Berlín de la mano de David Bowie

Introducción: Qué ver en Berlín

Viajé por todo el planeta, pero ninguna ciudad me marcó tanto como Berlín. Aquí estaba yo, David Bowie, con mi amigo Jim, más conocido como Iggy Pop, sin un duro y sin planes, pero con ganas de crear, de vivir y de soñar. Viví el Berlín de los años 70, cuando era el punto más conflictivo del mundo durante la Guerra Fría, con el sentimiento de que la muerte estaba permanentemente a la vuelta de la esquina.  Berlín es una ciudad interesantísima, romántica, novedosa, histórica y creativa. Aquí todas las expresiones artísticas son bienvenidas y la música es una forma de vida. Esta ciudad me inspiró tanto que me ayudó a reinventarme y a componer los álbumes Low, Heroes y Lodger, que conforman la Trilogía de Berlín. Para mí, Berlín es un lugar donde perderse con facilidad y, a la vez, donde encontrarse. Me gustaría transmitirte todo el amor que le profeso a esta increíble ciudad. ¿Nos perdemos por Berlín?

1.-  Rosa-Luxemburg-Platz

El dramaturgo alemán Bertolt Brecht le dedicó unas palabras a Rosa Luxemburgo cuando aún buscaban su cadáver: «La Rosa roja ahora también ha desaparecido. Dónde se encuentra es desconocido. Porque ella a los pobres la verdad ha dicho. Los ricos del mundo la han extinguido». Yo mismo me inspiré en Brecht para hacerle también un homenaje a Rosa Luxemburgo, en forma de canción, y la historia la ha puesto en su lugar. En Berlín hay varios lugares que llevan su nombre, como esta plaza, donde también está la sede del partido de izquierdas. Esta plaza era un núcleo habitual de enfrentamientos entre comunistas y nazis. En enero de 1933 fue escenario  de grandes protestas contra el partido nazi, unos días antes de que Hitler se convirtiera en Canciller de Alemania. Hoy en día todo es muy distinto: esta zona es maravillosa para tomarse algo o comer en un ambiente a la vez chic y desenfadado, especialmente la calle Torstraße.

2.-  Torre de televisión

La Torre de la televisión mide 365 metros, con lo que destaca mucho en esta ciudad con tantos edificios bajos. Es uno de los símbolos más poderosos y representativos de Berlín y la construyó el Gobierno de Berlín Este en los 60. Cuando vivía aquí, se veía a ambos lados del muro y me resultaba un elemento descomunal, casi una herramienta de control. ¡Me daba la sensación de que también podrían vernos desde ahí arriba! Hoy en día, los turistas pueden contemplar la ciudad desde las alturas e incluso comer en un restaurante, pero cuidado con el vértigo: es la cuarta construcción más alta de Europa. Cuando luce el sol, se refleja en forma de cruz en la cúpula de la Torre, algo que los berlineses llaman «la venganza del Papa». Y es que, curiosamente, el Gobierno decidió derribar una iglesia medieval para edificar la Torre. Pero bueno, el Papa no se venga demasiado, porque el sol aquí brilla por su ausencia.

3.-  Alexanderplatz + Reloj Mundial

Alexanderplatz recibió su nombre debido a la visita de Alejandro I de Rusia en el siglo XIX, y lo ha conservado desde entonces, algo no demasiado habitual en Berlín. Varios años después de la caída del muro, diferentes fuerzas intentaron demoler la plaza para construir un pequeño Manhattan. Sin embargo, desde 2015 los edificios están protegidos históricamente, a pesar de no ser especialmente bonitos. Esto es así porque los construyó el Gobierno de Berlín Este, después de que la codiciada plaza quedase en su lado, con lo que forman parte de la arquitectura comunista de la ciudad. Los verdaderos berlineses (incluidos los adoptivos, como yo) le llamamos Alex, y es uno de los puntos de encuentro principales de la ciudad, sobre todo el Reloj Mundial. Este reloj tan original muestra la hora de veinticuatro husos horarios. Los turistas suelen matar el hambre con un típico Currywurst de los que venden los señores con caseta incorporada por toda la plaza.

Reloj Mundial Alexanderplatz

4.-  Kabarett Überbrettl

¡Oh, los años 20 en Berlín! ¡Cómo me habría gustado vivirlos! Se trataba de una época llena de música, libertad y experimentación. Una de las formas artísticas más comunes fueron los cabarets alemanes, inspirados en los franceses, aunque mucho más satíricos, irónicos y políticos, y con bastante humor negro. Ay, sí, ¡me habría encantado vivir aquella época berlinesa de total libertad! El primero de Alemania fue el Kabarett Überbrettl, que estaba aquí mismo, enfrente de una comisaría. Qué atrevido, ¿verdad? En él no solo se representaban espectáculos gloriosos, sino que era un hervidero de ideas y se reunían pequeños grupos organizados que maquinaban en contra del movimiento nazi, cada vez más poderoso. Mi compatriota Christopher Isherwood, que también vivió en la ciudad, escribió varias novelas maravillosas con estos cabarets como telón de fondo. Algunas de sus obras, como Adiós a Berlín, que inspiró el musical Cabaret, hablaban del cierre de estos locales por parte de los nazis, poco amantes de la diversión.

5.-  Kino International + Café Moskau

Esta gran avenida, la Karl-Marx-Allee, fue la más importante de Berlín Este. El Kino International es uno de los ejemplos de arquitectura comunista que han conservado mejor el espíritu de la época. Gran cantidad de cineastas eligen este lugar para la premiere de sus películas, por la magia que irradia gracias a su peculiar estilo, tanto exterior como interior. También es uno de los escenarios donde se proyectan películas del célebre festival de cine de Alemania, la Berlinale. Este cine se edificó durante la reconstrucción de la ciudad, en los años 50 y 60. En esta época también se abrieron en la avenida siete cafés dedicados a la cocina y la cultura de ciertos países comunistas, pero casi todos han desaparecido. Uno de los pocos que sigue activo es el Café Moskau, dedicado originalmente a la gastronomía rusa. El ambiente del café ha cambiado mucho, pero su original arquitectura lo convierte en un lugar muy especial.

6.-  Café Sibylle

El Café Sibylle sí ha conservado el espíritu de Berlín Este. Resulta muy evocador tomarse algo en este lugar, especialmente un delicioso Strudel de manzana, el dulce alemán por excelencia. Cuenta con paneles informativos y antiguos objetos de la época: desde artículos cotidianos, hasta un trozo del  famoso bigote de Stalin. Bueno, de una estatua suya destruida en 1961, ¡no de su bigote de verdad! Por esta zona venía de vez en cuando con Iggy Pop y con su novia, Esther Friedmann. Nos llevaba un chófer en mi Mercedes, que llamaba mucho la atención en este barrio construido expresamente para las clases obreras. Jim y yo vivíamos en un barrio en Berlín Oeste, por supuesto, que tenía una elevada población turca. Vinimos a Berlín para huir de Los Ángeles, una ciudad muy artificial, al contrario que la capital alemana. Berlín nos llenaba de felicidad, qué le íbamos a hacer.

Café Sibylle

7.-  Laubenganghaus

Antiguamente llamada Stalinallee, la avenida Karl-Marx-Allee se construyó en cuatro años con la idea de que fuera democrática en su contenido y nacionalista en su apariencia. Tenía que medir setenta y cinco metros de ancho y las construcciones habían de tener al menos ocho plantas, algo muy distinto en el resto de la ciudad, con una arquitectura no demasiado alta. Este edificio residencial de colores salmón y blanco, diseñado por la arquitecta Ludmilla Herzenstein con estilo Bauhaus, fue el primero en erigirse en esta calle. Sin embargo, se le criticó mucho, puesto que consideraron que ponía en duda la sensibilidad estética de las clases trabajadoras. En adelante, los arquitectos se inspiraron en la arquitectura barroca y neoclásica, por eso se pueden apreciar columnas dóricas, mosaicos y elementos simétricos. Sin embargo, hay construcciones que se salen de estos mandatos estéticos. Esta avenida de 2,3 kilómetros es el monumento arquitectónico más largo de Europa.

8.- Frankfurter Tor

La Frankfurter Tor (o puerta de Frankfurt), de los años 50, está compuesta por dos torres simétricas. Se edificó en memoria de la catedral alemana y francesa en Gendarmenmarkt, destruida durante la Segunda Guerra Mundial. Con la bomba, los hombres se creyeron dioses y reinó el caos. En este barrio, Friedrichshain, unos ocho mil edificios se vieron afectados. Las llamadas «mujeres de los escombros» se ocuparon de la necesaria reconstrucción, reutilizando materiales de los edificios destruidos para erigir otros nuevos. En Alemania había siete millones más de mujeres que de hombres, porque la mayoría habían muerto en la guerra o los habían encarcelado. Así, las mujeres de entre quince y cincuenta años realizaron un excelente trabajo de reconstrucción. Gracias a estas heroínas anónimas, Berlín pudo recuperarse de un modo más rápido. Ah, por cierto, en muchas ciudades alemanas  crearon montañas artificiales con los escombros inutilizables y las ajardinaron. Hay dos de ellas muy cerca de aquí, en el parque público de Friedrichshain.

9.-  Rigaer Straße

Una de las experiencias más auténticamente berlinesas es visitar las casas okupas. Después de la caída del Muro, diferentes grupos se instalaron en varios edificios de la ciudad, muchos de ellos en esta calle, la Rigaer Straße. Pese a la presión policial durante años y años y al cierre de algunos espacios, hay varias casas que se han legalizado y siguen funcionando. Algunas ofrecen eventos como comidas vegetarianas o conciertos, normalmente a cambio de donaciones. Los originales grafitis y murales en las fachadas simbolizan la libertad creativa y le dan un toque único a la ciudad, en la que prima la destrucción de la alta cultura. Berlín es una de las capitales del mundo con un mayor número de punkies y gente que viste con un estilo nada convencional. ¡Por eso me gustaba tanto vivir aquí! Además, al contrario que en Los Ángeles, nadie me reconocía por la calle. Siempre me gustó mucho crear personajes y meterme en su piel, y todos se adaptaban perfectamente a la ciudad. ¡Era maravilloso!

