Eufonía

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Esta casa. La de al lado. Do-ba-du-ba-du. Los cabellos rizados al viento. El jardín común. Una balada eterna de John Coltrane. La belleza del caos. Du-ba. La belleza en el caos. Compañeros de sueños que van y vienen según la temporada y el amor. El amor. Du-ba-du. Una voz. Esa voz. Du-du. Méli jamás se había mimetizado tanto con un sitio y, transfronteriza, ahora no sabe dónde acaba su piel y dónde empiezan la huerta, la piedra, el aire de su hogar.

Y ahora la llegada de un bebé, ba-ba-bu, a esa familia que no es una familia pero sí es una familia. Be-be-bu. Lily y Martin van a ser padres, ¿recuerdas cuando nos lo contaron?, vamos a ser madres, ¿te acuerdas? Be-ba-ba. Y las malas noticias sobre su salud, se acuerda de cuando lo contó, ¿recuerdas?, cuánto la apoyaron, ¿te acuerdas? El amor. Ba-ba-bu. Esa casa. El amor.

En esa casa de Toulouse vive la música. Y la política y el amor y el saxofón tenor y la reflexión y el amor y vamos a tener un bebé y la creatividad y cambiemos el mundo y ¿la enfermedad?, ssh, ssh, nada negativo, nada, da-da-da, no lo pienses, canta, toca. Cambiemos el mundo. Du-du-du. El piano. Du-du. Y el amor. Méli fuma y siente y pronuncia hermosísimos galimatías con la magia de su garganta, da-da-da, y se olvida de todo lo que no tiene cabida en la casa.

Cuando se mete en el estudio de grabación casero que improvisaron al principio de la pandemia, se le llena todo el cuerpo de un, dos, tres, y, y do, re, fa, la; ese estudio, t-t-tcha, del que ya han nacido varios proyectos musicales, tcha. Ahora no hay tanto movimiento y solo viven cuatro en la casa, dos parejas, todos músicos, t-t-tcha, todos música, y crean, ensayan, graban, ensayan, crean, crean, t-t-tcha, graban. Le ha costado coger ritmo, la verdad. Los músicos que conoció durante los años que vivió en España y los de Francia se activaron con el encierro, y al principio recibía vídeos a diario. Pero a ella le invadieron la timidez y las dudas. Tcha. A diario. Qué talento. ¿Qué talento? Tcha. ¿Y tú, Méli, y tú?

Se juzgaba. Se juzga. De siempre. No hay peor juez para sí misma. Ha empezado mil textos, melodías, ritmos que se le apelotonan en la garganta y comienzan, pero se atascan, mal, Méli, mal, fatal, Méli, se atascan, se quedan, un carraspeo, mal, mal, Mélissandre, por favor, céntrate, mujer. Se exige tanto porque el espejo y los vídeos no muestran el aura resplandeciente que le aparece al cantar. No se da cuenta de cómo su voz cabalga sobre las notas de un piano, de una trompeta, de cualquier instrumento que se le ponga por delante. Cómo le hace amor a las notas, su voz. Brillas, Méli, fíjate. Bien. Bien. Maravillosa. Pero podría ser mejor, ¿no? Di-da-di-la-la. En su ser se enfrentan dos fuerzas desiguales, la de su yo autoritario, ta-ta-ri-o, y la de su voz interior, que pugna incansable, para afirmarse y salir. Afirmarse y salir. Salir. Di-la-la.

Ahora, Méli ha aprendido a abrir la compuerta al instante. Deja que hablen su voz primitiva, su instinto, sus entrañas. Le viene y lo canta, ta-ta-ta, lo graba y lo esconde, bien bien guardadito, to-ta-ta, lejos de ese yo autoritario, en un lugar donde jamás podría encontrarlo, ni juzgar, porque no tiene la llave. No tiene la clave. No tiene más que miedo. Y cuando se pase el miedo, do-da-do, Méli llegará al escondite y rescatará la canción. Hoy no. ¿Mañana? No. No-na-no. Bueno, quizás. Quizás. Quizás mañana. Hoy aprende de los demás. ¿Mañana? Bueno, quizás mañana.

Junto con Emilio, su pareja, tiene un dúo musical. Antes del confinamiento, paseaban la progresión II-V-I por cada rincón de Toulouse, ba-bop-ba-dop-bop, pero los vientos del presente no se lo permiten. Ahora están experimentando con la música brasileña. Lily y Martin gozan de una ayuda del gobierno por haber tocado más de setecientas horas y esperan a su bebé sin demasiadas preocupaciones económicas. Pero Méli y Emilio no alcanzan el número de minutitos exigido, así que se ven obligados a tirar de ahorros, dop-bop, porque no se puede tocar en bares ni en salas ni en parques. Les cancelan conciertos desde hace meses, para dentro de meses. Ba-dop. Toulouse está en silencio. Todo cancelado, pospuesto. No, no, no. ¿Mayo? No. ¿Agosto? No. ¿Octubre? No. No. Quizás en 2021 cesará el silencio. ¿Enero? No. Quizás. El silencio extraña que lo desgarre la voz de Méli. El silencio se llena de significado gracias a la música, pero de momento las notas están encerradas en la jaula invisible del jardín común.

