Enigma

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Kawa maúlla mantras desde fuera de la puerta mosquitera y Akiko entrelaza los miaus que le regala el presente, kan-ze-on, na-mu-butsu, y entona los cánticos que lleva repitiendo cada mañana antes del amanecer durante más de treinta años, yo-butsu-u-in, yo-butsu-u-en, con una concentración arraigada en la práctica, bup-po-so-en, jo-raku-ga-jo, una estricta disciplina, cho-nen-kan-ze-on, bon-nen-kan-ze-on, y una energía más propia de una chavala que de una septuagenaria, nen-nen-ju-shin-ki, nen-nen-fu-ri-shin.

El amanecer hawaiano revela poco a poco el exuberante verdor y los grillos y las ranas que llevan toda la noche de cháchara dan paso a los pájaros, que no descansarán la garganta hasta que no caiga el sol. Akiko adora ese silencio lleno de melodías que compone su hogar y lo saborea durante unos instantes antes de comenzar la jornada.

Lleva un par de días con una preocupación recurrente que se le aparece incluso durante la meditación —una es humana, qué le vamos a hacer—: ha de resolver el conflicto del shi-shi antes de que se derrumbe la casa más grande de toda la hacienda, ese lugar donde antaño convivían nueve o diez trabajadores de las plantaciones de azúcar de Hakalau y que seguro que tenían menos roces que estos cuatro patanes de vida y llanto fáciles.

Akiko acepta el enredo con la paciencia aprendida de la filosofía budista y, sobre todo, con la experiencia de alguien que lleva tres décadas gestionando su negocio y recibiendo a blanquitos quejumbrosos en su propiedad. Empezó allá por los albores de los noventa, con un conocido que le pidió alojamiento a cambio de un puñado de dólares y Akiko durmió en el suelo y le ofreció su propio futón y un delicioso desayuno y con el dinero compró otro futón y luego una cama y otra y después apañó la casa de los trabajadores del azúcar y más adelante construyó las cabañas en el jardín trasero y acabó por dedicarse a arreglar todo el pueblo.

Ese pequeño imperio en medio de la selva del que está tan orgullosa ahora lo pone en entredicho un tipo que lleva meses alargando la estancia en la casa porque «no es seguro buscar piso con la que está cayendo» y que se niega a proyectar los orines en el ángulo correcto o, al menos, a limpiar el shi-shi que invade el suelo sin decoro. Encima, la novia de aquel mequetrefe se ha tragado sus falacias. Ayer, la pareja le entregó una lista con las horribles fechorías de sus compañeras de casa pormenorizadas: «21/12/2020, 8:37 – Cuchillo con restos de mermelada de frambuesa en el fregadero, sin lavar»; «21/12/2020, 14:46 – Tres migas de pan anómalas, probablemente integrales, en el ala sureste de la encimera, consecuente hilera de hormigas nueva»; Akiko pasa las páginas con impaciencia, «26/12/2020, 15:04 – Rollo de papel casi terminado, con 1,5 cuadrados restantes, y sin el próximo listo sobre la tapa del váter, según las pesquisas»; etcétera, etcétera, etceterísima. Akiko susurró una de sus coletillas («Intrigante…»), pero no se lio a mirar con detalle aquellas páginas y páginas de tinta emborronada, claro, porque una tiene poco tiempo y mucho nervio y porque, a decir verdad, la caligrafía del meón deja mucho que desear y no merece ni medio minuto. Si llega a verle la letruja antes de alquilarles la habitación, bien sabe Buda que ella no estaría aquí y ahora pasando por este embrollo. 

Esa lista ha sido lo que faltaba para terminar un año lleno de dificultades; y todo porque las chicas le dejaron una nota al tipo pidiéndole que no meara fuera del váter y el cuarentón se indignó hasta límites insospechados, alegando que su mamá le enseñó en su momento a hacer sus cosas como hay que hacerlas. Al crecer con su madre y cuatro hermanas, ¿acaso no crees que sabe todo lo que hay que saber sobre menesteres urinarios en un baño compartido? Por qué va a ser él quien apunta fuera, sostiene la novia, como ignorando que el resto de la casa alivia las vejigas en posición sentada. El grandullón incluso llamó a su mamá para informarle sobre la opresión por la que su niño estaba pasando, y ella estalló en una carcajada, sin más, lo cual demuestra irrefutablemente que hay imperfecciones en el diseño del inodoro. Y puesto que no hay pruebas fehacientes de que esos orines provengan de él, se niega a limpiar el suelo —¡con lo mal que tiene la espalda!— y, claro, huele todo a meado y las chicas, de apenas veinte años, se ven obligadas a someterse a los mandatos fálicos y fregotear a cada rato las baldosas húmedas y pestilentes.

