabe de sobra que es su madre al fim do caminho —porque la enterraron justo a las 11.11 de la mañana, con los portales para otra dimensión abiertos, y resplandece desde ahí— y que los atardeceres seguirán llevando su luz y su rostro hasta que la velen como se merece. Da igual lo que piense el resto: ella está convencida que Hilda Luz hace honor a su segundo nombre todos los días a eso de las seis.

Después del crepúsculo, Yazmín se seca las lágrimas y hace yoga y luego corre un ratito por la azotea, para abrir los chakras, estirar el cuerpo e intentar despegarse aquel mistério profundo, pero no consigue que deje de ser misterioso ni que abandone las profundidades.

Hilda siempre decía que el espíritu es eterno y el cuerpo solo una vestimenta y ahora sigue su creencia al pie de la letra y aparece en cada cena en las bocas de Yazmín, el papá, el hermano y Celestina —más que el ama de llaves, parte de la familia—, porque un sabor o un chirrido o una palabra o su tenedor favorito siempre la traen al recuerdo. Y del recuerdo pasa a los ojos melancólicos. Y de los ojos baja a la lengua. Y la lengua la convierte en la protagonista de cada cena. E Hilda está ahí, ahí, a promessa de vida no teu coração, masticando, saboreando, siendo, siendo a su manera. 

Se empeña también en salir en cada película, en cada serie, en cada libro: los ojos de la aristogata Marie recuerdan a Hilda, la valentía de Khaleesi la calzaba también Hilda, la inteligencia de Jo es idéntica a la de Hilda. Todo. Absolutamente todo grita «Hilda, Hilda, Hilda».

Yazmín procura acostarse temprano, porque se levanta a las siete para trabajar y porque se está curando con rutina. Su madre la acurruca con un ligero silbido otoñal y con o corpo na cama se va quedando dormida.

Sola en la clínica, por las restricciones, Hilda apagó su cuerpo cuando ella lo decidió: se marchó el mismo día del equinoccio y de San José y fue una de las miles de personas que enterraron ese día, sin la presencia de amigos ni familiares, de tan mala la situación vírica. Al igual que fue ella misma, y no el cáncer, quien eligió el día de su partida, Yazmín teme que el espíritu de Hilda decida largarse cuando se acabe el confinamiento y tiene la pesadilla recurrente de que la velan como es debido y Hilda deja de ser Luz.

Pero al día siguiente Yazmín se levanta y no cesa el estado de emergencia y teletrabaja y, a eso de las seis, su madre la baña de nuevo con naranja y violeta por la ventana.

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El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Tricofagia

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No hay nada como el contacto de los pelitos de gata en las papilas gustativas. Con Isis se complica bastante eso de arrancarle aquellos manjares capilares, pero Nut se deja hacer más perrerías y entonces Abril le quita los pelos de un tirón y los convierte en delicatessen y disfruta de la sensación y los escupe y los traga y se le quedan bailando y bailando por la boca.

Abril persigue a las gatas a gatas por el pasillo. Nut e Isis acaban cediendo. No aprenden. O aprenden, pero se les olvida o les merece la pena o en realidad lo disfrutan o no les importa y caen de nuevo en las redes de aquella humana cazadora de pelajes. Nut, más maternal, suele dormir con Abril, pese a la contingencia alopécica, aunque hay veces que se harta y lanza un mordisquito suave de aviso o directamente se marcha de su lado. Isis la evita más, pero Abril se sale con la suya de vez en cuando, porque las cosquillas de ese pelo, mucho más cotizado por la diversión que entraña agenciárselo, saben a las mil maravillas. 

Pero no siempre puede enganchar a las gatas con facilidad. Cuando la persecución se complica, se conforma con otros pelajes: el vello de hipopótamo sabe a volteretas verdes, los mechones de oso tienen un regustillo muy rosa, la melena de mono recuerda a un dulzor violeta. Pero, al final, los que arranca del cuento se le hacen bola en la boca y no los traga con tanta facilidad, así que vuelve a intentarlo con las gatas.

Por algún motivo, Isis se deja acariciar más en la terraza, donde le gusta relajarse al sol. Abril la sigue, sibilina, y le gusta quedarse ahí largo rato, tenga éxito o no con la magnífica degustación capilar. Desde que no sale de paseo por Móstoles en el carrito, adora ese espacio: ahí corre el aire, reside la música del carillón, brillan los colores, habitan palmas y bailoteos. Y, a las ocho de la tarde, es ella quien suele dar la palmada inaugural del aplauso para los sanitarios.

La gente que vive en los pisos vecinos vuelve con las mismas canciones una y otra vez, una y otra vez, todas las tardes, y Abril disfruta al reconocerlas y las baila y aplaude con entusiasmo en cuanto acaban. La señora que la llamaba siempre «rebonica» por los pasillos es la que comienza los festejos diarios con Volveremos a juntarnos, que es una sensiblería, pero bueno, Abril desconoce la tragedia y jamás le hace ascos a un aplauso, plas, plas. Luego viene, ya por tradición, la del vecino ese sesentón —ese, ese que la raspaba con el bigote cada vez que la veía en el portal—, que le ha dado por el Resistiré, y ya ahí a Abril le viene todo el subidón y se menea como una posesa y canta a grito pelao y a su manera y da palmas durante toda la canción y el sumun del plas, plas, plas llega al final con minúsculo entusiasmo mayúsculo. La algarabía acaba cada noche con la melodía de la pareja de enfrente —la de la tela roja, amarilla, roja ondeando desde un ventanuco—, que se encarga de poner una música que recuerda un poco a una nana, pero mucho más difícil de seguir para Abril, que siempre se lía y aplaude después de la parte esa donde sus padres cantan lo de «y Juan Carlos de Borbón se lo lava con jabón», plas, plas, porque parece que la melodía acaba, pero luego sigue. Siempre sigue. Plas. Mejor, así hay más palmas. Plas, plas, plas.

