Pseudónimo

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Con mucho mimo, Lana le ofrece a Vladimir un poco de guacamole de edamame para que se le calme la garganta. Él le ha dicho que es vegetariano y que le encanta la comida picante, pero Lana siempre duda cuando una persona blanca presume de tolerancia a las especias. No hay más que verlo: apenas unos minutos después de pavonearse, una insignificante rodajita de chile rojo lo ha llevado hasta la náusea.

A ella no le sorprende en absoluto porque ha presenciado el mismo espectáculo mil veces en Malasia; y mastica tranquilamente trocitos de pollo teriyaki y coliflor con cúrcuma y rábano mientras observa a lo lejos cómo unos niños en la pista de patinaje junto al puente de Waterloo se caen, se levantan y vuelven a empezar. Le encantaría encenderse un cigarro para que este momento fuera perfecto, pero está prohibido fumar en los restaurantes de Londres. Tendrá que conformarse con el cielo azul, la sopa y los niños cayéndose y levantándose, cayéndose y levantándose, como si fuera una metáfora cutre de su propia vida. Esperará a que el rostro de Vladimir vuelva a la normalidad para romper el silencio. Hasta entonces, seguirá disfrutando de la ruidosa tranquilidad de la ciudad.

Justo antes, estaban hablando sobre Albert Camus, a raíz de que Lana soltara con cierta indiferencia una cita suya que leyó en una exposición de arte el otro día: «¿Debería suicidarme o tomarme un café?». A lo largo de la comida, han charlado sobre filosofía, leninismo, Beauvoir, comunismo, Butler y Chomsky. ¿Por qué no sacar a colación otro tema así, ligerito, como las enfermedades mentales?

Pero tampoco se han limitado a hablar de temas impersonales. Él le ha contado que, durante la pandemia, se ha estado centrando en la fotografía en un empeño de distraerse y no volverse loco, que ha sentido una profunda soledad, que toda su familia vive en Eslovaquia y que apenas hablan.

Ella menciona así por encima que también tiene una relación bastante complicada con su familia, pero decide no entrar en detalles. No le cuenta que no la aceptan tal y como es por el qué dirán, que la rechazaron y desheredaron, que hace poco su madre la llamó «Lana» por primera vez porque necesitaba dinero, que ya no se preocupa por lo que le pase. Su madre… Ay. En Malasia hay un dicho: «Mira la cara de tu madre y verás el cielo». En el fondo, a Lana le encantaría sentir esa frase como suya. Tras la cadena de pensamientos, en silencio, suelta de la nada: «A veces, ayudamos a quienes nos hacen mucho daño porque en la vida hay que ser buena persona, ¿no crees? No hay otra manera de pasar página».

Está mejor desde que aceptó enviar dinero a su familia. Siente como si les hubiera compensado por haber huido. Ahora puede alejarse por completo de ellos y de Malasia, el país que la vio nacer y que luego la castigó por ser quien es, que denigra a las personas como ella, que las encarcela. Al ser refugiada política, aún le quedan al menos tres años para arreglar todos los papeleos y poder volver a su país. Pero no le importa: desde hace un par de años Inglaterra ya es su casa, porque le ha dado la oportunidad de ser ella misma y ​​no hay mejor hogar que aquel que le permite habitar libremente su cuerpo. Por eso es voluntaria en un centro de acogida: quiere que otros solicitantes de asilo y refugiados también (se) habiten aquí. Nadie mejor que ella sabe lo importante que es que el cuerpo propio se convierta en hogar.

Vladimir es majo, pero no entendería ni papa sobre todo este embrollo. Tampoco maneja las artes de la psicología. Parece creer en los rincones más oscuros de la mente tanto como en la comida picante e, ignorante de todo el sufrimiento por el que ha pasado la mujer que tiene enfrente, responde a la cita de Camus con un chiste un tanto despectivo sobre el suicidio.

Lana no se lo toma como algo personal, porque está muy orgullosa de todo el camino que lleva recorrido hacia su sanación. Y, en todo caso, le dan pena las personas que desconocen sus propias mentes y sus patrones tóxicos, ajenas a sí mismas y a quienes las rodean. Vladimir se le dibuja como un ser muy transparente, sin un ápice de hostilidad ni maldad. Sin embargo, a Lana le gusta pasarse de la raya de vez en cuando y, solo para ver cómo reaccionaría, se plantea responder a su chistecito hablándole de las treinta y seis pastillas de paracetamol que colocó en fila sobre la mesilla de noche, de su llamada desesperada al teléfono de prevención del suicidio, de los policías que entraron en dos ocasiones a su casa para corroborar que estaba bien, de los psiquiátricos, de los calmantes, de sus varios intentos de suicidio a raíz del aislamiento por la pandemia. Pero le da una pereza horrible verle el rostro incendiado de nuevo; ya ha tenido bastante con el espectáculo rojo y ridículo de chile picante.