Berlín

10.-  Boxhagener Platz

Fridriechshain es uno de los barrios más populares de Berlín. Tiene bares con estilo, restaurantes retro, discotecas conocidísimas, teatros antiguos y famosos mercadillos. El mercadillo más destacado es el que se celebra cada domingo en Boxhagener Platz, o Boxi para los berlineses. Se venden sobre todo objetos antiguos y ropa vintage. Esta zona es el paraíso de los amantes de lo retro. En las inmediaciones de la plaza se puede disfrutar de una gastronomía muy original o de una película en el Kino Intimes, un cine inaugurado en 1909. ¿Quién dijo que no se podía viajar al pasado? Cuando llegué a Berlín, se podía sentir la tensión en el aire y pensé: «Si no puedo escribir aquí, no podré hacerlo en ningún otro sitio». Afortunadamente, esos conflictos forman parte de la historia, pero la creatividad sigue estando muy latente en esta ciudad, y muchos artistas y músicos vienen aquí a probar suerte y convierten zonas como esta en un lugar mágico.

11.-  Simon-Dach-Straße

Nunca habría imaginado que esta zona fuera tan animada, moderna y atractiva. Cuando yo vivía aquí, todo esto formaba parte de Berlín Este. Era una zona completamente industrial y una aberración estética por la que nadie elegiría dar un paseo. Berlín ha ido cambiando de barrio de moda en las últimas décadas. El mío, Schöneberg, era el mejor lugar cuando yo me mudé a la ciudad, pero después de la caída del Muro, el barrio de moda pasó a ser primero Prenzlauer Berg, luego este mismo, Fridriechshain, y después otros más. Esto va ligado al encarecimiento de los barrios, claro. Ahora, la Simon-Dach-Straße es la calle con más bares en todo Berlín, con lo que se convierte en un buen lugar para hacer una parada y disfrutar del ambiente tomando una buena cerveza alemana. Además, cuando suben las temperaturas, las terrazas rebosan alegría. ¡Ojalá tengas suerte y disfrutes del buen tiempo!

12.-  Berghain

La mejor discoteca de techno en todo el mundo está en una antigua central eléctrica de Berlín. Se llama Berghain y se encuentra en la frontera entre los antiguos Berlín Este y Berlín Oeste. Es uno de los centros de peregrinación mundiales para los amantes de la música electrónica, que tanto me influyó cuando viví aquí, hasta el punto de reinventarme. No cierra en todo el fin de semana y se puede entrar y salir pagando una sola vez. Eso sí, hay que cumplir sus reglas estrictas para poder entrar ¡y para quedarse! No aceptan gente arreglada, sino con un estilo transgresor. ¡A mí me habrían dejado entrar seguro! Además, está prohibido hacer fotos dentro y tener la mente cerrada: mucha gente se desnuda y hay noches temáticas fetichistas. Si no consigues pasar, no te preocupes, es parte de la experiencia. En la puerta venden productos que rezan: «A mí tampoco me dejaron entrar en Berghain».

13.-  RAW-Gelände

Berlín es, desde luego, una ciudad única. Las expresiones culturales aceptadas, conservadas e idolatradas van desde estatuas del Antiguo Egipto hasta lugares llenos de grafitis, como RAW-Gelände, un taller del siglo XIX para la reparación de trenes. Se trata de un espacio donde exteriores e interiores rebosan creatividad y energía: murales, una zona de patinaje, un lugar donde practicar la escalada, restaurantes muy variados, una piscina, discotecas, galerías, un gran Biergarten (literalmente, «jardín de cerveza») y hasta una cabina telefónica transformada en discoteca minúscula. Se puede confiar en la fortaleza del rocódromo, por cierto, ya que era uno de los pocos búnkeres construidos en la superficie durante la Segunda Guerra Mundial. La fuerza vecinal cobra especial vigor en este lugar, puesto que, a pesar de los intentos lucrativos de renovación y construcción de viviendas por parte de sus diferentes dueños, la gente de la zona ha presionado para que el lugar conserve ese aire bohemio y creativo que lo caracteriza.

14.-  Mercedes-Benz-Arena

Normalmente las ciudades tienen un centro, pero en el Berlín dividido se creó una especie de tierra de nadie. Después de la Caída del Muro, se abrió una oportunidad de oro para los inversores, que compraron terreno inmediatamente. Ese es el motivo por el cual los edificios más modernos y altos se encuentran en la zona donde antes estaba el Muro, especialmente desde la céntrica Potsdamer Platz al suburbano barrio de Treptow. Fue algo polémico, ya que la mayoría de las empresas que realizaron estas obras no eran berlinesas, sino del sur de Alemania. Una de ellas es Mercedes Benz, que inauguró este recinto multiusos en 2008. Con una acústica espectacular, Metallica fue la primera de una gran cantidad de bandas de éxito en actuar aquí. También se celebran eventos deportivos. En el Mercedes-Benz-Arena se consumen cada año alrededor de cuatrocientos mil litros de cerveza y ciento treinta mil pretzels, esos lacitos de pan tan típicos de aquí. Aquí se puede ser, desde luego, muy alemán.

15.-  Muro de Berlín

Después de la Segunda Guerra Mundial, Berlín estaba dividida en cuatro zonas controladas por Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña y Francia. Debido a la mala situación de muchos de los habitantes de Berlín Este, hubo una gran migración al Oeste. Con idea de frenarlo, se construyó el tan odiado Muro en 1961. Los que vivíamos en el lado oeste, teníamos bastante libertad de movimiento, pero al otro lado del Muro estaban atrapados y controlados por la Stasi, la policía secreta del este. Fuimos muchos los que protestamos ante tales injusticias. La actuación más emocionante de mi vida fue en 1987 al lado del Muro y aproveché para expresar mi rechazo con mi famosa canción Heroes, sobre dos amantes, uno del este y otro del oeste. Se me saltaron las lágrimas al oír a la gente cantando desde el este al unísono con los que estábamos al oeste, como si se tratara de un himno.

16.-  East Side Gallery

El Muro cayó en 1989 y, como recuerdo, se ha conservado la East Side Gallery, una galería al aire libre entre los barrios de Friedrichshain y Kreuzberg. En poco más de un kilómetro, la gente viaja a los tiempos de la ciudad dividida, además de poder disfrutar de los diferentes murales pintados por la paz y la libertad. El más famoso es el llamado «Dios mío, ayúdame a sobrevivir a este amor mortal», que representa el beso en los labios entre el líder comunista Leonid Brezhnev y el político comunista Erich Honecker, durante la celebración del trigésimo aniversario de la República Democrática Alemana. El beso fraternal socialista era una muestra habitual de afinidad entre estados con esta ideología reinante. Este muro, por cierto, es solo el muro interior, porque en realidad había dos: el principal era más alto y tenía alambre de espino. Más de cien personas se dejaron la vida intentando pasar al oeste, pero más de cinco mil lo consiguieron.

Este de Berlín

17.-  Spree + Puente de Oberbaum

El puente de Oberbaum es uno de los edificios más representativos de Berlín. Está en un lugar estratégico, ya que une los barrios de Friedrishain y Kreuzberg, antaño separados por el Muro. Así, representa la tan ansiada unidad entre el este y el oeste. A pesar de los planes de Hitler de ganar la guerra y convertir Berlín en lo que llamó la «capital mundial Germania», el Ejército Rojo fue ganando terreno en la capital alemana. En un intento desesperado por frenarlos, las fuerzas armadas de la Alemania nazi volaron la parte central del puente en 1945. En el río Spree murieron ahogadas varias personas intentando pasar al lado oeste. Cada vez que leía alguna noticia al respecto, se me ponían los pelos de punta. Ahora es todo tan diferente… En fin, el río se suele congelar en invierno, pero con el buen tiempo, es muy agradable dar un paseo en barco y contemplar la ciudad desde las aguas.

18.-  Wrangelkiez

Wrangelkiez es un distrito con una identidad muy marcada debido a su peculiar historia. Pertenecía a Berlín Oeste y el Muro lo rodeaba por tres lados, con lo que se produjo una especie de aislamiento de la zona al quedar solo uno de los lados libre. Además, tanto la policía como el gobierno tenían el Wrangelkiez muy abandonado, por lo que la libertad era suprema. Con una situación tan peculiar, se empezaron a desarrollar espacios alternativos rebosantes de creatividad. Este espíritu experimental aún está muy presente en Kreuzberg, un barrio muy animado con una población especialmente joven y multicultural, que tiene gran cantidad de galerías de arte, bares y restaurantes y una animada vida nocturna. Era uno de los barrios que más visitaba cuando vivía aquí. Venía a Kreuzberg tanto para grabar mis discos en un estudio como para salir de fiesta. Iggy Pop y yo lo pasábamos en grande en el cercano club SO36, que aún sigue abierto.

19.-  Badeschiff

No hay mejor lugar para combatir los escasos días de calor de Berlín, que el Badeschiff, una piscina flotante sobre el río Spree. La piscina está hecha a partir de una antigua embarcación y es una maravilla bañarse en medio del río sin exponerse a su gran contaminación, habitual en cualquier río urbano. Además, el Badeschiff tiene arena de playa, tumbonas, música, bebida y comida. ¡Es toda una maravilla! Si vienes cuando el tiempo no es excelente, no te preocupes: la piscina la cubren cuando hace frío y, además, ofrecen servicio de spa. Desde luego, merece la pena ir en cualquier momento del año. El Badeschiff se encuentra en una zona muy industrial que, como otras muchas de tales características en la ciudad, ha sido restaurada y convertida en un espacio alternativo con diferentes opciones de ocio.

20.-  Treptower Park

No he visto jamás un otoño más hermoso que el de Berlín, especialmente al pasear por Treptower Park, cuyos árboles adoptan todos los espectros cromáticos y configuran una experiencia visual verdaderamente asombrosa. En 1987, dos años antes de la Caída del Muro, el Gobierno de Berlín Este permitió que la banda de rock inglesa Barclay James Harvest, por supuesto no comunista, diera un concierto al aire libre en este parque, con más de 150.000 asistentes. Esto era, claramente, un síntoma del declive del régimen del este. El grupo ya había dado un concierto en Berlín en 1980, pero en el lado oeste, por supuesto. En todo caso, merece la pena perderse en el Treptower Park en cualquier momento del año, con casi novecientos mil metros cuadrados de pureza e inspiración.