Qué manera de acabar este inolvidable y extraño 2020 en que Akiko ha sufrido ya bastantes cambios, con lo que a ella le gusta la rigidez de la rutina: primero tuvo que dejar de acoger a huéspedes durante unos meses —como si se pudiera permitir afrontar tanto gasto ella sola—; luego empezó a recibir gente como a escondidas, forzando cuarentenas e invitando a cada persona recién llegada a evitar el camino que da a la carretera y usar un atajillo con una inestable escalera oxidada para moverse de un lado a otro de la inmensa hacienda y así no levantar las sospechas de los vecinos, que andan con la mosca detrás de la oreja y el ceño siempre fruncido. Después de tan solo tres décadas aquí, para algunos ella aún levanta sospechas y no es más que una extraña de Oahu que solo trae a más forasteros con excéntricas costumbres.

Todo este panorama la abrumó hasta tal punto durante las primeras semanas, que había días en que desoía la alarma a las 4:44 de cada mañana para levantarse y meditar, y su compañero fijo de la práctica ancestral tenía que despertarla retorciéndole con ternura el dedo gordo de un pie. Gracias a él, la mujer pudo mantener el ritmo tambaleado por la pandemia.

Pero hay algo que le duele más que nada: tener que renunciar al festival de mochis que lleva celebrando en su casa más de veinte años, que atrae a más de seiscientas personas en cada ocasión, tanto de esta isla como del resto del archipiélago y que aparece en toda buena guía de viajes que se precie. Cómo le gustaría machacar el arroz con su familia espiritual para elaborar el dulce desde las seis de la mañana, preparar adornos florales, charlar con las pitonisas y las vendedoras de frutipán y poke que nunca fallan, escuchar a los más ancianos narrar historias sobre la plantación, agarrar el micrófono para hacer reír a su ávido público con cualquier chorrada que se le pase por la cabeza, en su salsa, en su día, en su hacienda, menearse al ritmo de los tambores japoneses y recaudar dinero para la preservación de los cementerios, la escuela, el pueblo, su legado. Extraoficialmente, Akiko es la alcaldesa de Wailea. No, no: la reina de Wailea.

Extraña el maravilloso festival de mochis, pero acepta el cambio con estoicismo y no se aferra más de lo necesario a la melancolía, sino que se centra en el osoji, la tradición japonesa de limpiar a fondo durante los últimos días de diciembre para recibir cada año nuevo con la pulcritud emocional que se merece. Empezará por el jardín. Ya se ha cambiado el kimono de la meditación por su atuendo de diario —ropa ancha y ajada, pañoleta a la cabeza con una flor amarilla enganchada a un lado, la larga melena recogida en un moño y un sombrero de paja encima—; y coge la motosierra con firmeza para despedazar la palmera que anoche derribó el viento y que ahora obstruye uno de los caminos de tierra. Akiko sabe que en realidad mide uno noventa y pesa ochenta y cinco kilos de puro músculo y se sorprende cada vez que el espejo se inventa la imagen de un alfeñique de metro y medio. 

La reina de Wailea lleva veintisiete años sin pisar una consulta médica —lo cual achaca a su dieta vegetariana y las sesiones de acupuntura y los masajes mensuales— y saca fuerzas no solo para ocuparse de su casa, sino que, lideresa innata, organiza encuentros para limpiar cada año el templo del pueblo e ir cada mes a sacar hierbajos pinchudos de dos metros para recuperar los cementerios budistas que se esconden bajo la apabullante vegetación en cada rincón de la isla. Agradece sobre todo el último encuentro del año, que coincide con la tradición del osoji, y que, al ser al aire libre, sí ha podido mantener a pesar del coronavirus. 

Rodeada de los gallos y gallinas que han salido a pasear bajo la sombra de las palmeras, Akiko transporta el tronco despedazado en la carretilla, se dice que le pedirá al fontanero que venga esta misma tarde y deja de pensar en ese zoquete que ya debería ser mayorcito como para haber aprendido a hacer shi-shi como Buda manda.

Sus huéspedes favoritos son, desde luego, las mujeres de mediana edad divorciadas, como las dos que están ahora alojadas en la parte de la propiedad donde vive Akiko. Las mujeres que salen victoriosas de un matrimonio atroz se llenan de una fuerza desmesurada y se saben sacar las castañas por sí mismas, sin lloriquear a cada rato porque la puerta de la habitación no cierra, el wifi no va o Zutanito está ocupando toda la nevera. Independiente e imparable, Akiko se ve reflejada en ellas y comparten energía: no hay mujer más fuerte que la que no depende de un hombre. Si solo alquilara habitaciones a mujeres divorciadas, podría vivir la existencia zen en la que se enraíza su ser interior y, desde luego, no tendría que preocuparse de si hay o no shi-shi fuera del váter.