Con el cambio de hora, las vecinas de enfrente pueden ver mucho mejor a la pequeña, y le lanzan besos y la saludan. A Abril se le dan de perlas las abuelitas, así que les devuelve el saludo con desparpajo, pero aún no sabe tirar besos, así que las deja, sin quererlo, con la miel en los labios. Quién sabe: igual aprende pronto y les tira a las señoras trocitos de felicidad en forma de ósculos flotantes.

Abril es feliz sumida en la brisa primaveral. Da igual si está en la habitación jugando con su reflejo o si va colgada de su madre cuando hace las tareas: solo con oír la palabra «balcón», Abril lo deja todo y sus manos comienzan con el plas, plas, plas, como llevada por un impulso irrefrenable. Ella sabe que tiene que dar palmas y lo cumple. Al igual que cuando sale a la terraza, aunque no sea la hora fijada de los aplausos para los sanitarios. A fuerza de costumbre, ya tiene el balcón vinculado a ese gesto de alegría: pasa un rato por la mañana haciendo pompas de jabón con su madre y plas, plas; se planta al sol con su padre para que le lea un cuento y plas, plas, plas; se queda obnubilada con el carillón y aplaude y carcajea cada vez que suenan las campanitas, plas, mientras mordisquea las pinzas de tender; sigue a Isis a la terraza y la gata baja la guardia y Abril primero aplaude y luego hace zas y ñam en un abrir y cerrar de ojos. Y ya a las ocho comienza el festival de las palmas, que lo disfruta y que lo echaría de menos si alguna vez la rutina cambiara.

Abril ya sabe decir «mamá» —bastante clarito— e «Iziz» —con muchas babas en el ceceo—, que son a quienes persigue testarudamente para alimentarse. Sale a menudo con ellas a comer a la terraza —y no solo delicias lácteas y capilares— ahora que la primavera está de buen humor, plas, plas; y se llena toda la cara de puré al intentar usar la cuchara y se alegra mucho cada vez que el sol la baña y aplaude y aplaude.

Aquellas tardes en el parque y en la piscina se van difuminando en la nebulosa del olvido y no recuerda todo lo que la cansaban ni que se acostaba mucho antes; y se ha acostumbrado a ver a sus abuelos por videollamada y señalarlos con el dedo y sonreírles para indicar que los conoce y luego seguir intentando comerse los pelos de Nut y de Isis. La normalidad para Abril no significa salir a la calle —¿calle?, ¿qué calle?—, sino echarse siestas, comer pelos y pelos, andar agarrada a los muebles, reír a carcajadas con el cucutrás, tomar teta, jugar en el corralito y escuchar la música de los vecinos 

El primer abril de Abril nace y muere con la realidad del balcón —el toldo con hojas de roble y eucalipto pintadas, las sillas rosas, los cactus resecos, el carillón— como su único contacto con el exterior. En su memoria bailan incesantemente nuevas verdades y costumbres y enseñanzas. Un mes equivale al diez por ciento de la existencia de la pequeña, así que el balcón no se dibuja como un mero lugarcito al aire libre, sino como todo un universo.

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Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

El amor en los tiempos del coronavirus

[Cuentos pandémicos basados en historias reales alrededor del mundo con pinceladas de ficción.
Proyecto literario en curso.]
El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín RivasNiña en sillón azul, de Mary Cassatt

Idiosincrasia

Ensimismada por la insistencia de su cilantro en amarillear, Angélica se imagina su propia muerte con una clarividencia abrumadora por enésima vez en la vida. Y eso que ahora no fuma. Antes, cuando se acomodaba durante horas en la barda de la Casa de Cortés, para ver a la gente de paseo y susurrarse efímeras ficciones ajenas mientras se vestía los interiores con humos, jamás le invadían pensamientos obituarios. 

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Acribia

Cada vez que ve su propia imagen, se le aparece Alfonsina Storni para susurrarle alguna perogrullada. «Al mirar mis mejillas, que ayer estaban rojas», le canturrea, dejándole a Giselle con la duda si se referirá al maquillaje o a las ronchas.

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Onirismo

Al fin y al cabo, Keza lleva ya un tiempo practicando la omnipresencia: añadir otra ciudad a la lista no tiene por qué cambiar nada. El sábado arranca con una entrevista de trabajo por Zoom, que le había dicho a Ganza que acabaría a las doce como mu-chí-si-mo, pero ya han pasado tres cuartos de hora desde el mediodía y la muchacha sigue ahí, con la lengua embadurnada de sus escarceos curriculares como ingeniera informática, el desparpajo que la caracteriza y augurios de mudanza: si la eligen, llegará a Seattle, Washington, en seguida, sí, sí, ningún problema, si me pilla cerquísima, no hay nada que me ate. 

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Caleidoscopio

Todo está en paréntesis. Y qué: volverá. No pensaba que fuera a vivir una revolución, a estar viva para ver las calles llenas del grito unánime, las pintadas, los cacerolazos desde los balcones, los zarpazos de justicia, la sed de lucha. El estallido social le ha regalado la carantoña de la justicia y el sentirse chilena por primera vez, pero no con un orgullo nacional hueco, sino con una fuerza intrínseca y voraz que la inunda ferozmente.