21.-  Monumento Conmemorativo a los Soldados Soviéticos

A pesar de no ser muy amigo de la ideología comunista, este monumento de 1949 me resulta realmente sobrecogedor. Está dedicado a cinco mil de los ochenta mil soldados soviéticos muertos en la Batalla de Berlín, totalmente decisiva para que cayera el régimen nazi a manos del Ejército Rojo. El monumento está rodeado de árboles y se levantó en un antiguo espacio deportivo. Está compuesto por una grandiosa entrada, zonas ajardinadas, esculturas, relieves en alemán y ruso con historias bélicas narradas por Stalin y una estatua de doce metros de altura y setenta toneladas. Esta estatua protagonista es ciertamente polémica, pues muchas mujeres consideraron que aquel hombre con una espada y un niño representaba a un gran violador, ya que algunos soldados rusos abusaron de muchas mujeres alemanas durante la guerra. El Berlín del siglo XXI es, afortunadamente, muy distinto. Aunque dudo que vaya a pasar, deseo de todo corazón que aprendamos de nuestros propios errores.

Monumento Conmemorativo a los Soldados Soviéticos
[Guía diseñada y escrita por
Patricia Martín Rivas]

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Más guías originales

Esta guía está narrada a partir de un personaje histórico
y forma parte del proyecto Navibration

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Diatriba

[Read story in English]

El apartamento de Mischi en Queens ya casi no huele a cerrado ni a comida podrida. Lleva pagando el alquiler de un lugar desocupado desde que murió, y ahora Ruth y Solomon han llegado desde California para desempolvarlo, llenarlo de aromas frescos y vaciarlo de historia y de la oquedad forzada de los últimos meses para poder devolvérselo a su dueño de una vez por todas.

Estaba todo patas arriba desde principios de marzo, porque Ruth voló a Nueva York apresurada por la noticia de la muerte de su madre para hacer los trámites absolutamente necesarios y quedarse solo unos días, convencida de que regresaría en un par de semanas y lo apañaría todo como era debido. Jamás se le pasó por la cabeza que atravesaría un limbo de cinco meses hasta poder regresar. Ya entonces, el virus ya se hacía eco en las noticias y la ciudad que se convertiría en uno de los epicentros mundiales apuntaba maneras, pero nadie creía que la vida cambiaría de una forma tan colosal. Por eso, en marzo se limitó a hacer lo básico.

Cuando Ruth recogió las cenizas en Staten Island, gozó de las mismas vistas de la estatua de la Libertad que su madre contemplara al llegar a tierras desconocidas. Luego entró a una iglesia por curiosidad y las reliquias comenzaron a revolverse dentro de la urna, porque la aversión de Mischi hacia el cristianismo se estiraba hasta en las postrimerías. En casa, recitó en su honor un pequeño kadish, la oración de los muertos, con un grupúsculo de nonagenarios y exempleadas con quienes Mischi no había sido del todo maligna. Ruth acabó besándose y abrazándose con aquellos cuasi desconocidos, sin llegar a creerse todavía que la apreciación física podría acarrear consecuencias fatídicas.

Ruth desempeñó las tareas con un instinto ritual, mientras sentía un gran alivio al ir cerrando este capítulo de su vida tan lleno de lucha y cólera. Sumida en la destemplanza, el aturdimiento y las ganas de terminar, tiró todo lo que pillaba, con la idea de vaciar el apartamento lo antes posible. Cuando se dio cuenta de que se había deshecho de los certificados de defunción recién recibidos, le dio por pensar que quizás la rabia habitaba sus actos. Lo único que conservó sin pensárselo dos veces fue la maleta que trajo Mischi en el Gripsholm, aquel barco sueco que le regaló la oportunidad de empezar de cero en Nueva York. En marzo aparcó el equipaje en una esquinita del apartamento, donde aún seguía, ajeno al paso del tiempo y a la ausencia de Mischi. Aún no se siente preparada para descifrar qué hay dentro de esa maleta tan enigmática como roñosa, y lleva toda la semana posponiendo la apertura, porque sabe que los documentos que guarda en su interior podrían derrumbarla.

Quizás la abra hoy, aprovechando que va a pasar el día sola, ya que Solomon tiene planes sabatinos infinitos en Manhattan. Madre e hijo merecen de sobra un paréntesis hoy, después de una semana frenética deshaciéndose de los libros, papeles, cachivaches, muebles, sábanas bordadas, medicinas y máquinas obsoletas que se han ido acumulando en el apartamento durante más de medio siglo. Jamás habrían pensado que regalar objetos se convertiría en una tarea tan ardua. A Ruth le ha encantado estrechar su relación con Solomon en estos días, pero ahora le seduce la idea de la soledad, que se le dibuja como ese broche final tan esperado de un luto que lleva nublándola desde la primavera. Se despedirá así de ese apartamento en que pasó parte de la infancia y la adolescencia con sus padres y su hermana, que ahora, ay, no existen más allá que en los recuerdos, muchos de ellos condensados entre estas cuatro paredes.

Mischi se marchó en el momento adecuado: qué horrible habría sido que viviera la pandemia. ¿Qué habría hecho Ruth: exponerse de vez en cuando a las hordas virulentas de los aeropuertos o mudarse con su madre? Ambas opciones le parecen igualmente mortíferas y, solo de pensarlo, le recorre por el cuerpo un escalofrío. Por fortuna, Mischi murió como deseaba —en casa, de golpe, sin dolor, de vieja—, después de torear a la enfermedad con la que le diagnosticaron tres meses de vida a principios de 2017. Casi era de esperar, porque ya tenía experiencia en los menesteres de la supervivencia, al haber huido hacia Inglaterra con once años en uno de los primeros trenes del Kindertransport. Tan solo una semana antes de marcharse, le confesó a Ruth por teléfono que estaba más que preparada para abandonar este mundo y así lo hizo a los noventa y dos años.

En estos días que llevan madre e hijo confinados en el apartamento de Queens, han ido amontonando sin orden ni concierto sobre la alfombra persa del salón los papeles que irradiaran cualquier importancia, y el plan de hoy para Ruth es hacer una buena criba. 

Le apetece sumergirse en la vorágine del papeleo, porque las palabras escritas se están convirtiendo en los puntos de sutura que han ido cerrando una herida que lleva décadas abierta. Por algún motivo desconocido, Mischi se pasó más de treinta años martirizándola, incluso amenazándola con desheredarla durante los últimos años, como empeñada en perpetuar el dolor que ella había sufrido en su piel cuando sus propios padres intentaron hacer lo mismo. 

Precisamente por eso, Ruth no cabía de asombro cuando leyó el testamento en marzo y descubrió que la última voluntad de Mischi no solo contradecía aquellas lacerantes e inagotables maldiciones, sino que le concedía a su hija la parte correspondiente y le daba el poder absoluto de decisión como única albacea. El inesperado regalo póstumo supuso un alivio mayúsculo, después del último testamento que Mischi le hubo enseñado con sorna a su hija, a quien no le legaba más que una mesa y una lámpara.

Ahora está plantada frente a una vastedad epistolar abrumadora y lee y lee sin descanso. Sostiene entre las manos decenas y decenas de cartas coléricas, con batallas dilatadas entre 1952 y 2016, y las separa en dos montones. A la derecha, coloca las cartas devueltas a una insaciable Mischi que combatía por los derechos civiles de las personas negras en los años cincuenta y sesenta. Ruth había oído hablar algo del tema, pero los detalles de la feroz lucha de su madre por la calidad educativa y la vivienda digna la tienen boquiabierta. A la izquierda, acumula el enrevesado laberinto epistolar con los esfuerzos de Mischi durante siete décadas por recuperar los negocios familiares, los inmuebles, las obras de arte, por los que consiguió cuatro duros de acá y acullá. A los ochenta y ocho años, después de toda una vida, logró que la indemnizaran por aquello del Holocausto con una suculenta suma que le mostró las comodidades de tener dinero. A este galimatías se suman misivas entre Mischi y una docena de abogados en su pugna eterna por que sus padres no la dejaran en la miseria. Ruth siempre se ha preguntado qué los llevó a intentar desheredarla con tantísimo fervor —algo ilegal en la legislación alemana, según lo que acabó por descubrir Mischi—, porque, según la correspondencia que se despliega ante sus ojos, siempre se preocuparon por su hija.

Hace tan solo un rato ha leído una carta de 1944, en que la doctora Hilde Lion —fundadora de Stoatley Rough, el internado inglés para jovencísimos refugiados alemanes donde Mischi pasó los años del conflicto bélico— les asegura a Lily y Hermann Matthiessen que a su hija le encanta recibir noticias y fotos suyas, que no tienen que preocuparse por ninguna falta de cariño y que es alta, guapa, práctica y organizada.

Encuentra un diario de Mischi. Lo lee por encima, saltándose fragmentos, hasta que llega a una entrada de 1959 en la que, agotada por el mal de amores, contempla el suicidio. Lo primero que sobrecoge a Ruth es el amor tan fuerte que su madre sentía por su padre, eternizado en tinta hasta décadas después de que se separaran. Pero luego le hiere que, por el contrario, solo se mencione a Ruth y a su hermana, Irene, muy por encima y de refilón, como si esas niñas fueran insignificantes para ella. Su madre llevaba sin tenerla en cuenta más tiempo de lo que creía. 

Tira el diario lejos, con una rabia similar a la que sintiera ya en marzo, y mira de reojo el equipaje del Gripsholm, como diciéndose que ya ha visto todo lo que tenía que ver, que está preparada. Pero algo la frena en su interior: sabe que su madre atesoró esa maleta durante décadas. Qué absurdo: a Ruth nunca le han intimidado los objetos, pero no se siente capaz de abrirla aún; no reúne la fuerza necesaria para enfrentarse a su interior lleno de historia.

En su lugar, agarra un pequeño archivador con una etiqueta que reza «Kochrezepte», que guarda las recetas de su bisabuela Helene Dobrin, la querida abuela de Mischi asesinada en el campo de concentración de Theresienstadt, cerca de Praga. Helene y su marido Moritz abrieron varias sedes de la Dobrin Konditorei en Berlín, una pastelería y panadería de tanto éxito que incluso aparece en varias guías turísticas y obras literarias de la época. Según la leyenda familiar, Helene, que tenía mucha mano para los postres, introdujo el banana split en la capital alemana, así que Ruth acaricia las páginas de colores otoñales y se promete cocinar Schokoladencreme y Zitronen-Eis y Kastanientorte cuando regresen a California.

De pronto, del archivador cae un sobre con una pequeña inscripción: «Última carta de Helene a Lily antes de que la mandaran a Theresienstadt». Como es de esperar, la carta está en alemán, en un papel de arroz que expande las letras cursivas y las hace parecer cirílico. Ruth casi siente alivio de no poder entender el mensaje por ahora y coloca la carta junto al pasaporte verde con una gran esvástica con el que Lilly consiguió huir a Estados Unidos después de un tortuoso viaje atravesando por tierra Francia, España y Portugal durante la guerra. 

Gran parte de las relaciones familiares durante generaciones se enraiza en esas epístolas que inundan la alfombra persa, ahora unos papeles amarillentos con tinta vertida por gente que ya solo existe en esta correspondencia con mensajes que oscilan entre la futilidad y la trascendencia. Hablan de música, de literatura, de comida y de todas las esencias de la rutina, pero las cartas también sirvieron como medio para que el padre de Ruth, Stanley, le confesara su homosexualidad o para que su hermana le contara que tenía un cáncer terminal, que acabaría llevándosela con cuarenta y cinco años. Entonces, los acontecimientos, mundanos o trascendentales, venían a golpe de grafías y matasellos.

A Ruth la asedian tantas sensaciones simultáneas que se le apelotonan y no siente absolutamente nada, excepto respeto por esa maleta marrón y destartalada. Se centra más rato en las cartas: las lee deprisa, con una curiosidad tan consanguínea como histórica, y le asombran sobre todo las de la posguerra, porque Mischi es capaz de mezclar en una sola misiva y con total ligereza temas como el último libro que ha leído, tal o cual pariente asesinado en Auschwitz, lo que disfrutó viendo Los rivales en el teatro o las historias de terror que cuenta su abuelo Moritz después de sobrevivir a Theresienstadt.

Además de la retahíla de cartas de amor entre Mischi y Stanley, que se escribían incluso viviendo juntos, también hay otras entre Mischi y un noviete de los años cuarenta, un tal Hans, del que Ruth nunca había oído hablar, pero por lo visto una pieza esencial de su juventud y de su vida. Ahí se le aparece otra cara distinta de Mischi, vivaracha y románticamente lenguaraz, que le reprueba con gracia que la llame sweetheart y honey y lo achaca a la rápida adopción de los modismos estadounidenses del recién llegado Hans quizás provocada por un golpe de calor. En una misiva escrita un mes antes del fin de la Segunda Guerra Mundial, Hans recurre a palabras en alemán y al apelativo cariñoso «Mischilein», y muestra su impaciencia por que se reúna con él en Nueva York —que describe como una ciudad asombrosa y vertiginosa, además de como un lugar lleno de fruta y chocolate, al contrario que Inglaterra—. Le cuenta que se ha reunido con Lily y Hermann, ya divorciados, que también están deseando verla y que le han preguntado si su hija es alta o baja, gorda o flaca, guapa o fea y que si anda erguida o encorvada. En este momento, Ruth se da cuenta de que sí sabe quién es ese Hans: aquella figura misteriosa que convenció a los padres de Mischi de que le pagaran el pasaje para mudarse de Inglaterra a Estados Unidos.

Ruth sigue leyendo el testimonio de Hans y se queda con una frase. El muchacho asegura que, en la conversación con sus padres, no ha abierto el pico sobre los «jamones algo gordos» de Mischi. Al principio, a Ruth eso le resuena como un insulto, del todo extraño, sobre todo porque la joven Mischi estaba más bien tísica. Pero luego le resulta muy meloso, al dibujársele como una de esas bromas coquetas que las parejas comparten en secreto con intenciones eternas, pero que acaba por extinguirse. Desde luego, nunca imaginaron que la confidencialidad la romperían, setenta y cinco años después, los ojos lectores de alguien que existe gracias a que ese romance acabara por disolverse.

Después de superar todos los desafíos de una relación a distancia, ¿por qué acabó aquel romance en cuanto Mischi llegó a Nueva York? Lo más probable es que Mischi no se casara con Hans porque, para ella, aquella mudanza equivalía a empezar de cero: la joven se negaba a arrastrar la cruz de refugiada judía y se quiso desvincular de cualquiera que hubiera huido también de los nazis. Para protegerse a sí misma y rebelarse contra sus padres, prefirió desposarse con un intelectual cristiano con aspecto ario que huyó de la rusticidad de la Indiana profunda y celebrar con sus hijas Navidad en lugar de Janucá.

La lectora sobre la alfombra persa encuentra también mensajes menos importantes y más distantes, que habían caído en el pozo de la desmemoria, y la Ruth del presente mira a los ojos de la Ruth del pasado, a quien, por lo visto, también le obsesionaba la comida y J. D. Salinger y utilizaba con soltura términos freudianos para describir sus sentimientos a la edad de nueve años. Pero lo que más le sorprende es leer cómo su madre y ella bromeaban y se hablaban con cariño, algo que la transporta a los primeros veinte años de su vida, cuando admiraba tanto a su madre, antes de que todo empezara a torcerse.

Para salvarse a sí misma, Ruth se agarra a un recuerdo hermoso que ha resistido el paso del tiempo: las dotes culinarias de Mischi. Abre el congelador, donde le está esperando el último bocado maternal: Mischi cocinó para la pasada pascua judía una sopa, que todavía sabe a gloria meses después.

Una vez reconciliada por el abrazo culinario, Ruth vuelve a la alfombra persa y agarra unas cuantas carpetas. Tenía a Mischi por una escritora en ciernes, pero ahora se encuentra ante sus complejos poemas y una prosa que atrajo el interés de varios editores. ¿Cómo pudo ocultarle todo eso a su hija? Hay una carta de rechazo de una tal Annie Laurie Williams, que no quiere publicar un relato de Mischi, Éxodo, y, sin embargo, muestra un gran interés por la novela que tiene en el horno.

Ruth lee la primera frase de la novela, sin título aparente —«Cuando los Jackson celebraban sus fiestas habituales en las noches de los sábados, Harriet Jackson se sometía a una total metamorfosis»— y cae en esa trampa lectora de preguntarse si esa tal Harriet sería un alter ego de la presumida de su madre. Hojea los papeles y salta de página en página hasta llegar al suicidio de Harriet y de nuevo le atormenta la actitud de Mischi.

Se da media vuelta y aparecen ante ella todas fotos llenas de gente pretérita, que, en lugar de apenarla, le hacen sentir de golpe una enorme gratitud por este tiempo de pausa mundial. A pesar de haberse sumido en ese umbral de disociación, confusión e incertidumbre que vienen de la mano de la parca, ha podido resguardarse en el silencio, el aislamiento y la ausencia de distracciones, los ingredientes perfectos para un bálsamo magnánimo, de los cuales habría carecido en circunstancias normales, pues en la cultura estadounidense hay que superarlo todo de un día para otro, y el duelo no tiene cabida.

En su conjunto, toda esa montonera de documentos inunda a Ruth de una simpatía, compasión y apreciación que no recuerda haber sentido jamás por su madre. Desde la perspectiva del tiempo, solidificado sobre la alfombra persa de ese apartamento en Queens, su madre se ha convertido en un personaje literario de múltiples nombres (Marion, Mischi, Mischilein), en un espectro con una vida fascinante que su hija desconocía casi por completo. Le parece que ese retrato post-mortem derrocha inteligencia, sentido del humor y sensibilidad y Ruth le perdona a su madre todos los años de amenazas, sinsentidos y negatividad.

Ahora sí cree estar preparada emocionalmente para abrir la maleta. Ruth la coloca junto al ventanal para verlo todo con la mayor claridad y, aunque no sea muy de hacer fotos, saca un par para el recuerdo, por el miedo que le da que se le deshaga en las manos. Se limpia las gafas, respira hondo, se sonríe y se anima a abrir el equipaje del Gripsholm, sabiéndose preparada para aceptar cualquier recuerdo o descubrimiento doloroso. La Historia la está mirando de frente, y se siente poderosa ante ese equipaje en que su madre cargó sueños y suspiros en un largo trayecto en barco desde Liverpool a Nueva York. Durante unos instantes, Ruth no puede creer lo que contiene ese objeto valiosísimo que su madre lleva décadas atesorando; y le da un ataque de risa cuando por fin procesa el hecho de que la maleta esté llena de las decoraciones navideñas más horteras que ha visto en su vida.

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Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

10 estatuas de mujeres en Europa

De todas las estatuas que hay en los espacios públicos de todo el mundo, muy pocas tienen nombres y apellidos de mujer. Por eso, queremos homenajear a algunas de las figuras femeninas más célebres e influyentes de la historia a quienes se les haya dedicado un monumento en alguna ciudad europea.

El 8 de mayo de 1429 el ejército francés liberó Orleans de manos de los ingleses, en uno de los episodios más importantes de la guerra de los Cien Años. La persona que estaba al mando del ejército no era otra que Juana de Arco (1412-1431), uno de los personajes más célebres de la historia. En honor a este acontecimiento, Francia celebra el segundo domingo del mes de mayo la fiesta nacional de Juana de Arco, a quien los ingleses acabaron quemando en la hoguera por delito de herejía con tan solo diecinueve años. La estatua de Juana de Arco, que brilla de bronce y oro en la place des Pyramides, París, es uno de los tantos monumentos en el país galo a la santa (sí, la canonizaron en 1920), además de una de las poquísimas estatuas ecuestres con una mujer a las riendas de un caballo.