Toca las campanas con gratitud y aloha por todos los ancestros de Wailea y para atraer a su cada vez más numerosa manada felina, que está entrenada para saber que el tañimiento es sinónimo de boles con comida reciente. Kawa, esa bola gris que maúlla casi con lamento, acude siempre el primero y es un pozo sin fondo. Se dice que por estas criaturas ella ya no viaja, pero en realidad no lo hace porque su alma está adherida a las ramas del árbol de aguacate que ocupa parte del jardín trasero y que la despierta cada madrugada con la caricia de la fragorosa caída de sus frutos sobre el tejado de latón.

Hace un par de noches no la desveló, sin embargo, el rugido volcánico de la diosa Pele, que llevaba dos años dormida y cuya furia inesperada vino acompañada de escupitajos de lava de hasta ciento veinte metros de altura y de la vaporización de un lago entero en un mísero segundo. El grito divino recorrió sesenta y cinco kilómetros para llegar a Wailea en forma de un terremoto que hizo vibrar las ventanas. Akiko convive con sus dos identidades: mantiene las costumbres de sus ancestros por el respeto que merece la sangre que le corre por las venas y, como hawaiana de tercera generación, conoce de sobra los antojos de fuego del volcán Kīlauea cuando le da por erupcionar un poquitín y, cuando sucede, ni pestañea. 

El fontanero, un imperturbable y lacónico hawaiano, llega a la hora acordada porque sabe que Akiko valora la puntualidad. Otea el váter con pachorra y en silencio durante unos instantes y, confuso, le pide explicaciones a Akiko. La mujer corre a la cocina y llama a las chicas, honey, honey, les dice, es la hora del Congreso del shi-shi, y acuña la expresión con total naturalidad, sin pensar que esas californianas que se están resguardando del virus en las islas quizás no sean muy duchas en terminología hawaiana-japonesa. La siguen algo extrañadas, pero se despejan de dudas al llegar al baño y vislumbrar al fontanero. «Por lo visto hay un problema con el váter, pero yo no entiendo muy bien cuál es. ¿Se lo podéis explicar vosotras a este buen hombre?». Les encantaría decir directamente que, bueno, que el problema es muy sencillo, que a su compañero de casa parece no importarle si atina o no en la taza, pero su amabilidad gringa les agarra la lengua y las bloquea. Por suerte, la pareja, siempre al acecho desde el dormitorio, hace su aparición con prepotencia y las chicas les ceden el turno de palabra. Explican que ese váter o está mal diseñado o se ha roto, que salpica lo use quien lo use y que el pis rebota y rebosa entre la taza y la tapa y mancha así en suelo y que han comprado un váter de repuesto de segunda mano para que el fontanero lo cambie, que está en el jardín trasero y que no tiene mayor complicación la cosa.

Akiko, con su energía habitual, se pone en acción, dispuesta a descubrir qué leyes de la física desafía este objeto. Llena un vaso de agua y lo destila para simular un shi-shi machuno cualquiera. Como no parece haber salpicadura perceptible al ojo humano, la mujer se tira al suelo de un brinco y se pone a palmotearlo sin dejar ni un solo centímetro sin inspeccionar, para el asombro de los presentes y la arcada contenida de las chicas, que saben de sobra todo el shi-shi que cae a diario por esos lares. Le pide al fontanero que compruebe el suelo con sus manos expertas, por si ella se ha dejado algo que revisar, pero el hombre se niega con elegante rotundidad y sin rodeos.

Los inquilinos comienzan a discutir civilizadamente sobre los misterios del suelo seco, pero poco a poco las voces se pisan y aumentan y el fontanero no sabe dónde meterse. El mártir de la micción defiende su honor a capa y espada y el debate va subiendo de tono. El fontanero se ampara en un rincón, queriéndose invisible. De repente, Akiko da dos palmadas autoritarias y el grupo enmudece al instante. «Dejadme pensar veinte segundos; veinte» ordena con el índice de punta y, de inmediato, la mujer entra casi en trance, sin importarle los diez ojos que tiene encima. La idea le viene de golpe, como en una revelación. Es brillante. Sí, sí, desde luego: brillante. ¿Cómo no se le habrá ocurrido antes? ¿Cómo han podido estar perdiendo el tiempo con vasitos y chorradas? En seguida resolverán el misterio y ella podrá dedicarle tiempo a asuntos que de verdad merecen la pena, como acariciar a Kawa.