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Atmósfera

Jamás se había presenciado una tormenta de tal magnitud en el seco verano de Kilstonia. Qué raro que llueva con tanta furia en esta parte de Oregón: tan solo esta mañana, el cielo estaba tan despejado que Vera ha visto con claridad desde la ventana cómo un castor estaba en medio de la isla poniéndose morado a sauce. El sauce del Vera. La mujer ha saltado de la cama de un brinco, como si no tuviera ochenta y un años ni le acabaran de operar de un pie, ha agarrado su rifle calibre 22, ha abierto la cerradura del balcón, ha esperado unos instantes para no alborotar al bicho, ha empujado la puerta lentamente, ha colocado el arma sobre la barandilla para evitar cualquier temblor inesperado, ha guiñado un ojo, ha dicho entre dientes «ya te tengo, cabronzuelo» y lo ha hecho añicos, convirtiéndolo en otro de los testigos de su excelente puntería.

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Gastronomía

Todo se debe al fatídico festival de durian en la oficina y al consecuente atracón. Y lo peor es que la idea la ha tenido el propio Ong, animado por la llegada de junio y con ganas de complacer a sus compañeros, con paladares sumidos en la pesadumbre y anhelantes de los sabores arrebatados. 

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Peripecia

Vendrá primero la madrugadora de Manoli, la panadera, que es una balsa de aceite y a quien a veces hay que arrancarle las palabras de la garganta; luego le toca a Juan, ese que se compró una casita en la zona nueva, que parece un lorito de repetición y le pone a uno la cabeza como un bombo; más tarde tendrá a las dos hermanas, las señoras mayores que viven un poco más arriba de la calle, que son la alegría de la huerta y siempre lo piropean por tener cada ojo de un color; a las cuatro acudirá la dueña del bar de la plaza de la Iglesia, la Mari, que está muy sola y se desahoga en cada visita y suele soltar alguna de esas lagrimillas que dejan un nudo en la garganta, pero al final se acaba yendo con la autoestima por las nubes; después será el turno del chiquito este joven de las loterías, cómo se llama, ay, que no para quieto y pone los nervios a flor de piel y hay que cerrar los oídos y contar hasta cien para tranquilizarse; casi al final llegará Julito, el bedel del colegio, a quien le sientan genial los consejos y la maestría de Dioni y se va con el guapo subido; y ya a última hora tiene cita Antonio, el patatero, que trae tranquilidad y un soplo de aire fresco y le pone al tanto de todo entre broma y broma con la confianza de la amistad.

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Melomanía

Andréi sueña con que se le emborronen las manos de nuevo al tocar los preludios de Rachmaninov delante de un público expectante hasta levantar un viento que se lleve por los aires los calcetines del señor barrigón y bigotudo de la primera fila y acabar la actuación con el piano en llamas al no soportar sus cuerdas la vibración.

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Geografía

Tartaletas de fresa y nata, bizcocho de plátano, tiramisú artesanal, pastel de chocolate, tarta de zanahoria, magdalenas con glaseado de unicornio, corona de bizcocho de limón, dulces rellenos de cabello de ángel, rollos de canela y pan, pan y más pan. Todo caducado, pero algo es algo.

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Mnemotecnia

Lo de llamar a la policía se le ocurrió a la hija. Ella tampoco es que quisiera que lo detuvieran para que pasara la noche en el calabozo —con un foco mayor de virus que de presos, seguro—, pero, en cierta manera, se lo había buscado él solito: conducir hasta Zhuanghe era del todo descabellado.

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Prolepsis

Cuando toma el aire en el balcón, Phil se sume en el baile sempiterno de las copas de los árboles que cubren con ahínco la realidad urbana de cemento y ladrillo. Sus cabellos anaranjados no salen de paseo más que para lo justo y necesario; no así su mente: aquel verdor lo hipnotiza un día más hasta que su imaginación se desboca y ve —siente— la tierra siempre húmeda de Londres en cada pisada, las cosquillas de la lavanda movida por el viento y la minúscula mano del pequeño Colin, que a su vez entrelaza los dedos de su otra mano con los de Adrien.

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Filosofía

La inmensidad se dibuja ante sus ojos: el infinito naranja se funde con el azul, que luego se torna rosa, morado, amarillo, hasta que empieza a abrirse hueco la oscuridad con olor a té, una oscuridad que se inunda de sopa y yogur y dátiles y dulces melosos y leche; y comen por primera vez en toda la jornada, con más templanza que voracidad, agradecidos por otro día de aprendizaje.

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Tricofagia

No hay nada como el contacto de los pelitos de gata en las papilas gustativas. Con Isis se complica bastante eso de arrancarle aquellos manjares capilares, pero Nut se deja hacer más perrerías y entonces Abril le quita los pelos de un tirón y los convierte en delicatessen y disfruta de la sensación y los escupe y los traga y se le quedan bailando y bailando por la boca.

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Cromatismo

Hilda mira a su hija por la ventana y la llena de luz. Es puntualísima, lleva un par de semanas haciéndolo, espléndida, universo mediante, sin faltar ni un solo día. Yazmín se lo toma según le pille —con la piel anegada, con furia bermellón, con la calma áspera, con el espíritu en flor—, pero siempre, siempre, siempre se asoma a la ventana a eso de las seis para recibir a su crepuscular madre. Porque así, solo así, tiene sentido aquello de #QuédateEnCasa: sin los colores de Hilda, la casa sigue pareciéndole un hogar desangelado.

