Ataraxia

Tras comprar el billete, J culpa de su decisión repentina no solo al imán sino también a la fiebre, y Manolo ladra cada vez que su cuidadora le suelta alguna reflexión en voz alta o viaja en el tiempo o cuando ve un pájaro a través de la ventana.

En estos días de fiebre y entumecimiento, a la J de este plano del presente le ha cambiado el destino un imán de la nevera con un dibujo de Nueva York y un mensaje ñoño —Magic works only for those who believe in it—, que la acaba de convencer para comprarse los pasajes a Gringolandia. Ya hace más de un año que no se monta en un avión, con lo que ha sido ella, tan nómada ella; y la adrenalina de reservar ese vuelo, de imaginarse el cosquilleo en el estómago al despegar y de aterrizar en lo que se imagina una tierra tan distinta le hace olvidarse por un ratito del dolor de cuerpo que siente.

La fiebre no es para tanto, pero el entumecimiento no le deja dormir. El dolor es rarísimo. Ella se lo imaginaba como el del dengue, que lo ha pasado ya ¿tres, cuatro veces? y que ataca a las extremidades. La comparación del virus presente con el tropical la transporta al día antes de que se marchara el brasileiro, y del padecimiento físico pasa al emocional. En el plano al que J viaja, el chico del que se ha enamorado no se marcha de Playa del Carmen y cuarentenean felices en el frote de las pieles y en esa conexión anímica que no habían sentido ni él ni ella desde hacía ya tiempo.

Manolo la saca del trance con un ladrido áspero que parece carraspera y J regresa a este dolor que tanto la sorprende porque le importuna los sueños. Desde que se contagió, J siente como si hubiera ido mucho al gimnasio o como si le hubiesen dado una somanta de palos. Lleva desde anteayer así, con la paliza, y con una falta de flexibilidad tan lastimera que no le deja ni tocarse los pies con las manos.

Sospecha —bueno, sabe, carajo, sabe, dejémonos de tonterías— que se infectó con el dichoso virus cuando estaba haciendo fermentos y yogures veganos con su amiga y socia hace unos días y, en un momento dado, se relajaron, se sacaron las mascarillas y se tomaron unos vinitos. Luego la otra chica comenzó a encontrarse mal y después la siguió J, que se empezó a sentir regulín de camino al supermercado, pero le tomaron la temperatura antes de entrar y todo bien. ¿Todo bien? Mentira: ella ya se notaba la fiebre. Lo vio del todo claro cuando una J del presente que vive en otro plano, trabaja en el Chedraui y lleva meses observando cómo durante toda la pandemia nunca le han impedido a nadie la entrada a un súper de Playa del Carmen le susurró su teoría antisistema: trucan los termómetros, porque, si no, perderían ventas. Cuando visitó el supermercado, por suerte J no habló con nadie más allá de las cortesías ni se quitó el tapabocas. Quién sabe si lo propagaría entonces. Tampoco lo piensa mucho, porque es imposible averiguarlo y no le gusta quedarse atascada en el plano hipotético.

Al menos no tiene que pasar por los dolores ni las fiebres ni los males de amores en el ruidoso Ejidal, donde lleva viviendo dos años. Ahora está descansando como una burguesa en casa de sus amigos en una urbanización cerrada a la gente común, con calles privadas y todo, donde se aloja durante todo el mes a cambio de cuidar a Manolo, un buen compañero de mimos y maratones de series. Le encantan los trueques así. Lleva años practicando esta forma de relacionarse sin que medie la plata. En su casa casa, la que habita a cambio de dinero, existe el ruido constante del taller de autos, de las conversaciones a gritos, de la música a todo volumen. Pero acá reina el silencio, que es calidad de vida.

Y también lo es no someterse al yugo del trabajo. Que «trabajar» viene del latín tripaliāre, Manolo, «torturar». Por eso no echa de menos en absoluto el hotel del que la despidieron a causa de la pandemia. Ya no está abocada a volcarse en el proyecto de esa gente, que tenía tan poco que ver con ella. En ese hotelazo de Cancún, iba a comisión: se dedicaba a fotografiar a turistas, que a veces compraban las fotos y solo así ganaba dinero. Los dueños europeos y estadounidenses de los hoteles de lujo de la zona evitan pagar sueldos a los empleados tercermundistas. Solo así se mantienen primermundistas, Manolo.

En esta casa y sin ese laburo explotador sí se puede cuidar y recuperar como es debido: quiere verduras, verduras, verduras, se ha visto todo el catálogo de Netflix y HBO aprovechando que sus amigos sí tienen suscripción, medita con el canturreo matinal de los pájaros y se queda embelesada mirando el imán cada vez que saca algo de la nevera. Todo se resincroniza, le cuenta a Manolo, babeante bajo el imán, todo son cambios, ¿viste? J mantiene la argentinidad en la boca a conciencia, porque no quiere que se le borren jamás ni el acento ni los modismos, por mucho que se patee América de norte a sur y que se le mezclen y remezclen las variedades del español. Y el perro la comprende: siempre que le habla, él la mira hasta adentrito del alma con sus ojillos marrones y la contesta con su característica voz de cazallero. Ella se siente arropada por su ladrido y su mirada, pero a veces recurre a los audios de WhatsApp con humanos digitales para conversar de una forma un poco más silábica.

La J del futuro en Estados Unidos prefiere no molestar a la del presente para contarle nada, por no arruinarle la sorpresa y porque no se creería ni en pedo todo lo que amará ese país tan execrado por la antiimperialista J adolescente: sentirá un cosquilleo al presenciar Manhattan desde el puente de Brooklyn, le encantarán todas las opciones veganas en supermercados y restaurantes, trabará una amistad bellísima con una generosa desconocida que la hospedará durante semanas en una autocaravana en un lugar muy verde con atardeceres muy naranjas del norte de California con el nombre de cuento que es Ukiah. Le gustarán la gente, los paisajes, la libertad de ser y hacer. No se acordará del brasileiro más que de vez en cuando y ya nunca desde los ovarios, como ese antaño que es ahora. No, no, todo esto le parecería una locura si se lo narraran en el presente. Mejor que no lo sepa, que se recupere tranquila, que lo descubra más tarde. 