Estatua ecuestre de Juana de Arco en París.
Estatua ecuestre de Juana de Arco en París.
Fotografía de Dennis Jarvis

Alguien que también murió demasiado pronto por revelarse contra las injustas leyes establecidas fue la granadina Mariana de Pineda (1804-1831), condenada a pena de muerte por tener contacto con los liberales. La prueba que utilizaron para condenarla fue una bandera antimonárquica que supuestamente estaba tejiendo y que lo más probable es que fuera colocada en su casa por la policía. Después de su muerte, por garrote vil, se convirtió en una mártir y en un símbolo de la libertad. Se le han dedicado varios homenajes, como una estatua en su honor en la plaza que lleva su nombre en Granada, una obra de teatro escrita por el propio Lorca o la colocación de sus restos mortales en 1856 en la cripta de la preciosa catedral de su ciudad natal.

Mariana de Pineda en Granada
Mariana de Pineda en Granada.
Fotografía de Alba Iglesias Zamorano.

Desgraciadamente, la que murió más joven fue la celebérrima Ana Frank (1929-1945), que falleció con tan solo quince años. Su único pecado fue nacer en la Alemania nazi siendo judía. Durante la Segunda Guerra Mundial, se ocultó con su familia durante dos años y medio en la parte de atrás de un edificio en Ámsterdam, donde hoy en día se encuentra su casa-museo y frente a la que hay una estatua dedicada a la adolescente. Durante el tiempo que estuvo encerrada, escribió su famoso y escalofriante diario, donde narra lo que hacían entre las cuatro paredes hasta que delataron a todos los miembros de la familia y los llevaron a campos de concentración. A Ana primero la arrastraron a Auschwitz y luego a Bergen-Belsen, donde murió de tifus tan solo unos días antes de que liberaran a los judíos. Su padre fue el único superviviente y se encargó de publicar los textos en un libro titulado La casa de atrás, que luego se llamaría El diario de Ana Frank.

Estatua de Ana Frank frente a su refugio en Ámsterdam
Estatua de Ana Frank frente a su refugio en Ámsterdam.
Fotografía de btristan.

Otra víctima del Holocausto fue la filósofa y religiosa Edith Stein (1841-1942), quien estudió germanística, historia y filosofía en distintas universidades alemanas y fue discípula del filósofo Edmund Husserl. Aunque de origen judío, Stein pronto dudó de la religión de su familia y la lectura de varios textos, en especial de Vida, de Santa Teresa de Ávila, la llevaron por el camino del catolicismo, hasta tomar los hábitos en 1934, adoptando el nombre de Santa Teresa Benedicta de la Cruz. A lo largo de su vida, escribió varios textos de suma importancia, como El ser finito y el ser eterno, obra realizada en 1933 y publicada póstumamente en 1950 que pone en relación el cristianismo y la fenomenología de Husserl, o Formación y vocación de la mujer, sobre pedagogía y la lucha por los derechos de las mujeres. Se exilió en Holanda, pero la policía nazi la detuvo en el país ocupado para conducirla a su triste final: una cámara de gas en Auschwitz. Su monumento, en Colonia, la representa por partida doble, en su vertiente judía y cristiana. La iglesia católica reconoció su santidad, puesto que Juan Pablo II la canonizó en 1998 y en 1999 la nombró copatrona de Europa.

Monumento dedicado a Edith Stein en Colonia
Monumento dedicado a Edith Stein en Colonia.
Fotografía de Steve Moses.

Más de 2000 años atrás, otra mujer pasó a los anales de la literatura, aunque no se tiene demasiada información sobre ella. Safo de Lesbos (630/612-580 a.C.) nació en la famosa isla, que actualmente forma parte de Grecia, y perteneció a una familia acomodada. Además de dedicarse al arte y la literatura, también se hizo cargo del negocio familiar y fue activista política, posicionándose fuertemente en contra de la tiranía. Su gran implicación la obligó a exiliarse en Sicilia, pero regresó a Lesbos unos años después y dirigió allí una academia de las artes. Escribía sobre temáticas muy liberales, como la bisexualidad, y su influencia literaria fue tal que existe un tipo de estrofa denominada sáfica, fue fruto de admiración para personajes de la talla de Baudelaire o Woolf y se le han dedicado varios monumentos, como el que se encuentra en la ciudad de Mitilene, en Lesbos, representada con una lira en la mano.

Safo con una lira, en Lesbos
Safo con una lira, en Lesbos.
Fotografía de Aegean Midilli.

La británica Emmeline Pankhurst (1858-1928) también luchó contra la tiranía, pero de otra índole: lideró el movimiento sufragista, a partir del cual pretendían conseguir el voto para las mujeres en el Reino Unido. Los miembros del grupo recurrieron a técnicas de protesta que fueron desde manifestaciones hasta huelgas de hambre o el ataque a policías, por lo que entraron en prisión varias veces. Hasta el momento, los únicos que podían votar eran los varones de más de 21 años; pero en 1918 las sufragistas consiguieron que las mujeres mayores de 30 años pudieran ejercer su derecho y en 1928, sólo unas semanas después de la muerte de Pankhurst, igualaron las edades. Su lucha tuvo tanto peso que tan solo dos años después de su muerte les dedicaron una estatua en el Jardín de la Torre Victoria de Londres a Emmeline y a su hija Christabel, también sufragista, y en 1999 la revista Time la incluyó en su lista con las cien personas más influyentes del siglo XX.

Monumento a Emmeline y Christabel Pankhurst
Monumento a Emmeline y Christabel Pankhurst en Londres.
Fotografía de Jim Linwood.

Quien también lo tuvo difícil para que la consideraran como una igual fue la polaca Maria Sklodowska-Curie, más conocida como Marie Curie (1867-1934). Ella y su marido Pierre trabajaron durante toda su vida en el campo de la radiología, por lo que recibieron el Premio Nobel de Física en 1903 y, después de que Pierre falleciera en un accidente de tráfico, se alzó con Premio Nobel de Química en 1911, convirtiéndose en la primera persona en conseguir los galardones suecos en dos categorías distintas. Sin embargo, no lo tuvo nada fácil: hubo muchas reticencias para que recibiera el primer premio por no haberlo conseguido antes ninguna mujer, consideraban más importante el trabajo de su marido y durante toda su vida aprovecharon cualquier excusa para cerrarle las puertas (por ejemplo, el romance que tuvo ya viuda con un hombre cinco años más joven provocó un escándalo que repercutió en su carrera). Sin embargo, su innegable talento la llevó a conseguir grandes logros, como ser la primera mujer entre el profesorado de La Sorbona, dirigir el Servicio de Radiología de la Cruz Roja o fundar en Instituto del Radio, ahora llamado Instituto de Oncología Maria Sklodowska-Curie. Hay varios homenajes a ella en Varsovia, como una estatua de la científica sosteniendo el símbolo del polonio, elemento que descubrió junto a su marido.

Estatua de Marie Curie en Varsovia
Estatua de Marie Curie en Varsovia.
Fotografía de Alberto Cabello.

Romper los moldes y las leyes formó parte de la vida de muchas mujeres. Para que reinara María Teresa I de Austria (1717-1780), hija del emperador Carlos VI, no sólo estalló la Guerra de Sucesión Austriaca, un conflicto que duró nueve años, sino que se tuvo que abolir la Ley Sálica, que le impedía gobernar por el mero hecho de ser del sexo femenino. La monarca fue la primera y única mujer al cargo de la casa de Habsburgo y su reinado, que duró nada más y nada menos que cuarenta años, le dio para mucho y llevó a cabo medidas bastante benevolentes, como la abolición de la servidumbre o la mejora del sistema educativo. Tuvo dieciséis hijos con su marido, Francisco I del Sacro Imperio Romano Germánico, entre los que destaca María Antonieta, la última reina de Francia, a quien cortaron la cabeza en la guillotina. La imponente estatua de María Teresa I de Austria, con diecinueve metros de altura y cuarenta y cuatro toneladas de peso, se alza en la plaza de María Teresa, en Viena, y está rodeada de generales a caballo.

Monumento a María Teresa I de Austria en Viena
Monumento a María Teresa I de Austria en Viena.
Fotografía de Costel Slincu.

Una de las personas más influyentes en materia de educación fue Maria Montessori (1870-1952), quien marcó huella en el sistema educativo actual. La italiana fundó a principios del siglo XX el método didáctico que lleva su nombre y que es tan aclamado hoy en día. Este sistema consiste en darles libertad a los alumnos para que aprendan de una forma más autónoma y desarrollen su talento propio gracias al estímulo del maestro. Antiguamente había una estatua de Montessori en Berlín, pero en 1933 los nazis cerraron todas las escuelas alemanas que seguían su método educativo y quemaron la estatua en un incendio alimentado con sus propios libros. Eso sí, en su lugar de nacimiento, Chiaravalle, hay una casa-museo y un llamativo monumento de acero y bronce que representa a Maria Montessori con un niño.

El niño en el centro del mundo: monumento a Maria Montessori. Fotografía de Mario Sorbi.
El niño en el centro del mundo: monumento a Maria Montessori.
Fotografía de Mario Sorbi.

A principios del siglo XX se escribió la primera biografía de la reina pirata de Irlanda, Grace O’Malley (1530-1603), cuyo nombre irlandés era Gráinne Ní Mháille y que fue la lideresa de clan O’Mháille. Su familia pertenecía a la nobleza, por lo que recibió una buena educación, pero eso no le impidió tener mala fama debido a sus dos matrimonios y a los distintos romances que no se molestó en ocultar. A causa de las tensiones con Inglaterra y los continuos intentos de invasión del país vecino, O’Malley se convirtió en pirata y lideró un movimiento por la defensa de las aguas irlandesas. Su estatua, con la cabeza bien alta, está en un parque de Westport, Irlanda; y hay incluso una canción tradicional irlandesa dedicada a O’Malley, que se llama Óró sé do bheatha abhaile y se considera un símbolo de la rebeldía.