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Autarquía

Beyoncé está atrapada en sus uñas de gel —no es Beyoncé Beyoncé, pero es que María no quiere que se sepa su nombre verdadero, porque es demasiado común y prefiere que no la reconozcan por la calle; así que mejor utilizar el de su ídolo como apodo (seguro que existen más fans de la diva que Marías hay por el mundo)—. Bueno, pues resulta que Beyoncé enfermó antes de que el virus saliera de China con el pasaporte en regla y estuvo nueve días con fiebre y mucho malestar, pero se recuperó, porque se cuidó y porque tuvo suerte y porque no es grupo de riesgo y porque desconoce si tenía coronavirus o solo gripe o vaya usté a saber qué.

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Catarsis

Qué bonito el mensaje de Rose. ¿No es encantadora Rose? Hace años que no hablaban y ahora, de repente, le manda estas bellas palabras. Siempre ha tenido un corazón enorme Rose, ¿verdad? El mensaje de su antigua amiga arropa a Cristina toda la mañana y le ilumina el confinamiento durante unos cuantos días. La buena de Rose, qué ramalazo le ha dado, qué atenta, mírala.

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Teofanía

La eclosión neovetusta de las palabras «misa en streaming» le causó un regocijo embadurnado de alivio. Se ha resignado estoicamente a renunciar a las caminatas por el Dish, a las clases de jazzercise, a los paseos en bici de acá para allá, por mucho que le gusten. Todo sea por el bien común. Y, bueno, dispone de un gran jardín trasero, donde podría correr, bailar o saltar en la cama elástica si quisiera. Nunca lo ha hecho, pero por qué no.

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~ Love in the Time of Coronavirus ~

 

Palabras intraducibles

LLETRAFERIT
[Catalán] 
~Amante de las letras~

Cuando traducía, a veces —muchas, muchas veces—, sentía como si le atravesara una flecha: ya se había topado de nuevo con una palabra salvaje e indoblegable. La flecha sabía a historia, a recuerdos de antaño, a canas, a floración perenne y a castañas asadas. La flecha —oh, la flecha— hería porque rezumaba verdades y leyendas y solo podría trasladarse a otra lengua dando rodeos a la palabra —palabra bellamente intraducible—: sintiéndola, vistiéndola, describiéndola hasta cubrir un agujerito donde se hallaban los pedazos que carecían de nombre. La flecha enriquecía la lengua y la vida y los recuerdos y la memoria.

SCHADENFREUDE
[Alemán] 
~El placer obtenido a partir de la miseria ajena~

Necesitarías varias vidas para leer toda la literatura en español, una lengua que se empezó a registrar por escrito en el siglo XIII.

En el Yucatán de 1562, el misionero español Diego de Landa ordenó el auto de fe de Maní, por el cual se destruyeron innumerables objetos mayas. De Landa escribió a propósito:

«Hallamosles grande número de libros de estas sus letras y, porq no tenían cosa en que no oviesse superstiçion y falsedades del demonio, se los quemamos todos, lo quala maravilla sentían y les dava pena.»

Los mayas realizaron registros escritos durante casi dos mil años, con un complejo sistema de signos.

[Dos mil años son veinte siglos. Veinte.]

Podrías leer los veinte siglos de escritura maya en un par de tardes: solo cuatro libros se salvaron del nombre de Dios.

TSUNDOKU
[Japonés] 
~Dejar un libro a medias de leer
con otros libros a medias de leer~

I

Las bibliotecas siempre me han parecido los lugares más llenitos de muerte y de belleza: no son más que un cementerio de autores (y unas poquititas autoras) que ya no existen más que en la tumba de las palabras —palabras, en algunos casos, ya muertas: de tumba doble—: voces muertas de voces muertas; autores a veces tan complejos (a veces tan pesados) que queremos leer y no leemos y los rematamos un poquito más.

II

Pero ese día, después de esa noche en que me quedé sin batería en mitad de una película, me aventuré a la biblioteca. Rodeada de voces muertas, busqué un asiento cerca de un enchufe y conecté el ordenador y, sin que pudiera hacer nada para remediarlo, comenzaron los jadeos.

De los nervios, no atinaba a meter la contraseña, jadeos, tímidas miradas de asombro, jadeosjadeos, fallo al poner la contraseña, jadeosjadeosjadeos, pupilas acusadoras inundadas de juicio final, jadeosjadeosjadeosjadeos.

Puse la contraseña y, un segundo antes de conseguir parar el vídeo, quedó claro que los gritos no eran de placer, sino de la angustia y la desesperación fílmicas de aquella familia española ahogándose en las aguas de un tsunami.

Como si el orgullo alguna vez me hubiese importado, conseguí aguantar el tipo haciendo con que investigaba y narraba una tesis maestra durante dos horas, seis minutos y catorce segundos.

III

Y aquellas fueron las últimas dos horas que he pasado en una biblioteca. Al fin y al cabo, mi escritorio ya yace a la sombra del críptico Sartre, del infumable Galdós y de las olvidadas —por no estudiadas, pese a homenajeadas—: Alós, Zayas, Laforet, Coronado. Mi estantería ya es un cementerio de voces que empecé a leer y se me atravesaron o me aburrieron u olvidé. Mi estantería ya está repleta de voces muertas de voces muertas, que oyen (mis) jadeos y no me juzgan y siguen muriendo amarilleando.

MOKITA
[Kilivila]
~La verdad que todo el mundo conoce,

pero de la que nadie habla~

Nunca se me ha ocurrido celebrar la venta de un Mendieta; ni maldecir a los italianos por que un Velázquez se cotice más bajo que un Anguissola; ni ponerme increíblemente violenta (ni darle un puñetazo a alguien en la nariz) cuando Jeff Koons vende una de sus obras; ni insultar a los catalanes y meterme con ellos por que una gran institución ha decidido adquirir un Juan Gris en lugar de un Dalí; ni celebrar a voz en grito que Abramović ha llenado otro museo; ni esperar que alguien me dé la enhorabuena por que un Van Gogh se haya vendido a un precio desorbitado.

Obviamente, jamás entenderé el fútbol.

BACKPFEIFENGESICHT
[Alemán]
~Cara que se merece un puñetazo~

Era un hortera con todas las letras. Literalmente, de hecho: tenía una gorra con la visera muy plana y muy levantada que rezaba —brillante, cegadoramente— «Toronto». Estábamos en el mismo círculo y se produjo un silencio incómodo, por lo que me aventuré y me presenté, estrechándole la mano, preguntándole de dónde venía:

—Toronto —lo pronunció así, de esa forma tan nasal en que lo dicen en su tierra: Torono, Torono; más nasal, más corto, más nasal: Trono.

«No me digas», pensé, aún con el deslumbramiento clavado en mis córneas a causa de esas letras relucientes en la visera. Pero no hice ningún comentario —ya tenía bastante con contener la risa e intentar recobrar la salud de mis ojos—.

La conversación siguió por los derroteros habituales, con las dificultades típicas que presentan los bares (la música alta, los gritos): qué cuánto tiempo llevas en Berlín, que si viniste con trabajo, que si hablas alemán, que si te costó encontrar piso; hasta que, finalmente, nuestras lenguas consiguieron salir de la ciudad.

—Viví en California un año —afirmé.

Le interesó saber algo más sobre el español allí hablado y en seguida me preguntó por mi superioridad respecto a los mexicanos.

—Bueno, la verdad es que no creo que sea superior a nadie. Esa gente estaba ahí por las mismas razones que yo, lo único es que para mí resultó más fácil por tener un pasaporte europeo, lo cual me parece totalmente injusto, por cierto. No creo que sea superior, en todo caso: para mí todos somos iguales, aunque las circunstancias y, sobre todo, la suerte influyan en nuestro camino. Muchos de los mexicanos que están allí tienen trabajos que los blancos no quieren aceptar y se ensucian las manos porque están condicionados por la miseria de su tierra y de su familia, no porque sean inferiores.

[Primero Ban Ki-moon, luego Malala y ahora yo.]

—No te he preguntado eso —contestó el atónito torontoniano—, sino si el español de España es o se siente lingüísticamente superior.

[Rubor, ven a mí, toma mi cuerpo.]

—No, para nada —finge normalidad, finge, finge; no grites, no llores de vergüenza—. A ver, todas las variedades del español son igual de válidas. Una cosa es que guste más o menos a alguien en particular, pero no creo que sea superior.

—Me tengo que ir.

Se levantó sentenciosamente y se fue sin más y no muy lejos: comenzó a hablar a unos pocos metros de mí, y nos evitamos el resto de la noche.

[El resto de la vida.]

SOBREMESA
[Español]
~El tiempo que se está a la mesa

después de haber comido~

Años atrás, cuando trabajaba, se eternizaba después de la fruta, pero una vez, mientras comía un plátano muy verde, escuchó una conversación ajena:

—Solo un grupúsculo dejó África para repoblar el mundo, mientras que una infinidad de variedades genéticas se quedaron en aquel continente y evolucionaron. Por eso, existen más diferencias genéticas entre los africanos del este y los del oeste que entre los suecos y los japoneses.

[Revelación.]

Se quedó con la boca abierta tanto tiempo que el plátano se volvió amarillo y lo despidieron y se especializó en África y plantó un platanal con aquella cáscara.

[Los recuerdos: plátanos melifluos;
un platanal de suecos y japoneses;
África es Platanaceae;
madre de todos: aquí y allá: Madre.]

UTEPILS
[Noruego]
~Disfrutar de una cerveza al sol~

Te han obligado a marcharte, y lo sabes. Te ayudaron con becas y sacaste tus (oh, tus) estudios —tus carreras, tus másteres—; pero ya no te quieren. Y, ¿por qué?

Pues porque no. Y punto. [Hay un porque sí, pero es muy largo y muy feo y muy manido y muy, ay, bostezo.]

Y tú dices que estás allá —que no estás acá— porque te gusta la aventura, porque te quieres comer el mundo, porque la vida es muy corta y la Tierra es muy grande. Bueno.

¿Y qué si te contrataran aquí? ¿Qué harías?

Presumes de ceviche, presumes de guacamole, presumes de crêpes y de gofres, presumes de sushi, presumes de fainá. Pero yo sé que lo que tú quieres es tomarte una cerveza en una terraza, conmigo, en cualquier lugar de La Latina, en cualquier lugar de cualquier lugar rodeado por el Manzanares.

ILUNGA
[Chiluba]
~Perdonar una ofensa la primera vez,

tolerarla la segunda, no aceptarlo la tercera~

A vosotros no os puede la sed de rencor, eso es lo que os pasa. Es imposible que penséis que (no) lo van a volver a hacer, porque ese huequito que os queda entre la memoria y los recuerdos no es más que una cicatriz profundísima, invisibilísima.

Vuestro umbral del rencor se halla demasiado verde y os enrojecéis enseguida, pero la hinchazón baja con un gol o un punto de partido y se os olvida que os están apaleando el espíritu porque hemos ganado, hemos ganado; hemos perdido tanto.

