Estas tendrían que haber sido las palabras para anunciar la mejor película extranjera de los premios de la Academia estadounidense de las Artes y Ciencias Cinematográficas.
Y es que La grande bellezza no se merecía el Óscar de ninguna de las maneras. Especialmente cuando la película danesa The Hunt (La caza) competía por el mismo premio. (The Hunt cuenta la historia de un maestro de escuela acusado de pederastia y el film es exacto en su desarrollo y hace sentir al espectador, que para eso está el buen cine: para que sintamos.)
El caso es que la última película de Paolo Sorrentino, la italiana ganadora del Óscar, deja mucho que desear y lo único que se siente al verla es que se está perdiendo el tiempo, además de un deseo profundísimo de que el film se acabe de una vez por todas.
El protagonista, Jep Gambardella (interpretado por Toni Servillo) personifica el prototipo de crápula, pero con un toque casi bonachón. Se trata de un escritor cincuentón que solo ha escrito un libro en su vida —años ha, con mucho éxito por lo visto— y se dedica a realizar trabajillos periodísticos, pero sobre todo a contemplar la vida y a juerguear con sus amigos, también mayorcitos, como si fueran veinteañeros. El elenco de estrambóticos personajes se compone de un puñado de ricachones que van de culturetas y ridiculizan —a las mil maravillas, eso sí— las clases altas y los círculos artísticos. Sus conversaciones no aportan nada, aburren y, a veces, dan náuseas.
La grande bellezza se titula así porque Jep se pasa toda la película intentando buscar la gran belleza, es decir, la inspiración para escribir una nueva novela. Y la gran belleza está ahí, frente a sus ojos, en la Roma onírica que se presenta en la película, en los extraños animales (extraños en la ciudad) que ocupan mágicamente las escenas. La gran belleza es la Roma limpia, la Roma silenciosa, la Roma ordenada, la Roma que no existe. Pero sí que es grandemente bella la fotografía y eso no se puede negar: los planos simétricos, pulidos y casi mágicos mejoran notablemente la película.
El film encandila al principio con la muerte súbita de un turista asiático en la capital italiana, con los hermosos cánticos de un grupo de coristas, pero luego se deshincha y no hay forma de seguirla: los retazos de historias huecas, las tramas que se apagan al instante y la imposibilidad de empatía con los personajes menoscaban cualquier interés primigenio.
Recuerda, al fin y al cabo, a Fellini, a las películas sobrevaloradas de Fellini: un sinfín de insoportables retahílas inmersas, eso sí, en maravillosos planos contemplativos. Quizá por ese motivo haya ganado el Óscar.
Por: Patricia Martín Rivas
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