«Honey», le dice al meón titánico —ella conoce de sobra el nombre, la edad y la profesión de cada huésped, pero siempre recurre a la misma fórmula para referirse a la gente—. «Honey», repite, «tengo una solución: ¿podrías hacer shi-shi delante del fontanero? Así él podrá ver con total precisión cuál es el defecto del váter y lo arreglará». Akiko lo dice con el rigor y el convencimiento con que guía las meditaciones; y solo el asombro paraliza la carcajada de las chicas, mientras que la novia y el fontanero no saben qué cara poner y quedan expectantes a la respuesta de ese grandullón que no tiene ni idea de cómo orinar y que se ha quedado petrificado, pero se puede ver con claridad que se está retorciendo por dentro. Por fin, masculla con esa voz de barítono bobalicón tan suya, que hace retumbar las paredes en una verborrea diaria incesante: «oh, ni en broma, ni en broma, me niego». Akiko no entiende el rechazo, tan convencida como estaba de su brillantez. 

Sin poder quitarse las miradas de encima, el malhechor de los inodoros intenta romper el silencio y se derrumba para darle paso al mea culpa: que bueno, que tiene que ir al baño tres o cuatro veces cada noche y que a veces nota como el pis le baja por las piernas, que está oscuro, que no se puede agachar, ni en broma, que no tiene porqué limpiarlo, que también le pasa lo mismo al resto, que por supuesto que no va a mear sentado porque eso es indigno de un hombre y que sería injusto que solo él tuviera que usar el baño exterior, porque además eso seguro que supondría espachurrar un par de babosas al salir a oscuras.

Tamaña verbosidad patética empieza a diluirse entre los pensamientos de Akiko hasta convertirse en un zumbido y sale del ensimismamiento para cortar esa retahíla sin sentido con un agradecimiento seco, «mahalo, honey», y teletransportarse a otro lugar, porque es la hora de encender las velas y el incienso en los templetes que tiene repartidos por la hacienda y de hacer sonar las campanas para que coman los gatos de nuevo. 

Tras la sesión de yoga al final de la jornada, tiene las ideas más claras sobre cómo afrontar la situación. Si una se centrara en lo puramente económico, después de casi un año de pérdidas, lo más sabio quizás sería mantener a los inquilinos ignorando sus grados de patanería, pero Akiko está enraizada en el plano de lo inmaterial: respira y tiene la dicha de ser y estar. Y, como no necesita nada más, manda un correo al meón y su cómplice recomendándoles que para el mes que viene lo mejor será que busquen otro alojamiento con un váter que se adapte a sus necesidades. A 31 de diciembre, el osoji ha sido todo un éxito: Akiko ha terminado de limpiar su casa y está lista para el año nuevo.

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El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Tricofagia

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No hay nada como el contacto de los pelitos de gata en las papilas gustativas. Con Isis se complica bastante eso de arrancarle aquellos manjares capilares, pero Nut se deja hacer más perrerías y entonces Abril le quita los pelos de un tirón y los convierte en delicatessen y disfruta de la sensación y los escupe y los traga y se le quedan bailando y bailando por la boca.

Abril persigue a las gatas a gatas por el pasillo. Nut e Isis acaban cediendo. No aprenden. O aprenden, pero se les olvida o les merece la pena o en realidad lo disfrutan o no les importa y caen de nuevo en las redes de aquella humana cazadora de pelajes. Nut, más maternal, suele dormir con Abril, pese a la contingencia alopécica, aunque hay veces que se harta y lanza un mordisquito suave de aviso o directamente se marcha de su lado. Isis la evita más, pero Abril se sale con la suya de vez en cuando, porque las cosquillas de ese pelo, mucho más cotizado por la diversión que entraña agenciárselo, saben a las mil maravillas. 

Pero no siempre puede enganchar a las gatas con facilidad. Cuando la persecución se complica, se conforma con otros pelajes: el vello de hipopótamo sabe a volteretas verdes, los mechones de oso tienen un regustillo muy rosa, la melena de mono recuerda a un dulzor violeta. Pero, al final, los que arranca del cuento se le hacen bola en la boca y no los traga con tanta facilidad, así que vuelve a intentarlo con las gatas.

Por algún motivo, Isis se deja acariciar más en la terraza, donde le gusta relajarse al sol. Abril la sigue, sibilina, y le gusta quedarse ahí largo rato, tenga éxito o no con la magnífica degustación capilar. Desde que no sale de paseo por Móstoles en el carrito, adora ese espacio: ahí corre el aire, reside la música del carillón, brillan los colores, habitan palmas y bailoteos. Y, a las ocho de la tarde, es ella quien suele dar la palmada inaugural del aplauso para los sanitarios.