El jardín común adora la algarabía de todos los músicos que lo habitan. ¿Solo músicos? Bueno, músico-etno-psico-carpinteros. ¿Cuántos son ahora? ¿Ocho? ¿Diez? No sé. ¿Doce? No sé. ¿Cuánta gente vive en la otra casa? La gente va y viene. No sé. Del jardín. De la vida. Na-na-na. Como cuando con dos años y medio Méli llegó desde Tahití con su madre, quien se lio a cantar en bares y salas y parques. Así creció Méli, de escenario en escenario, inmersa en las melodías, y por eso ahora siente a sus treinta años que la casa musical-caótica-creativa de Toulouse es el hogar por antonomasia. Va y viene la gente. Méli hace diez años que no va a Tahití. Volverá. Ta-ta-hi-ti-ti. Volverá. No sabe cuándo, pero la gente va y viene. Va y viene. Volverá. O no. Ta-hi-hi-ti. Volverá.

Han hecho de todo en el jardín común. De todo. Clarinete. Coser mascarillas para los hospitales. Contrabajo. Concursos culinarios. Piano. Yoga, pilates. Saxofón. Empaquetar comida para gente sin hogar. Trompeta. El jardín es el presente más férreo y armonioso. ¿Te acuerdas del concierto de música balcánica para la vecina que no pudo volver a Rumanía como tenía planeado? De todo. De todo. Do-do-do. Todo. El jardín común, la casa común, la vida común. Lo comparten todo. La comida, la ropa, los porros. Debaten, discuten, dudan de las medidas gubernamentales. Da igual. Se quieren. Todo es de todos, nada es de nadie. El bebé común. Do-to-do-do. La huerta brilla porque cada mañana —si le da el venazo, la verdad— Méli la riega canturreando, do-do-do, y se fusiona con la tierra y, mientras las plantas se enredan en gorgoritos, ella hace la fotosíntesis.

Poco antes de confinarse, empezaron los problemas de salud y Méli rompía el encierro para acudir al hospital y entonces descubrieron las manchas en la resonancia. La noticia del bebé se mezcló con la de la esclerosis múltiple y todos los sentimientos se apiñaron en esa casa de Toulouse. Pena. Rabia. Alegría. Pena. Alegría. Amor. Sorpresa. Miedo. Amor. Amor. Alegría. Miedo. Amor. Amor. Amor.

Esperó para contárselo a sus padres hasta después del confinamiento. Quería decírselo en persona. A su abuela, nada. Ni mu. Su abuela tiene demasiadas malas noticias. Pierde amigos cada mes. Nada. Ni mu-mu-mm. Es una señora muy alegre, no la quiere contaminar. Todo sigue igual con la abuela; pero la relación con sus padres ha cambiado desde que lo saben. Ahora los llama más. Ellos le dejan espacio. Saben que Méli les contará cualquier novedad. Mu-mu. Se quieren, confían, tienen esperanza.

La música, la huerta, la política la mantienen viva. Bi-bi-ba-ba-ba. Hace unos meses, a una chica de la otra casa se la quiso llevar la policía por colgar en su ventana una pancarta contra Macron. Entonces se les ocurrió la idea de llenar las calles de Toulouse de preguntas, y ahora salen de vez en cuando para colgar carteles. Bi-bi-ba-ba. Méli ha obtenido becas y ayudas sociales, y agradece a quienes lucharon por conseguirlas y los homenajea luchando. Durante el confinamiento, el Gobierno aprovechó para sacar nuevos decretos que empeoran las condiciones de los trabajadores. Bu-bu-bu. La lucha no puede parar. Los carteles no dicen nada rotundo, solo preguntan, abren el debate, bi-ba-ba, y la gente los mira y reprocha o dialoga o aplaude o intercambia opiniones o reflexiona un momentito y sigue de largo, con la pregunta a rastras, inevitablemente. ¿Cuáles son mis valores esenciales? Ba-ba. ¿La esperanza se siembra? Bi-ba-ba. ¿Quieres volver a la anormalidad? Bi-bi. ¿Cultivas tu pensamiento crítico? Bi-bi-ba-ba.

La música, la huerta, la política, el amor. El amor. Da-ya-da-du. Méli le debe su fortaleza mental a todos los que la rodean y cuidan. El amor. Está persuadida, más que nunca, del gran poder salvador del amor y de la solidaridad en este momento. Ya-da-du. Las muestras de afecto y de cariño no cuestan dinero. Cuestan tiempo, dedicación y a veces compromisos. Méli es una composición de armonía y amor y ánimo, un torbellino de notas musicales arremolinados en la garganta que explotan en el aire, y sabe de sobra que en esta vida no nos queda más que improvisar.