Consideráis vuestras viditas como una cerilla quemada, que aún tiene mechita, que puede servir para algo, que, que, que, ah, ja, puaj; pero no os dais cuenta de que la fuerza se acaba y de que pronto no os quedará fósforo, de que dejaréis de friccionar.

No vais a las manifestaciones porque os da miedo, pero porque gastáis flema, pero porque, ay, qué tal porque. No os da pena de vosotros mismos y no tenéis lo que hay que tener, porque perdonáis, toleráis y —ay, aquí está el problema— aceptáis, aceptáis, aceptáis; pero, claro, tenéis lo que hay que tener (lo que os endosaron que había que tener, lo que os publicitaron que había que tener): una televisión de plasma, un móvil de última generación y vuestras uñas hipotecadas, pero con un Euribor y un TAE variable de rechupete, de los que ya no dan.

[Pero ya, por fin, estamos hasta el moño.]

RETROUVAILLES
[Francés]
~Alegría de encontrarse a alguien

después de mucho tiempo~

Ambos se quedaron absortos en el convencimiento de que no habían cambiado ni un ápice. Sí, él ya no presumía de melena; sí, ella había colgado muchos autorretratos en las redes sociales durante todos estos años: pero la sorpresa de la juventud aún intacta fue inevitable.

Después de la sorpresa, el abrazo.

Y que si qué tal y que si cuánto tiempo y que si por qué y que si silencio. Y que si qué tal. Qué tal. Qué tal.

Sentados en la terraza, la una frente al otro, ella añoró su pelo y se imaginó que, si siguiera existiendo, los interminables rascacielos de Manhattan se reflejarían en rubios mechones pretéritos, como si tuvieran espejos, como antes, ay, cómo.

Se pusieron al día, sin que ella le echara en cara los años de mensajes huerfanitos, las excusas para (no) volver a verla, la ruptura tan puta y abrupta. La ilusión por verlo cementó la rancura y la rapidez de los efectos del cóctel endureció el cemento.

Que si qué tal. Qué tal, qué tal. Que si ya hace mejor tiempo. Qué tal; qué tal.

Y que cómo que aquí, en Nueva York; y que siempre me ha chiflado Nueva York; y qué que visa tienes. Silencio.

[Silencio.]

Anillo. Pum. Cásate conmigo.

[Silencio roto con copas rotas.]

Pero ¿cómo me voy a casar contigo?: hace seis años que no te veo.

No es que ella quisiera: jamás lo volvería a besar: la solidez del cemento era impenetrable; pero iban a quedar y se encontró un anillo en el suelo de St. Mark’s Place y ella pensó en el obvio fatalismo.

Es que estoy enamorada de St. Mark’s Place. [Saliva.] Y si no te casas conmigo, me echan, porque se me caduca la vida, digo la visa, y me tengo que marchar y yo quiero MoMA cada semana y me lo debes, carajo.

Se lo debía (bueno): la dejó por teléfono cuando a ella le habían diagnosticado un (¿cuasi?) cáncer y no quiso volver a verla: Nos queremos desigual fue la excusa en español roto, como si el cáncer no tuviera un poquitín de cemento o él un poquititín de compasión.

Nos queremos desigual, alegó ella, clavándole las pupilas cuadradas, y St. Mark’s Place.

Y él se miró los pies.

Pero había una mesa en medio;
y en la mesa brillaba un anillo.

RAZLIUBIT
[Ruso]
~El sentimiento de desenamorarse~

Ya no veía las lucecillas en los ojos de quienes admiran mis palabras y notaba cómo se oscurecían y hasta se apagaban.

Estaba claro: necesitaba gafas.

Fui a la consulta, donde había un mostrador, con un hombre sabio detrás —sabio en la concepción clásica: mayor, canoso y hombre— y una mujer de pie en la parte de fuera. No me quisieron atender ya, ya, ya: el doctor no abrió la boca, pero la enfermera me dijo que regresara al día siguiente, temprano, sin preguntarme siquiera si mi cuerpo querría madrugar.

Cuando volví, el doctor seguía sentado detrás del mostrador —escribiendo textos inteligibles, (re)leyéndose el vademécum u operando a corazón abierto, quién sabe—, y me hizo rellenar un papel y esperar en una salita.

[Una salita de (des)espera.]

La enfermera me llamó y me invitó a entrar y comenzó a preguntarme, preparando un informe detallado para el doctor. Me hizo decir unas cuantas letras reflejadas en un espejo, como buena enfermera, y después me explicó que me mediría la sequedad de los ojos.

Me empecé a odiar: ¡era la doctora! Como no era canosa, ni mayor, ni, sobre todo, hombre, me había hecho mi propia película.

[Clásica película clásica.]

Cogió unos papelitos, me pidió que mirara hacia arriba y los colocó en esa parte entre la córnea y las pestañas —¿cómo se llama esa parte entre la córnea y las pestañas?—.

Dolor superlativo: claramente, se había dado cuenta de mi presunción sexista —¡yo, sexista! ¡con lo que me quiero!— y me iba a dar mi merecido. Me dejó con esos papeles punzantes dentro de los ojos, se acercó a una pantalla y manipuló el ordenador. Comencé a entenderlo todo: lo que me había puesto era un dispositivo como el que le colocan al protagonista de La naranja mecánica, y ahora, como castigo, me obligaría a ver una película porno.

[película porno
Del lat. pellicŭla; Del gr. πορνο

1. f.; 1. adj. coloq.
Film sexual en que se veja a las personas del sexo femenino (personas, sí, sí: personas)
Irreal Academia Española © Todos los izquierdos reservados]

Cuando estaba imaginando con certeza la insoportable visión de un falo golpeando el rostro de una muchacha hasta introducirse violentamente en la boca para provocarle el vómito, la doctora sacó las cuchillas de papel de mis ojos.

«Tienes las ideas un poco secas, pero es algo normal al vivir en una sociedad patriarcal», me tendría que haber dicho.

—Tienes los ojos un poco secos, pero es algo normal al vivir en una ciudad contaminada —me explicó—. Y aquí tienes la graduación para las lentes que necesitas.

—¿Me puedo comprar unas gafas moradas?

—Las gafas siempre tienen que ser moradas —dictaminó.

KOMBINA
[Hebreo]
~Acuerdo turbio~

Antes de que se asigne el sexo, todos los fetos desarrollan pezones; y, así, en el caso de que el proceso desemboque en una niña, esa futura mujer podrá elegir alimentar, si decide tener descendencia. Los pezones de los niños se dibujan, pues, como las cicatrices de lo que podría haber sido, como un capricho inútil de la naturaleza, como un guiño rasguñado de la maternidad. ¿Por qué nosotras, entonces, tenemos unos pezones que son sinónimo de vergüenza y vosotros podéis airear los vuestros —no más que una burda copia— a los cuatro vientos?

MURR-MA
[Wagiman]
~La búsqueda con los pies de algo en el agua~

La sirena cautiva vomita pulpos de siete patas en la taza del váter. No sabe si culpar a los pulpos, las patas o las cervezas; aunque probablemente sea el amor lo que te sentó mal, sirenita. Siempre le hunden esas películas (¿y qué le voy a hacer?, me encantan): un bípedo conoce a una bípeda, se enamoran —o no—, se aman —o no— y sobre todo —eso sí— se liberan juntos en la cama. Y yo, pobre de mí, tengo las puertas cerradas, porque eres cautiva de tu cola, sirenita. Porque no aprecias el placer de que te chupe el lóbulo izquierdo, de acariciarme la mano, de que entrelacemos las pestañas.

MAMIHLAPINATAPAI
[Yagán]
~Mirada entre dos personas que quieren hacer lo mismo,
pero ninguna da el paso~

No había nada más poético que la armonía de aquellos coches que giraban a la izquierda en sentidos opuestos por aquellas tierras mientras la radio suspiraba jazz. Después de tres años sin volver por allá, se le había olvidado cuánto amaba meterse en ese amasijo de ruedas y ejes, participar en la naturaleza de la máquina, contaminarse de contaminación. Disfrutaba tan magnamente del espectáculo que hasta se había olvidado de ella por unos instantes.

De ella.

Cuando la vio, casi no podía creerlo. Llevaba todo este tiempo preguntándose si ambas reaccionarían igual o si la balanza del abrazo quedaría desequilibrada. Al primer abrazo le siguió otro; luego otro; luego.

Prometieron verse todo lo posible. Y se vieron todo lo posible. (Con o sin sus parejas, pero todo lo posible.)

La primera noche, ella le preparó la cena recalentando comida precocinada del carísimo supermercado en que siempre hacía la compra y la presentó en el plato con suma elegancia. La saborearon con placer mientras la luz del atardecer la bañaba casi con descaro, acentuando sobremanera la belleza de la forma de hablar de los pliegues de su boca. Cuando llegó el postre —los restos del pastel de chocolate del casamiento de ella; del casamiento con él—, la vela en el centro de la mesa tomó el relevo para acariciar su piel de ella, con un movimiento constante e hipnótico que bailaba con el ritmo de sus palabras.

El ritmo de sus labios.

—Ya no dormimos en la misma cama —le confesó, contenidamente llorosa.

De ahí arrancaron una serie de sesiones de las cuales la confidente salía exhausta y luego quedaba rotita, más que nada por la cantidad de arañazos azules que le producía el dolor de su amiga del alma.

En los días siguientes, pisaron de nuevo los baldosines que conformaban las tranquilas calles residenciales; tomaron té en lugar de cerveza, en un ramalazo consciente del arrastre del reloj; recordaron los tiempos dorados —ella con mayor melancolía—; y volvieron a bailar en donde antaño acostumbraban: claro que volvieron.

Le asombró la espeluznante cantidad de recuerdos borrados de su mente que seguían atrapados en aquellas cuatro paredes: los dientes con fundas brillantes del camarero de siempre, los anuncios de cerveza rusa omnipresentes en la barra, la limpieza inmediata de las copas rotas, la visión del cielo desde el patio que permitía charlar por quedar la música alejada, la cara de serio (¿la cara de malo?) del jefe del cotarro; la vida.

Los chicos quedaron atrás, en el patio, charlando sobre banalidades, mientras prefirieron amontonarse en el tumulto y bailar canciones futuras de moda. El entusiasmo de volver a estar ahí juntas se encapotó con las nubecitas de infelicidad que ella arrastraba.

—No me gusta ver tu tristeza, porque eso significa que existe.

—Los chicos se podían besar —sentenció con una sonrisa; los ojos tristes—. Y nosotras podríamos besarnos.

 Y rieron.

CAFUNÉ
[Portugués]
~Acción de peinar a alguien con los dedos suavemente~

Se cuenta que, unos días antes de morir en un accidente de automóvil, Albert Camus afirmó que no había nada más estúpido que morir en un accidente de automóvil.

Lo que no se sabe es en qué pensó justo antes de caducarse para siempre semprísimo, con quién habló por última vez, si le dio igual no volver a sentir con las yemas de los dedos cada centímetro del cuerpo de.

IKTSUARPOK
[Inuit] 
~La frustración de estar esperando a que llegue alguien~

Para Maggie, el mundo exterior está compuesto de escaleras y escaleras, de escaleras hacia abajo, de escaleras ad infinitum. Al vivir en el quinto y último piso, las veces que ha conseguido escaparse ha abandonado al final el descenso, por creer que nunca habría nada más que distintas series de escalones agrupados hasta la eternidad.

A su hermana, Ellie, le fascinan los bailes desenfrenados y los avances del mundo moderno. Ellie es vegana y bulímica o por lo menos lo parece. No hay un ser en todo el planeta que adore tan profundamente el brócoli y las pieles de patata: pero entre medias de la noche, cuando nadie puede controlarla, come tanto —tanto, tanto— que vomita todas las mañanas en dos o tres puntos del piso. Cabría pensar que quisiera marcar su territorio o que padeciese estrés, por las tantas visitas que tenemos siempre en casa.

Maggie y Ellie oyen nuestros pasos al subir y nos esperan en la puerta con alegría, desesperación e impaciencia, con muchas horitas de soledad en su bolsita de la memoria, y no intentan escapar y no vomitan y suspiran un poquito como maullando cosas de amor con aliento de sucedáneo de pescado.

GÖKOTTA
[Sueco]
~Levantarse pronto para escuchar a los pájaros~

Madrugar no era lo suyo —lo de nadie, dicen, pero menos aún lo suyo—, así que no lo hacía: había destinado todas sus fuerzas a empezar a trabajar a horas razonables (las doce del mediodía, las cuatro de la tarde), y quien quiere, puede.

No le sobraba el dinero, claro, porque los grandes negocios se hacen al alba: cuando abren la bolsa, cierran las piernas, abren las tiendas, cierran la vida. Pero era feliz, porque el dinero no hace la felicidad y no madrugar, sí —haga la prueba—.

Coincidir con amigos se hacía más complicado: cuando salía del trabajo, los demás se recogían porque —oh, pusilánimes— tenían que madrugar. Y todo se convertía en un bucle de hasta la próxima, cuando tengamos un hueco, ya nos veremos, hasta la próxima.

Con los años, llevó su decisión demasiado lejos: quedaba únicamente con compañeros del trabajo, quienes eran aburridos pero no madrugaban; tomaba somníferos si se desvelaba a las nueve de la mañana; se negaba a mantener una relación amorosa (demasiado trajín matutino); descartaba la idea de tener esas pústulas lloronas y desveladoras más comúnmente conocidas como hijos.

Se jubiló con renqueo una primavera especialmente violeta y descubrió enamoradamente y a la vejez viruela, en una finta de sus sueños, el delicioso cantar del clarín, candoroso, apaciguador, tempranero.

GEZELLIGHEID
[Holandés]
~Calidez placentera que proporciona
el tiempo compartido con los seres queridos~

Solo interrumpía el tintineo de las agujas para agarrar el matamoscas y espachurrar a las bestias, que no se merecían admirar las labores del ganchillo. Su mundo, al final, se reducía a eso: tejer, matar moscas y comer en el salón; mear, dormir, teñirse las canas; y la ineludible partida de cartas dominical con las amigas. Teníamos en común la sangre y las necesidades fisiológicas y poco más: pero mi abuela y yo podíamos hablar durante horas y horas. Su mundo era este salón, que está igual, pero pereció perennemente al agotarse la poesía del ganchillo; y no quiero volver aquí, pero tengo que volver, pero no quiero, porque no tiene sentido.

APAPACHAR 
[Náhuatl españolizado]
~Acariciar el alma~

Nunca se lo conté, pero cuando mi madre me mandaba a hacer la compra, me frotaba las yemas anhelando que añadiera huevos a la lista.

No había en el mundo en mi mundo nadie con la precisión y el aplomo de la huevera: preguntaba que si blancos o morenos y en seguida agarraba los huevos a puñados, como si fueran pedruscos irrompibles, y los distribuía por el cartón con el tesón a flor de piel y la delicadeza de una mariposa. Lo hacía rigurosa, ágilmente; rauda, amante de sus cualidades.

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No lo sabes, pero pasaste años arrullándome los entresijos. 

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Ya inmersa en la treintena, me sumergía en un cuadro de Rothko y la huevera se paseó por mi mente con desparpajo, sabiéndose merecedora de romper la cáscara de aquella paz: me susurró que nunca olvidara que mi capacidad de meditar a mis anchas por el expresionismo abstracto se la debía a sus embelesadoras enseñanzas de gallus gallus domesticus.

MERAKI
[Griego]
~Entregarse con toda el alma a algo
y hacerlo con creatividad y pasión~

Cuando jugábamos a los superhéroes en el recreo, siempre me pedía a Spiderman, pero los fines de semana mi superheroína era la Juani. La Juani cuidaba de mi abuela con el corazón y le decía palabras dulces cuando la enferma anciana se quejaba y le cambiaba los pañales sin torcer el gesto y le pegaba un grito cuando se hacía necesario y le cocinaba sus platos favoritos y le limpiaba la babilla con esmero y tesón y soportaba los efectos de las drogas que (des)arreglaban a mi abuela y le acariciaba el arrugado rostro con los labios para despedirse.

La Juani siempre nos recibía con una sonrisa de oreja a oreja y sonoros besos, como si no llevara horas y horas pendiente de la abuela y del reloj, ni hastiada y exhausta por las ancianas luchas, ni anhelante de la diminuta libertad que le otorgaban los relevos.

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Se pueden degustar más relatos basados en palabras intraducibles en
Saudade, de Patricia Martín Rivas.