La reina pirata Grace O'Malley
La reina pirata Grace O’Malley en Westport.
Fotografía de Stair na hÉireann.
[Artículo escrito por Patricia Martín Rivas
y publicado originalmente en Wimdu.]
Die Toten Mahnen Uns

Berlín de la mano de Rosa Luxemburgo

Introducción: Qué ver en Berlín

¡Saludos, camaradas! Soy Rosa Luxemburgo, teórica marxista soviética y cofundadora del ahora partido comunista alemán. Pasé la mitad de mi vida en la convulsa ciudad de Berlín, que desde mi nacimiento en 1871 hasta finales del siglo XX atravesó infinidad de momentos históricos que hoy en día se pueden apreciar paseando por la ciudad, casi totalmente reconstruida después de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. En poco más de un siglo, Berlín sufrió dos grandes guerras y los estragos de la barbarie nazi, estuvo dividida por el famoso Muro y fue el lugar donde se anunció el derrocamiento de la monarquía; de hecho ¡yo lideré la revolución! Todo ello quedó marcado en su arquitectura y su carácter, que configuran el Berlín actual, una ciudad muy activa y alternativa. La capital alemana, tan distinta del resto del país, es auténtica y cuenta con lugares llenos de historia y de lucha que merece la pena descubrir. ¿Nos vamos de paseo?

1.-  Alexanderplatz

Estamos en Alexanderplatz, el centro de Berlín. ¡Cómo ha cambiado! Cuando yo vivía en Berlín, Alexanderplatz presumía de elegantes edificios, pero fueron destruidos durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. En los años 60, esta plaza constituía el centro neurálgico del Berlín Este y el Gobierno de la República Democrática Alemana o RDA la reconstruyó de acuerdo con el gusto comunista, con grandes edificios minimalistas. En 1969, se incorporaron a Alexanderplatz dos de los símbolos de la ciudad: la gran torre de televisión y el reloj mundial. El 4 de noviembre de 1989, se manifestaron en esta plaza más de medio millón de personas, demostrando el poder de las masas y su capacidad de cambiar el curso de la historia, ya que consiguieron que el Muro cayera tan solo cinco días después. Ahora el capitalismo reina en la plaza, ¡está llena de cadenas de tiendas! Por cierto, una de las calles que sale de la plaza lleva mi nombre.

Torre de televisión de Berlín

2.-  Hackescher Höfe

El Kaiser Guillermo I obligó a todos los judíos de Berlín a trasladarse aquí en 1737. Debido a la superpoblación en Berlín y a una ley que estipulaba que las construcciones no superaran los cinco pisos, se idearon viviendas con un sistema de edificios ordenados alrededor de patios: cuanto más alejados de la calle, más baratos, con lo que el mismo bloque de edificios estaba dividido por estratos sociales y cada patio era casi como un pequeño barrio. Estos patios son los llamados Hackescher Höfe y destacan dos actualmente: el Endellscher Hof, muy elegante y con tiendas de diseño, y el interesantísimo Schwarzenberg, que varios artistas ocuparon para repararlo, unidos por el antisemitismo y la lucha contra toda discriminación, con murales que van cambiando cada cierto tiempo. El alemán Otto Weidt tenía aquí un centro para trabajadores ciegos y sordos y durante el nazismo contrató a muchos judíos para que no los enviaran a campos de concentración. ¡Toda una proeza!

3.-  Nueva Sinagoga

La Nueva Sinagoga también fue dañada durante la Segunda Guerra Mundial, por lo que cambió ligeramente desde su inauguración en 1866. Se construyó para albergar a la cada vez más creciente población judía, con capacidad para tres mil personas. A pesar de no ser religiosa, me gustaba contemplar la bella arquitectura de la sinagoga: su fachada de ladrillo ornamentada, pero austera, está coronada por una majestuosa cúpula con toques dorados. En los linchamientos nazis durante la Noche de los Cristales Rotos, del 9 al 10 de noviembre de 1938, cuando se quemaron más de mil sinagogas en la Alemania Nazi, un policía empuñó su arma para proteger la Nueva Sinagoga de los atacantes y consiguieron apagar los incendios en la zona antes de que dañaran el edificio. A día de hoy, esta sinagoga tiene protección policial permanente, al igual que otros edificios judíos en la ciudad.

Nueva sinagoga

4.-  Museo de la RDA (DDR Museum)

En este pequeño museo se cuenta la historia de la República Democrática Alemana, también conocida como RDA o como DDR, por sus siglas en alemán. La RDA formaba parte del Bloque del Este durante la Guerra Fría. Esta zona logró aislarse del zarpazo del capitalismo entre 1949 y 1990, aunque las condiciones en las que vivía la gente no eran idóneas, por carecer de libertades personales. Yo misma serví como un símbolo de la RDA, por mi ideología y mi defensa de la igualdad, por lo que rebautizaron varios lugares de la ciudad con mi nombre. Sin embargo, sus formas dictatoriales y represivas no honraban mi memoria. Muy cerca se encuentra el Marx-Engels Forum, con una estatua de los autores del Manifiesto Comunista. En las calles de Berlín, por cierto, aún quedan huellas de la RDA gracias a los Ampelmann, los característicos muñequitos de los semáforos que hay por toda la ciudad, todo un símbolo de la reunificación alemana.

5.-  Isla de los Museos

¡Cómo me habría gustado haber visto el busto de Nefertiti con mis propios ojos! Recuerdo el revuelo que causó su hallazgo y cómo sus descubridores alegaron que no existían palabras para describirlo: había que contemplarlo en persona. Ahora Nefertiti está en esta isla, en el Neues Museum, el más importante junto con el Pérgamo. En esta isla en el río también se encuentra el Lustgarden, el parque donde, aquel 9 de noviembre de 1918, se encontraban las gentes entusiasmadas al escuchar a mi camarada Karl Liebknecht, con quien lideré la revolución, declarar la República Libre y Socialista Alemana tras la abdicación del Kaiser. Fue un día tan emocionante… Qué pena que al final fracasara. La Liga Espartaquista, fundada por Liebknecht y yo, sigue viva, pues se convertiría en el Partido Comunista de Alemania. El Lustgarden se tiñó después de fealdad, puesto que aquí se celebraron varios mítines nazis, con Hitler como orador. Como no triunfó el socialismo, reinó la barbarie.

6.-  Catedral de Berlín

La Catedral de Berlín o Berliner Dom es la iglesia más grande de la ciudad, donde se realizan misas protestantes, conciertos y visitas. En su cripta está uno de los mayores sepulcros dinásticos de toda Europa. El parque de enfrente es el Lustgarden. Se construyó en el siglo XV como iglesia católica, después fue luterana y desde 1817, protestante. Sin embargo, se reconstruyó tantas veces que la catedral que conocemos ahora se terminó en 1905, con estilo neorrenacentista. Durante la Segunda Guerra Mundial sufrió grandes daños y durante la época de la RDA no ofreció servicios religiosos, como había de ser para seguir los ideales comunistas. Llaman mucho la atención sus cúpulas verdes, ¿a que sí? Ese color tan característico no es otro que el de la pátina, es decir, el aspecto que ha adquirido el cobre que recubre las cúpulas debido a la humedad.

7.-  Nikolaiviertel + Rotes Rathaus

¿No es preciosa esta zona? Se trata de la parte más antigua de Berlín, el Nikolaiviertel o barrio de Nicolás. Data del siglo XIII y se mantuvo en pie hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando los bombardeos de los aliados destruyeron gran parte de la ciudad con el fin de acabar con la lacra fascista. Por ello Nikolaiviertel está totalmente reconstruido. La iglesia que hay en el centro, Nikolaikirche, es la más antigua de la ciudad, construida alrededor del año 1230, época en la que se erigieron decenas y decenas de iglesias en toda Europa, con el fin de embadurnar a las personas con la fe cristiana, un medio de control de las masas muy eficaz, a decir verdad. Muy cerca se encuentra el Rotes Rathaus o ayuntamiento rojo, que es el actual ayuntamiento de Berlín y que se construyó a mediados del siglo XIX con un ladrillo rojizo y la estética renacentista del norte de Italia.

8.-  Humboldt Forum

El Humboldt Forum se encuentra en un espacio que ocuparon otros edificios en el pasado. Originalmente, vivían aquí los reyes prusianos, en un enorme Palacio Real barroco, desde donde precisamente mi camarada Karl Liebknecht anunció la caída de la monarquía. Aunque el Palacio Real sufrió daños en la Segunda Guerra Mundial, quedó en pie. El Gobierno de la RDA lo derribó, por considerarlo un símbolo imperialista, y construyó el Parlamento de Berlín Este, un sobrio edificio con fachadas de espejo marrón. No obstante, un adolescente hamburgués visitó Berlín en 1962, vio que el Palacio había desaparecido y se obsesionó con recuperarlo. Después de la caída del Muro aquel antiguo estudiante creó una fundación gracias a la que consiguió que se dispusieran a derribar el edificio comunista, pero se paralizó el proyecto debido a las protestas y muchos artistas lo ocuparon hasta que finalmente lo destruyeron. La reconstrucción del antiguo Palacio configura ahora el Humboldt Forum, dedicado a las artes.

9.-  Unter den Linden

Junto a la Isla de los Museos se encuentra la calle Karl Liebknecht, que pasa a ser el famoso bulevar de Unter den Linden o «bajo los tilos». Juan Jorge de Brandeburgo lo creó para llegar fácilmente al Tiergarten, su coto de caza. Su diseño definitivo se realizó en el siglo XIX, como prueba de que Berlín no era un pueblo, sino una gran ciudad, pero fue totalmente destruido durante la Segunda Guerra Mundial. El Gobierno de Berlín Este plantó los tilos de nuevo, para devolverle al bulevar su aspecto original. Siempre ha sido uno de lugares preferidos por los berlineses e inspiración de escritores, compositores y artistas. Aquí, al principio del bulevar, podemos ver a la derecha la Neue Wache, monumento a los caídos en la guerra, y la Universidad Humboldt, que siempre me traía buenos recuerdos, por mis años de estudiante en Zúrich, donde me doctoré en Derecho, siendo una de las primeras mujeres en poder hacerlo.

10.-  Bebelplatz

La majestuosa plaza de Bebelplatz está rodeada por grandes edificios: la Ópera Estatal, partes de la Universidad de Humboldt y la catedral de Santa Eduvigis. Sin embargo, lo más llamativo de esta plaza es la obra conceptual del artista israelí Micha Ullman: una sala con estanterías vacías que se encuentra bajo tierra y que se ve desde arriba, a un lado de la plaza. La obra representa la quema de libros que los nazis llevaron a cabo el 10 de mayo de 1933 en este mismo lugar. Se trató de una acción sincronizada en veintidós ciudades universitarias alemanas y llevaba a cabo a manos de estudiantes y profesores nazis. Debido a su espíritu totalitarista, consideraron que las obras con ideologías distintas, como las comunistas o pacifistas, y las escritas por judíos se merecían arder en la hoguera, con lo que quemaron libros de autores como Franz Kafka, Albert Einstein, Bertha von Suttner, Karl Marx, Sigmund Freud o una servidora.

11.-  Pariser Platz

Al final de Unter den Linden se encuentra una de las plazas más importantes de la ciudad y, desde luego, una de las más populares entre los turistas. Fue bautizada como Pariser Platz o «plaza de París» en honor a la ocupación de la capital francesa en 1814 a manos de los aliados contra el imperialismo de Napoleón, entre quienes había tropas prusianas. Durante la Segunda Guerra Mundial, esta plaza fue destruida casi totalmente. Al quedar en la frontera cuando el Muro dividió la ciudad, la zona quedó asolada y se reconstruyó tras la caída, con un plan arquitectónico estricto, cuyo resultado es este armonioso espacio. En ella se encuentran la Puerta de Brandenburgo, varias tiendas, la Academia de las Artes, el prestigioso hotel Adlon y la Sala del silencio, mi lugar favorito de la plaza, ya que se puede pensar y meditar estando ajenos de los ruidos de la gente, del tráfico y de la historia.

12.-  Puerta de Brandenburgo

La Puerta de Brandenburgo sí sobrevivió a los bombardeos bélicos, aunque quedara algo dañada. Originalmente llamada Puerta de la Paz, se construyó en el siglo XVIII en estilo neoclásico para marcar la antigua frontera entre Berlín y la Ciudad de Brandenburgo. En un principio, la familia real se otorgó el privilegio de exclusividad para pasar bajo la puerta y luego la adoptaron los nazis como un símbolo del partido. Durante la Guerra Fría, el Muro pasaba justo al lado, algo que se puede ver ahora con un tímido pero poderoso monumento en el suelo, donde está señalada la trayectoria del Muro con baldosines. Pero no solo se puede ver aquí, ¡fíjate en las demás zonas fronterizas por todo Berlín! Los medios de comunicación cubrieron especialmente esta zona durante la Caída del Muro, en 1989, con lo que la Puerta de Brandenburgo quedó grabada en el imaginario internacional como símbolo de lo que fue en origen: la Puerta de la Paz.

Rastro del muro de Berlín

13.-  Reichstag

El Reichstag, de estilo neobarroco y lugar actual de reunión del parlamento alemán, ha sufrido grandes daños a lo largo de su historia: primero cuando lo incendiaron en 1933, como ataque al partido nazi, que lo usaba también con fines parlamentarios; luego cuando lo bombardeó el heroico Ejército Rojo en 1945 para después realizar unas pintadas en alfabeto cirílico, aún conservadas, y colocar una bandera en el emblemático edificio en celebración de la victoria sobre las tropas fascistas en la batalla de Berlín, la última gran batalla de la guerra. Después de la guerra cayó en desuso, ya que la Cámara del Pueblo, de Berlín este, y el Parlamento Federal, de Berlín oeste, se asignaron a otros lugares, en las ciudades de Berlín y Bonn respectivamente. El acto oficial de la ceremonia de reunificación en 1990 se realizó en el Reichstag. Los visitantes que lo deseen podrán disfrutar de las vistas de la ciudad desde la impresionante cúpula de cristal.

14.-  Tiergarten

Por muy agradable que resulte pasear por aquí, lejos del tumulto de la ciudad, el Tiergarten, o «jardín de animales», no me trae buenos recuerdos: fue aquí donde los paramilitares del Freikorps, apoyados por el ministro de defensa, dispararon a mi camarada Liebknecht, para después depositar su cuerpo sin nombre en una morgue. Nuestro asesinato levantó una ola de violencia en la ciudad, con muchos revolucionarios y civiles asesinados. Hay un monumento dedicado a Liebknecht y a mí en este inmenso parque de 210 hectáreas, concebido originalmente como coto de caza para la realeza, que luego también construyó salones aristócratas, para privilegiar, como siempre, a las clases altas. Afortunadamente, el pueblo comenzó a usar el espacio, en el que se instalaron refugiados y gentes empobrecidas en pequeñas construcciones rudimentarias, que contrastaban con los ostentosos salones. De entre los tantos monumentos, destaca la Columna de la Victoria, en el centro del parque, desde donde hay unas preciosas vistas.

15.-  Potsdamer Platz

¡No me puedo creer que esto sea Potsdamer Platz! Con esos modernos edificios de cristal, está irreconocible. Ha cambiado radicalmente desde que celebráramos aquí la primera gran manifestación por la paz, en contra de la Primera Guerra Mundial. Centro ferroviario del país, era una de las plazas más transitadas de toda Europa en la década de los 20 del siglo pasado y parece que sigue siendo muy popular. Después de quedar prácticamente destruido por los bombardeos, en los inicios de la Guerra Fría constituyó una zona neutra para soviéticos, británicos y estadounidenses. Se reconstruyó parcialmente, pero los edificios fueron derribados de nuevo debido a los incendios provocados en la Sublevación de 1953 en la Alemania oriental, contra el Gobierno de la RDA. Luego se convirtió en tierra de nadie y, prácticamente, en un vertedero gigante. En 1990 se celebró en Potsdamer Platz el mayor concierto de rock hasta la época, con Pink Floyd interpretando su célebre The Wall, «el muro».

16.-  Weinhaus Huth

Con todas estas construcciones tan llamativas en Potsdamer Platz, el edificio más longevo de todos, Weinhaus Huth, pasa desapercibido, ya que está integrado en el conjunto arquitectónico. Gracias a su estructura de hierro, fue el único edificio que quedó entero en toda la plaza después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, eso no es lo más sorprendente, sino que la zona quedó totalmente abandonada al acabar la guerra, por estar cerca del Muro, y nadie quería ni pisar por aquí, por lo que Weinhaus Huth fue el único edificio hasta la década de los 90. Así, en medio de la inmensa ciudad quedaba esta plaza prácticamente desierta, algo que cambió radicalmente con la Reunificación Alemana, cuando la zona se revalorizó y la reconstruyeron, gastando doscientos millones de euros extra para respetar el edificio protegido de Weinhaus Huth. De esta forma, la zona recuperó la afluencia de gentes ávidas de diversión y consumismo, totalmente inmersas en el capitalismo vencedor.

17.-  Monumento a los judíos de Europa asesinados

El Monumento a los judíos de Europa asesinados pone los pelos de punta. Aunque siempre fuimos un pueblo perseguido, los nazis llevaron a cabo la mayor masacre, asesinando a seis millones de judíos. Afortunadamente, los aliados y las valerosas tropas soviéticas consiguieron erradicar el fascismo. Alemania condenó lo ocurrido eliminando símbolos nazis e invirtiendo en obras centradas en la memoria, como las Stolpersteine, pequeñas placas informativas de hormigón y latón incrustadas en el suelo por toda la ciudad, en los lugares donde habían residido judíos llevados a campos de concentración, o este poderoso monumento ante el que nos encontramos, con casi tres mil bloques de cemento de distintas alturas y a diferentes distancias que transmiten sentimientos como la angustia o el dolor. Debajo hay un centro de información con datos sobre el Holocausto que hielan la sangre. Existe también un monumento a los homosexuales perseguidos durante el nazismo justo al otro lado de la calle, nada más entrar al Tiergarten.

Helene Dobrin Moritz Dobrin

18.-  Búnker de Hitler

En consonancia con el proceso de eliminación de todos los símbolos fascistas por parte de los soviéticos y, más adelante, del Gobierno alemán, para mostrar rechazo y para evitar peregrinaciones, se destruyó el búnker donde Hitler pasó sus últimos momentos. En él, dirigió operaciones y se casó con Eva Braun. Justo bajo nuestros pies se encontraba este lugar muy elaborado, especialmente construido para el dictador en 1944, a 8,5 metros bajo tierra y con tres metros de cemento encima, con salidas a la antigua Cancillería del Reich. Aun en tales circunstancias, no renunciaron a sus privilegios y vivían en espacio amplísimo, con agua, electricidad, sirvientes, muebles de lujo y pinturas, entre ellas un retrato de Federico II de Prusia, uno de los héroes del genocida. Acorralados por el ejército soviético, ambos se suicidaron, él de un tiro y ella con cianuro, y luego sus cuerpos fueron incinerados, por petición expresa de Hitler. Hay una placa indicativa del lugar desde 2006.

19.-  Neue Kirche + Gendarmenmarkt

La Neue Kirche, también conocida como la Catedral Alemana, se encuentra frente a la Catedral Francesa, componiendo dos edificios casi idénticos. Ambos conforman, junto con la sala de conciertos, en el conjunto de Gendarmenmarkt, una de las plazas más bellas y armoniosas de Berlín, con esa bonita piedra de tono amarillento. Sin embargo, como sucede en toda la ciudad, este no es el aspecto que tenía en el siglo XVII, cuando se creó, ya que fue casi totalmente destruida en los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, y los edificios reconstruidos no conservan su carácter religioso, sino que cuentan con museos, cafeterías y miradores. En medio de la plaza hay un monumento dedicado a uno de los poetas alemanes más célebres: Schiller. La época más animada para disfrutar de la plaza es en diciembre, porque, pese al frío, la gente se congrega alegremente en uno de los mercadillos navideños más populares de la ciudad.

20.-  Checkpoint Charlie

El Checkpoint Charlie fue el control fronterizo más famoso entre Berlín Este y Berlín Oeste. En actividad durante veintiocho años, se trataba del único punto de paso de un lado a otro para extranjeros y aliados. Con un sistema de control mucho más desarrollado en el este, fue escenario de protestas pacíficas, grandes momentos de tensión (¡con tanques incluidos!) y tiroteos dirigidos a quienes intentaban cruzar ilegalmente. Hoy en día hay una reproducción de un puesto de mando, la foto de un soldado de cada bando y placas indicativas de la entrada y salida de uno a otro lado. Lo más llamativo para mí es observar la diferencia aún visible entre el lado este y el oeste desde el Checkpoint Charlie, especialmente en relación con la arquitectura y los negocios que hay en las calles inmediatamente colindantes. Se trata de uno de los lugares más representados en la literatura y el cine centrados en este periodo histórico.

21.-  Museo Judío

No hay mejor lugar en toda la ciudad para aprender sobre nuestra historia, la del pueblo judío. Está compuesto por tres edificios con formas irregulares, como símbolo del camino irregular al que nuestro pueblo ha estado sometido durante la historia, y cuenta con objetos, fotografías, pinturas, esculturas y documentos en los que el horror está muy presente, con especial énfasis en el Holocausto, por supuesto. Antes había un museo judío en otro lugar de la ciudad, pero los nazis lo cerraron en 1933 y no fue hasta 2001 que este nuevo museo judío de la ciudad abrió sus puertas. Es imprescindible visitar este museo para comprender la historia de Berlín, una ciudad con una gran influencia intelectual, cultural y económica de los judíos. Tiene una zona de eventos, donde se celebran regularmente conciertos de música judía tradicional y contemporánea, se proyectan películas y se puede disfrutar de la comida kosher, preparada conforme a las leyes judías tradicionales.

22.-  Canal Landwehr

El barrio de Kreuzberg era el centro alternativo y creativo de Berlín Oeste y aún conserva su ambiente, a pesar de su rápida elitización residencial en la última década. Aquí se encuentra parte del canal Landwehr, construido entre 1845 y 1850 para unir las zonas este y oeste del río Spree. A las orillas de este canal, el 15 de enero de 1919, las fuerzas paramilitares del Freikorps me asesinaron a culatazos y con un disparo en la cabeza, cuando tenía cuarenta y siete años, simplemente por mi ideología comunista. No contentos con aquella injusta y terrible muerte, tiraron mi cadáver al agua, donde estuvo durante casi cinco meses. Los textos que escribí, en busca de conseguir un mundo más justo afortunadamente perduraron: entre otras cosas, Lenin y Trotsky dieron reconocimiento a mis credenciales revolucionarios en la III Internacional y a mediados de enero Berlín celebra cada año el día de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. ¡Fui, soy y seré!

[Guía diseñada y escrita por
Patricia Martín Rivas]

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Más guías originales

Esta guía está narrada a partir de un personaje histórico
y forma parte del proyecto Navibration

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Autarquía

[Read story in English]

Beyoncé está atrapada en sus uñas de gel —no es Beyoncé Beyoncé, pero es que María no quiere que se sepa su nombre verdadero, porque es demasiado común y prefiere utilizar el de su ídolo como apodo para que no la reconozcan por la calle—. Bueno, pues resulta que Beyoncé enfermó antes de que el virus antes de que el virus llegara oficialmente a Europa y estuvo nueve días con fiebre y mucho malestar, pero se recuperó, porque se cuidó y porque tuvo suerte y porque no es grupo de riesgo y porque desconoce si tuvo el coronavirus este de los huevos o solo gripe o vaya usté a saber qué.

Ya está del todo recuperada. No conoce los pormenores de su padecimiento, pero el caso es que está recuperada. Para celebrar su mejoría, invirtió veinte euritos en que una señora china le hiciera unas bonitas uñas de gel rosadas —naturales por ir en sintonía con su color de piel—, con una florecilla en un costado —naturales en un sentido más botánico— y bien pegaditas a la lámina ungular, bien, bien pegaditas.

Era la primera vez que se hacía las uñas de gel, pero se lo merecía, coño, que estuvo al borde de la muerte —o al menos tuvo una fiebre horrible, horrible— durante nueve días. Se merecía un premio en forma de uñas. Claro que se lo merecía.

El problema es que, cuando llegó la pandemia ya con el visado oficial, los negocios que no fueran absolutamente necesarios tuvieron que cerrar por un tiempo indeterminado por órdenes del Bundesregierung. Y ahora resulta que las uñas de gel son un capricho. Jódete y baila. Todas las chinas de las uñas cerradas. Todas. 

Ya han pasado dos semanas desde que metiera la mano en ese cacharro con una lámpara ultravioleta que abrasaba como los mil demonios. Dos semanas: las uñas están fearrutas. Wikipedia dice que crecen a una velocidad promedio de 0,1 milímetros al día. Eso son ya 1,4 milímetros. A Beyoncé se le asoma la luna creciente por la cutícula.

La pobre Beyoncé, confinada en su casa y teletrabajando sin disciplina, teclea y teclea en su ordenador y mete mal los números en Excel, porque esas malditas añadiduras a sus pezuñas cada vez sobresalen más y presionan donde no deben y se le desbarajusta todo. Tiene que revisar cada cálculo con lupa.

Y lo peor es que no puede concentrarse, porque su amiga Carmen —tendremos que llamarla Gwyneth por cuestiones de privacidad— le dijo que uy, uy, uy, que esas uñas y ese gel son un nidito de coronavirus. Desinfecta, desinfecta. Un ni-di-to.

Beyoncé revisa las celdas, la mitad mal, porque los nidos de coronavirus adoran el caos, y no encuentra la manera de concentrarse, porque las palabras de Gwyneth le rondan por la cabeza sin respiro. Además, el ordenador se lo trajeron del trabajo hace unos días: seguro que todavía tiene bicho. Se va desinfectando las uñas con un espray cada poco rato. Operación matemática, flis, flis, corrección, flis, multiplicación, flis, flis, etcétera, flis, flis, flis.

Luego la compra, que esa es otra. No pueden traérsela a domicilio sin que le cueste un ojo de la cara, porque vive sola y, para poder disfrutar del servicio gratuito, hay que pillar comida para un regimiento. Así que va al súper, qué le vamos a hacer. Por lo menos, con suerte, arriesga la vida de las uñas de gel: en las compras anteriores, se le han desprendido dos con las malditas asas benditas de las bolsas, pero otras veces no va a tener tanta buena mala suerte, aunque lo intente. Y vaya si lo intenta. 

Cuando sale, pone en práctica todos y cada uno de los consejos que ha visto en los vídeos que le han pasado por wasap: lleva guantes y mascarilla, no toca nada de nada, regaña a una mujer que manosea pan tras pan a toda piel —pero ¡señora, copón!—, hace la cola a dos metros de distancia, se cruza de acera si viene alguien de frente. Y mil cosas más, mil cosas. Un sinvivir, mire usté. Al llegar a casa, sigue los protocolos de desinfección ya desde el descansillo —que si un cubo con amoniaco a la entrada para los zapatos, que si bolsas de plástico para apoyar las bolsas de plástico, que si dejar el abrigo en una zona de desinfección (que ella en realidad no tiene, claro, porque vive en un estudio, no en una mansión)—. Se lava las manos como si no hubiera un mañana. Oye la voz de Gwyneth: desinfecta, desinfecta, flis. Se frota y se refrota los niditos de coronavirus, que han estado muy expuestos. Y luego mata y remata con un flis, flis, flis.

Se siente fea, con las uñas así. Un día se alisa el pelo, que ya siempre lo lleva rizado y no se lo plancha desde la última vez que fue al Fabrik, en esa época tan lejana cuando vivía en Madrid; puf, haría más de cinco años que no llevaba el pelo liso. Se ve rara: entre ese pelo y esas uñas parece un nosequé. Hace videollamada con su madre, qué fea estás, con su mejor amigo, qué fea, qué fea. Y se lava el pelo enfurruñada para que le vuelva el rizo, pero las uñas no se caen por mucho que insista e insista en el cuero cabelludo.

Ha aprendido a hacer punto con vídeos de YouTube y se le pasan las horas volando, pero no se quita de la cabeza las uñas, porque las ve danzar y danzar con las agujas. Las uñas sin gel, las que se le rompieron al cargar la compra, no son del todo sin gel, porque tienen restos repegados, que tampoco se puede quitar. Las otras uñas están cada vez más al borde, pero bien adheridas, brillando en rosa y en flor, y con la luna de las cutículas ya llena. No sabe si es peor el remedio o la enfermedad: para que se queden así de asquerosas, con los pegotes y todo, mejor que no se le caigan, ¿o no?

Beyoncé no sale de casa más que para hacer la compra, pero lo que le hace sentirse atrapada son esas uñas de gel ñoñísimas: en qué momento me las hice, quiero mis veinte euros, no me vuelvo a poner uñas de gel jamás en la vida jamás, jamás.

Entre que si uñas esto y que si no uñas lo otro, los días se pasan rapidísimo: ve una peli de explosiones y sudores protagonizada por Angelina Jolie y se le olvidan las uñas; cocina y ahí están las uñas, mirándola, flis, flis; toma el sol en el balcón cuando no nieva en Berlín y ¿uñas, qué uñas?; hace ejercicios de HIIT y le duele todo menos las uñas; teje y teje y uñas y uñas y flis; se echa una siesta y no sueña con uñas; lee a Julia Navarro y a veces se asoman por el bordecillo de las páginas, flis, flis, y otras se pierden entre las tramas de la novela; organiza partidas de bingo por Skype y las uñas empujan las bolas, flis, pero es divertido y no le importa tanto —por algo ostenta el título no oficial de Online Bingo Queen—. 

Ya lleva 2,1 milímetros (o tres semanas) confinada, y parece que va para largo, pero los días se van diluyendo, se van diluyendo, diluyendo. Su mayor preocupación en la vida es que las chinas abran las tiendas de uñas. Bueno. Quizás algún día se caigan las uñas de gel por el inevitable precipicio dactilar que supone el paso del tiempo. Quizás ese día llegue antes que la fecha incierta del fin de la cuarentena. Quizás.

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Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas