LLETRAFERIT
[Catalán]
~Amante de las letras~
Cuando traducía, a veces —muchas, muchas veces—, sentía como si le atravesara una flecha: ya se había topado de nuevo con una palabra salvaje e indoblegable. La flecha sabía a historia, a recuerdos de antaño, a canas, a floración perenne y a castañas asadas. La flecha —oh, la flecha— hería porque rezumaba verdades y leyendas y solo podría trasladarse a otra lengua dando rodeos a la palabra —palabra bellamente intraducible—: sintiéndola, vistiéndola, describiéndola hasta cubrir un agujerito donde se hallaban los pedazos que carecían de nombre. La flecha enriquecía la lengua y la vida y los recuerdos y la memoria.
SCHADENFREUDE
[Alemán]
~El placer obtenido a partir de la miseria ajena~
Necesitarías varias vidas para leer toda la literatura en español, una lengua que se empezó a registrar por escrito en el siglo XIII.
En el Yucatán de 1562, el misionero español Diego de Landa ordenó el auto de fe de Maní, por el cual se destruyeron innumerables objetos mayas. De Landa escribió a propósito:
«Hallamosles grande número de libros de estas sus letras y, porq no tenían cosa en que no oviesse superstiçion y falsedades del demonio, se los quemamos todos, lo quala maravilla sentían y les dava pena.»
Los mayas realizaron registros escritos durante casi dos mil años, con un complejo sistema de signos.
[Dos mil años son veinte siglos. Veinte.]
Podrías leer los veinte siglos de escritura maya en un par de tardes: solo cuatro libros se salvaron del nombre de Dios.
TSUNDOKU
[Japonés]
~Dejar un libro a medias de leer
con otros libros a medias de leer~
I
Las bibliotecas siempre me han parecido los lugares más llenitos de muerte y de belleza: no son más que un cementerio de autores (y unas poquititas autoras) que ya no existen más que en la tumba de las palabras —palabras, en algunos casos, ya muertas: de tumba doble—: voces muertas de voces muertas; autores a veces tan complejos (a veces tan pesados) que queremos leer y no leemos y los rematamos un poquito más.
II
Pero ese día, después de esa noche en que me quedé sin batería en mitad de una película, me aventuré a la biblioteca. Rodeada de voces muertas, busqué un asiento cerca de un enchufe y conecté el ordenador y, sin que pudiera hacer nada para remediarlo, comenzaron los jadeos.
De los nervios, no atinaba a meter la contraseña, jadeos, tímidas miradas de asombro, jadeosjadeos, fallo al poner la contraseña, jadeosjadeosjadeos, pupilas acusadoras inundadas de juicio final, jadeosjadeosjadeosjadeos.
Puse la contraseña y, un segundo antes de conseguir parar el vídeo, quedó claro que los gritos no eran de placer, sino de la angustia y la desesperación fílmicas de aquella familia española ahogándose en las aguas de un tsunami.
Como si el orgullo alguna vez me hubiese importado, conseguí aguantar el tipo haciendo con que investigaba y narraba una tesis maestra durante dos horas, seis minutos y catorce segundos.
III
Y aquellas fueron las últimas dos horas que he pasado en una biblioteca. Al fin y al cabo, mi escritorio ya yace a la sombra del críptico Sartre, del infumable Galdós y de las olvidadas —por no estudiadas, pese a homenajeadas—: Alós, Zayas, Laforet, Coronado. Mi estantería ya es un cementerio de voces que empecé a leer y se me atravesaron o me aburrieron u olvidé. Mi estantería ya está repleta de voces muertas de voces muertas, que oyen (mis) jadeos y no me juzgan y siguen muriendo amarilleando.
MOKITA
[Kilivila]
~La verdad que todo el mundo conoce,
pero de la que nadie habla~
Nunca se me ha ocurrido celebrar la venta de un Mendieta; ni maldecir a los italianos por que un Velázquez se cotice más bajo que un Anguissola; ni ponerme increíblemente violenta (ni darle un puñetazo a alguien en la nariz) cuando Jeff Koons vende una de sus obras; ni insultar a los catalanes y meterme con ellos por que una gran institución ha decidido adquirir un Juan Gris en lugar de un Dalí; ni celebrar a voz en grito que Abramović ha llenado otro museo; ni esperar que alguien me dé la enhorabuena por que un Van Gogh se haya vendido a un precio desorbitado.
Obviamente, jamás entenderé el fútbol.
BACKPFEIFENGESICHT
[Alemán]
~Cara que se merece un puñetazo~
Era un hortera con todas las letras. Literalmente, de hecho: tenía una gorra con la visera muy plana y muy levantada que rezaba —brillante, cegadoramente— «Toronto». Estábamos en el mismo círculo y se produjo un silencio incómodo, por lo que me aventuré y me presenté, estrechándole la mano, preguntándole de dónde venía:
—Toronto —lo pronunció así, de esa forma tan nasal en que lo dicen en su tierra: Torono, Torono; más nasal, más corto, más nasal: Trono.
«No me digas», pensé, aún con el deslumbramiento clavado en mis córneas a causa de esas letras relucientes en la visera. Pero no hice ningún comentario —ya tenía bastante con contener la risa e intentar recobrar la salud de mis ojos—.
La conversación siguió por los derroteros habituales, con las dificultades típicas que presentan los bares (la música alta, los gritos): qué cuánto tiempo llevas en Berlín, que si viniste con trabajo, que si hablas alemán, que si te costó encontrar piso; hasta que, finalmente, nuestras lenguas consiguieron salir de la ciudad.
—Viví en California un año —afirmé.
Le interesó saber algo más sobre el español allí hablado y en seguida me preguntó por mi superioridad respecto a los mexicanos.
—Bueno, la verdad es que no creo que sea superior a nadie. Esa gente estaba ahí por las mismas razones que yo, lo único es que para mí resultó más fácil por tener un pasaporte europeo, lo cual me parece totalmente injusto, por cierto. No creo que sea superior, en todo caso: para mí todos somos iguales, aunque las circunstancias y, sobre todo, la suerte influyan en nuestro camino. Muchos de los mexicanos que están allí tienen trabajos que los blancos no quieren aceptar y se ensucian las manos porque están condicionados por la miseria de su tierra y de su familia, no porque sean inferiores.
[Primero Ban Ki-moon, luego Malala y ahora yo.]
—No te he preguntado eso —contestó el atónito torontoniano—, sino si el español de España es o se siente lingüísticamente superior.
[Rubor, ven a mí, toma mi cuerpo.]
—No, para nada —finge normalidad, finge, finge; no grites, no llores de vergüenza—. A ver, todas las variedades del español son igual de válidas. Una cosa es que guste más o menos a alguien en particular, pero no creo que sea superior.
—Me tengo que ir.
Se levantó sentenciosamente y se fue sin más y no muy lejos: comenzó a hablar a unos pocos metros de mí, y nos evitamos el resto de la noche.
[El resto de la vida.]
SOBREMESA
[Español]
~El tiempo que se está a la mesa
después de haber comido~
Años atrás, cuando trabajaba, se eternizaba después de la fruta, pero una vez, mientras comía un plátano muy verde, escuchó una conversación ajena:
—Solo un grupúsculo dejó África para repoblar el mundo, mientras que una infinidad de variedades genéticas se quedaron en aquel continente y evolucionaron. Por eso, existen más diferencias genéticas entre los africanos del este y los del oeste que entre los suecos y los japoneses.
[Revelación.]
Se quedó con la boca abierta tanto tiempo que el plátano se volvió amarillo y lo despidieron y se especializó en África y plantó un platanal con aquella cáscara.
[Los recuerdos: plátanos melifluos;
un platanal de suecos y japoneses;
África es Platanaceae;
madre de todos: aquí y allá: Madre.]
UTEPILS
[Noruego]
~Disfrutar de una cerveza al sol~
Te han obligado a marcharte, y lo sabes. Te ayudaron con becas y sacaste tus (oh, tus) estudios —tus carreras, tus másteres—; pero ya no te quieren. Y, ¿por qué?
Pues porque no. Y punto. [Hay un porque sí, pero es muy largo y muy feo y muy manido y muy, ay, bostezo.]
Y tú dices que estás allá —que no estás acá— porque te gusta la aventura, porque te quieres comer el mundo, porque la vida es muy corta y la Tierra es muy grande. Bueno.
¿Y qué si te contrataran aquí? ¿Qué harías?
Presumes de ceviche, presumes de guacamole, presumes de crêpes y de gofres, presumes de sushi, presumes de fainá. Pero yo sé que lo que tú quieres es tomarte una cerveza en una terraza, conmigo, en cualquier lugar de La Latina, en cualquier lugar de cualquier lugar rodeado por el Manzanares.
ILUNGA
[Chiluba]
~Perdonar una ofensa la primera vez,
tolerarla la segunda, no aceptarlo la tercera~
A vosotros no os puede la sed de rencor, eso es lo que os pasa. Es imposible que penséis que (no) lo van a volver a hacer, porque ese huequito que os queda entre la memoria y los recuerdos no es más que una cicatriz profundísima, invisibilísima.
Vuestro umbral del rencor se halla demasiado verde y os enrojecéis enseguida, pero la hinchazón baja con un gol o un punto de partido y se os olvida que os están apaleando el espíritu porque hemos ganado, hemos ganado; hemos perdido tanto.
Consideráis vuestras viditas como una cerilla quemada, que aún tiene mechita, que puede servir para algo, que, que, que, ah, ja, puaj; pero no os dais cuenta de que la fuerza se acaba y de que pronto no os quedará fósforo, de que dejaréis de friccionar.
No vais a las manifestaciones porque os da miedo, pero porque gastáis flema, pero porque, ay, qué tal porque. No os da pena de vosotros mismos y no tenéis lo que hay que tener, porque perdonáis, toleráis y —ay, aquí está el problema— aceptáis, aceptáis, aceptáis; pero, claro, tenéis lo que hay que tener (lo que os endosaron que había que tener, lo que os publicitaron que había que tener): una televisión de plasma, un móvil de última generación y vuestras uñas hipotecadas, pero con un Euribor y un TAE variable de rechupete, de los que ya no dan.
[Pero ya, por fin, estamos hasta el moño.]
RETROUVAILLES
[Francés]
~Alegría de encontrarse a alguien
después de mucho tiempo~
Ambos se quedaron absortos en el convencimiento de que no habían cambiado ni un ápice. Sí, él ya no presumía de melena; sí, ella había colgado muchos autorretratos en las redes sociales durante todos estos años: pero la sorpresa de la juventud aún intacta fue inevitable.
Después de la sorpresa, el abrazo.
Y que si qué tal y que si cuánto tiempo y que si por qué y que si silencio. Y que si qué tal. Qué tal. Qué tal.
Sentados en la terraza, la una frente al otro, ella añoró su pelo y se imaginó que, si siguiera existiendo, los interminables rascacielos de Manhattan se reflejarían en rubios mechones pretéritos, como si tuvieran espejos, como antes, ay, cómo.
Se pusieron al día, sin que ella le echara en cara los años de mensajes huerfanitos, las excusas para (no) volver a verla, la ruptura tan puta y abrupta. La ilusión por verlo cementó la rancura y la rapidez de los efectos del cóctel endureció el cemento.
Que si qué tal. Qué tal, qué tal. Que si ya hace mejor tiempo. Qué tal; qué tal.
Y que cómo que aquí, en Nueva York; y que siempre me ha chiflado Nueva York; y qué que visa tienes. Silencio.
[Silencio.]
Anillo. Pum. Cásate conmigo.
[Silencio roto con copas rotas.]
Pero ¿cómo me voy a casar contigo?: hace seis años que no te veo.
No es que ella quisiera: jamás lo volvería a besar: la solidez del cemento era impenetrable; pero iban a quedar y se encontró un anillo en el suelo de St. Mark’s Place y ella pensó en el obvio fatalismo.
Es que estoy enamorada de St. Mark’s Place. [Saliva.] Y si no te casas conmigo, me echan, porque se me caduca la vida, digo la visa, y me tengo que marchar y yo quiero MoMA cada semana y me lo debes, carajo.
Se lo debía (bueno): la dejó por teléfono cuando a ella le habían diagnosticado un (¿cuasi?) cáncer y no quiso volver a verla: Nos queremos desigual fue la excusa en español roto, como si el cáncer no tuviera un poquitín de cemento o él un poquititín de compasión.
Nos queremos desigual, alegó ella, clavándole las pupilas cuadradas, y St. Mark’s Place.
Y él se miró los pies.
Pero había una mesa en medio;
y en la mesa brillaba un anillo.
RAZLIUBIT
[Ruso]
~El sentimiento de desenamorarse~
Ya no veía las lucecillas en los ojos de quienes admiran mis palabras y notaba cómo se oscurecían y hasta se apagaban.
Estaba claro: necesitaba gafas.
Fui a la consulta, donde había un mostrador, con un hombre sabio detrás —sabio en la concepción clásica: mayor, canoso y hombre— y una mujer de pie en la parte de fuera. No me quisieron atender ya, ya, ya: el doctor no abrió la boca, pero la enfermera me dijo que regresara al día siguiente, temprano, sin preguntarme siquiera si mi cuerpo querría madrugar.
Cuando volví, el doctor seguía sentado detrás del mostrador —escribiendo textos inteligibles, (re)leyéndose el vademécum u operando a corazón abierto, quién sabe—, y me hizo rellenar un papel y esperar en una salita.
[Una salita de (des)espera.]
La enfermera me llamó y me invitó a entrar y comenzó a preguntarme, preparando un informe detallado para el doctor. Me hizo decir unas cuantas letras reflejadas en un espejo, como buena enfermera, y después me explicó que me mediría la sequedad de los ojos.
Me empecé a odiar: ¡era la doctora! Como no era canosa, ni mayor, ni, sobre todo, hombre, me había hecho mi propia película.
[Clásica película clásica.]
Cogió unos papelitos, me pidió que mirara hacia arriba y los colocó en esa parte entre la córnea y las pestañas —¿cómo se llama esa parte entre la córnea y las pestañas?—.
Dolor superlativo: claramente, se había dado cuenta de mi presunción sexista —¡yo, sexista! ¡con lo que me quiero!— y me iba a dar mi merecido. Me dejó con esos papeles punzantes dentro de los ojos, se acercó a una pantalla y manipuló el ordenador. Comencé a entenderlo todo: lo que me había puesto era un dispositivo como el que le colocan al protagonista de La naranja mecánica, y ahora, como castigo, me obligaría a ver una película porno.
[película porno
Del lat. pellicŭla; Del gr. πορνο
1. f.; 1. adj. coloq.
Film sexual en que se veja a las personas del sexo femenino (personas, sí, sí: personas)
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Cuando estaba imaginando con certeza la insoportable visión de un falo golpeando el rostro de una muchacha hasta introducirse violentamente en la boca para provocarle el vómito, la doctora sacó las cuchillas de papel de mis ojos.
«Tienes las ideas un poco secas, pero es algo normal al vivir en una sociedad patriarcal», me tendría que haber dicho.
—Tienes los ojos un poco secos, pero es algo normal al vivir en una ciudad contaminada —me explicó—. Y aquí tienes la graduación para las lentes que necesitas.
—¿Me puedo comprar unas gafas moradas?
—Las gafas siempre tienen que ser moradas —dictaminó.
KOMBINA
[Hebreo]
~Acuerdo turbio~
Antes de que se asigne el sexo, todos los fetos desarrollan pezones; y, así, en el caso de que el proceso desemboque en una niña, esa futura mujer podrá elegir alimentar, si decide tener descendencia. Los pezones de los niños se dibujan, pues, como las cicatrices de lo que podría haber sido, como un capricho inútil de la naturaleza, como un guiño rasguñado de la maternidad. ¿Por qué nosotras, entonces, tenemos unos pezones que son sinónimo de vergüenza y vosotros podéis airear los vuestros —no más que una burda copia— a los cuatro vientos?
MURR-MA
[Wagiman]
~La búsqueda con los pies de algo en el agua~
La sirena cautiva vomita pulpos de siete patas en la taza del váter. No sabe si culpar a los pulpos, las patas o las cervezas; aunque probablemente sea el amor lo que te sentó mal, sirenita. Siempre le hunden esas películas (¿y qué le voy a hacer?, me encantan): un bípedo conoce a una bípeda, se enamoran —o no—, se aman —o no— y sobre todo —eso sí— se liberan juntos en la cama. Y yo, pobre de mí, tengo las puertas cerradas, porque eres cautiva de tu cola, sirenita. Porque no aprecias el placer de que te chupe el lóbulo izquierdo, de acariciarme la mano, de que entrelacemos las pestañas.
MAMIHLAPINATAPAI
[Yagán]
~Mirada entre dos personas que quieren hacer lo mismo,
pero ninguna da el paso~
No había nada más poético que la armonía de aquellos coches que giraban a la izquierda en sentidos opuestos por aquellas tierras mientras la radio suspiraba jazz. Después de tres años sin volver por allá, se le había olvidado cuánto amaba meterse en ese amasijo de ruedas y ejes, participar en la naturaleza de la máquina, contaminarse de contaminación. Disfrutaba tan magnamente del espectáculo que hasta se había olvidado de ella por unos instantes.
De ella.
Cuando la vio, casi no podía creerlo. Llevaba todo este tiempo preguntándose si ambas reaccionarían igual o si la balanza del abrazo quedaría desequilibrada. Al primer abrazo le siguió otro; luego otro; luego.
Prometieron verse todo lo posible. Y se vieron todo lo posible. (Con o sin sus parejas, pero todo lo posible.)
La primera noche, ella le preparó la cena recalentando comida precocinada del carísimo supermercado en que siempre hacía la compra y la presentó en el plato con suma elegancia. La saborearon con placer mientras la luz del atardecer la bañaba casi con descaro, acentuando sobremanera la belleza de la forma de hablar de los pliegues de su boca. Cuando llegó el postre —los restos del pastel de chocolate del casamiento de ella; del casamiento con él—, la vela en el centro de la mesa tomó el relevo para acariciar su piel de ella, con un movimiento constante e hipnótico que bailaba con el ritmo de sus palabras.
El ritmo de sus labios.
—Ya no dormimos en la misma cama —le confesó, contenidamente llorosa.
De ahí arrancaron una serie de sesiones de las cuales la confidente salía exhausta y luego quedaba rotita, más que nada por la cantidad de arañazos azules que le producía el dolor de su amiga del alma.
En los días siguientes, pisaron de nuevo los baldosines que conformaban las tranquilas calles residenciales; tomaron té en lugar de cerveza, en un ramalazo consciente del arrastre del reloj; recordaron los tiempos dorados —ella con mayor melancolía—; y volvieron a bailar en donde antaño acostumbraban: claro que volvieron.
Le asombró la espeluznante cantidad de recuerdos borrados de su mente que seguían atrapados en aquellas cuatro paredes: los dientes con fundas brillantes del camarero de siempre, los anuncios de cerveza rusa omnipresentes en la barra, la limpieza inmediata de las copas rotas, la visión del cielo desde el patio que permitía charlar por quedar la música alejada, la cara de serio (¿la cara de malo?) del jefe del cotarro; la vida.
Los chicos quedaron atrás, en el patio, charlando sobre banalidades, mientras prefirieron amontonarse en el tumulto y bailar canciones futuras de moda. El entusiasmo de volver a estar ahí juntas se encapotó con las nubecitas de infelicidad que ella arrastraba.
—No me gusta ver tu tristeza, porque eso significa que existe.
—Los chicos se podían besar —sentenció con una sonrisa; los ojos tristes—. Y nosotras podríamos besarnos.
Y rieron.
CAFUNÉ
[Portugués]
~Acción de peinar a alguien con los dedos suavemente~
Se cuenta que, unos días antes de morir en un accidente de automóvil, Albert Camus afirmó que no había nada más estúpido que morir en un accidente de automóvil.
Lo que no se sabe es en qué pensó justo antes de caducarse para siempre semprísimo, con quién habló por última vez, si le dio igual no volver a sentir con las yemas de los dedos cada centímetro del cuerpo de.
IKTSUARPOK
[Inuit]
~La frustración de estar esperando a que llegue alguien~
Para Maggie, el mundo exterior está compuesto de escaleras y escaleras, de escaleras hacia abajo, de escaleras ad infinitum. Al vivir en el quinto y último piso, las veces que ha conseguido escaparse ha abandonado al final el descenso, por creer que nunca habría nada más que distintas series de escalones agrupados hasta la eternidad.
A su hermana, Ellie, le fascinan los bailes desenfrenados y los avances del mundo moderno. Ellie es vegana y bulímica o por lo menos lo parece. No hay un ser en todo el planeta que adore tan profundamente el brócoli y las pieles de patata: pero entre medias de la noche, cuando nadie puede controlarla, come tanto —tanto, tanto— que vomita todas las mañanas en dos o tres puntos del piso. Cabría pensar que quisiera marcar su territorio o que padeciese estrés, por las tantas visitas que tenemos siempre en casa.
Maggie y Ellie oyen nuestros pasos al subir y nos esperan en la puerta con alegría, desesperación e impaciencia, con muchas horitas de soledad en su bolsita de la memoria, y no intentan escapar y no vomitan y suspiran un poquito como maullando cosas de amor con aliento de sucedáneo de pescado.
GÖKOTTA
[Sueco]
~Levantarse pronto para escuchar a los pájaros~
Madrugar no era lo suyo —lo de nadie, dicen, pero menos aún lo suyo—, así que no lo hacía: había destinado todas sus fuerzas a empezar a trabajar a horas razonables (las doce del mediodía, las cuatro de la tarde), y quien quiere, puede.
No le sobraba el dinero, claro, porque los grandes negocios se hacen al alba: cuando abren la bolsa, cierran las piernas, abren las tiendas, cierran la vida. Pero era feliz, porque el dinero no hace la felicidad y no madrugar, sí —haga la prueba—.
Coincidir con amigos se hacía más complicado: cuando salía del trabajo, los demás se recogían porque —oh, pusilánimes— tenían que madrugar. Y todo se convertía en un bucle de hasta la próxima, cuando tengamos un hueco, ya nos veremos, hasta la próxima.
Con los años, llevó su decisión demasiado lejos: quedaba únicamente con compañeros del trabajo, quienes eran aburridos pero no madrugaban; tomaba somníferos si se desvelaba a las nueve de la mañana; se negaba a mantener una relación amorosa (demasiado trajín matutino); descartaba la idea de tener esas pústulas lloronas y desveladoras más comúnmente conocidas como hijos.
Se jubiló con renqueo una primavera especialmente violeta y descubrió enamoradamente y a la vejez viruela, en una finta de sus sueños, el delicioso cantar del clarín, candoroso, apaciguador, tempranero.
GEZELLIGHEID
[Holandés]
~Calidez placentera que proporciona
el tiempo compartido con los seres queridos~
Solo interrumpía el tintineo de las agujas para agarrar el matamoscas y espachurrar a las bestias, que no se merecían admirar las labores del ganchillo. Su mundo, al final, se reducía a eso: tejer, matar moscas y comer en el salón; mear, dormir, teñirse las canas; y la ineludible partida de cartas dominical con las amigas. Teníamos en común la sangre y las necesidades fisiológicas y poco más: pero mi abuela y yo podíamos hablar durante horas y horas. Su mundo era este salón, que está igual, pero pereció perennemente al agotarse la poesía del ganchillo; y no quiero volver aquí, pero tengo que volver, pero no quiero, porque no tiene sentido.
APAPACHAR
[Náhuatl españolizado]
~Acariciar el alma~
Nunca se lo conté, pero cuando mi madre me mandaba a hacer la compra, me frotaba las yemas anhelando que añadiera huevos a la lista.
No había en el mundo —en mi mundo— nadie con la precisión y el aplomo de la huevera: preguntaba que si blancos o morenos y en seguida agarraba los huevos a puñados, como si fueran pedruscos irrompibles, y los distribuía por el cartón con el tesón a flor de piel y la delicadeza de una mariposa. Lo hacía rigurosa, ágilmente; rauda, amante de sus cualidades.
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No lo sabes, pero pasaste años arrullándome los entresijos.
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Ya inmersa en la treintena, me sumergía en un cuadro de Rothko y la huevera se paseó por mi mente con desparpajo, sabiéndose merecedora de romper la cáscara de aquella paz: me susurró que nunca olvidara que mi capacidad de meditar a mis anchas por el expresionismo abstracto se la debía a sus embelesadoras enseñanzas de gallus gallus domesticus.
MERAKI
[Griego]
~Entregarse con toda el alma a algo
y hacerlo con creatividad y pasión~
Cuando jugábamos a los superhéroes en el recreo, siempre me pedía a Spiderman, pero los fines de semana mi superheroína era la Juani. La Juani cuidaba de mi abuela con el corazón y le decía palabras dulces cuando la enferma anciana se quejaba y le cambiaba los pañales sin torcer el gesto y le pegaba un grito cuando se hacía necesario y le cocinaba sus platos favoritos y le limpiaba la babilla con esmero y tesón y soportaba los efectos de las drogas que (des)arreglaban a mi abuela y le acariciaba el arrugado rostro con los labios para despedirse.
La Juani siempre nos recibía con una sonrisa de oreja a oreja y sonoros besos, como si no llevara horas y horas pendiente de la abuela y del reloj, ni hastiada y exhausta por las ancianas luchas, ni anhelante de la diminuta libertad que le otorgaban los relevos.
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