Lo más importante es que puede tomar la decisión de marcharse porque es libre y está sola y no tiene que rendirle cuentas a ningún hombre ni ninguna mujer ni a sus padres allá en Argentina ni a nadie de nadie. Le encanta la soledad elegida, pero se le hace raro cuando es obligada. Duele, duele más que el dengue y el coronavirus cuando es obligada. Esta soledad no formaba parte de sus decisiones: el chico del que se había enamorado se quedó atrapado en Brasil en una visita a su familia cuando cerraron las fronteras y ya nunca volvió. Al menos ha sabido aprovechar la soledad impuesta y escribe y vende fotos por Tulum y bebe mate y medita y lee cuentos de Lorrie Moore y ahora siente que le ha dado la vuelta a todo, que, al no haberse hundido, su plano presente lo ha elegido ella.

El día que él tenía que coger el avión de vuelta a México y no lo hizo, a J le dolían los ovarios más que nunca en su vida. No el corazón, no el alma, no la boca del estómago, sino los órganos con el que más lo quería y extrañaba: qué feo dolor de ovarios. Y ya nunca volvió, Manolo, qué sola me sentía. Encima no podía ver a sus amigos con tanta frecuencia y no pensaba volver a La Plata con su familia. De ninguna manera. Qué sola, carajo. Y ahora qué enferma. Antes no creía que pudiera cambiar todo de forma tan radical de un momento a otro, pero ahora sabe que sí, y a veces le inquieta la idea de que pueda variar tanto el presente, de que se desestabilicen tanto los planos. Y otras veces me vale todo verga, Manolo.

En alguna ocasión la arrastra la J que vive en un plano más tremebundo y se obsesiona con que no quiero vivir así el resto de mi vida, Manolo. Aunque estuvo un poco paranoica al principio, en realidad nunca le ha dado miedo miedo el virus —ni siquiera ahora que le mordisquea los adentros—, pero sí le aterroriza la pérdida de albedrío. ¿Acaso el mundo va a ser ya para siempre así? Y le confiesa al perro que esto nos va a cercenar la libertad a los hippies. Se sonríe por haber comprado el vuelo. Ojalá no lo cancelen. Ojalá pueda volar.

Tose, le duele un costado, le da flojera pasar por todo esto. Por supuesto, cree en el virus que tiene dentro, que le provoca esta fiebre horrible y delirante y que no le deja dormir con tanto dolor corporal, pero eso no significa que no sea una herramienta de manipulación de los gobiernos y resto de autoridades, que nos tienen ahora bajo su total control, Manolo, que no nos podemos mover con libertad (el placer de cualquier político…), que somos tan aparatitos sociales que damos asco, che. Y el perro ladra con ronquera a cada rato para reafirmar las sentencias. 

Encima en México tratan a la gente de a pie como si fuera idiota perdida. J se empezó a indignar cuando salieron los anuncios gubernamentales protagonizados por la superheroína contra el coronavirus, Susana Distancia (¿te puedes creer ese nombre tan absurdo?), y ahora le apesta todo a infantilización del pueblo, desde el semáforo —rojo, «no salgas si no es estrictamente necesario», verde, «podemos salir pero con precaución y prevención», buf, buf— hasta los disparates sobre no renunciar a los abrazos que han salido de la boca del presidente en los peores momentos de la pandemia. Al final los ricos se quedan en casa, pero para la gente de la calle no hay semáforo ni Susana que valga, solo pobreza, solo formas de intentar llevarse algo a la boca. Con toda esta mierda, siente un trato más directo con la incertidumbre, por momentos insoportable, y se dice que todo lo que tenga que pasar, pasará, para tranquilizarse con un tonto mantra que se cree a ratos.

A J le gusta de siempre apegarse al presente; pero una vez se despegó y se imaginó un proyecto a largo plazo con su brasileiro y llegó el COVID-19 y él se quedó en su país y ella se la pasó comiendo almohada, esperando como una ilusa rebozada de mitos del amor romántico. ¿Cómo habría sido el presente con él si no hubiera habido pandemia? Le encanta pensar en presentes paralelos, en cosas que están pasando en otro plano de otro presente de otra J. ¿Cómo estás, J? Se dice a sí misma mirándose al espejo para comunicarse con todas sus vidas paralelas de cualquier momento de su historia. En una de ellas, jamás se despidió del brasileiro, jamás cumplió los cuarenta llorando por teléfono con él, esperándolo como una loca, con tormentillas en los ovarios. Otra J estará cogiendo ahora con el brasileiro como una descosida. Otra se estará masturbando obsesivamente mirando las fotos en Instagram de ese pelotudo. Esta J al menos está en paz. O casi. Fui una boluda esperándolo, Manolo, y le espachurra la cara al perro dejándose atrapar por el pegajoso pasado, una boluda, no mames, espachurra, espachurra. Su configuración mental se está tambaleando con la enfermedad, pero da igual todo eso ahora: la J del presente y de este plano se cuida la mente con terapia, las energías con flores de bach y los buenos presagios con alguna tirada de cartas que otra.

Para quitarse el mal sabor de boca que le traen los momentos feos pretéritos, va a la cocina a comer algo. Le da gracias infinitas al universo no haber perdido el sentido del gusto ni del olfato. Ya tiene bastante con no poder dormir ni coger con total libertad. Este virus ataca en los pecados capitales. Al menos puede recrearse en la gula. Se debate entre un paraíso de apetencias y se revuelve de pronto solo de pensar en lo evidente, en lo que no se habla más que en petit comité, porque, che, Manolo, acá nadie dice que todo esto de la pandemia mundial empezó por comer animales.

El imán la mira a los ojos y le susurra una vez más que «Magic works only for those who believe in it» y le manda un guiño con ese dibujito de un paisaje urbano del verticalidad inverosímil (¿será así Nueva York de verdad?). El perro, orgulloso pecador, la sigue, a sabiendas de que la nevera aguarda sabrosa felicidad para su hocico. ¿Tú crees en la magia, Manolo?, pero él solo la mira con ojillos de cordero degollado, porque cree en la magia del ruego culinario, de la relación humana-perro para saciar las hambrunas.

J piensa que el brasileiro es el pasado —ya no lo llama por su nombre para distanciarse más aún de él— y que el imán sirve como bisagra del presente, y se le dibuja un mañana lleno de estereotipos gringos. Qué risa le daría ahora mismo conocer el plano futuro a esta J, verse montada en bici entre los rascacielos de Manhattan o trimeando marihuana en las montañas californianas mientras piensa en México como un lugar lejano en el pasado que quizás nunca haya existido o en su romance con ese brasileiro que ¿de verdad me enamoró? Qué encrucijada: sus pensamientos la arrastran hacia atrás y su imaginación hacia delante e intenta meditar en vano y así no hay quien se centre en el presente.

El imán la mira y Manolo la mira y sus emociones se le revuelven todas y la nevera pita porque lleva un rato abierta y, al mismo tiempo, el perro le da un par de lametazos en los pies y J sale de la ensoñación y vuelve a este extrañísimo final de la primavera.

Manolo la mira con su cara de perro callejero —las babas en las comisuras de la boca, los ojillos rojos—, y J decide que sí, que hoy se van a la cama pronto, sin series ni nada, solo con los gorjeos, chasquidos y chillidos de los geckos de fondo. Mañana irán a ver el amanecer. Procura no perderse tal espectáculo, que la ayuda a transitar los cambios y a lidiar con el pasado, el presente y el futuro, porque la salida del sol es sempiterna —ayer, hoy, mañana—, a diferencia de todo lo demás, que está inexorablemente en constante cambio. Su vida de burguesa es también temporal, pero se ha acostumbrado a ella y a su silencio. Ah, el silencio con sonidos (que no con ruidos): los cantarines reptiles, el vientecillo, los ronquidos de Manolo y ya. Por este silencio igual se plantearía volver a la aplastante rueda del sistema opresor que es el trabajo. Y. La fiebre le hace desvariar de nuevo. Tampoco vale tanto el silencio.

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Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Istmo

El puente de las Américas ha adquirido otro significado para Minerva y, cuando lo ve ahora, le vienen a la mente casi con angustia las prisas y los horarios de cuando tenía que ir a recoger a su hija a la casa de su ex durante los meses de restricción por sexos. Cada vez que lo cruzaba antes de la pandemia, el puente le hacía pensar en una anécdota distinta o recrearse en la excelente arquitectura de acero o maldecir las construcciones recientes y chapuceras —con muy malos cimientos debido a la corrupción— o contemplar la bella fusión de naturaleza y creación humana del canal o fijarse en el baile de los autos al ritmo de una salsa de antaño que salía de sus altavoces. Ahora solo le invade el recuerdo monolítico de la cuarentena estricta.

Parece que los casos siguen bajando, pero cuando hay un pico de contagios o muertes, a Minerva le dan los siete males solo de pensar en volver al confinamiento selectivo. Esa ley, que solo se llevó a cabo realmente en Panamá —y por tiempo breve en partes de Colombia y Perú—, tenía unas normas muy claras: las mujeres podían salir los lunes, miércoles y viernes y los hombres, los martes, jueves y sábados, y no en cualquier momento del día, sino en las dos horas delimitadas según su número de cédula. Se retirarían estas medidas, prometieron los políticos, en cuanto se aplanara la curva.

La población aceptó, qué se le iba a hacer, y al principio, la hija no pudo ver a su papá más que por videollamada. Confiaban en que las restricciones terminaran pronto, así que se limitaron a la relación digital con la resignación con la que se aceptan las cosas que parecen tener fecha de caducidad, ya que, según los expertos, los casos se estabilizarían en un mes como mucho; no, no: dos; tres a lo sumo. 

Sin embargo, las semanas pasaban y tanto la nostalgia paternofilial como las ganas de Minerva de descansar un poco de sus obligaciones no hacían más que crecer. Cuando ya anunciaron que se alargarían las medidas más y más, los padres trazaron un nuevo plan: él recogería a la niña en las dos horas que le concedieran su sexo y su número de cédula (una hora para ir y otra para volver, puente de las Américas mediante, afortunadamente con menos tráfico del habitual) y, equis días después, ella conduciría hasta el otro lado de la ciudad, también condicionada por las limitaciones corporales y numéricas. Menos mal que tomaron esa decisión: al final fueron seis meses en que tres días las calles las plagaban los hombres y otros tres, las mujeres, y los domingos quedaban vacías, a excepción de los trabajadores esenciales.

Hoy Minerva ha aparcado a quince minutos de la casa del ex, que vive después del puente y el tráfico es infinito en la parte oeste de la provincia. Antes que dar vueltas y vueltas con el auto, la mujer prefiere pasear y disfrutar de la tranquilidad de alguien a quien el Gobierno ya no le impone horarios demasiado rígidos (no más el toque de queda a las diez de la noche: pero aún es temprano). Camina con calma, con la piel oscura reluciendo lozana bajo el sol primaveral, y mueve los hombros algo entumecidos por las horas que pasa enseñando en línea. 

Ya que en breve regresará con su hija a casa —una burbuja sin patio ni balcón y con poco espacio personal—, quiere disfrutar de ese tiempito de paseo que se regala, pero enseguida siente le cae un «oye, flaca» y le pitan los taxis y los guardias de seguridad le dan las buenas tardes y le echan una miradita de arriba a abajo. Nada que no le haya sucedido desde la adolescencia, aunque ahora le hace más ruido: eso no pasaba durante la cuarentena absoluta, cuando todo el mundo estaba tan estresado y ensimismado que parecía que por fin había funcionado la llamada «ley antipiropos», que trató de pasar hace un par de años Ana Matilde Gómez sin éxito, porque no consiguió ningún apoyo ni de hombres ni de mujeres. A decir verdad, antes de la calma callejera que trajo consigo la restricción por sexos, a Minerva no le incomodaban demasiado los ojos de los hombres clavados en su cuerpo ni el fragor de los silbidos y los piropos inapropiados que ahora sí le retorcían el estómago: me parece normal que miren, se decía, un hombre que no mira será que no es heterosexual; me parece normal, del todo normal, se justificaba, porque aunque Ciudad de Panamá esté en el Pacífico, somos una cultura muy caribeña y nos decimos «oye, papi, oye, mami, oye, mi amor» en el trato normal. Y, sin Caribe mediante, ojo, que le ha pasado lo mismo en más países, la verdad; en mayor o menor medida, en todos los que ha visitado (que han sido muchos). Vamos, es del todo normal. Al fin y al cabo, se convencía, el día que ya nadie te mira y el día que ya nadie te dice nada, eres una vieja y por ende ya caducaste; a tus cuarenta y cinco, todavía tienes la suerte de conservar tu atractivo. 

Su definición de acoso ha cambiado sin querer, a raíz de esos seis meses en que el espacio público pertenecía tres veces a la semana exclusivamente a las mujeres. Casi exclusivamente: para sorpresa de Minerva, los hombres seguían formando parte de la fauna en los días femeninos, debido a todos los trabajos esenciales que estaban masculinizados —policías, camioneros, reponedores de supermercado—, algo en lo que tampoco había reparado antes. Era tan rara la situación: todo el mundo con tapabocas y protector facial e incertidumbre y miedo al contagio; tan rara que los piropos y los silbidos se silenciaron casi por completo. Aunque los ojos sí hablaban, y a veces caía alguna que otra mirada lasciva pese a la inferioridad numérica de los machos. Normal, porque una gusta. No era acoso, no tocaban, solo miraban: del todo normal. Si quieren ser impertinentes con una, lo siguen siendo, si te quieren decir una tontería te la van a decir, se repetía Minerva. 

Ahora que las calles vuelven a ser dominio de los hombres, se notan de una forma más exagerada las miradas fijas, pegajosas, llenas de lujuria, y le incomodan como nunca antes y le ruge una sensación rarísima desde las entrañas. La verdad es que al principio le parecía aburridísimo no ver apenas hombres —y raro, rarísimo—, pero acabó por acostumbrarse a los espacios públicos ocupados por mujeres: el ambiente pasó a convertirse en relajante, como si todo fluyera mejor sin tropezarse con zalamerías impertinentes a cada paso.

Por mucho que se habituara, a ella nunca le llegó a convencer este plan maestro —que los políticos siguen amenazando con volver a instaurar— porque quedaban grupos fuera: no cabían en él las personas transexuales, ni los solteros heterosexuales en busca de pareja, ni los padres con custodia compartida. Algo en principio tan simple basado en un concepto supuestamente claro (dividir la población en dos aprovechando las «diferencias naturales») en realidad complicaba la vida de mucha gente.

Y menos mal que Minerva y su ex han mantenido una relación cordial y amistosa desde que se separaran en 2017. Llevan la situación familiar de un modo relajado e improvisado, de manera civilizada y a su ritmo, y jamás consideraron someterse a las presiones de horarios dictadas por un juzgado para pasar tiempo con la niña. Quién les iba a decir que decidiría por ellos el régimen de visitas un virus que azotaría cada rincón del planeta.

Cuando recoge a su hija —en un trámite breve, afable, directo: qué tal se portó, bien, todo bien, nos vemos—, la niña se queja de tener que caminar tanto rato hasta el coche, pero enseguida se le pasa el enfurruñamiento. Son igualitas: el pronto rápido y ligero, la melena corta y rizada, la sonrisa sincera y permanente, el derroche de creatividad, los andares idénticos. 

Se sumergen en el paisaje urbano, que ya ha recuperado su gentío de vendedores ambulantes —de frutas, de verduras, de agua— y limpiadores de coches en los semáforos. Todos ellos desaparecieron durante la pandemia, dejando las calles sumidas en un desamparo descorazonador: a Minerva le daba una pena horrible y se preguntaba a menudo de qué viviría esa pobre gente. Qué país: mientras unos se pasean con sus autos lujosos entre los relucientes rascacielos de vidrio y acero del modernísimo centro urbano y se llenan los bolsillos blanqueando nosecuantitos millones por acá y por allá, otros todavía van a letrinas y tienen que desgañitarse entre nubes de humo y perros y gatos callejeros para llevarse algo a la boca a través del ingenio. En esta zona hay un hombre que grita «¡bollo!, ¡booo-llooo!, ¡bo-bo-bo-llooo!» con una voz de colores barítonos que, siempre que recoge a su hija, la musical Minerva piensa que, si lo hubieran entrenado, el tipo habría sido un gran cantante de ópera.

Madre e hija caminan admirando las plantas en plena floración y, en un momento dado, Minerva se da cuenta de que los hombres miran y remiran a su hija, ya no tan niña la niña: cumplió catorce años hace un par de semanas y empieza a llamar la atención. Ha tenido la suerte de poder criarla entre algodones y su hija nunca va a ningún sitio sola, pero pronto tendrá que empezar a andar por su cuenta y a coger el transporte público. En un afán protector, la madre siente súplicas en su fuero interno por que vuelva la división por sexos. 

La hija de repente recuerda algo y comienza a rebuscar en su mochila. Agarra por fin un papel en el que ha escrito una redacción para la escuela y le pide a su madre que se sienten en un banco para leérsela en voz alta. Minerva comienza a escuchar con atención, pero enseguida se distrae con el reverso de la hoja, donde hay unas anotaciones extrañas. Cae en la cuenta: se trata de unas instrucciones para su ex escritas por su nueva pareja. Aunque por fortuna ella no ha tenido que lidiar con este tema, sabe de sobra que, durante los días en que solo los hombres tenían permitido salir, los supermercados se inundaban de seres titubeantes que empuñaban listas de la compra y llamaban por teléfono desesperadamente a esposas y madres. Sin poder evitarlo, Minerva ignora la voz de su hija y comienza a leer para sí:

«Entra al supermercado por la vía España. Camina catorce pasos hasta la zona del arroz y me traes arroz El Nazareno, papi. Ni se te ocurra traer arroz Blanquita. Está carísimo. Gira a la izquierda hasta llegar a la carnicería, dejando a los lados frijoles y pastas, y compra un pollo entero (de un peso aproximado de dos kilos, que son dos mil gramos, que son dos, cero, cero, cero gramos). Pide que te lo piquen. A mano derecha, a unos seis metros, encontrarás la zona de frutas y verduras (es muy colorida, la verás fácilmente). No se te olvide traer 500 gramos de yuca (una raíz), 500 gramos de otoe (un tubérculo), un kilo de ñame (otro tubérculo) y dos mazorcas de maíz (una planta amarilla con granos). Todo por separado, no en esos paquetes que ya está todo junto porque no suelen ser vegetales frescos. Adjunto fotos. Tengo el resto de ingredientes para el sancocho (tu plato favorito), pero puedes comprar más cosas que te apetezcan si quieres. Para pagar, deshaz tus pasos y encontrarás las cajas a la entrada del supermercado (también es la salida). Puedes usar el vale digital (la ayuda económica del Gobierno asociada a tu número de cédula), donde quedan algo más de cincuenta dólares. Si no recuerdas el pin, llámame». 

Minerva no sabe si reír o llorar y le pide a su hija que le dé el papel para leer la redacción con más tranquilidad cuando lleguen a casa, porque, se excusa, el aluvión de bollos, bo-bo-bo-llos del señor que no sabe que es cantante de ópera no le ha permitido concentrarse como debiera. Hará una fotocopia del texto de su hija y destruirá el original, para que no trascienda.

Comienzan a caminar de nuevo y Minerva queda pensativa. Como evita hablarle mal de su ex a la niña, se limita a sentenciar con severidad, de la nada: «Nunca te juntes con un inútil». Ante la incomprensión de la joven —¿a qué viene eso?—, la madre se ve obligada a aclarar: «Tienes cosas más importantes que hacer con tu vida que escribir instrucciones estúpidas». Al faltarle contexto, el mensaje enrarece el ambiente y regresan juntas al coche en silencio, con paso idéntico, haciendo durante todo el camino como que nadie las mira ni les silba ni las piropea.

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El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Solitas

Los asistentes, como no podía ser de otra manera, se entusiasmaban. El predicador, hijo de predicador, seguía predicando, y la ovación y las lágrimas se entremezclaban en la emoción indecible de un sermón interminable. Te mentiría si te dijera que en algunos momentos no me contagié de la alegre intensidad divina. Yo, la atea por antonomasia, cuyas convicciones acérrimas casi se derrumban por el efecto de esa gloriosa comunidad, en la que cantábamos y bailábamos el gospel, nos sonreíamos en cada cruce de miradas, nos recitábamos versos sacro-amorosos agarrándonos de las manos.

Tenías que haber visto sus caras. Sonreían sin parar, porque [se creían que] Dios los guardaba; cantaban, bailaban, alabado sea el Señor, se daban las manos, nos dábamos las manos, cantábamos. Yo no repetía las palabras del predicador, pero si lo hiciera, alabaría a la Señora: esa abogada que te está ayudando en el camino hacia la justicia. Por primera vez me olvidé de todo lo que no estaba entre esas cuatro paredes.

Es por eso que casi creí en Dios(a) en aquel edificio destartalado de Brooklyn. Huí hasta allí porque Manhattan me dolía demasiado: los rascacielos, que siempre me han apasionado, se me dibujaban como

F F F

A A A

L L L

O O O

S S S

Y los cuadros de Frida representaban tu lucha (nuestra lucha, qué carajo).

Y la calle Mercer me recordó a cuando Ana Mendieta se

«C

A

Y

Ó»

del piso 34.

Y aún no hay estatuas con nombre de mujer en Central Park.

Y el edificio Dakota cobija a una Yoko Ono culpabilizada, invisibilizada, ninguneada.

Y.

Me habría encantado llamar a tu abogada a ratitos, para que nos hiciera justicia a todas (a todas: a las del presente, pero también a las del futuro y, ojalá todopoderosa, a las del pasado): una Diosa justiciera que nos vengue por los crímenes acometidos durante siglos y siglos. Quiero que esa Abogada sea nuestra Señora, nuestra Diosa, y que en el juicio consiga castigar a ese diablo que decidió dañarte, hijo de un sistema que es el mismo Diablo, lleno de diablos juzgados por diablos que arguyen estratagemas para perpetuar sus diabluras.

Pero, querida sobrina, no solo pienso en ti en los momentos negativos, no te creas. Brooklyn se convirtió en mi refugio desde que vi The Dinner Party, y te quise a mi lado más que nunca.

Sojourner Truth.

Sacajawea.

Anna van Schulman.

Christine de Pisan.

Etceterísima.

Solo Diosa conoce el martirio de aquellas mujeres, con las que Judy Chicago hizo {algo de} justicia. ¿Tú ya la has visto, Gabriela? (Pese a tener solo dieciséis años, has conocido tanto que ya me pierdo.) Algún día la disfrutaremos juntas: esta comunidad de bellas representaciones de vaginas nos aliviará un poquito el suplicio, aunque no cantemos tanto ni tan bien ningún Gospel.

Y fue justo después cuando entré a aquella iglesita guiada por los cánticos que resonaban desde el exterior, aunque no conseguí aguantar toda la arenga: el tonito sermonario logró desquiciarme. Esa gente se refugia para escapar de un exterior donde la policía dispara según el aspecto físico; pero al final es una ficción: un lugar tan resguardado y tan sagrado como en el que te pasó a ti todo eso. Y sentí que me ardían los pechos y tu carita se me apareció con fuerza y me dijiste que me fuera, que era mentira, que ningún lugar es seguro, que era mentira, que ningún lugar es seguro, todo mentira.

La lluvia de fuera me llenó las gafas y los pensamientos de gotitas. «Gabriela, Gabriela», pensaba. «¿Cómo estarás, Gabriela? ¿Estás en un lugar seguro? ¿Hay algún lugar seguro? ¿O has dejado de creer en ellos?». Y pensaba en la Diosa y deseaba con fuerzas convertirme en su predicadora y quería que te ayudara.

Me noté de repente una acuciante humedad en la entrepierna: inevitablemente, la sangre había invadido mis bragas y mis leotardos. Oh, no: el vestido bermellón se había teñido de un rojo más fuerte. ¿Y la silla? Le rogué vehementemente a Diosa haber dejado un asiento libre de menstruación.

Casi llamo a Roger para anular la cena en Manhattan porque desbordaba sangre, pero se me apareció tu carita de nuevo, Gabriela, y me regañó por dejar que una manchita de nada me arruinara los planes de la última noche neoyorquina.

El lavabo de Roger y Beatrix estaba averiado. {Mecagüen Diosa.} Los juguetes de su nena yacían desperdigados por la bañera. Beatrix me dijo que usara el fregadero de la cocina, hasta arriba de cacharros. Ella habría entendido perfectamente lo del desbordamiento, pero no quise molestarla más: ya tenía bastante con el catarro, el embarazo complicado y la nena saltándole sin tregua alrededor. La maniobra con la copa siempre implica manos ensangrentadas, y no estaba dispuesta a lavármelas ni sobre los dinosaurios de goma en la bañera ni sobre los platos apilados de la familia. Una vez más en mis veinte años menstruando, tuve que improvisar una compresa con papel higiénico y, por si las moscas, me senté en el suelo para no manchar ningún tipo de tapicería.

Insistí en partir, porque Beatrix tosía sin parar y se quejaba del tripón —y porque quería cambiarme—, pero nos costó arrancar. Tú te habrías puesto de los nervios: mientras Roger hablaba y hablaba, Beatrix atendía la nena y fregaba los platos sucios, a pesar del nefasto catarro y de aquel feto que llevaba meses presionándole los nervios. Yo intentaba distraer a la nena, pero lo único que la atrajo hacia mí durante más de diez segundos fue aquella torre de peluches que me dio por hacer y que más bien parecía una orgía animal.

Tuve que limpiar el suelo con disimulo y con saliva antes de marcharnos. (Siento ser un ejemplo desesperanzador; tú eres más organizada: ojalá consigas aprender a controlar mejor el sangrado.) Llegamos por fin al restaurante y bajé al baño ipso facto, augurando un paraíso de pulcritud, váteres y lavabos, pero había una de esas personas que te echan jabón y te abren el grifo y te dan toallas con la cabeza gacha, como si una tuviera muñones o como si una estuviera a favor de la servidumbre. Me cambié el pañalcompresapapelhigiénico y no me hurgué en los adentros para extraerme la copa, vaciarla y ponérmela de nuevo. ¿Qué iba a hacer, Gabriela? ¿Ir con las manos ensangrentadas para hacerle pasar un mal rato a esa pobre criada a la que ni le dejé una propina? (Como siempre, no tenía ni un puñetero dólar en el bolsillo.) Para disfrutar de la cena, aposté por apretar los chacras y no beber tanta agua, como si tales trucos de pacotilla funcionaran.

Pero eso no fue lo peor que me ha pasado en el viaje, Gabriela: ayer en Central Park, una muchacha argentina me pidió que le sacara una foto. Por intentar entablar una conversación, le pregunté si había venido solita a Nueva York. Solita. Yo también viajaba sola, pero quedó fatal. La argentina me transmitió el desdén que merecía con los ojos —«¿le dirías a un tipo si vino solito?»— y se despidió rápida, abruptamente. Por primera vez, no quise que estuvieras a mi vera, porque te habría avergonzado (la ensoñación de tu carita se me apareció, claro, sonrojada).

Luego deambulé por el East Village con la ensoñación de tu carita persiguiéndome. Se me hace inevitable: en cada esquina plañidera me imagino tu pena y tu rabia y tu dolor y tu impotencia y no puedo parar de pensar en ti y no soporto la impotencia ni el dolor ni la rabia ni la pena que me inundan. Me sentía completamente minúscula y ninguneada: decidí parar, respirar, mirar al cielo y escuchar música, en otro de los tantos intentos de abotargar mis pensamientos. Pero de repente saltó Sunshine of Your Love y tu dolor se mezcló con mis propios recuerdos. A mí no me pasó en el grupo de la iglesia, como a ti, sino en el portal de mi casa. Sí: a mí también me violaron, Gabriela. Y también me sentía culpable. Y también conocía a mi agresor: era mi novio. Me llevó a casa un día que me emborraché demasiado y, a cambio, me forzó antes de morir en mi habitación, porque me lo estaba pasando muy bien con mis colegas y no me puedes decir que no, porque he tenido que pagar un taxi para ir a buscarte, no me puedes decir que no, porque cómo me vas a dejar así, no me puedes decir que no, no me puedes decir que no, NO ME PUEDES DECIR QUE NO. Fue él quien me pasó esa canción, que aún conservo en mi colección de música, y que siempre me recuerda (in)conscientemente a él y a su fuerza.

Aquel hombre que se masturbó en el vagón vacío del túnel de metro más largo del mundo nunca me pasó ninguna canción, así que solo se me asoma en los recuerdos cada vez que estoy sola con cualquier hombre en cualquier vagón de cualquier metro de cualquier mundo. Tampoco tengo ninguna canción que me recuerde a aquel compañero de clase en el instituto que me estampó contra el muro cuando rechacé ser su novia, porque no puedes ser tan simpática conmigo si no quieres nada más. Alguna canción en francés me recuerda a veces a David, quien rompió mi televisión a golpes al darse cuenta de que las únicas opciones pornográficas estaban codificadas. Y no es una canción, sino la sidra, la que me recuerda a aquel desconocido que me agarró una teta cuando me sujetaba el pelo mientras vomitaba. Por eso me dolió cuando me dijiste que había sido tu culpa, Gabriela, porque nos hacen pensar que siempre es nuestra culpa, incluso cuando no hacemos nada. Está muy bien tramado, ¿verdad? Al menos tú lo has denunciado, Gabriela, no como yo, que no he hecho nada y ya no creo que lo pueda hacer.

Dice la canción que voy a estar pronto contigo, mi amor, que llevo mucho tiempo esperando, que estoy contigo, mi amor, sigue, los dos solos, que voy a quedarme contigo, cariño, hasta que se me sequen los mares. No me explico por qué sigo conservando Sunshine of Your Love. Le Tigre, Ana Tijoux, Excuse 17 y las demás me empoderan, pero me olvido masoquistamente de borrar las canciones hirientes. ¿Será porque recordar las heridas pretéritas nos hace más fuertes?

Las cicatrices nos hacen más cautas, desde luego.

Y entonces entendí que mi ex era otro predicador más que tergiversa la Palabra {de Cream}, cuya letra dibuja en mí una cicatriz imborrable; que ellos, los violadores, o se dejan llevar por el Diablo —y por Dios— o son el Diablo —y se creen unos todopoderosos—, y en cualquier caso merecen ser castigados; que nos han violado y nos violan, pero que en algún momento del futuro no nos violarán nunca jamás, Gabriela, ya lo verás: las violaciones no serán nada más que parte de la historia macabra perpetuada por el Hombre [Hombre como sinónimo de hombres, no de Humanidad]. Alabada sea Diosa, diremos. Alabada sea la Señora.

Mi cadena de pensamientos se desviaba sin cesar, irremediablemente, hacia la argentina solita y Beatrix —que también estaba solita—, porque así evitaba acordarme de tus horrores, Gabriela. Aquellas mujeres tan solitas seguramente también sean las sobrinas de alguien. Y yo, yo también estoy solita. Y tú, Gabriela, también estás solita. Todas estamos solitas cuando estamos solas, pero tenemos derecho a estar solas y nos gusta estar solas y nos merecemos poder estar solas. Y nos tenemos las unas a las otras, que no se te olvide: nunca estaremos solas cuando nos necesitemos.

Vuelo en un rato a casa. El ~juicio final~ es la semana que viene —y quizás se celebre antes de que te llegue esta carta: el correo ordinario se me antoja mucho más romántico—. Ante todo, te pido que cruces los dedos, Gabriela: cruzar las piernas nunca nos sirvió de nada.

[Solitas fue el cuento más votado
del concurso XII Premio Joven de relato corto El Corte Inglés
del Club de escritura Fuentetaja]

10 estatuas de mujeres en Europa

De todas las estatuas que hay en los espacios públicos de todo el mundo, muy pocas tienen nombres y apellidos de mujer. Por eso, queremos homenajear a algunas de las figuras femeninas más célebres e influyentes de la historia a quienes se les haya dedicado un monumento en alguna ciudad europea.

El 8 de mayo de 1429 el ejército francés liberó Orleans de manos de los ingleses, en uno de los episodios más importantes de la guerra de los Cien Años. La persona que estaba al mando del ejército no era otra que Juana de Arco (1412-1431), uno de los personajes más célebres de la historia. En honor a este acontecimiento, Francia celebra el segundo domingo del mes de mayo la fiesta nacional de Juana de Arco, a quien los ingleses acabaron quemando en la hoguera por delito de herejía con tan solo diecinueve años. La estatua de Juana de Arco, que brilla de bronce y oro en la place des Pyramides, París, es uno de los tantos monumentos en el país galo a la santa (sí, la canonizaron en 1920), además de una de las poquísimas estatuas ecuestres con una mujer a las riendas de un caballo.

Estatua ecuestre de Juana de Arco en París.
Estatua ecuestre de Juana de Arco en París.
Fotografía de Dennis Jarvis

Alguien que también murió demasiado pronto por revelarse contra las injustas leyes establecidas fue la granadina Mariana de Pineda (1804-1831), condenada a pena de muerte por tener contacto con los liberales. La prueba que utilizaron para condenarla fue una bandera antimonárquica que supuestamente estaba tejiendo y que lo más probable es que fuera colocada en su casa por la policía. Después de su muerte, por garrote vil, se convirtió en una mártir y en un símbolo de la libertad. Se le han dedicado varios homenajes, como una estatua en su honor en la plaza que lleva su nombre en Granada, una obra de teatro escrita por el propio Lorca o la colocación de sus restos mortales en 1856 en la cripta de la preciosa catedral de su ciudad natal.

Mariana de Pineda en Granada
Mariana de Pineda en Granada.
Fotografía de Alba Iglesias Zamorano.

Desgraciadamente, la que murió más joven fue la celebérrima Ana Frank (1929-1945), que falleció con tan solo quince años. Su único pecado fue nacer en la Alemania nazi siendo judía. Durante la Segunda Guerra Mundial, se ocultó con su familia durante dos años y medio en la parte de atrás de un edificio en Ámsterdam, donde hoy en día se encuentra su casa-museo y frente a la que hay una estatua dedicada a la adolescente. Durante el tiempo que estuvo encerrada, escribió su famoso y escalofriante diario, donde narra lo que hacían entre las cuatro paredes hasta que delataron a todos los miembros de la familia y los llevaron a campos de concentración. A Ana primero la arrastraron a Auschwitz y luego a Bergen-Belsen, donde murió de tifus tan solo unos días antes de que liberaran a los judíos. Su padre fue el único superviviente y se encargó de publicar los textos en un libro titulado La casa de atrás, que luego se llamaría El diario de Ana Frank.

Estatua de Ana Frank frente a su refugio en Ámsterdam
Estatua de Ana Frank frente a su refugio en Ámsterdam.
Fotografía de btristan.

Otra víctima del Holocausto fue la filósofa y religiosa Edith Stein (1841-1942), quien estudió germanística, historia y filosofía en distintas universidades alemanas y fue discípula del filósofo Edmund Husserl. Aunque de origen judío, Stein pronto dudó de la religión de su familia y la lectura de varios textos, en especial de Vida, de Santa Teresa de Ávila, la llevaron por el camino del catolicismo, hasta tomar los hábitos en 1934, adoptando el nombre de Santa Teresa Benedicta de la Cruz. A lo largo de su vida, escribió varios textos de suma importancia, como El ser finito y el ser eterno, obra realizada en 1933 y publicada póstumamente en 1950 que pone en relación el cristianismo y la fenomenología de Husserl, o Formación y vocación de la mujer, sobre pedagogía y la lucha por los derechos de las mujeres. Se exilió en Holanda, pero la policía nazi la detuvo en el país ocupado para conducirla a su triste final: una cámara de gas en Auschwitz. Su monumento, en Colonia, la representa por partida doble, en su vertiente judía y cristiana. La iglesia católica reconoció su santidad, puesto que Juan Pablo II la canonizó en 1998 y en 1999 la nombró copatrona de Europa.

Monumento dedicado a Edith Stein en Colonia
Monumento dedicado a Edith Stein en Colonia.
Fotografía de Steve Moses.

Más de 2000 años atrás, otra mujer pasó a los anales de la literatura, aunque no se tiene demasiada información sobre ella. Safo de Lesbos (630/612-580 a.C.) nació en la famosa isla, que actualmente forma parte de Grecia, y perteneció a una familia acomodada. Además de dedicarse al arte y la literatura, también se hizo cargo del negocio familiar y fue activista política, posicionándose fuertemente en contra de la tiranía. Su gran implicación la obligó a exiliarse en Sicilia, pero regresó a Lesbos unos años después y dirigió allí una academia de las artes. Escribía sobre temáticas muy liberales, como la bisexualidad, y su influencia literaria fue tal que existe un tipo de estrofa denominada sáfica, fue fruto de admiración para personajes de la talla de Baudelaire o Woolf y se le han dedicado varios monumentos, como el que se encuentra en la ciudad de Mitilene, en Lesbos, representada con una lira en la mano.

Safo con una lira, en Lesbos
Safo con una lira, en Lesbos.
Fotografía de Aegean Midilli.

La británica Emmeline Pankhurst (1858-1928) también luchó contra la tiranía, pero de otra índole: lideró el movimiento sufragista, a partir del cual pretendían conseguir el voto para las mujeres en el Reino Unido. Los miembros del grupo recurrieron a técnicas de protesta que fueron desde manifestaciones hasta huelgas de hambre o el ataque a policías, por lo que entraron en prisión varias veces. Hasta el momento, los únicos que podían votar eran los varones de más de 21 años; pero en 1918 las sufragistas consiguieron que las mujeres mayores de 30 años pudieran ejercer su derecho y en 1928, sólo unas semanas después de la muerte de Pankhurst, igualaron las edades. Su lucha tuvo tanto peso que tan solo dos años después de su muerte les dedicaron una estatua en el Jardín de la Torre Victoria de Londres a Emmeline y a su hija Christabel, también sufragista, y en 1999 la revista Time la incluyó en su lista con las cien personas más influyentes del siglo XX.

Monumento a Emmeline y Christabel Pankhurst
Monumento a Emmeline y Christabel Pankhurst en Londres.
Fotografía de Jim Linwood.

Quien también lo tuvo difícil para que la consideraran como una igual fue la polaca Maria Sklodowska-Curie, más conocida como Marie Curie (1867-1934). Ella y su marido Pierre trabajaron durante toda su vida en el campo de la radiología, por lo que recibieron el Premio Nobel de Física en 1903 y, después de que Pierre falleciera en un accidente de tráfico, se alzó con Premio Nobel de Química en 1911, convirtiéndose en la primera persona en conseguir los galardones suecos en dos categorías distintas. Sin embargo, no lo tuvo nada fácil: hubo muchas reticencias para que recibiera el primer premio por no haberlo conseguido antes ninguna mujer, consideraban más importante el trabajo de su marido y durante toda su vida aprovecharon cualquier excusa para cerrarle las puertas (por ejemplo, el romance que tuvo ya viuda con un hombre cinco años más joven provocó un escándalo que repercutió en su carrera). Sin embargo, su innegable talento la llevó a conseguir grandes logros, como ser la primera mujer entre el profesorado de La Sorbona, dirigir el Servicio de Radiología de la Cruz Roja o fundar en Instituto del Radio, ahora llamado Instituto de Oncología Maria Sklodowska-Curie. Hay varios homenajes a ella en Varsovia, como una estatua de la científica sosteniendo el símbolo del polonio, elemento que descubrió junto a su marido.

Estatua de Marie Curie en Varsovia
Estatua de Marie Curie en Varsovia.
Fotografía de Alberto Cabello.

Romper los moldes y las leyes formó parte de la vida de muchas mujeres. Para que reinara María Teresa I de Austria (1717-1780), hija del emperador Carlos VI, no sólo estalló la Guerra de Sucesión Austriaca, un conflicto que duró nueve años, sino que se tuvo que abolir la Ley Sálica, que le impedía gobernar por el mero hecho de ser del sexo femenino. La monarca fue la primera y única mujer al cargo de la casa de Habsburgo y su reinado, que duró nada más y nada menos que cuarenta años, le dio para mucho y llevó a cabo medidas bastante benevolentes, como la abolición de la servidumbre o la mejora del sistema educativo. Tuvo dieciséis hijos con su marido, Francisco I del Sacro Imperio Romano Germánico, entre los que destaca María Antonieta, la última reina de Francia, a quien cortaron la cabeza en la guillotina. La imponente estatua de María Teresa I de Austria, con diecinueve metros de altura y cuarenta y cuatro toneladas de peso, se alza en la plaza de María Teresa, en Viena, y está rodeada de generales a caballo.

Monumento a María Teresa I de Austria en Viena
Monumento a María Teresa I de Austria en Viena.
Fotografía de Costel Slincu.

Una de las personas más influyentes en materia de educación fue Maria Montessori (1870-1952), quien marcó huella en el sistema educativo actual. La italiana fundó a principios del siglo XX el método didáctico que lleva su nombre y que es tan aclamado hoy en día. Este sistema consiste en darles libertad a los alumnos para que aprendan de una forma más autónoma y desarrollen su talento propio gracias al estímulo del maestro. Antiguamente había una estatua de Montessori en Berlín, pero en 1933 los nazis cerraron todas las escuelas alemanas que seguían su método educativo y quemaron la estatua en un incendio alimentado con sus propios libros. Eso sí, en su lugar de nacimiento, Chiaravalle, hay una casa-museo y un llamativo monumento de acero y bronce que representa a Maria Montessori con un niño.

El niño en el centro del mundo: monumento a Maria Montessori. Fotografía de Mario Sorbi.
El niño en el centro del mundo: monumento a Maria Montessori.
Fotografía de Mario Sorbi.

A principios del siglo XX se escribió la primera biografía de la reina pirata de Irlanda, Grace O’Malley (1530-1603), cuyo nombre irlandés era Gráinne Ní Mháille y que fue la lideresa de clan O’Mháille. Su familia pertenecía a la nobleza, por lo que recibió una buena educación, pero eso no le impidió tener mala fama debido a sus dos matrimonios y a los distintos romances que no se molestó en ocultar. A causa de las tensiones con Inglaterra y los continuos intentos de invasión del país vecino, O’Malley se convirtió en pirata y lideró un movimiento por la defensa de las aguas irlandesas. Su estatua, con la cabeza bien alta, está en un parque de Westport, Irlanda; y hay incluso una canción tradicional irlandesa dedicada a O’Malley, que se llama Óró sé do bheatha abhaile y se considera un símbolo de la rebeldía.

La reina pirata Grace O'Malley
La reina pirata Grace O’Malley en Westport.
Fotografía de Stair na hÉireann.
[Artículo escrito por Patricia Martín Rivas
y publicado originalmente en Wimdu.]