Eufonía

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Esta casa. La de al lado. Do-ba-du-ba-du. Los cabellos rizados al viento. El jardín común. Una balada eterna de John Coltrane. La belleza del caos. Du-ba. La belleza en el caos. Compañeros de sueños que van y vienen según la temporada y el amor. El amor. Du-ba-du. Una voz. Esa voz. Du-du. Méli jamás se había mimetizado tanto con un sitio y, transfronteriza, ahora no sabe dónde acaba su piel y dónde empiezan la huerta, la piedra, el aire de su hogar.

Y ahora la llegada de un bebé, ba-ba-bu, a esa familia que no es una familia pero sí es una familia. Be-be-bu. Lily y Martin van a ser padres, ¿recuerdas cuando nos lo contaron?, vamos a ser madres, ¿te acuerdas? Be-ba-ba. Y las malas noticias sobre su salud, se acuerda de cuando lo contó, ¿recuerdas?, cuánto la apoyaron, ¿te acuerdas? El amor. Ba-ba-bu. Esa casa. El amor.

En esa casa de Toulouse vive la música. Y la política y el amor y el saxofón tenor y la reflexión y el amor y vamos a tener un bebé y la creatividad y cambiemos el mundo y ¿la enfermedad?, ssh, ssh, nada negativo, nada, da-da-da, no lo pienses, canta, toca. Cambiemos el mundo. Du-du-du. El piano. Du-du. Y el amor. Méli fuma y siente y pronuncia hermosísimos galimatías con la magia de su garganta, da-da-da, y se olvida de todo lo que no tiene cabida en la casa.

Cuando se mete en el estudio de grabación casero que improvisaron al principio de la pandemia, se le llena todo el cuerpo de un, dos, tres, y, y do, re, fa, la; ese estudio, t-t-tcha, del que ya han nacido varios proyectos musicales, tcha. Ahora no hay tanto movimiento y solo viven cuatro en la casa, dos parejas, todos músicos, t-t-tcha, todos música, y crean, ensayan, graban, ensayan, crean, crean, t-t-tcha, graban. Le ha costado coger ritmo, la verdad. Los músicos que conoció durante los años que vivió en España y los de Francia se activaron con el encierro, y al principio recibía vídeos a diario. Pero a ella le invadieron la timidez y las dudas. Tcha. A diario. Qué talento. ¿Qué talento? Tcha. ¿Y tú, Méli, y tú?

Se juzgaba. Se juzga. De siempre. No hay peor juez para sí misma. Ha empezado mil textos, melodías, ritmos que se le apelotonan en la garganta y comienzan, pero se atascan, mal, Méli, mal, fatal, Méli, se atascan, se quedan, un carraspeo, mal, mal, Mélissandre, por favor, céntrate, mujer. Se exige tanto porque el espejo y los vídeos no muestran el aura resplandeciente que le aparece al cantar. No se da cuenta de cómo su voz cabalga sobre las notas de un piano, de una trompeta, de cualquier instrumento que se le ponga por delante. Cómo le hace amor a las notas, su voz. Brillas, Méli, fíjate. Bien. Bien. Maravillosa. Pero podría ser mejor, ¿no? Di-da-di-la-la. En su ser se enfrentan dos fuerzas desiguales, la de su yo autoritario, ta-ta-ri-o, y la de su voz interior, que pugna incansable, para afirmarse y salir. Afirmarse y salir. Salir. Di-la-la.

Ahora, Méli ha aprendido a abrir la compuerta al instante. Deja que hablen su voz primitiva, su instinto, sus entrañas. Le viene y lo canta, ta-ta-ta, lo graba y lo esconde, bien bien guardadito, to-ta-ta, lejos de ese yo autoritario, en un lugar donde jamás podría encontrarlo, ni juzgar, porque no tiene la llave. No tiene la clave. No tiene más que miedo. Y cuando se pase el miedo, do-da-do, Méli llegará al escondite y rescatará la canción. Hoy no. ¿Mañana? No. No-na-no. Bueno, quizás. Quizás. Quizás mañana. Hoy aprende de los demás. ¿Mañana? Bueno, quizás mañana.

Junto con Emilio, su pareja, tiene un dúo musical. Antes del confinamiento, paseaban la progresión II-V-I por cada rincón de Toulouse, ba-bop-ba-dop-bop, pero los vientos del presente no se lo permiten. Ahora están experimentando con la música brasileña. Lily y Martin gozan de una ayuda del gobierno por haber tocado más de setecientas horas y esperan a su bebé sin demasiadas preocupaciones económicas. Pero Méli y Emilio no alcanzan el número de minutitos exigido, así que se ven obligados a tirar de ahorros, dop-bop, porque no se puede tocar en bares ni en salas ni en parques. Les cancelan conciertos desde hace meses, para dentro de meses. Ba-dop. Toulouse está en silencio. Todo cancelado, pospuesto. No, no, no. ¿Mayo? No. ¿Agosto? No. ¿Octubre? No. No. Quizás en 2021 cesará el silencio. ¿Enero? No. Quizás. El silencio extraña que lo desgarre la voz de Méli. El silencio se llena de significado gracias a la música, pero de momento las notas están encerradas en la jaula invisible del jardín común.

El jardín común adora la algarabía de todos los músicos que lo habitan. ¿Solo músicos? Bueno, músico-etno-psico-carpinteros. ¿Cuántos son ahora? ¿Ocho? ¿Diez? No sé. ¿Doce? No sé. ¿Cuánta gente vive en la otra casa? La gente va y viene. No sé. Del jardín. De la vida. Na-na-na. Como cuando con dos años y medio Méli llegó desde Tahití con su madre, quien se lio a cantar en bares y salas y parques. Así creció Méli, de escenario en escenario, inmersa en las melodías, y por eso ahora siente a sus treinta años que la casa musical-caótica-creativa de Toulouse es el hogar por antonomasia. Va y viene la gente. Méli hace diez años que no va a Tahití. Volverá. Ta-ta-hi-ti-ti. Volverá. No sabe cuándo, pero la gente va y viene. Va y viene. Volverá. O no. Ta-hi-hi-ti. Volverá.

Han hecho de todo en el jardín común. De todo. Clarinete. Coser mascarillas para los hospitales. Contrabajo. Concursos culinarios. Piano. Yoga, pilates. Saxofón. Empaquetar comida para gente sin hogar. Trompeta. El jardín es el presente más férreo y armonioso. ¿Te acuerdas del concierto de música balcánica para la vecina que no pudo volver a Rumanía como tenía planeado? De todo. De todo. Do-do-do. Todo. El jardín común, la casa común, la vida común. Lo comparten todo. La comida, la ropa, los porros. Debaten, discuten, dudan de las medidas gubernamentales. Da igual. Se quieren. Todo es de todos, nada es de nadie. El bebé común. Do-to-do-do. La huerta brilla porque cada mañana —si le da el venazo, la verdad— Méli la riega canturreando, do-do-do, y se fusiona con la tierra y, mientras las plantas se enredan en gorgoritos, ella hace la fotosíntesis.

Poco antes de confinarse, empezaron los problemas de salud y Méli rompía el encierro para acudir al hospital y entonces descubrieron las manchas en la resonancia. La noticia del bebé se mezcló con la de la esclerosis múltiple y todos los sentimientos se apiñaron en esa casa de Toulouse. Pena. Rabia. Alegría. Pena. Alegría. Amor. Sorpresa. Miedo. Amor. Amor. Alegría. Miedo. Amor. Amor. Amor.

Esperó para contárselo a sus padres hasta después del confinamiento. Quería decírselo en persona. A su abuela, nada. Ni mu. Su abuela tiene demasiadas malas noticias. Pierde amigos cada mes. Nada. Ni mu-mu-mm. Es una señora muy alegre, no la quiere contaminar. Todo sigue igual con la abuela; pero la relación con sus padres ha cambiado desde que lo saben. Ahora los llama más. Ellos le dejan espacio. Saben que Méli les contará cualquier novedad. Mu-mu. Se quieren, confían, tienen esperanza.

La música, la huerta, la política la mantienen viva. Bi-bi-ba-ba-ba. Hace unos meses, a una chica de la otra casa se la quiso llevar la policía por colgar en su ventana una pancarta contra Macron. Entonces se les ocurrió la idea de llenar las calles de Toulouse de preguntas, y ahora salen de vez en cuando para colgar carteles. Bi-bi-ba-ba. Méli ha obtenido becas y ayudas sociales, y agradece a quienes lucharon por conseguirlas y los homenajea luchando. Durante el confinamiento, el Gobierno aprovechó para sacar nuevos decretos que empeoran las condiciones de los trabajadores. Bu-bu-bu. La lucha no puede parar. Los carteles no dicen nada rotundo, solo preguntan, abren el debate, bi-ba-ba, y la gente los mira y reprocha o dialoga o aplaude o intercambia opiniones o reflexiona un momentito y sigue de largo, con la pregunta a rastras, inevitablemente. ¿Cuáles son mis valores esenciales? Ba-ba. ¿La esperanza se siembra? Bi-ba-ba. ¿Quieres volver a la anormalidad? Bi-bi. ¿Cultivas tu pensamiento crítico? Bi-bi-ba-ba.

La música, la huerta, la política, el amor. El amor. Da-ya-da-du. Méli le debe su fortaleza mental a todos los que la rodean y cuidan. El amor. Está persuadida, más que nunca, del gran poder salvador del amor y de la solidaridad en este momento. Ya-da-du. Las muestras de afecto y de cariño no cuestan dinero. Cuestan tiempo, dedicación y a veces compromisos. Méli es una composición de armonía y amor y ánimo, un torbellino de notas musicales arremolinados en la garganta que explotan en el aire, y sabe de sobra que en esta vida no nos queda más que improvisar.

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Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Gastronomía

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Todo se debe al fatídico festival de durian en la oficina y al consecuente atracón. Y lo peor es que la idea la ha tenido el propio Ong, animado por la llegada de junio y con ganas de complacer a sus compañeros, con paladares sumidos en la pesadumbre y anhelantes de los sabores arrebatados. 

La temporada de la reina de las frutas siempre se tiñe de alegría, pero este año de carencias culinarias, el manjar preferido de los penanguitas ha adquirido cualidades de maná, en tal desierto de monotonía y aislamiento. Por eso, cuando Ong se ha presentado esta mañana con unos paquetes de plástico desechable —bien envueltos, bien sellados, que no huela en el autobús, que no huela—, sus compañeros lo han recibido con vítores.

Son pocos, los compañeros, nada, cuatro gatos: muchos se han pedido vacaciones no remuneradas indefinidas, por no exponerse o por la inestabilidad política, quién sabe. Da igual, había que celebrar este momento tan esperado, así que se han arrejuntado en un par de mesas —a dos metros de distancia, desinfectando a conciencia cada paquete, sin pasarse nada de mano en mano— y se han dispuesto a disfrutar de esa fruta salada, dulce, cremosa, con un aroma que invade el aire, el pelo, la ropa, las almas. El durian, como el amor, existe para compartirlo. Pero, con tan pocas bocas con quienes compartirlo, al final Ong ha acabado cebándose de lo lindo, engatusado por aquella seducción irremediable de fruit fatal

Incluso en ese placentero momento, Ong no ha podido evitar despotricar. Qué mal, qué mal lo está pasando el cielo de su boca. Y sus compañeros sufren la misma carencia: nadie sabe cocinar, ¿para qué?, si viven en una meca culinaria donde comprar comida casera es más barato que liarse a guisar en casa. Una compañera le ha recomendado, con la boca llena de durian y el corazón plagado de angustia, una marca de dim sum congelado, que no queda tan mal al hervirlo en casa, no te creas, hace el apaño, y se ríen de tal aberración y cada cual vuelve a su puesto de trabajo. 

Ong, hipnotizado por los dictámenes de su barriga, no se puede sacar de la cabeza su local de dim sum favorito y lleva toda la tarde sin poder pegar un palo al agua. Cuánto van ya, ¿ocho, diez semanas? sin poder sentarse en un restaurante. Ahora dejan, pero con seguimiento de contacto y distanciamiento social y así uno se sumerge en una paranoia vírica que nubla y marea y no hay quien disfrute de nada.

Y ahí está Ong, entre las cuatro paredes de un edificio gris en un polígono industrial al ladito del aeropuerto, plantado frente al ordenador como un pasmarote, sumido en una espiral obsesiva en la que solo piensa en volver a degustar una de sus comidas favoritas, aunque sea en versión congelada. Pero antes tiene que mandar unas facturas en inglés, dim, registrar el último flete aéreo del día, sum, autorizar la partida de un cargamento naval en malayo, dim, negociar precios en hokkien para el transporte en vuelos comerciales sin pasajeros, sum, explicarle en mandarín a un importador singapurense los problemas resultantes de tan insaciable demanda para tan esmirriada oferta, dim, porque, si no, los estantes de los supermercados se vaciarán, sum, y él no va a ser el responsable de tal barbarie. 

A duras penas, lo deja todo bien atado y se larga de una vez por todas, que ya no soporta más la insistencia de su insaciable estómago, que, por mucho que esté lleno de durian, insiste en degustar dim sum. Aunque la mente le diga que seguro que le espera una insípida birria de primera categoría, el estómago gana la pugna al proyectar espejismos hacia el cerebro, donde aquella delicada y deliciosa delicatessen resplandece en bandejitas meticulosamente ordenadas sobre carros repletos y vertiginosos en algunos de los coloridos edificios con encanto carcomido pergeñados durante el colonialismo británico en pleno Georgetown, donde se come el mejor dim sum de todo el país.

Ong se siente afiebrado, pero sospecha que la sensación se la brinda esa gula visceral que le fustiga con una furia psicosomática. No puede ser otra cosa: como ya es costumbre, esta mañana, antes de que le permitieran acceder a la oficina, le han tomado la temperatura, le han invitado (invitado, ¡ja!) a echarse gel antibacterial y a registrarse en la entrada, con el nombre, DNI, hora, minutos y segundos de llegada, temperatura exacta y casi la talla de calzoncillos. Y, en fin, bueno, que no tenía fiebre. Ni él ni nadie. Se toca la frente y quizás siente un ligero ardorcillo, pero nada, nada. No hay virus que valga. Esto viene todo de la añoranza culinaria, sin duda. Agarra sus cosas con una parsimonia infundada por su propia convicción de que todo va bien. Acalla cualquier paranoia en ese cuaderno lleno de garabatos, que guarda en su maletín con todos sus miedos y lo cierra con llave ahogando el pánico en el interior de la cerradura.

Sale a la calle y esos treinta y dos grados húmedos le dan un soplamocos más calenturiento de lo habitual. No pasa nada de nada. Es hora punta y los precios de Grab están por las nubes, así que, como se encuentra tan bien, va a la parada del autobús y empuña el arma necesaria para tan bizarra gesta: la paciencia. Cogerá el autobús a Komtar y luego irá al centro en taxi. Hay una cola larguísima, que al principio lo intimida, porque le recuerda a las filas que se crearon cuando cerraron la ciudad hace unas semanas y la gente comenzó a arremolinarse frente a las comisarías para pedir los permisos necesarios para realizar viajes interestatales. Entonces el caos empezó a reinar poco a poco, con controles policiales en todos los caminos y aquellas decisiones gubernamentales que ni los guardias entendían y nadie sabía cómo actuar. Las alertas de emergencia lanzadas por el gobierno, que llegaban a todos los móviles solo en malayo y con sonidos estridentes que parecían anunciar una guerra, no solo sembraban el pánico, sino que además excluían deliberadamente a los dos tercios de la población de la isla que hablan hokkien. En esos días se dio cuenta de que esta vez no iba a ser como las epidemias de SRAG y MERS, sino que se trataba de algo enorme, que en las últimas semanas había acarreado consecuencias radicales en la economía, en la libertad de movimiento, en la política malaya y en los nervios de Ong.

Pero esta fila se debe a la hora punta y a la vergonzosa frecuencia del autobús 301. Espera, desespera, empieza a sudar. ¿El fuego es interior o exterior? Reboza la cara en el frío cristal de la marquesina, despacito, en un gesto tirando a gatuno que espera que nadie vea. Al menos las calles están bañadas del dulce aroma del durian; el virus no ha impedido que los maleteros vayan cargados de esta fruta, que broten tenderetes que la venden en cada esquina. Adopta el método de supervivencia de sumergirse en la fragancia mientras sigue refrescándose la frente.

Por fin llega el autobús y se queda el último, porque no le gustan las aglomeraciones, y menos con gente contagiosa (¿como él?). Antes de subir las escaleras, se esfuerza en poner su mejor cara de no tener fiebre. El conductor le toma la temperatura una vez, frunce el gesto, otra. Ong sonríe desabrido —como si se le transparentara la boca con la mascarilla—, sube, anda, sube, son solo un par de décimas, y agradece el gesto con un terima kasih enclenque que es más bien un suspiro.

Hace como que se sienta con tranquilidad derrumbándose junto a una anciana que parece que no ve tres en un burro, así que no podrá juzgar los sudores de Ong. Pega la cabeza al frío cristal de nuevo, en un alivio solo perturbado por sus pensamientos: se acalora más aún al recordar el golpe de estado sibilino, apoyado por el mismísimo sultán y orquestado aprovechando el brote de COVID para quitarle el poder a Mahathir tras declarar el confinamiento, aunque siguen en una democracia, ¿no?, aunque no hayan votado por el nuevo primer ministro, aunque ahora Muhyiddin tiene todo el poder, aunque ya da igual, porque tienes coronavirus y ya está, asúmelo, Ong, la muerte te besa la nuca, desaparecerás de la faz de la Tierra y la libertad que la luchen los vivos. 

No tosas, no tosas, ponte un capítulo de Normal People en el móvil, con lo que te gusta, y relájate. Pero no se distrae y se obnubila con la idea de no toser y, aunque no tiene ganas, tose como un descosido y la anciana saca con mesura del bolso dos ventiladores a pilas y los apunta el dirección al joven con esperanzas de que lo que él tenga no le roce la piel a ella. La ingenuidad y la futilidad del gesto le resultan tan adorables a Ong, que le encantaría apoyar la cabeza en el hombro de esa afable mujer y casi lo hace, pero se reprime, y su estómago empieza a gritar «¡dim sum, dim sum!» como si no estuviera al borde de la muerte. Le conmueve tanto el significado etimológico de esas palabras —«acariciar suavemente el corazón»— que el estómago gana una vez el debate interno entre diñarla comiendo o en la cama. 

Su restaurante favorito queda lejos y, a medida que sube la fiebre, le va pareciendo más y más irresponsable ir; además, está a más de diez kilómetros de su casa, así que, según las normas, no podría ir tan lejos, aunque ya lo haya hecho, dos veces, evitando a la policía, pero también es verdad que entonces no tenía coronavirus. 

Lo mejor sería volver a casa ya mismo, pero aparece en su cabeza la recomendación de dim sum congelado de su compañera de trabajo. Ya que va a morir de todas maneras, merece la pena un esfuerzo final, enmarcado en un plan más factible, aunque sea por dim sum congelado: se bajará en un par de paradas e irá al supermercado, eso es, entrar y salir, sin contagiar a nadie, sin hablar, sin mirar a nadie. En casa solo podría comerse las plantas —y no piensa hacer eso a sus verdes bebés—. Aquel óbito que lo acecha no le va a privar de un último placer culinario, qué va. Mataría por ese manjar. 

Al pasar del gélido autobús a la sauna exterior, se le empañan las gafas y la neblina le hace sentir aún más mareado, así que le compra un teh tarik con mucho hieP=^Çvendedor ambulante que no debería estar ahí, pero está y, bueno, parece que sano, y Ong le paga sin contagiarlo. Espera en la cola del AEON —es corta, ya no hay tantas compras de por si acasos—, algo que no haría si esta no fuera su última cena, porque odia las filas, las odia, pero se distrae pensando en lo que daría por ver el templo Kek Lok Si y el bosque de manglares en Balik Pulau una vez más, por pasear con sus amigos ang mo por la turística calle Chulia e introducirles en el mundo del curry mee —sin confesarles que en Penang se prepara con sangre de cerdo—, por hacer otra caminata por la selva hasta llegar a la playa y hasta por que los monos le robaran la comida de nuevo… Pero sobre todo, ay, le encantaría ir en bici por aquel maravilloso camino junto a los huertos de durian y llenarse de ese olor acre que siempre lo hace viajar a su infancia. Se le inundan los ojos de recuerdos líquidos mientras se pega la fría bolsa de plástico a la frente, qué placer, qué gusto, qué satisfacción, y se le mezclan lágrimas, sudor y condensación en la cara.

Cuando se acerca su turno para entrar al súper, se bebe el té de un trago, se seca la cara con la manga y entra, del tirón, y el frescor combinado del hielo y del aire acondicionado le recorre el cuerpo en un escalofrío que lo deja aterido y le recuerda que la gélida mano de la muerte le roza la piel, pero está convencido: cumplirá la Misión Dim Sum aunque sea lo último que haga.

En la entrada, pone cara de no tener ni frío ni calor y le toman la temperatura en esa frente gélida de bebida callejera, ningún problema, pasa, pasa, y la mentira cuela. Le piden que se ajuste bien, bien, bien la mascarilla, le echan una pegajosa y desinfectante mezcla de agua y jabón en espray en las manos, le pegan un número al cuerpo que tendrá que entregar en caja y le hacen registrarse con un código QR para controlar el tiempo que pasa en la tienda: quince minutos, ni-un-se-gun-do-más. Va flechado a la sección de congelados, agarra una bolsa, paga —pero ¿la gente no deja distancia de seguridad en esta cola tampoco?—, sale y se planta los glaciares dim sum en esa frente de virus y fuego que tiene. Un abrir y cerrar de ojos: eso es lo que tarda en hacer la compra.

Ya solo le queda coger un taxi, un Grab, un MyCar, un trishaw, lo que sea. Pronto llegará a casa y besará a su madre, su hermana y sus plantas por última vez. Qué pena, pero qué suerte verlas a todas. 

Dos conductores lo echan a patadas y sin explicaciones en cuanto se sube al coche. Ya está, obviamente tiene coronavirus y se ha convertido en un apestado. Abre la bolsa a mordiscos, se intenta comer una bolita de dim sum congelada. Ha llegado su hora, no cabe duda: nadie en su sano juicio se metería eso a la boca, vaya última cena de mierda. Lo escupe. El tercer conductor también lo rechaza, pero al menos le da un motivo: señala uno de esos cartelitos que colgados del reposacabezas con un durian tachado, tan habituales en el transporte malayo, porque en los espacios cerrados el aroma de la fruta se afea e impregna sin remedio todas las superficies.

En ese preciso instante precioso, Ong se da cuenta de que apesta a la dichosa fruta y piensa en el empacho de hoy y en la fiebre que siempre le daba la ingesta masiva de su adorado durian durante la niñez. Su madre y sus tías le insistían sin descanso: no comas tanto, mocoso, que la potencia del durian sube los calores y desequilibra el yin yang hasta sentir sequedad y tos y fiebre. El pánico de las últimas semanas ha impedido que achacara todos sus síntomas a la glotonería y ahora el rostro se le inunda de dicha y se gasta todo el gel antibacteriano que le queda para lavarse las manos y la boca requetebién y dejar de expeler ese hedor.

Se monta en el cuarto taxi, relajado en la fiebre, olvidándose del estrés y la ansiedad que le produce pensar en estos tiempos totalitarios y en la incertidumbre del futuro. Haber superado el coronavirus de mentira lo tranquiliza de verdad y se sumerge en la felicidad de este instante pegando la frente en la fresquísima ventanilla hasta quedarse dormido.

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