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Diatriba

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El apartamento de Mischi en Queens ya casi no huele a cerrado ni a comida podrida. Lleva pagando el alquiler de un lugar desocupado desde que murió, y ahora Ruth y Solomon han llegado desde California para desempolvarlo, llenarlo de aromas frescos y vaciarlo de historia y de la oquedad forzada de los últimos meses para poder devolvérselo a su dueño de una vez por todas.

Estaba todo patas arriba desde principios de marzo, porque Ruth voló a Nueva York apresurada por la noticia de la muerte de su madre para hacer los trámites absolutamente necesarios y quedarse solo unos días, convencida de que regresaría en un par de semanas y lo apañaría todo como era debido. Jamás se le pasó por la cabeza que atravesaría un limbo de cinco meses hasta poder regresar. Ya entonces, el virus ya se hacía eco en las noticias y la ciudad que se convertiría en uno de los epicentros mundiales apuntaba maneras, pero nadie creía que la vida cambiaría de una forma tan colosal. Por eso, en marzo se limitó a hacer lo básico.

Cuando Ruth recogió las cenizas en Staten Island, gozó de las mismas vistas de la estatua de la Libertad que su madre contemplara al llegar a tierras desconocidas. Luego entró a una iglesia por curiosidad y las reliquias comenzaron a revolverse dentro de la urna, porque la aversión de Mischi hacia el cristianismo se estiraba hasta en las postrimerías. En casa, recitó en su honor un pequeño kadish, la oración de los muertos, con un grupúsculo de nonagenarios y exempleadas con quienes Mischi no había sido del todo maligna. Ruth acabó besándose y abrazándose con aquellos cuasi desconocidos, sin llegar a creerse todavía que la apreciación física podría acarrear consecuencias fatídicas.

Ruth desempeñó las tareas con un instinto ritual, mientras sentía un gran alivio al ir cerrando este capítulo de su vida tan lleno de lucha y cólera. Sumida en la destemplanza, el aturdimiento y las ganas de terminar, tiró todo lo que pillaba, con la idea de vaciar el apartamento lo antes posible. Cuando se dio cuenta de que se había deshecho de los certificados de defunción recién recibidos, le dio por pensar que quizás la rabia habitaba sus actos. Lo único que conservó sin pensárselo dos veces fue la maleta que trajo Mischi en el Gripsholm, aquel barco sueco que le regaló la oportunidad de empezar de cero en Nueva York. En marzo aparcó el equipaje en una esquinita del apartamento, donde aún seguía, ajeno al paso del tiempo y a la ausencia de Mischi. Aún no se siente preparada para descifrar qué hay dentro de esa maleta tan enigmática como roñosa, y lleva toda la semana posponiendo la apertura, porque sabe que los documentos que guarda en su interior podrían derrumbarla.

Quizás la abra hoy, aprovechando que va a pasar el día sola, ya que Solomon tiene planes sabatinos infinitos en Manhattan. Madre e hijo merecen de sobra un paréntesis hoy, después de una semana frenética deshaciéndose de los libros, papeles, cachivaches, muebles, sábanas bordadas, medicinas y máquinas obsoletas que se han ido acumulando en el apartamento durante más de medio siglo. Jamás habrían pensado que regalar objetos se convertiría en una tarea tan ardua. A Ruth le ha encantado estrechar su relación con Solomon en estos días, pero ahora le seduce la idea de la soledad, que se le dibuja como ese broche final tan esperado de un luto que lleva nublándola desde la primavera. Se despedirá así de ese apartamento en que pasó parte de la infancia y la adolescencia con sus padres y su hermana, que ahora, ay, no existen más allá que en los recuerdos, muchos de ellos condensados entre estas cuatro paredes.

Mischi se marchó en el momento adecuado: qué horrible habría sido que viviera la pandemia. ¿Qué habría hecho Ruth: exponerse de vez en cuando a las hordas virulentas de los aeropuertos o mudarse con su madre? Ambas opciones le parecen igualmente mortíferas y, solo de pensarlo, le recorre por el cuerpo un escalofrío. Por fortuna, Mischi murió como deseaba —en casa, de golpe, sin dolor, de vieja—, después de torear a la enfermedad con la que le diagnosticaron tres meses de vida a principios de 2017. Casi era de esperar, porque ya tenía experiencia en los menesteres de la supervivencia, al haber huido hacia Inglaterra con once años en uno de los primeros trenes del Kindertransport. Tan solo una semana antes de marcharse, le confesó a Ruth por teléfono que estaba más que preparada para abandonar este mundo y así lo hizo a los noventa y dos años.

En estos días que llevan madre e hijo confinados en el apartamento de Queens, han ido amontonando sin orden ni concierto sobre la alfombra persa del salón los papeles que irradiaran cualquier importancia, y el plan de hoy para Ruth es hacer una buena criba. 

Le apetece sumergirse en la vorágine del papeleo, porque las palabras escritas se están convirtiendo en los puntos de sutura que han ido cerrando una herida que lleva décadas abierta. Por algún motivo desconocido, Mischi se pasó más de treinta años martirizándola, incluso amenazándola con desheredarla durante los últimos años, como empeñada en perpetuar el dolor que ella había sufrido en su piel cuando sus propios padres intentaron hacer lo mismo. 

Precisamente por eso, Ruth no cabía de asombro cuando leyó el testamento en marzo y descubrió que la última voluntad de Mischi no solo contradecía aquellas lacerantes e inagotables maldiciones, sino que le concedía a su hija la parte correspondiente y le daba el poder absoluto de decisión como única albacea. El inesperado regalo póstumo supuso un alivio mayúsculo, después del último testamento que Mischi le hubo enseñado con sorna a su hija, a quien no le legaba más que una mesa y una lámpara.

Ahora está plantada frente a una vastedad epistolar abrumadora y lee y lee sin descanso. Sostiene entre las manos decenas y decenas de cartas coléricas, con batallas dilatadas entre 1952 y 2016, y las separa en dos montones. A la derecha, coloca las cartas devueltas a una insaciable Mischi que combatía por los derechos civiles de las personas negras en los años cincuenta y sesenta. Ruth había oído hablar algo del tema, pero los detalles de la feroz lucha de su madre por la calidad educativa y la vivienda digna la tienen boquiabierta. A la izquierda, acumula el enrevesado laberinto epistolar con los esfuerzos de Mischi durante siete décadas por recuperar los negocios familiares, los inmuebles, las obras de arte, por los que consiguió cuatro duros de acá y acullá. A los ochenta y ocho años, después de toda una vida, logró que la indemnizaran por aquello del Holocausto con una suculenta suma que le mostró las comodidades de tener dinero. A este galimatías se suman misivas entre Mischi y una docena de abogados en su pugna eterna por que sus padres no la dejaran en la miseria. Ruth siempre se ha preguntado qué los llevó a intentar desheredarla con tantísimo fervor —algo ilegal en la legislación alemana, según lo que acabó por descubrir Mischi—, porque, según la correspondencia que se despliega ante sus ojos, siempre se preocuparon por su hija.

Hace tan solo un rato ha leído una carta de 1944, en que la doctora Hilde Lion —fundadora de Stoatley Rough, el internado inglés para jovencísimos refugiados alemanes donde Mischi pasó los años del conflicto bélico— les asegura a Lily y Hermann Matthiessen que a su hija le encanta recibir noticias y fotos suyas, que no tienen que preocuparse por ninguna falta de cariño y que es alta, guapa, práctica y organizada.

Encuentra un diario de Mischi. Lo lee por encima, saltándose fragmentos, hasta que llega a una entrada de 1959 en la que, agotada por el mal de amores, contempla el suicidio. Lo primero que sobrecoge a Ruth es el amor tan fuerte que su madre sentía por su padre, eternizado en tinta hasta décadas después de que se separaran. Pero luego le hiere que, por el contrario, solo se mencione a Ruth y a su hermana, Irene, muy por encima y de refilón, como si esas niñas fueran insignificantes para ella. Su madre llevaba sin tenerla en cuenta más tiempo de lo que creía. 

Tira el diario lejos, con una rabia similar a la que sintiera ya en marzo, y mira de reojo el equipaje del Gripsholm, como diciéndose que ya ha visto todo lo que tenía que ver, que está preparada. Pero algo la frena en su interior: sabe que su madre atesoró esa maleta durante décadas. Qué absurdo: a Ruth nunca le han intimidado los objetos, pero no se siente capaz de abrirla aún; no reúne la fuerza necesaria para enfrentarse a su interior lleno de historia.

En su lugar, agarra un pequeño archivador con una etiqueta que reza «Kochrezepte», que guarda las recetas de su bisabuela Helene Dobrin, la querida abuela de Mischi asesinada en el campo de concentración de Theresienstadt, cerca de Praga. Helene y su marido Moritz abrieron varias sedes de la Dobrin Konditorei en Berlín, una pastelería y panadería de tanto éxito que incluso aparece en varias guías turísticas y obras literarias de la época. Según la leyenda familiar, Helene, que tenía mucha mano para los postres, introdujo el banana split en la capital alemana, así que Ruth acaricia las páginas de colores otoñales y se promete cocinar Schokoladencreme y Zitronen-Eis y Kastanientorte cuando regresen a California.