Aún en silencio, Lana se transporta a la primera mañana que despertó en el hospital psiquiátrico y nevaba con fuerza, algo que esta criaturita tropical nunca había visto antes. Le invadió un anhelo súbito y desesperado de sentir la nieve en la cara. Sin embargo, para cuando los médicos le hicieron todas las pruebas y le dieron permiso de salir, ya había dejado de nevar y solo quedaba un rastro de hielo marrón en el suelo. Qué puta suerte la suya. Le dio igual: corrió y corrió y corrió como una niña hasta agotarse por completo. Cuando paró, se prometió que esta vez sería diferente. Ocho meses después, esas ganas de nieve se le agarran con una claridad visceral.

Vladimir por fin se ha tranquilizado. Todo él parece calmado ahora: su cabello gris y alborotado, sus ojillos marrones y su barba bien recortadita. Lana no le contará nada sobre sus intentos de suicidio. El resto de gente en su vida sabe que lo está pasando fatal, pero él no tiene por qué enterarse. Le gusta que él la vea así, liviana, ingeniosa, y ocultarle su trastorno límite de la personalidad. Mientras mira de reojo cómo los niños se caen y se levantan, se caen y se levantan, le viene a la mente de nuevo la cita de Camus («¿Debería suicidarme o tomarme un café?») y se ríe y suelta mientras Vladimir bebe agua: «Ya que no tenemos leche para el café, supongo que lo mejor es que me suicide».

Vladimir la mira un poco desconcertado, pero enseguida suelta una carcajada. Aunque a Lana le queda claro que no la ha llegado a comprender, le da igual: se ríen juntos. Se entienden en cierta manera. A ella le parece que tienen una especie de complicidad padre-hija, pero enseguida se quita esa tonta idea de la cabeza, porque reconoce el patrón de búsqueda constante de una figura paterna sana, algo que nunca le ofreció su propio padre y que nunca lo hará.

—Me gustas, niña. Eres directa, tienes la voz grave y sabes mucho sobre filosofía —observa Vladimir—. Recuérdame tu nombre.

Lana se siente de maravilla. Qué felicidad. Vladimir no se ha equivocado de género. La muchacha lleva más de cuatro años en terapia de reemplazo hormonal y no siempre pasa por mujer. Pero Vlad —puedo llamarte Vlad, ¿verdad?— asume que Lana es «ella» y le dice «niña» y qué sensación más alucinante. Quiere gritar a los cuatro vientos: «Hola, atención al cliente, ¿esto que siento es euforia de género? Si es así, quiero máááás. ¿Puedo hacer un pedido al por mayor?». Para no delatarse, responde sin más: «Me llamo Lana Isa».

Los pequeños detalles marcan la diferencia (y qué diferencia); y los valora más aún desde que tuvo hace poco una experiencia extracorpórea después de fumar un poquito de marihuana. Ese viaje cambió para siempre su forma de sentir la vida. Un vacío a nivel atómico absorbió su alma, arrojada a otra dimensión. Con el alma absorbida, Lana viajó a la velocidad de la luz, hasta que, aterrada, se dio cuenta de lo pequeña que era —una mera entidad de partículas como cualquier otra— y cayó en la absurdidad de su existencia en la Tierra. Por algún extraño motivo, al sentirse tan pequeña, se sintió también enorme, y pasó a ser una persona radicalmente distinta, que ahora valoraba todas las pequeñas cosas de la vida que no significan nada pero, a la vez, significan mucho.

—Mira, Lana, yo soy artista. Y me encantaría pintar un retrato tuyo leyendo a Camus. ¿Me harías el honor?

Ella lo observa, deslumbrante con su jersey verde, con esa boquita llena de amabilidad, y decide no responder. Pide la cuenta y se dispone a pagar, porque ella ha sido quien ha tenido la idea de ir a comer, pero Vlad insiste en que él invita, que él invita, venga, y ella acaba aceptando. Después de todo, Lana está acostumbrada a que los hombres paguen por todo. Hace poco, ha empezado a contarle a la gente que lleva una doble vida como trabajadora sexual desde hace años, porque guardar el secreto no le ha hecho ningún bien a su salud mental y porque se le da de maravilla y se merece presumir de ello. Durante la pandemia pudo sacarse un dinerillo extra gracias a las plataformas con servicios de vídeo, que le salvaron el culo. Pero no piensa contarle esto tampoco a su amigo, porque no están en ese punto de la relación, por mucho que todo esto forme parte de ella y de su vida actual. Ahora está ahorrando lo que gana con el sexo para poder pagarse la cirugía de afirmación de género, porque no le da para todo solo con su salario como programadora. Y es que esta ciudad es carísima, chica.

Todavía no le apetece despedirse de Vladimir, así que lo lleva a su tienda favorita, ese lugar que no suele compartir con nadie, porque es su rincón secreto en Londres para comprar regalos extravagantes. Le divierte pensar en cómo les ha contado a todos sus amigos todas sus experiencias más dramáticas, pero no les ha dicho ni mu sobre esta tienda de regalos; y con Vlad ha hecho todo lo contrario. Desde luego, hoy es otra versión de sí misma. ¿Por qué siempre ha mantenido esta tienda en secreto y ahora de repente lleva a este tipo? Quizás le dé pena la soledad que irradia Vlad, porque ella la ha vivido en sus carnes. ¿O puede que sea por lo bien que se han caído? ¿O porque Vlad se rió de su comentario sobre Camus?