La gente que vive en los pisos vecinos vuelve con las mismas canciones una y otra vez, una y otra vez, todas las tardes, y Abril disfruta al reconocerlas y las baila y aplaude con entusiasmo en cuanto acaban. La señora que la llamaba siempre «rebonica» por los pasillos es la que comienza los festejos diarios con Volveremos a juntarnos, que es una sensiblería, pero bueno, Abril desconoce la tragedia y jamás le hace ascos a un aplauso, plas, plas. Luego viene, ya por tradición, la del vecino ese sesentón —ese, ese que la raspaba con el bigote cada vez que la veía en el portal—, que le ha dado por el Resistiré, y ya ahí a Abril le viene todo el subidón y se menea como una posesa y canta a grito pelao y a su manera y da palmas durante toda la canción y el sumun del plas, plas, plas llega al final con minúsculo entusiasmo mayúsculo. La algarabía acaba cada noche con la melodía de la pareja de enfrente —la de la tela roja, amarilla, roja ondeando desde un ventanuco—, que se encarga de poner una música que recuerda un poco a una nana, pero mucho más difícil de seguir para Abril, que siempre se lía y aplaude después de la parte esa donde sus padres cantan lo de «y Juan Carlos de Borbón se lo lava con jabón», plas, plas, porque parece que la melodía acaba, pero luego sigue. Siempre sigue. Plas. Mejor, así hay más palmas. Plas, plas, plas.

Con el cambio de hora, las vecinas de enfrente pueden ver mucho mejor a la pequeña, y le lanzan besos y la saludan. A Abril se le dan de perlas las abuelitas, así que les devuelve el saludo con desparpajo, pero aún no sabe tirar besos, así que las deja, sin quererlo, con la miel en los labios. Quién sabe: igual aprende pronto y les tira a las señoras trocitos de felicidad en forma de ósculos flotantes.

Abril es feliz sumida en la brisa primaveral. Da igual si está en la habitación jugando con su reflejo o si va colgada de su madre cuando hace las tareas: solo con oír la palabra «balcón», Abril lo deja todo y sus manos comienzan con el plas, plas, plas, como llevada por un impulso irrefrenable. Ella sabe que tiene que dar palmas y lo cumple. Al igual que cuando sale a la terraza, aunque no sea la hora fijada de los aplausos para los sanitarios. A fuerza de costumbre, ya tiene el balcón vinculado a ese gesto de alegría: pasa un rato por la mañana haciendo pompas de jabón con su madre y plas, plas; se planta al sol con su padre para que le lea un cuento y plas, plas, plas; se queda obnubilada con el carillón y aplaude y carcajea cada vez que suenan las campanitas, plas, mientras mordisquea las pinzas de tender; sigue a Isis a la terraza y la gata baja la guardia y Abril primero aplaude y luego hace zas y ñam en un abrir y cerrar de ojos. Y ya a las ocho comienza el festival de las palmas, que lo disfruta y que lo echaría de menos si alguna vez la rutina cambiara.

Abril ya sabe decir «mamá» —bastante clarito— e «Iziz» —con muchas babas en el ceceo—, que son a quienes persigue testarudamente para alimentarse. Sale a menudo con ellas a comer a la terraza —y no solo delicias lácteas y capilares— ahora que la primavera está de buen humor, plas, plas; y se llena toda la cara de puré al intentar usar la cuchara y se alegra mucho cada vez que el sol la baña y aplaude y aplaude.

Aquellas tardes en el parque y en la piscina se van difuminando en la nebulosa del olvido y no recuerda todo lo que la cansaban ni que se acostaba mucho antes; y se ha acostumbrado a ver a sus abuelos por videollamada y señalarlos con el dedo y sonreírles para indicar que los conoce y luego seguir intentando comerse los pelos de Nut y de Isis. La normalidad para Abril no significa salir a la calle —¿calle?, ¿qué calle?—, sino echarse siestas, comer pelos y pelos, andar agarrada a los muebles, reír a carcajadas con el cucutrás, tomar teta, jugar en el corralito y escuchar la música de los vecinos 

El primer abril de Abril nace y muere con la realidad del balcón —el toldo con hojas de roble y eucalipto pintadas, las sillas rosas, los cactus resecos, el carillón— como su único contacto con el exterior. En su memoria bailan incesantemente nuevas verdades y costumbres y enseñanzas. Un mes equivale al diez por ciento de la existencia de la pequeña, así que el balcón no se dibuja como un mero lugarcito al aire libre, sino como todo un universo.

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