De pronto, del archivador cae un sobre con una pequeña inscripción: «Última carta de Helene a Lily antes de que la mandaran a Theresienstadt». Como es de esperar, la carta está en alemán, en un papel de arroz que expande las letras cursivas y las hace parecer cirílico. Ruth casi siente alivio de no poder entender el mensaje por ahora y coloca la carta junto al pasaporte verde con una gran esvástica con el que Lilly consiguió huir a Estados Unidos después de un tortuoso viaje atravesando por tierra Francia, España y Portugal durante la guerra. 

Gran parte de las relaciones familiares durante generaciones se enraiza en esas epístolas que inundan la alfombra persa, ahora unos papeles amarillentos con tinta vertida por gente que ya solo existe en esta correspondencia con mensajes que oscilan entre la futilidad y la trascendencia. Hablan de música, de literatura, de comida y de todas las esencias de la rutina, pero las cartas también sirvieron como medio para que el padre de Ruth, Stanley, le confesara su homosexualidad o para que su hermana le contara que tenía un cáncer terminal, que acabaría llevándosela con cuarenta y cinco años. Entonces, los acontecimientos, mundanos o trascendentales, venían a golpe de grafías y matasellos.

A Ruth la asedian tantas sensaciones simultáneas que se le apelotonan y no siente absolutamente nada, excepto respeto por esa maleta marrón y destartalada. Se centra más rato en las cartas: las lee deprisa, con una curiosidad tan consanguínea como histórica, y le asombran sobre todo las de la posguerra, porque Mischi es capaz de mezclar en una sola misiva y con total ligereza temas como el último libro que ha leído, tal o cual pariente asesinado en Auschwitz, lo que disfrutó viendo Los rivales en el teatro o las historias de terror que cuenta su abuelo Moritz después de sobrevivir a Theresienstadt.

Además de la retahíla de cartas de amor entre Mischi y Stanley, que se escribían incluso viviendo juntos, también hay otras entre Mischi y un noviete de los años cuarenta, un tal Hans, del que Ruth nunca había oído hablar, pero por lo visto una pieza esencial de su juventud y de su vida. Ahí se le aparece otra cara distinta de Mischi, vivaracha y románticamente lenguaraz, que le reprueba con gracia que la llame sweetheart y honey y lo achaca a la rápida adopción de los modismos estadounidenses del recién llegado Hans quizás provocada por un golpe de calor. En una misiva escrita un mes antes del fin de la Segunda Guerra Mundial, Hans recurre a palabras en alemán y al apelativo cariñoso «Mischilein», y muestra su impaciencia por que se reúna con él en Nueva York —que describe como una ciudad asombrosa y vertiginosa, además de como un lugar lleno de fruta y chocolate, al contrario que Inglaterra—. Le cuenta que se ha reunido con Lily y Hermann, ya divorciados, que también están deseando verla y que le han preguntado si su hija es alta o baja, gorda o flaca, guapa o fea y que si anda erguida o encorvada. En este momento, Ruth se da cuenta de que sí sabe quién es ese Hans: aquella figura misteriosa que convenció a los padres de Mischi de que le pagaran el pasaje para mudarse de Inglaterra a Estados Unidos.

Ruth sigue leyendo el testimonio de Hans y se queda con una frase. El muchacho asegura que, en la conversación con sus padres, no ha abierto el pico sobre los «jamones algo gordos» de Mischi. Al principio, a Ruth eso le resuena como un insulto, del todo extraño, sobre todo porque la joven Mischi estaba más bien tísica. Pero luego le resulta muy meloso, al dibujársele como una de esas bromas coquetas que las parejas comparten en secreto con intenciones eternas, pero que acaba por extinguirse. Desde luego, nunca imaginaron que la confidencialidad la romperían, setenta y cinco años después, los ojos lectores de alguien que existe gracias a que ese romance acabara por disolverse.

Después de superar todos los desafíos de una relación a distancia, ¿por qué acabó aquel romance en cuanto Mischi llegó a Nueva York? Lo más probable es que Mischi no se casara con Hans porque, para ella, aquella mudanza equivalía a empezar de cero: la joven se negaba a arrastrar la cruz de refugiada judía y se quiso desvincular de cualquiera que hubiera huido también de los nazis. Para protegerse a sí misma y rebelarse contra sus padres, prefirió desposarse con un intelectual cristiano con aspecto ario que huyó de la rusticidad de la Indiana profunda y celebrar con sus hijas Navidad en lugar de Janucá.

La lectora sobre la alfombra persa encuentra también mensajes menos importantes y más distantes, que habían caído en el pozo de la desmemoria, y la Ruth del presente mira a los ojos de la Ruth del pasado, a quien, por lo visto, también le obsesionaba la comida y J. D. Salinger y utilizaba con soltura términos freudianos para describir sus sentimientos a la edad de nueve años. Pero lo que más le sorprende es leer cómo su madre y ella bromeaban y se hablaban con cariño, algo que la transporta a los primeros veinte años de su vida, cuando admiraba tanto a su madre, antes de que todo empezara a torcerse.

Para salvarse a sí misma, Ruth se agarra a un recuerdo hermoso que ha resistido el paso del tiempo: las dotes culinarias de Mischi. Abre el congelador, donde le está esperando el último bocado maternal: Mischi cocinó para la pasada pascua judía una sopa, que todavía sabe a gloria meses después.

Una vez reconciliada por el abrazo culinario, Ruth vuelve a la alfombra persa y agarra unas cuantas carpetas. Tenía a Mischi por una escritora en ciernes, pero ahora se encuentra ante sus complejos poemas y una prosa que atrajo el interés de varios editores. ¿Cómo pudo ocultarle todo eso a su hija? Hay una carta de rechazo de una tal Annie Laurie Williams, que no quiere publicar un relato de Mischi, Éxodo, y, sin embargo, muestra un gran interés por la novela que tiene en el horno.

Ruth lee la primera frase de la novela, sin título aparente —«Cuando los Jackson celebraban sus fiestas habituales en las noches de los sábados, Harriet Jackson se sometía a una total metamorfosis»— y cae en esa trampa lectora de preguntarse si esa tal Harriet sería un alter ego de la presumida de su madre. Hojea los papeles y salta de página en página hasta llegar al suicidio de Harriet y de nuevo le atormenta la actitud de Mischi.

Se da media vuelta y aparecen ante ella todas fotos llenas de gente pretérita, que, en lugar de apenarla, le hacen sentir de golpe una enorme gratitud por este tiempo de pausa mundial. A pesar de haberse sumido en ese umbral de disociación, confusión e incertidumbre que vienen de la mano de la parca, ha podido resguardarse en el silencio, el aislamiento y la ausencia de distracciones, los ingredientes perfectos para un bálsamo magnánimo, de los cuales habría carecido en circunstancias normales, pues en la cultura estadounidense hay que superarlo todo de un día para otro, y el duelo no tiene cabida.

En su conjunto, toda esa montonera de documentos inunda a Ruth de una simpatía, compasión y apreciación que no recuerda haber sentido jamás por su madre. Desde la perspectiva del tiempo, solidificado sobre la alfombra persa de ese apartamento en Queens, su madre se ha convertido en un personaje literario de múltiples nombres (Marion, Mischi, Mischilein), en un espectro con una vida fascinante que su hija desconocía casi por completo. Le parece que ese retrato post-mortem derrocha inteligencia, sentido del humor y sensibilidad y Ruth le perdona a su madre todos los años de amenazas, sinsentidos y negatividad.

Ahora sí cree estar preparada emocionalmente para abrir la maleta. Ruth la coloca junto al ventanal para verlo todo con la mayor claridad y, aunque no sea muy de hacer fotos, saca un par para el recuerdo, por el miedo que le da que se le deshaga en las manos. Se limpia las gafas, respira hondo, se sonríe y se anima a abrir el equipaje del Gripsholm, sabiéndose preparada para aceptar cualquier recuerdo o descubrimiento doloroso. La Historia la está mirando de frente, y se siente poderosa ante ese equipaje en que su madre cargó sueños y suspiros en un largo trayecto en barco desde Liverpool a Nueva York. Durante unos instantes, Ruth no puede creer lo que contiene ese objeto valiosísimo que su madre lleva décadas atesorando; y le da un ataque de risa cuando por fin procesa el hecho de que la maleta esté llena de las decoraciones navideñas más horteras que ha visto en su vida.

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Navarrevisca

Genealogía

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Únicamente tía Tomasa guarda recuerdos de recuerdos de la gripe de 1918 en toda Navarrevisca; y, hasta ahora, siempre le habían parecido historias de fantasmas, de otro mundo o de película.

Las anécdotas se las regaló su madre, Fermina, y llevaban décadas sin paseársele por la memoria, pero desde hace unos meses se le dibujan como reminiscencias incesantes que aparecen hasta en sus sueños. 

Tía Tomasa se levanta de buena mañana, abre la ventana para airear bien la habitación y le comienzan a invadir esos vientos gerontológicos que configuran sus pensamientos. A sus noventa y cuatro años, tiene que trazar el recorrido con cabeza: antes de descender a la planta baja para no regresar hasta la noche, se lava, se viste, se toma sus pastillas y hace la cama. En esa misma cama fallecieron su madre y su suegra y, quién sabe, quizás también su abuela María con lo de la gripe, porque entonces en los pueblos se moría en casa. Una vez aviada, recorre las escaleras despacito, despacito, porque tiene la pierna un poco a la virulé y el descenso le agrava el dolor. 

Para no centrarse en el calvario de la bajada, piensa, peldaño a peldaño, si entonces tendrían vacunas. Ayer se preguntó si usarían mascarillas. Y el otro día le asaltaron dudas sobre el distanciamiento social. Siempre se responde que no a todo, que seguramente por eso se murió su abuela María de la mal llamada gripe española: porque no tenían nada y no conocían nada y no se cuidaban nada de nada. O sí, quién sabe, si nadie se acuerda ya de esos tiempos. Como siempre, llega a la planta baja sin sacar nada en claro, pero al menos la divagación le sirve para ignorar la dolencia.

Tiene sus rituales diarios, tía Tomasa, que apaña la casa con brío y salero: barre, recoge los cacharros de la noche anterior, se hace el desayuno. Hoy no le toca cocinar, porque aún le quedan croquetas de la semana pasada, además de unos tomatillos y unos torreznitos que le trajo ayer Maritere, la vecina, que está siempre pendiente de ella. Mañana hará empanadillas para un regimiento y las congelará para ir comiéndoselas de a poquitos.

La pierna le está dando guerra. Normal: ayer se fue con Currita a la farmacia y luego se tomaron un café y unos churros en Casa Victoria, que las llenaron de energía para echar a andar hasta las Pezuelas y la puerta de tío Ufe, casi hasta San Antonio, y se les fue la mañana en un santiamén. 

Hoy toca descanso. Se acopla en la flexura del codo la cesta con los útiles del ganchillo, agarra la silla de mimbre y sale con agilidad a la puerta de casa, donde se coloca con maña al sol y el cabello cano le resplandece mientras lo acarician los aires serranos. Si ya el pueblo se estaba quedando sin gente, ahora el desamparo ocupa las calles con más solemnidad. Esta mañana no hay ni un alma, excepto un par de gatillos que maúllan en ruegos famélicos y que sienten la ausencia humana desde el estómago.

Tía Tomasa se acomoda sobre la mimbre, totalmente amoldada a sus hechuras, y, en cuanto junta las agujas, el tintineo invoca la figura de Fermina y le vienen esos recuerdos en un torbellino confuso y se le enredan entre la lana. Su madre le daba bien a la sinhueso en el telar, mientras desenmarañaba y urdía, pero aquellas palabras se las llevaron el viento y el tiempo, porque no parecían importantes. 

Fermina sobrevivió a la anterior pandemia, pero se quedó huérfana de madre con dieciocho años. A saber si se infectó alguien más de la familia, a saber con cuántos años contaba abuela María cuando se la llevó la gripe, a saber cómo se enfrentó a la parca, a saber dónde falleció. A pesar de ser familia directa, tía Tomasa se dice que desconoce quién es aquella gente, si ella no había nacido aún, qué voy a saber yo. No suspira, porque es de humores risueños, y tampoco le preocupa el olvido, pero la cadena de pensamientos inciertos se le hace inevitable durante estos tiempos.

Y aquellos tiempos… Qué duros, por Dios. Tía Tomasa creció entre cañas y canillas y su abuelo y su padre la enseñaron desde muy pequeña el arte de tejer, a lo que se dedicó en cuerpo y alma hasta que se casó con su Aurelio, que en paz descanse, un cabrero guapetón que la conquistó con las tantas y tantas cartas que le enviaba desde la guerra. Ella tejía mejor que su hermana, que era puro nervio, dónde va a parar. A tía Tomasa se le inundaban las manos de paz y paciencia y no se le rompían los hilos al confeccionar las mantas para los pastores. Pero no solo tejía: también tupía las mantas en el batán y las cortaba —de cincuenta metros a veinticinco y luego a cinco y luego a dos y medio, le resuena como un sonsonete— y las llevaba al tendedero y las dejaba bonitas bonitas y las trocaba por los pueblos de esa zona de Ávila con su padre. Mantas y mantas pesadísimas (sobre todo cuando llovía) a cambio de queso o garbanzos o pimentón o patatas o castañas o higos o aceites o lana de oveja sin preparar o lo que fuera, hija, a veces, con suerte, cuatro duros, que entonces había pesetas.

Come con la tele. Dicen en el parte que la gente que se salvó durante la gripe española no salía a la calle y que vivía en espacios bien ventilados y que incluso se les prohibió la cría de cerdos en casa. Sobrevivirían los ricos, tú verás. Aquí en el pueblo, antes había mucha gente y muchas casas malutas, de piedras amontonadas y con ventanucos, y siempre tenían un gorrino en cada hogar, que daba para el caldero de todo el año. Y las familias vivían todas juntas (los padres, los hijos, los nietos) y no disponían ni de agua, solo la del pilón, y las calles eran puras trampaleras. Le contaba su madre que, durante esa horrible gripe, había días en que no daban abasto ni para llevar a los muertos al cementerio de La Mata, el de ahí abajo, el antiguo.

Después de comer, regresa a su sillilla. Poco a poco, van saliendo tía Paula, tía Leoncia, tía María, todas las viudas que habitan la calle. Cada una con su asiento arcaico de mimbre, con su distancia, con sus agujas y sin sus barajas de cartas. Eso sí que lo echan de menos, más que ninguna otra cosa: las partidas durante horas y horas cada domingo, la fuerte presencia del mazo dentro del puño, los sonidos secos al barajear, el júbilo de cantar brisca. Cada vez son menos las que juegan, porque ya fallecieron tía Felisa, tía Fidela y tía Rosario, pero las homenajean con una vivacidad de carcajadas y alguna reyerta fortuita.

Ahora tienen que hablarse cada una desde una esquina, qué le vamos a hacer, y a ratos no se entienden, pero se contestan «pues tú verás», y acaban por comprenderse, porque se hacen compañía desde que no tenían arrugas. Cuando pasa alguien, si pasa, se ponen la mascarilla. Se tiran toda la tarde como cotorras, sin parar de tejer y, entre dimes y diretes, se van los días volando, aunque les falte el ajetreo de los forasteros y no puedan preguntarles «¿dónde va la cuadrilla?» o «¿cuándo habéis venío?» o «¿ya han llegado tu hermana?».

Se encuentran bien, se cuidan, no ha muerto nadie en el pueblo: aunque sean casi todos ancianos, aquí no hay tanto peligro, porque apenas si superan los doscientos habitantes. Tía Tomasa está como un roble, si no fuera por el dolor de pierna… Aunque hace unas semanas se levantó toda revuelta y mareada, todo se quedó en un susto: le pusieron una inyección, la llevaron a Burgohondo, que ahí sí hay médicos, y le metieron un palitroque en cada roto de la nariz y aquí paz y después gloria. Nada, todo bien, hija, no hay coronavirus que valga. A saber si hubiera agarrado ella también lo de antaño, ¿qué pruebas le harían a su abuela?, la pobre, tan joven, tan joven. Parece que otras dos o tres señoras más se murieron el mismo día que abuela María en Navarrevisca. Seguro que antes no había ni pruebas ni nada.

Hoy dan misa. Las vetustas amigas pueden ver la sombra de la torre de piedra coronada con cigüeñas desde la puerta de casa, pero se preparan con bastante antelación, porque vaya trajín siempre que repican las campanas: ay, la garrota, ay, la mascarilla. Entran y salen, entran y salen, hasta que tienen todos los avíos. Y van caminando despacito, bien separadas, sin agarrarse del brazo, con el único apoyo del bastón y de la presencia de las amigas.

Y ahora, tú verás, hay que hacer de todo antes de entrar a la iglesia: limpiarse bien las suelas en el felpudo, lavarse bien las manos con el gel ese que está como un témpano, sentarse cada una en una punta en los banquillos —uno sí, uno no, uno sí, uno no, que así no hay quién se dé la paz en condiciones—, tomar el cuerpo de Cristo en la mano, con mascarilla el cura y mascarilla las comulgantes. Al final se ríen, las señoras, porque todo este jaleo le da algo de emoción a la cosa: no ha habido cambios en la misa desde hace ni te cuento.

Al final del día, tía Tomasa se siente feliz en su hogar en este pueblo de la sierra. Tiene que aprovechar estos días que le quedan. Ya llega el otoño y empieza a refrescar y en el parte hablan y hablan de la segunda ola esa y sus hijas se la quieren llevar a Madrid, para otro posible confinamiento. No le gustaría volver a los meses de encierro en la ciudad, cuando se le hacen los días larguísimos: el único entretenimiento consistía en observar a las familias reales europeas en las revistas, hacer calcetinillos para sus bisnietos y mirar a la policía desde el balcón. Y, encima, cuando salió a pasear por primera vez desde después de dos meses encerrada, ahí sí que le dolía la pierna pero bien, veía las estrellas, no podía dar un paso. Pero, hija, habrá que obedecer: si se queda aquí y se pone mala, ¿qué hace? Su Maribel y su Lumi quieren lo mejor para ella. 

Se convence de que podría ser peor cuando rememora las crónicas borrosas sobre la pandemia anterior en el pueblo que le narraba su madre en el telar, testimonio que ya solo habita en su memoria, porque no está recogido en ninguna hemeroteca ni en ningún registro de la iglesia ni en ningún otro imaginario de este mundo y que se hunde cada vez más en los misteriosos recovecos de la historia. Esos recuerdos de recuerdos se esconden como un tesoro efímero en la persona más mayor de toda Navarrevisca, que se acaba de meter en la cama para descansar sobre todo la pierna —que le duele menos cuando la estira—. Tía Tomasa sueña con soñar que su abuela sobrevive y que le cuenta con pelos y señales todo lo que pasó en Navarrevisca durante la gripe española.

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El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.