A fin de cuentas, se han conocido hace tan solo seis cigarrillos. Lana estaba dando un paseo hacia el oeste por Southbank, a orillas del Támesis, en dirección al Teatro Nacional, disfrutando del calorcillo —quedan pocos días así este año…—. El sol brillaba con fuerza suficiente como para plantarse frente a él con los ojos cerrados y sentir la cálida brisa a través de los párpados.

Mientras escuchaba música, respiraba profundamente para vivir el momento con más intensidad. Fue entonces cuando un hombre de unos sesenta años la interrumpió para preguntarle si podía hacerle una foto así, sujetando el cigarro, tal y como estaba, y con la catedral de San Pablo al fondo, al otro lado del río. Ella le pidió explicaciones. Él dijo que le gustaba hacer fotos de personas desconocidas. Lana se preguntó si a ese señor le gustaría fotografiar a personas tristes y si podía ver su aflicción o si, por el contrario, la escondía bien.

En realidad, hoy se ha despertado con la sensación de que estaba muy sexy. Quizás ese era el motivo: lo sexy es fotogénico. Después de cambiar los nombres de sus plantas por otros solo femeninos y neutros —Miss Lolita, Adura, Rapunzel, August, Lil-Cupcake, Farina, Lily, Durjana y Sembilu— porque los hombres son una mierda, Lana se ha marchado de su estudio con una falda gris por encima de la rodilla, una chaqueta a juego con un top rosa chillón debajo y el pelo suelto y salvaje. Hoy es la primera vez que sale de casa después de que ese capullo le rompiera el corazón hace cuatro días.

Al salir del estudio donde se suponía que iba a vivir con otro capullo (¿son todos una mierda o quUuUuUé?), no tenía ningún destino en mente: solo quería marcharse de ahí para no volver a caer una vez más en un bucle depresivo. Como ya ha terminado el máster y ha pedido la baja laboral para centrarse en la terapia y la recuperación, ahora mismo tiene tiempo de sobra para pasear por la ciudad. Tal azar en sus horarios la ha llevado a conocer a Vladimir, posar para él y comer juntos.

Y ahora no les apetece despedirse porque ambos se han sentido muy solos durante los múltiples encierros y están carentes de calidez. Le ha sentado de maravilla este día. Le alegra mucho haberse atrevido a seguirle el rollo a este señor. Lana le agarra del brazo y le susurra: «Todos estamos tan inmersos en nuestro mundo que olvidamos la humanidad que habita en la gente que no conocemos y con la que nos cruzamos en nuestro día a día».

Lana quiere sacar a relucir su lado más pícaro y alegre y ocultar todo lo que ha sufrido. De repente se da cuenta: ¿por qué mierdas habrá pasado él? En esta vida, todos sufrimos y él, con su edad, seguro que habrá caído en la mierda más de una vez. ¿También atravesará fases autodestructivas? ¿Habrá perdido a algún ser querido? ¿Qué problema tendrá con su familia? Cuéntamelo todo, Vlad. Sincerémonos. O no. Mejor otro día; quizás. Disfrutemos de la compañía mutua sin compartir traumitas. Sigamos siendo desconocidos, Vlad, aunque solo sea por un día, sigamos hablando de Tolstói y Wollstonecraft, seamos superficiales, Vlad, distraigámonos con baratijas, ignoremos toda la mierdamierdamierda para crear una ilusión de perfección solo por un día.

Tiene clarísimo que no va a hablar sobre sus cosas ni a preguntarle a Vlad sobre su mierdamierdamierda. Prefiere esto: agarrar una estatuilla de la Reina y embelesarse en lo bien que está hecha. Las pequeñas cosas… Después de describirla con minuciosidad, Lana comenta, por si él nunca hubiera reparado en ello —y porque de vez en cuando necesita decírselo a sí misma—: «Los pequeños detalles hacen que la vida valga la pena, ¿verdad?».

Vlad le sonríe con esa tranquilidad y bondad que parecen caracterizarlo. A Lana no le gustaría que la relación que tienen ahora mismo se echara a perder. Quizás lo mejor sería despedirse para siempre, dejarlo así, pequeñito, seguir siendo eternos desconocidos, cristalizar este azaroso encuentro idealizándolo ad æternum. ¿O tal vez no? Esta maldita pandemia ha sido tan dura para ambos que sus soledades se desvanecerán al menos por un rato si él la pinta. Además, así Lana tendría otro motivo para quedarse en este mundo un día más. Con Isabel II todavía en la mano, también vestida de rosa y gris, le dice a Vlad clavándole las pupilas: «Quiero llevar exactamente este modelito cuando me pintes».

{Pintura de @morganico_com}

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Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

10 estatuas de mujeres en Europa

De todas las estatuas que hay en los espacios públicos de todo el mundo, muy pocas tienen nombres y apellidos de mujer. Por eso, queremos homenajear a algunas de las figuras femeninas más célebres e influyentes de la historia a quienes se les haya dedicado un monumento en alguna ciudad europea.

El 8 de mayo de 1429 el ejército francés liberó Orleans de manos de los ingleses, en uno de los episodios más importantes de la guerra de los Cien Años. La persona que estaba al mando del ejército no era otra que Juana de Arco (1412-1431), uno de los personajes más célebres de la historia. En honor a este acontecimiento, Francia celebra el segundo domingo del mes de mayo la fiesta nacional de Juana de Arco, a quien los ingleses acabaron quemando en la hoguera por delito de herejía con tan solo diecinueve años. La estatua de Juana de Arco, que brilla de bronce y oro en la place des Pyramides, París, es uno de los tantos monumentos en el país galo a la santa (sí, la canonizaron en 1920), además de una de las poquísimas estatuas ecuestres con una mujer a las riendas de un caballo.

Estatua ecuestre de Juana de Arco en París.
Estatua ecuestre de Juana de Arco en París.
Fotografía de Dennis Jarvis

Alguien que también murió demasiado pronto por revelarse contra las injustas leyes establecidas fue la granadina Mariana de Pineda (1804-1831), condenada a pena de muerte por tener contacto con los liberales. La prueba que utilizaron para condenarla fue una bandera antimonárquica que supuestamente estaba tejiendo y que lo más probable es que fuera colocada en su casa por la policía. Después de su muerte, por garrote vil, se convirtió en una mártir y en un símbolo de la libertad. Se le han dedicado varios homenajes, como una estatua en su honor en la plaza que lleva su nombre en Granada, una obra de teatro escrita por el propio Lorca o la colocación de sus restos mortales en 1856 en la cripta de la preciosa catedral de su ciudad natal.

Mariana de Pineda en Granada
Mariana de Pineda en Granada.
Fotografía de Alba Iglesias Zamorano.

Desgraciadamente, la que murió más joven fue la celebérrima Ana Frank (1929-1945), que falleció con tan solo quince años. Su único pecado fue nacer en la Alemania nazi siendo judía. Durante la Segunda Guerra Mundial, se ocultó con su familia durante dos años y medio en la parte de atrás de un edificio en Ámsterdam, donde hoy en día se encuentra su casa-museo y frente a la que hay una estatua dedicada a la adolescente. Durante el tiempo que estuvo encerrada, escribió su famoso y escalofriante diario, donde narra lo que hacían entre las cuatro paredes hasta que delataron a todos los miembros de la familia y los llevaron a campos de concentración. A Ana primero la arrastraron a Auschwitz y luego a Bergen-Belsen, donde murió de tifus tan solo unos días antes de que liberaran a los judíos. Su padre fue el único superviviente y se encargó de publicar los textos en un libro titulado La casa de atrás, que luego se llamaría El diario de Ana Frank.

Estatua de Ana Frank frente a su refugio en Ámsterdam
Estatua de Ana Frank frente a su refugio en Ámsterdam.
Fotografía de btristan.

Otra víctima del Holocausto fue la filósofa y religiosa Edith Stein (1841-1942), quien estudió germanística, historia y filosofía en distintas universidades alemanas y fue discípula del filósofo Edmund Husserl. Aunque de origen judío, Stein pronto dudó de la religión de su familia y la lectura de varios textos, en especial de Vida, de Santa Teresa de Ávila, la llevaron por el camino del catolicismo, hasta tomar los hábitos en 1934, adoptando el nombre de Santa Teresa Benedicta de la Cruz. A lo largo de su vida, escribió varios textos de suma importancia, como El ser finito y el ser eterno, obra realizada en 1933 y publicada póstumamente en 1950 que pone en relación el cristianismo y la fenomenología de Husserl, o Formación y vocación de la mujer, sobre pedagogía y la lucha por los derechos de las mujeres. Se exilió en Holanda, pero la policía nazi la detuvo en el país ocupado para conducirla a su triste final: una cámara de gas en Auschwitz. Su monumento, en Colonia, la representa por partida doble, en su vertiente judía y cristiana. La iglesia católica reconoció su santidad, puesto que Juan Pablo II la canonizó en 1998 y en 1999 la nombró copatrona de Europa.

Monumento dedicado a Edith Stein en Colonia
Monumento dedicado a Edith Stein en Colonia.
Fotografía de Steve Moses.

Más de 2000 años atrás, otra mujer pasó a los anales de la literatura, aunque no se tiene demasiada información sobre ella. Safo de Lesbos (630/612-580 a.C.) nació en la famosa isla, que actualmente forma parte de Grecia, y perteneció a una familia acomodada. Además de dedicarse al arte y la literatura, también se hizo cargo del negocio familiar y fue activista política, posicionándose fuertemente en contra de la tiranía. Su gran implicación la obligó a exiliarse en Sicilia, pero regresó a Lesbos unos años después y dirigió allí una academia de las artes. Escribía sobre temáticas muy liberales, como la bisexualidad, y su influencia literaria fue tal que existe un tipo de estrofa denominada sáfica, fue fruto de admiración para personajes de la talla de Baudelaire o Woolf y se le han dedicado varios monumentos, como el que se encuentra en la ciudad de Mitilene, en Lesbos, representada con una lira en la mano.

Safo con una lira, en Lesbos
Safo con una lira, en Lesbos.
Fotografía de Aegean Midilli.

La británica Emmeline Pankhurst (1858-1928) también luchó contra la tiranía, pero de otra índole: lideró el movimiento sufragista, a partir del cual pretendían conseguir el voto para las mujeres en el Reino Unido. Los miembros del grupo recurrieron a técnicas de protesta que fueron desde manifestaciones hasta huelgas de hambre o el ataque a policías, por lo que entraron en prisión varias veces. Hasta el momento, los únicos que podían votar eran los varones de más de 21 años; pero en 1918 las sufragistas consiguieron que las mujeres mayores de 30 años pudieran ejercer su derecho y en 1928, sólo unas semanas después de la muerte de Pankhurst, igualaron las edades. Su lucha tuvo tanto peso que tan solo dos años después de su muerte les dedicaron una estatua en el Jardín de la Torre Victoria de Londres a Emmeline y a su hija Christabel, también sufragista, y en 1999 la revista Time la incluyó en su lista con las cien personas más influyentes del siglo XX.

Monumento a Emmeline y Christabel Pankhurst
Monumento a Emmeline y Christabel Pankhurst en Londres.
Fotografía de Jim Linwood.

Quien también lo tuvo difícil para que la consideraran como una igual fue la polaca Maria Sklodowska-Curie, más conocida como Marie Curie (1867-1934). Ella y su marido Pierre trabajaron durante toda su vida en el campo de la radiología, por lo que recibieron el Premio Nobel de Física en 1903 y, después de que Pierre falleciera en un accidente de tráfico, se alzó con Premio Nobel de Química en 1911, convirtiéndose en la primera persona en conseguir los galardones suecos en dos categorías distintas. Sin embargo, no lo tuvo nada fácil: hubo muchas reticencias para que recibiera el primer premio por no haberlo conseguido antes ninguna mujer, consideraban más importante el trabajo de su marido y durante toda su vida aprovecharon cualquier excusa para cerrarle las puertas (por ejemplo, el romance que tuvo ya viuda con un hombre cinco años más joven provocó un escándalo que repercutió en su carrera). Sin embargo, su innegable talento la llevó a conseguir grandes logros, como ser la primera mujer entre el profesorado de La Sorbona, dirigir el Servicio de Radiología de la Cruz Roja o fundar en Instituto del Radio, ahora llamado Instituto de Oncología Maria Sklodowska-Curie. Hay varios homenajes a ella en Varsovia, como una estatua de la científica sosteniendo el símbolo del polonio, elemento que descubrió junto a su marido.

Estatua de Marie Curie en Varsovia
Estatua de Marie Curie en Varsovia.
Fotografía de Alberto Cabello.

Romper los moldes y las leyes formó parte de la vida de muchas mujeres. Para que reinara María Teresa I de Austria (1717-1780), hija del emperador Carlos VI, no sólo estalló la Guerra de Sucesión Austriaca, un conflicto que duró nueve años, sino que se tuvo que abolir la Ley Sálica, que le impedía gobernar por el mero hecho de ser del sexo femenino. La monarca fue la primera y única mujer al cargo de la casa de Habsburgo y su reinado, que duró nada más y nada menos que cuarenta años, le dio para mucho y llevó a cabo medidas bastante benevolentes, como la abolición de la servidumbre o la mejora del sistema educativo. Tuvo dieciséis hijos con su marido, Francisco I del Sacro Imperio Romano Germánico, entre los que destaca María Antonieta, la última reina de Francia, a quien cortaron la cabeza en la guillotina. La imponente estatua de María Teresa I de Austria, con diecinueve metros de altura y cuarenta y cuatro toneladas de peso, se alza en la plaza de María Teresa, en Viena, y está rodeada de generales a caballo.

Monumento a María Teresa I de Austria en Viena
Monumento a María Teresa I de Austria en Viena.
Fotografía de Costel Slincu.

Una de las personas más influyentes en materia de educación fue Maria Montessori (1870-1952), quien marcó huella en el sistema educativo actual. La italiana fundó a principios del siglo XX el método didáctico que lleva su nombre y que es tan aclamado hoy en día. Este sistema consiste en darles libertad a los alumnos para que aprendan de una forma más autónoma y desarrollen su talento propio gracias al estímulo del maestro. Antiguamente había una estatua de Montessori en Berlín, pero en 1933 los nazis cerraron todas las escuelas alemanas que seguían su método educativo y quemaron la estatua en un incendio alimentado con sus propios libros. Eso sí, en su lugar de nacimiento, Chiaravalle, hay una casa-museo y un llamativo monumento de acero y bronce que representa a Maria Montessori con un niño.

El niño en el centro del mundo: monumento a Maria Montessori. Fotografía de Mario Sorbi.
El niño en el centro del mundo: monumento a Maria Montessori.
Fotografía de Mario Sorbi.

A principios del siglo XX se escribió la primera biografía de la reina pirata de Irlanda, Grace O’Malley (1530-1603), cuyo nombre irlandés era Gráinne Ní Mháille y que fue la lideresa de clan O’Mháille. Su familia pertenecía a la nobleza, por lo que recibió una buena educación, pero eso no le impidió tener mala fama debido a sus dos matrimonios y a los distintos romances que no se molestó en ocultar. A causa de las tensiones con Inglaterra y los continuos intentos de invasión del país vecino, O’Malley se convirtió en pirata y lideró un movimiento por la defensa de las aguas irlandesas. Su estatua, con la cabeza bien alta, está en un parque de Westport, Irlanda; y hay incluso una canción tradicional irlandesa dedicada a O’Malley, que se llama Óró sé do bheatha abhaile y se considera un símbolo de la rebeldía.

La reina pirata Grace O'Malley
La reina pirata Grace O’Malley en Westport.
Fotografía de Stair na hÉireann.
[Artículo escrito por Patricia Martín Rivas
y publicado originalmente en Wimdu.]

Prolepse

[Leer cuento en español]

Enquanto toma ar na sacada, Phil se junta na dança eterna das copas das árvores que cobrem com dificuldade a realidade urbana de cimento e azulejo. Seus cabelos alaranjados não saem para passear mais do que o justo e necessário; ao contrário de sua mente: aquela vegetação o hipnotiza mais uma vez até que sua imaginação foge e vê — e sente — a terra sempre úmida de Londres a cada pisada, as cosquinhas da lavanda movida pelo vento e a mão minúscula do pequeno Colin, que entrelaça os dedos de sua outra mão com os do Adrien.

A caminho da fazenda urbana, Colinho vai correndo sem se soltar dos seus pais e conta como foi o primeiro dia da creche e pergunta incansavelmente por quê, por quê, por quê. Phil o entretém ensinando os número em português, Adrien enche seus ouvidos de continhos franceses e logo cantarolam sussurrantes Thinking Out Loud porque sempre encontram um espaço para entoar a canção deles. Na fazenda, Colinho gargalha e às vezes se assusta com algum grunhido e repassa os nomes dos animais em todos os idiomas de seu universo. Quando fica com desejo de um doce, Phil não sabe se seu filho quer um muffin, um éclair ou um brigadeiro, e a dúvida o tira do devaneio.

A interrupção não o incomoda, certamente porque a volta à realidade o converte em um limbo delicioso onde o tempo que habita as copas das árvores transcorre em câmera lenta. O que o chama a atenção é como seu subconsciente sempre escolhe os nomes mais britânicos que existem hoje saiu Colin, ontem imaginou uma Prudence, na quinta-feira era Freddy e outro dia era uma Daisy ; e acha muito engraçado como em seguida já os aportuguesa, como se sua língua materna se impusesse quase indignada aos anos e anos de residência na Inglaterra.

Volta com tudo à realidade com o som de um e-mail novo. Sempre que vê o nome da assistente social na tela do celular, sente um aperto no coração, cruza os dedos, chama o Adrien mensagem da Ginnie! e abre a missiva digital em sua presença. Suspiram: novidades sem novidades mais outra entrevista juntos.

Nunca sabem muito bem o que vão encontrar na próxima reunião com Ginnie. Adrien é mais contido nas palavras, mas para o tagarela do Phil sempre há mais e mais do que falar. Nas entrevistas individuais, passou mais de duas horas contando minuciosamente os pormenores dos casos de amor do seu tio favorito, as disputas que definem o lado mais obscuro da história familiar e como sua avó desafiou as rígidas normas sociais do Brasil dos anos 60 ao criar suas filhas. As entrevistas juntos obrigam o casal a se olhar além de suas pupilas, confessar crenças que nem sabiam que tinham e a tomar decisões distantes e intangíveis firmemente. E não só a explorar um ao outro: a cada entrevista, Phil e Adrien sentem que mergulham um pouco mais nas profundidades de si mesmos.

Apesar dos temores iniciais, a pandemia os presenteou com certas facilidades no processo. Para as reuniões com a assistente social antes do confinamento, ambos eram obrigados a pedir o dia livre no trabalho, chegar com uma pontualidade britâniquíssima, se pentear, se arrumar e esconder qualquer tique nervoso repentino. Mas agora tudo está muito mais simples, porque as entrevistas por Skype combinam bem com a jornada de trabalho, há mais permissividade com os cortes de cabelo e reina um verdadeiro alívio ao falar no conforto do lar.

Na última entrevista, Ginnie os avisou que na etapa seguinte teriam que decidir a idade. Caso quisessem um bebê, teriam que parar de trabalhar por um ano, mas a empresa só concede três semanas pagas, mas Londres é caríssima e eles não têm muitas economias, mas poderiam ter mais se mudassem para um apartamento mais barato, mas mudar é um símbolo de inconsistência e a agência de adoção exige uma estabilidade de pedra, mas com a ajuda do governo, mas ter tudo isso só mesmo se fosse o Sir Elton Hercules John.

Na próxima entrevista, terão que falar o porquê querem adotar. Isso foi Ginnie que disse, além da data e da hora, que confirmaram ipso facto. Adrien resmunga e entra em casa; Phil prefere ficar na sacada e busca e busca um porquê não tão batido.

Antes de abandonar a brisa da sacada, Phil olha uma última vez ao exterior e sente uma certa fricção entre a esmagadora inatividade daquelas ruas (em que nada parece acontecer) e a exaltação da mudança iminente que chegará em semanas, meses ou um ano? Ao contrário do lado de fora, suas vidas se inundam de velocidade e emoção.

Hoje é a vez do Adrien de cozinhar e como sabe que o Phil tem tendência à melancolia e sente falta das noites de Camden, preparou um fish and chips de bacalhau, como no Poppies, acompanhado de uma caneca de cerveja e as melhores canções de ser bar favorito, The Hawley Arms, temporariamente fechado, mas hoje aberto em um lar qualquer de Londres. Para evitar falar das perguntas de Ginnie e dos medos, as expectativas e os desafios da paternidade, falam sobre seu dia de trabalho em casa: Adrien estava criando um comercial de grão de bico para Luxemburgo e Phil selecionou desenhos dos filhos de seus amigos para aparecer no canal de TV. Como suas vidas sociais são unicamente um com o outro, a conversa escolhida chega rapidamente ao fim e não conseguem evitar que o futuro volte às suas bocas e acabam falando de quando os três forem a Mantes-la-Jolie visitar os pais de Adrien, do bom exemplo que vai ser a carinhosíssima afilhada do Phil, Lily, de quando visitarem Petrópolis para fazer a apresentação especial do novo membro da família, e das danças que farão na pista ao ritmo das Spice Girls.

Todas as noites incluindo as noites de Camden , o casal assiste a uma série, e hoje estão com sorte: há um episódio novo de uma de suas preferidas. Mas aos 6 minutos e 16 segundos, Adrien já está dormindo com a perna esticada, como de costume, então Phil decide deixar Killing Eve para amanhã porque entende os limites fixados pelo código moral de uma união sagrada e sabe que não pode ver uma cena a mais sozinho.

De natureza mais noturna, Phil ainda continua um bom tempo até que o cansaço o invada. Como Adrien não liga muito para Friends, ele assiste a dois episódios contendo as risadas com as piadas, mesmo que já saiba todas de cór. Entre piadas e piadas, olha de canto de olho o seu marido que, quando dorme, fica cheio de ternura e parece quinhentos anos mais novo. Aos poucos, vai chegando ao seu lado e Adrien cede seu corpo para aconchegar-se, como se magnetizado pela inércia sonolenta de seu idílio. Nesse momento e como todas as noites, Phil adormece com a absoluta certeza de que seus corpos se encaixam perfeitamente e lembra de Colinho e Prudencinha e Fredinho e Daisinha e suas pálpebras cedem às saudades do futuro.

{Tradução de Philippe Ladvocat}

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Este relato pertenece à coleção de contos pandêmicos
baseados em histórias reais
El amor en los tiempos del coronavirus
(«Amor nos tempos do coronavírus»),
por Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Prolepsis

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[Ler a história em português]

Cuando toma el aire en el balcón, Phil se sume en el baile sempiterno de las copas de los árboles que cubren con ahínco la realidad urbana de cemento y ladrillo. Sus cabellos anaranjados no salen de paseo más que para lo justo y necesario; no así su mente: aquel verdor lo hipnotiza un día más hasta que su imaginación se desboca y ve —siente— la tierra siempre húmeda de Londres en cada pisada, las cosquillas de la lavanda movida por el viento y la minúscula mano del pequeño Colin, que a su vez entrelaza los dedos de su otra mano con los de Adrien.

De camino a la granja urbana, Colinho va trotando sin soltarse de sus padres y les cuenta cómo ha ido su primer día de guardería y pregunta incansablemente por qué, por qué, por qué. Phil lo entretiene enseñándole los números en portugués, Adrien le llena los oídos de cuentitos franceses y luego canturrean susurrantes Thinking Out Loud, porque siempre encuentran un hueco para entonar su canción. En la granja, Colinho se ríe a carcajadas y a veces le asusta algún gruñido y repasa los nombres de los animales en todos los idiomas de su universo. Cuando se le antoja un dulce, Phil no sabe si su hijo querría un muffin, un éclair o un brigadeiro, y la duda lo saca de cuajo de la ensoñación.

La interrupción no lo incomoda, sin embargo, porque la vuelta a la realidad se convierte en un deleitoso limbo donde el tiempo que habita en las copas de los árboles transcurre a cámara lenta. Le llama la atención cómo su subconsciente siempre elige los nombres más británicos que existen —hoy le ha salido un Colin, pero ayer se imaginó a una Prudence, el jueves a un Freddy y la otra tarde a una Daisy—; y le hace mucha gracia cómo enseguida los portugaliza, como si su lengua materna se impusiera casi indignada a los años y años de residencia en Inglaterra.

Vuelve del todo a la realidad con el sonido de un nuevo correo electrónico. Siempre que ve el nombre de la asistenta social en la pantalla de su móvil, le da un vuelco al corazón, cruza los dedos, llama a Adrien —¡mensaje de Ginnie!— y abre la misiva digital en su presencia. Suspiran: novedades sin novedades: otra entrevista conjunta más. 

Nunca saben muy bien qué les deparará la próxima cita con Ginnie. Adrien es algo parco en palabras, pero para el dicharachero de Phil siempre hay más y más y más de lo que hablar. En las entrevistas individuales se pasó más de dos horas contándole con todo detalle los pormenores de los amoríos de su tío favorito, las disputas que dibujan el lado más oscuro de la historia familiar y cómo desafió su abuela las rígidas normas sociales del Brasil de los 60 al criar a sus hijas. Las entrevistas juntos obligan a la pareja a mirarse más allá de las pupilas, confesar creencias que ni siquiera se habían planteado antes y tomar decisiones lejanas e intangibles férreamente. Y no solo se exploran el uno al otro: con cada reunión, Phil y Adrien sienten que ahondan un poquito más en las profundidades de sí mismos.

A pesar de sus temores iniciales, la pandemia les ha regalado ciertas facilidades en el proceso. Para las reuniones con la asistenta social antes del confinamiento, ambos estaban obligados a pedir el día libre en el trabajo, llegar con puntualidad britaniquísima, repeinarse, emperifollarse y esconder cualquier posible tic nervioso repentino. Pero ahora todo resulta mucho más sencillo, porque las citas por Skype se compaginan fácilmente con la jornada laboral, hay más permisividad con los cortes de pelo y reina una verdadera distensión al hablar desde la calidez del hogar.

En la última entrevista, Ginnie les avisó de que en la siguiente etapa tendrían que decidir la edad. En el caso de que quisieran un bebé, uno de ellos tendría que dejar de trabajar durante un año, pero en la empresa solo les concederían trece semanas pagadas, pero Londres es carísima y no tienen tantos ahorros, pero podrían si se cambiaran a un piso más barato, pero mudarse es un símbolo de inconsistencia y la agencia de adopción exige una estabilidad pétrea, pero igual con una ayuda del gobierno, pero todo esto solo se lo podría permitir el mismísimo Sir Elton Hercules John. 

En la próxima entrevista, tendrán que hablar de por qué quieren adoptar. Eso ha dicho Ginnie, además de la fecha y de la hora, que han confirmado ipso facto. Adrien refunfuña y entra a casa; Phil prefiere rezongar en el balcón y busca y rebusca un porqué no tan manido. 

Antes de abandonar la brisa del balcón, Phil echa una última mirada al exterior y siente una cierta fricción entre la abrumadora inactividad de aquellas calles (en las que no parece pasar nada) y la exaltación por el inminente cambio que llegará dentro de ¿semanas, meses, un año? Al contrario que ahí fuera, sus vidas se inundan de celeridad y emoción.

Hoy le toca cocinar a Adrien y, como sabe que Phil tiende a la melancolía y extraña las noches en Camden, ha preparado un fish and chips de bacalao, como el de Poppies, acompañado de una pinta de cerveza y de las mejores canciones de su bar favorito, The Hawley Arms, aún cerrado, pero hoy abierto en un hogar cualquiera de Londres. Para evitar hablar de las preguntas de Ginnie y de los miedos, las expectativas y los desafíos de la paternidad, se ponen al día sobre su jornada de teletrabajo: Adrien ha estado elaborando un anuncio de humus para Luxemburgo y Phil ha recopilado dibujos de los niños de sus amigos para que aparezcan en el canal de televisión. Como su vida social se viste únicamente de la del otro, la conversación elegida para tan especial velada se extingue pronto y no pueden evitar que el futuro vuelva a sus bocas y acaban hablando de cuando vayan los tres a Mantes-la-Jolie a visitar a los padres de Adrien, de lo buen ejemplo que será la cariñosísima ahijada de Phil, Lily, de cuando visiten Petrópolis para hacer la presentación oficial del nuevo miembro de la familia, de los bailes que se pegarán en el salón al ritmo de las Spice Girls.

Todas las noches —incluso las noches de Camden—, la pareja ve una serie, y hoy están de suerte: hay un nuevo capítulo de una de sus favoritas. Pero a los seis minutos y dieciséis segundos, Adrien ya está durmiendo a pierna suelta, como de costumbre, así que Phil se resigna a dejar Killing Eve para mañana, porque conoce los límites fijados por el código moral de su sacra unión y sabe que no ha ver ni una escena más él solo. 

De naturaleza más nocturna, a Phil aún le queda un buen rato para que le invada el cansancio. Como a Adrien Friends no le hace tilín, se clava dos capítulos, conteniendo la risa con todos los chistes, aunque se los sepa de memoria. Entre broma y broma, mira de reojillo a su marido, quien, cuando duerme, desborda ternura y parece quinientos años más joven. Poco a poco, se va ovillando a su lado y Adrien le cede su cuerpo para acurrucarse, como imantado por la somnolienta inercia de su idilio. En ese momento y como cada noche, Phil se va adormilando con la absoluta certeza de que sus cuerpos encajan a la perfección y recuerda a Colinho y a Prudencenha y a Freddinho y a Daisynha y sus párpados se rinden ante la añoranza del futuro.

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El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas