Solitas

Los asistentes, como no podía ser de otra manera, se entusiasmaban. El predicador, hijo de predicador, seguía predicando, y la ovación y las lágrimas se entremezclaban en la emoción indecible de un sermón interminable. Te mentiría si te dijera que en algunos momentos no me contagié de la alegre intensidad divina. Yo, la atea por antonomasia, cuyas convicciones acérrimas casi se derrumban por el efecto de esa gloriosa comunidad, en la que cantábamos y bailábamos el gospel, nos sonreíamos en cada cruce de miradas, nos recitábamos versos sacro-amorosos agarrándonos de las manos.

Tenías que haber visto sus caras. Sonreían sin parar, porque [se creían que] Dios los guardaba; cantaban, bailaban, alabado sea el Señor, se daban las manos, nos dábamos las manos, cantábamos. Yo no repetía las palabras del predicador, pero si lo hiciera, alabaría a la Señora: esa abogada que te está ayudando en el camino hacia la justicia. Por primera vez me olvidé de todo lo que no estaba entre esas cuatro paredes.

Es por eso que casi creí en Dios(a) en aquel edificio destartalado de Brooklyn. Huí hasta allí porque Manhattan me dolía demasiado: los rascacielos, que siempre me han apasionado, se me dibujaban como

F F F

A A A

L L L

O O O

S S S

Y los cuadros de Frida representaban tu lucha (nuestra lucha, qué carajo).

Y la calle Mercer me recordó a cuando Ana Mendieta se

«C

A

Y

Ó»

del piso 34.

Y aún no hay estatuas con nombre de mujer en Central Park.

Y el edificio Dakota cobija a una Yoko Ono culpabilizada, invisibilizada, ninguneada.

Y.

Me habría encantado llamar a tu abogada a ratitos, para que nos hiciera justicia a todas (a todas: a las del presente, pero también a las del futuro y, ojalá todopoderosa, a las del pasado): una Diosa justiciera que nos vengue por los crímenes acometidos durante siglos y siglos. Quiero que esa Abogada sea nuestra Señora, nuestra Diosa, y que en el juicio consiga castigar a ese diablo que decidió dañarte, hijo de un sistema que es el mismo Diablo, lleno de diablos juzgados por diablos que arguyen estratagemas para perpetuar sus diabluras.

Pero, querida sobrina, no solo pienso en ti en los momentos negativos, no te creas. Brooklyn se convirtió en mi refugio desde que vi The Dinner Party, y te quise a mi lado más que nunca.

Sojourner Truth.

Sacajawea.

Anna van Schulman.

Christine de Pisan.

Etceterísima.

Solo Diosa conoce el martirio de aquellas mujeres, con las que Judy Chicago hizo {algo de} justicia. ¿Tú ya la has visto, Gabriela? (Pese a tener solo dieciséis años, has conocido tanto que ya me pierdo.) Algún día la disfrutaremos juntas: esta comunidad de bellas representaciones de vaginas nos aliviará un poquito el suplicio, aunque no cantemos tanto ni tan bien ningún Gospel.

Y fue justo después cuando entré a aquella iglesita guiada por los cánticos que resonaban desde el exterior, aunque no conseguí aguantar toda la arenga: el tonito sermonario logró desquiciarme. Esa gente se refugia para escapar de un exterior donde la policía dispara según el aspecto físico; pero al final es una ficción: un lugar tan resguardado y tan sagrado como en el que te pasó a ti todo eso. Y sentí que me ardían los pechos y tu carita se me apareció con fuerza y me dijiste que me fuera, que era mentira, que ningún lugar es seguro, que era mentira, que ningún lugar es seguro, todo mentira.

La lluvia de fuera me llenó las gafas y los pensamientos de gotitas. «Gabriela, Gabriela», pensaba. «¿Cómo estarás, Gabriela? ¿Estás en un lugar seguro? ¿Hay algún lugar seguro? ¿O has dejado de creer en ellos?». Y pensaba en la Diosa y deseaba con fuerzas convertirme en su predicadora y quería que te ayudara.

Me noté de repente una acuciante humedad en la entrepierna: inevitablemente, la sangre había invadido mis bragas y mis leotardos. Oh, no: el vestido bermellón se había teñido de un rojo más fuerte. ¿Y la silla? Le rogué vehementemente a Diosa haber dejado un asiento libre de menstruación.

Casi llamo a Roger para anular la cena en Manhattan porque desbordaba sangre, pero se me apareció tu carita de nuevo, Gabriela, y me regañó por dejar que una manchita de nada me arruinara los planes de la última noche neoyorquina.

El lavabo de Roger y Beatrix estaba averiado. {Mecagüen Diosa.} Los juguetes de su nena yacían desperdigados por la bañera. Beatrix me dijo que usara el fregadero de la cocina, hasta arriba de cacharros. Ella habría entendido perfectamente lo del desbordamiento, pero no quise molestarla más: ya tenía bastante con el catarro, el embarazo complicado y la nena saltándole sin tregua alrededor. La maniobra con la copa siempre implica manos ensangrentadas, y no estaba dispuesta a lavármelas ni sobre los dinosaurios de goma en la bañera ni sobre los platos apilados de la familia. Una vez más en mis veinte años menstruando, tuve que improvisar una compresa con papel higiénico y, por si las moscas, me senté en el suelo para no manchar ningún tipo de tapicería.

Insistí en partir, porque Beatrix tosía sin parar y se quejaba del tripón —y porque quería cambiarme—, pero nos costó arrancar. Tú te habrías puesto de los nervios: mientras Roger hablaba y hablaba, Beatrix atendía la nena y fregaba los platos sucios, a pesar del nefasto catarro y de aquel feto que llevaba meses presionándole los nervios. Yo intentaba distraer a la nena, pero lo único que la atrajo hacia mí durante más de diez segundos fue aquella torre de peluches que me dio por hacer y que más bien parecía una orgía animal.

Tuve que limpiar el suelo con disimulo y con saliva antes de marcharnos. (Siento ser un ejemplo desesperanzador; tú eres más organizada: ojalá consigas aprender a controlar mejor el sangrado.) Llegamos por fin al restaurante y bajé al baño ipso facto, augurando un paraíso de pulcritud, váteres y lavabos, pero había una de esas personas que te echan jabón y te abren el grifo y te dan toallas con la cabeza gacha, como si una tuviera muñones o como si una estuviera a favor de la servidumbre. Me cambié el pañalcompresapapelhigiénico y no me hurgué en los adentros para extraerme la copa, vaciarla y ponérmela de nuevo. ¿Qué iba a hacer, Gabriela? ¿Ir con las manos ensangrentadas para hacerle pasar un mal rato a esa pobre criada a la que ni le dejé una propina? (Como siempre, no tenía ni un puñetero dólar en el bolsillo.) Para disfrutar de la cena, aposté por apretar los chacras y no beber tanta agua, como si tales trucos de pacotilla funcionaran.

Pero eso no fue lo peor que me ha pasado en el viaje, Gabriela: ayer en Central Park, una muchacha argentina me pidió que le sacara una foto. Por intentar entablar una conversación, le pregunté si había venido solita a Nueva York. Solita. Yo también viajaba sola, pero quedó fatal. La argentina me transmitió el desdén que merecía con los ojos —«¿le dirías a un tipo si vino solito?»— y se despidió rápida, abruptamente. Por primera vez, no quise que estuvieras a mi vera, porque te habría avergonzado (la ensoñación de tu carita se me apareció, claro, sonrojada).

Luego deambulé por el East Village con la ensoñación de tu carita persiguiéndome. Se me hace inevitable: en cada esquina plañidera me imagino tu pena y tu rabia y tu dolor y tu impotencia y no puedo parar de pensar en ti y no soporto la impotencia ni el dolor ni la rabia ni la pena que me inundan. Me sentía completamente minúscula y ninguneada: decidí parar, respirar, mirar al cielo y escuchar música, en otro de los tantos intentos de abotargar mis pensamientos. Pero de repente saltó Sunshine of Your Love y tu dolor se mezcló con mis propios recuerdos. A mí no me pasó en el grupo de la iglesia, como a ti, sino en el portal de mi casa. Sí: a mí también me violaron, Gabriela. Y también me sentía culpable. Y también conocía a mi agresor: era mi novio. Me llevó a casa un día que me emborraché demasiado y, a cambio, me forzó antes de morir en mi habitación, porque me lo estaba pasando muy bien con mis colegas y no me puedes decir que no, porque he tenido que pagar un taxi para ir a buscarte, no me puedes decir que no, porque cómo me vas a dejar así, no me puedes decir que no, no me puedes decir que no, NO ME PUEDES DECIR QUE NO. Fue él quien me pasó esa canción, que aún conservo en mi colección de música, y que siempre me recuerda (in)conscientemente a él y a su fuerza.

Aquel hombre que se masturbó en el vagón vacío del túnel de metro más largo del mundo nunca me pasó ninguna canción, así que solo se me asoma en los recuerdos cada vez que estoy sola con cualquier hombre en cualquier vagón de cualquier metro de cualquier mundo. Tampoco tengo ninguna canción que me recuerde a aquel compañero de clase en el instituto que me estampó contra el muro cuando rechacé ser su novia, porque no puedes ser tan simpática conmigo si no quieres nada más. Alguna canción en francés me recuerda a veces a David, quien rompió mi televisión a golpes al darse cuenta de que las únicas opciones pornográficas estaban codificadas. Y no es una canción, sino la sidra, la que me recuerda a aquel desconocido que me agarró una teta cuando me sujetaba el pelo mientras vomitaba. Por eso me dolió cuando me dijiste que había sido tu culpa, Gabriela, porque nos hacen pensar que siempre es nuestra culpa, incluso cuando no hacemos nada. Está muy bien tramado, ¿verdad? Al menos tú lo has denunciado, Gabriela, no como yo, que no he hecho nada y ya no creo que lo pueda hacer.

Dice la canción que voy a estar pronto contigo, mi amor, que llevo mucho tiempo esperando, que estoy contigo, mi amor, sigue, los dos solos, que voy a quedarme contigo, cariño, hasta que se me sequen los mares. No me explico por qué sigo conservando Sunshine of Your Love. Le Tigre, Ana Tijoux, Excuse 17 y las demás me empoderan, pero me olvido masoquistamente de borrar las canciones hirientes. ¿Será porque recordar las heridas pretéritas nos hace más fuertes?

Las cicatrices nos hacen más cautas, desde luego.

Y entonces entendí que mi ex era otro predicador más que tergiversa la Palabra {de Cream}, cuya letra dibuja en mí una cicatriz imborrable; que ellos, los violadores, o se dejan llevar por el Diablo —y por Dios— o son el Diablo —y se creen unos todopoderosos—, y en cualquier caso merecen ser castigados; que nos han violado y nos violan, pero que en algún momento del futuro no nos violarán nunca jamás, Gabriela, ya lo verás: las violaciones no serán nada más que parte de la historia macabra perpetuada por el Hombre [Hombre como sinónimo de hombres, no de Humanidad]. Alabada sea Diosa, diremos. Alabada sea la Señora.

Mi cadena de pensamientos se desviaba sin cesar, irremediablemente, hacia la argentina solita y Beatrix —que también estaba solita—, porque así evitaba acordarme de tus horrores, Gabriela. Aquellas mujeres tan solitas seguramente también sean las sobrinas de alguien. Y yo, yo también estoy solita. Y tú, Gabriela, también estás solita. Todas estamos solitas cuando estamos solas, pero tenemos derecho a estar solas y nos gusta estar solas y nos merecemos poder estar solas. Y nos tenemos las unas a las otras, que no se te olvide: nunca estaremos solas cuando nos necesitemos.

Vuelo en un rato a casa. El ~juicio final~ es la semana que viene —y quizás se celebre antes de que te llegue esta carta: el correo ordinario se me antoja mucho más romántico—. Ante todo, te pido que cruces los dedos, Gabriela: cruzar las piernas nunca nos sirvió de nada.

[Solitas fue el cuento más votado
del concurso XII Premio Joven de relato corto El Corte Inglés
del Club de escritura Fuentetaja]

Diatriba

[Read story in English]

El apartamento de Mischi en Queens ya casi no huele a cerrado ni a comida podrida. Lleva pagando el alquiler de un lugar desocupado desde que murió, y ahora Ruth y Solomon han llegado desde California para desempolvarlo, llenarlo de aromas frescos y vaciarlo de historia y de la oquedad forzada de los últimos meses para poder devolvérselo a su dueño de una vez por todas.

Estaba todo patas arriba desde principios de marzo, porque Ruth voló a Nueva York apresurada por la noticia de la muerte de su madre para hacer los trámites absolutamente necesarios y quedarse solo unos días, convencida de que regresaría en un par de semanas y lo apañaría todo como era debido. Jamás se le pasó por la cabeza que atravesaría un limbo de cinco meses hasta poder regresar. Ya entonces, el virus ya se hacía eco en las noticias y la ciudad que se convertiría en uno de los epicentros mundiales apuntaba maneras, pero nadie creía que la vida cambiaría de una forma tan colosal. Por eso, en marzo se limitó a hacer lo básico.

Cuando Ruth recogió las cenizas en Staten Island, gozó de las mismas vistas de la estatua de la Libertad que su madre contemplara al llegar a tierras desconocidas. Luego entró a una iglesia por curiosidad y las reliquias comenzaron a revolverse dentro de la urna, porque la aversión de Mischi hacia el cristianismo se estiraba hasta en las postrimerías. En casa, recitó en su honor un pequeño kadish, la oración de los muertos, con un grupúsculo de nonagenarios y exempleadas con quienes Mischi no había sido del todo maligna. Ruth acabó besándose y abrazándose con aquellos cuasi desconocidos, sin llegar a creerse todavía que la apreciación física podría acarrear consecuencias fatídicas.

Ruth desempeñó las tareas con un instinto ritual, mientras sentía un gran alivio al ir cerrando este capítulo de su vida tan lleno de lucha y cólera. Sumida en la destemplanza, el aturdimiento y las ganas de terminar, tiró todo lo que pillaba, con la idea de vaciar el apartamento lo antes posible. Cuando se dio cuenta de que se había deshecho de los certificados de defunción recién recibidos, le dio por pensar que quizás la rabia habitaba sus actos. Lo único que conservó sin pensárselo dos veces fue la maleta que trajo Mischi en el Gripsholm, aquel barco sueco que le regaló la oportunidad de empezar de cero en Nueva York. En marzo aparcó el equipaje en una esquinita del apartamento, donde aún seguía, ajeno al paso del tiempo y a la ausencia de Mischi. Aún no se siente preparada para descifrar qué hay dentro de esa maleta tan enigmática como roñosa, y lleva toda la semana posponiendo la apertura, porque sabe que los documentos que guarda en su interior podrían derrumbarla.

Quizás la abra hoy, aprovechando que va a pasar el día sola, ya que Solomon tiene planes sabatinos infinitos en Manhattan. Madre e hijo merecen de sobra un paréntesis hoy, después de una semana frenética deshaciéndose de los libros, papeles, cachivaches, muebles, sábanas bordadas, medicinas y máquinas obsoletas que se han ido acumulando en el apartamento durante más de medio siglo. Jamás habrían pensado que regalar objetos se convertiría en una tarea tan ardua. A Ruth le ha encantado estrechar su relación con Solomon en estos días, pero ahora le seduce la idea de la soledad, que se le dibuja como ese broche final tan esperado de un luto que lleva nublándola desde la primavera. Se despedirá así de ese apartamento en que pasó parte de la infancia y la adolescencia con sus padres y su hermana, que ahora, ay, no existen más allá que en los recuerdos, muchos de ellos condensados entre estas cuatro paredes.

Mischi se marchó en el momento adecuado: qué horrible habría sido que viviera la pandemia. ¿Qué habría hecho Ruth: exponerse de vez en cuando a las hordas virulentas de los aeropuertos o mudarse con su madre? Ambas opciones le parecen igualmente mortíferas y, solo de pensarlo, le recorre por el cuerpo un escalofrío. Por fortuna, Mischi murió como deseaba —en casa, de golpe, sin dolor, de vieja—, después de torear a la enfermedad con la que le diagnosticaron tres meses de vida a principios de 2017. Casi era de esperar, porque ya tenía experiencia en los menesteres de la supervivencia, al haber huido hacia Inglaterra con once años en uno de los primeros trenes del Kindertransport. Tan solo una semana antes de marcharse, le confesó a Ruth por teléfono que estaba más que preparada para abandonar este mundo y así lo hizo a los noventa y dos años.

En estos días que llevan madre e hijo confinados en el apartamento de Queens, han ido amontonando sin orden ni concierto sobre la alfombra persa del salón los papeles que irradiaran cualquier importancia, y el plan de hoy para Ruth es hacer una buena criba. 

Le apetece sumergirse en la vorágine del papeleo, porque las palabras escritas se están convirtiendo en los puntos de sutura que han ido cerrando una herida que lleva décadas abierta. Por algún motivo desconocido, Mischi se pasó más de treinta años martirizándola, incluso amenazándola con desheredarla durante los últimos años, como empeñada en perpetuar el dolor que ella había sufrido en su piel cuando sus propios padres intentaron hacer lo mismo. 

Precisamente por eso, Ruth no cabía de asombro cuando leyó el testamento en marzo y descubrió que la última voluntad de Mischi no solo contradecía aquellas lacerantes e inagotables maldiciones, sino que le concedía a su hija la parte correspondiente y le daba el poder absoluto de decisión como única albacea. El inesperado regalo póstumo supuso un alivio mayúsculo, después del último testamento que Mischi le hubo enseñado con sorna a su hija, a quien no le legaba más que una mesa y una lámpara.

Ahora está plantada frente a una vastedad epistolar abrumadora y lee y lee sin descanso. Sostiene entre las manos decenas y decenas de cartas coléricas, con batallas dilatadas entre 1952 y 2016, y las separa en dos montones. A la derecha, coloca las cartas devueltas a una insaciable Mischi que combatía por los derechos civiles de las personas negras en los años cincuenta y sesenta. Ruth había oído hablar algo del tema, pero los detalles de la feroz lucha de su madre por la calidad educativa y la vivienda digna la tienen boquiabierta. A la izquierda, acumula el enrevesado laberinto epistolar con los esfuerzos de Mischi durante siete décadas por recuperar los negocios familiares, los inmuebles, las obras de arte, por los que consiguió cuatro duros de acá y acullá. A los ochenta y ocho años, después de toda una vida, logró que la indemnizaran por aquello del Holocausto con una suculenta suma que le mostró las comodidades de tener dinero. A este galimatías se suman misivas entre Mischi y una docena de abogados en su pugna eterna por que sus padres no la dejaran en la miseria. Ruth siempre se ha preguntado qué los llevó a intentar desheredarla con tantísimo fervor —algo ilegal en la legislación alemana, según lo que acabó por descubrir Mischi—, porque, según la correspondencia que se despliega ante sus ojos, siempre se preocuparon por su hija.

Hace tan solo un rato ha leído una carta de 1944, en que la doctora Hilde Lion —fundadora de Stoatley Rough, el internado inglés para jovencísimos refugiados alemanes donde Mischi pasó los años del conflicto bélico— les asegura a Lily y Hermann Matthiessen que a su hija le encanta recibir noticias y fotos suyas, que no tienen que preocuparse por ninguna falta de cariño y que es alta, guapa, práctica y organizada.

Encuentra un diario de Mischi. Lo lee por encima, saltándose fragmentos, hasta que llega a una entrada de 1959 en la que, agotada por el mal de amores, contempla el suicidio. Lo primero que sobrecoge a Ruth es el amor tan fuerte que su madre sentía por su padre, eternizado en tinta hasta décadas después de que se separaran. Pero luego le hiere que, por el contrario, solo se mencione a Ruth y a su hermana, Irene, muy por encima y de refilón, como si esas niñas fueran insignificantes para ella. Su madre llevaba sin tenerla en cuenta más tiempo de lo que creía. 

Tira el diario lejos, con una rabia similar a la que sintiera ya en marzo, y mira de reojo el equipaje del Gripsholm, como diciéndose que ya ha visto todo lo que tenía que ver, que está preparada. Pero algo la frena en su interior: sabe que su madre atesoró esa maleta durante décadas. Qué absurdo: a Ruth nunca le han intimidado los objetos, pero no se siente capaz de abrirla aún; no reúne la fuerza necesaria para enfrentarse a su interior lleno de historia.

En su lugar, agarra un pequeño archivador con una etiqueta que reza «Kochrezepte», que guarda las recetas de su bisabuela Helene Dobrin, la querida abuela de Mischi asesinada en el campo de concentración de Theresienstadt, cerca de Praga. Helene y su marido Moritz abrieron varias sedes de la Dobrin Konditorei en Berlín, una pastelería y panadería de tanto éxito que incluso aparece en varias guías turísticas y obras literarias de la época. Según la leyenda familiar, Helene, que tenía mucha mano para los postres, introdujo el banana split en la capital alemana, así que Ruth acaricia las páginas de colores otoñales y se promete cocinar Schokoladencreme y Zitronen-Eis y Kastanientorte cuando regresen a California.

De pronto, del archivador cae un sobre con una pequeña inscripción: «Última carta de Helene a Lily antes de que la mandaran a Theresienstadt». Como es de esperar, la carta está en alemán, en un papel de arroz que expande las letras cursivas y las hace parecer cirílico. Ruth casi siente alivio de no poder entender el mensaje por ahora y coloca la carta junto al pasaporte verde con una gran esvástica con el que Lilly consiguió huir a Estados Unidos después de un tortuoso viaje atravesando por tierra Francia, España y Portugal durante la guerra. 

Gran parte de las relaciones familiares durante generaciones se enraiza en esas epístolas que inundan la alfombra persa, ahora unos papeles amarillentos con tinta vertida por gente que ya solo existe en esta correspondencia con mensajes que oscilan entre la futilidad y la trascendencia. Hablan de música, de literatura, de comida y de todas las esencias de la rutina, pero las cartas también sirvieron como medio para que el padre de Ruth, Stanley, le confesara su homosexualidad o para que su hermana le contara que tenía un cáncer terminal, que acabaría llevándosela con cuarenta y cinco años. Entonces, los acontecimientos, mundanos o trascendentales, venían a golpe de grafías y matasellos.

A Ruth la asedian tantas sensaciones simultáneas que se le apelotonan y no siente absolutamente nada, excepto respeto por esa maleta marrón y destartalada. Se centra más rato en las cartas: las lee deprisa, con una curiosidad tan consanguínea como histórica, y le asombran sobre todo las de la posguerra, porque Mischi es capaz de mezclar en una sola misiva y con total ligereza temas como el último libro que ha leído, tal o cual pariente asesinado en Auschwitz, lo que disfrutó viendo Los rivales en el teatro o las historias de terror que cuenta su abuelo Moritz después de sobrevivir a Theresienstadt.

Además de la retahíla de cartas de amor entre Mischi y Stanley, que se escribían incluso viviendo juntos, también hay otras entre Mischi y un noviete de los años cuarenta, un tal Hans, del que Ruth nunca había oído hablar, pero por lo visto una pieza esencial de su juventud y de su vida. Ahí se le aparece otra cara distinta de Mischi, vivaracha y románticamente lenguaraz, que le reprueba con gracia que la llame sweetheart y honey y lo achaca a la rápida adopción de los modismos estadounidenses del recién llegado Hans quizás provocada por un golpe de calor. En una misiva escrita un mes antes del fin de la Segunda Guerra Mundial, Hans recurre a palabras en alemán y al apelativo cariñoso «Mischilein», y muestra su impaciencia por que se reúna con él en Nueva York —que describe como una ciudad asombrosa y vertiginosa, además de como un lugar lleno de fruta y chocolate, al contrario que Inglaterra—. Le cuenta que se ha reunido con Lily y Hermann, ya divorciados, que también están deseando verla y que le han preguntado si su hija es alta o baja, gorda o flaca, guapa o fea y que si anda erguida o encorvada. En este momento, Ruth se da cuenta de que sí sabe quién es ese Hans: aquella figura misteriosa que convenció a los padres de Mischi de que le pagaran el pasaje para mudarse de Inglaterra a Estados Unidos.

Ruth sigue leyendo el testimonio de Hans y se queda con una frase. El muchacho asegura que, en la conversación con sus padres, no ha abierto el pico sobre los «jamones algo gordos» de Mischi. Al principio, a Ruth eso le resuena como un insulto, del todo extraño, sobre todo porque la joven Mischi estaba más bien tísica. Pero luego le resulta muy meloso, al dibujársele como una de esas bromas coquetas que las parejas comparten en secreto con intenciones eternas, pero que acaba por extinguirse. Desde luego, nunca imaginaron que la confidencialidad la romperían, setenta y cinco años después, los ojos lectores de alguien que existe gracias a que ese romance acabara por disolverse.

Después de superar todos los desafíos de una relación a distancia, ¿por qué acabó aquel romance en cuanto Mischi llegó a Nueva York? Lo más probable es que Mischi no se casara con Hans porque, para ella, aquella mudanza equivalía a empezar de cero: la joven se negaba a arrastrar la cruz de refugiada judía y se quiso desvincular de cualquiera que hubiera huido también de los nazis. Para protegerse a sí misma y rebelarse contra sus padres, prefirió desposarse con un intelectual cristiano con aspecto ario que huyó de la rusticidad de la Indiana profunda y celebrar con sus hijas Navidad en lugar de Janucá.

La lectora sobre la alfombra persa encuentra también mensajes menos importantes y más distantes, que habían caído en el pozo de la desmemoria, y la Ruth del presente mira a los ojos de la Ruth del pasado, a quien, por lo visto, también le obsesionaba la comida y J. D. Salinger y utilizaba con soltura términos freudianos para describir sus sentimientos a la edad de nueve años. Pero lo que más le sorprende es leer cómo su madre y ella bromeaban y se hablaban con cariño, algo que la transporta a los primeros veinte años de su vida, cuando admiraba tanto a su madre, antes de que todo empezara a torcerse.

Para salvarse a sí misma, Ruth se agarra a un recuerdo hermoso que ha resistido el paso del tiempo: las dotes culinarias de Mischi. Abre el congelador, donde le está esperando el último bocado maternal: Mischi cocinó para la pasada pascua judía una sopa, que todavía sabe a gloria meses después.

Una vez reconciliada por el abrazo culinario, Ruth vuelve a la alfombra persa y agarra unas cuantas carpetas. Tenía a Mischi por una escritora en ciernes, pero ahora se encuentra ante sus complejos poemas y una prosa que atrajo el interés de varios editores. ¿Cómo pudo ocultarle todo eso a su hija? Hay una carta de rechazo de una tal Annie Laurie Williams, que no quiere publicar un relato de Mischi, Éxodo, y, sin embargo, muestra un gran interés por la novela que tiene en el horno.

Ruth lee la primera frase de la novela, sin título aparente —«Cuando los Jackson celebraban sus fiestas habituales en las noches de los sábados, Harriet Jackson se sometía a una total metamorfosis»— y cae en esa trampa lectora de preguntarse si esa tal Harriet sería un alter ego de la presumida de su madre. Hojea los papeles y salta de página en página hasta llegar al suicidio de Harriet y de nuevo le atormenta la actitud de Mischi.

Se da media vuelta y aparecen ante ella todas fotos llenas de gente pretérita, que, en lugar de apenarla, le hacen sentir de golpe una enorme gratitud por este tiempo de pausa mundial. A pesar de haberse sumido en ese umbral de disociación, confusión e incertidumbre que vienen de la mano de la parca, ha podido resguardarse en el silencio, el aislamiento y la ausencia de distracciones, los ingredientes perfectos para un bálsamo magnánimo, de los cuales habría carecido en circunstancias normales, pues en la cultura estadounidense hay que superarlo todo de un día para otro, y el duelo no tiene cabida.

En su conjunto, toda esa montonera de documentos inunda a Ruth de una simpatía, compasión y apreciación que no recuerda haber sentido jamás por su madre. Desde la perspectiva del tiempo, solidificado sobre la alfombra persa de ese apartamento en Queens, su madre se ha convertido en un personaje literario de múltiples nombres (Marion, Mischi, Mischilein), en un espectro con una vida fascinante que su hija desconocía casi por completo. Le parece que ese retrato post-mortem derrocha inteligencia, sentido del humor y sensibilidad y Ruth le perdona a su madre todos los años de amenazas, sinsentidos y negatividad.

Ahora sí cree estar preparada emocionalmente para abrir la maleta. Ruth la coloca junto al ventanal para verlo todo con la mayor claridad y, aunque no sea muy de hacer fotos, saca un par para el recuerdo, por el miedo que le da que se le deshaga en las manos. Se limpia las gafas, respira hondo, se sonríe y se anima a abrir el equipaje del Gripsholm, sabiéndose preparada para aceptar cualquier recuerdo o descubrimiento doloroso. La Historia la está mirando de frente, y se siente poderosa ante ese equipaje en que su madre cargó sueños y suspiros en un largo trayecto en barco desde Liverpool a Nueva York. Durante unos instantes, Ruth no puede creer lo que contiene ese objeto valiosísimo que su madre lleva décadas atesorando; y le da un ataque de risa cuando por fin procesa el hecho de que la maleta esté llena de las decoraciones navideñas más horteras que ha visto en su vida.

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Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Diatribe

[Leer cuento en español]

By now, the odor of abandon and decaying food has almost dissipated from Mischi’s apartment in Queens. She has been paying rent for a vacant apartment since her death, and now Ruth and her son, Mark, have come all the way from California to dust it off, to expel the mustiness, to empty it of history and the tangible void of the last few months so that it can be returned to its owner. 

Everything has remained in disarray since the beginning of March, because when the sudden news of her mother’s death sent Ruth rushing to New York, she took care of only the barest necessities, confident that she would be back within a couple of weeks to arrange everything properly. It had never crossed her mind that five months of purgatory would pass before her return. Yes, the virus was filling the news even then, and New York was already giving hints that it would become one of the world’s epicenters, but it still seemed like a distant, foreign scourge, not quite real. Collecting the ashes from Staten Island, she faced the same views of the Statue of Liberty that had greeted her mother arriving on these alien shores. Her curiosity aroused by a church she’d never noticed before, she entered on a whim, and the remains started to writhe within their urn, because it seemed Mischi’s repulsion to Christianity survived even incineration. Back at the apartment, she recited the Kaddish, the prayer of the dead, with a minyan formed of the hodgepodge of nonagenarians and former employees Mischi hadn’t been nasty enough to drive away permanently. She ended up kissing and hugging these near-strangers as if everyone had forgotten that in these times, death lurked in every breath.

Ruth performed these obligations by ritualistic instinct, relief growing as she closed out this chapter of her life so full of fighting and anger. Eager to be done and feeling slightly dazed, she threw things away with abandon, emptying the apartment as quickly as possible. Later, when she realized that in her cleansing frenzy, she’d thrown away all the death certificates she’d just paid for, she allowed the thought to cross her mind that maybe her anger hadn’t yet been completely surmounted. The one thing she kept without a second thought was the suitcase that Mischi brought on the Gripsholm, the Swedish ship that carried her to a new life in New York. In March, Ruth set this luggage in a corner and there it remains, oblivious to the march of history and the absence of Mischi. She still doesn’t feel ready to face whatever’s inside that shabby and enigmatic suitcase and has been postponing opening it all week long, knowing the memories it holds might shatter her.

Perhaps she’ll open it today, taking advantage of being on her own, since Mark set off for a Saturday in Manhattan and shows no signs of returning. Both mother and son deserve a break today, after a frenzied week trying to dispose of the seemingly inexhaustible stores of books, documents, tchotchkes, furniture, clothing, medical equipment, and now-obscure devices that accumulate over more than half a century of a life in the same apartment. Who’d have thought giving valuable items away could prove so difficult? Ruth has enjoyed strengthening her relationship with Mark over these days, but now she is lured by the idea of solitude, which seems to her like a chance for the long-awaited closure to the mourning that has clouded her since spring. She will say goodbye for the last time to that apartment where she spent most of her childhood and adolescence with her parents and sister, all of whom, it hits her, now exist only as memories, many staged within these four walls.

Mischi made her exit at the right time; how awful it would have been for her to live through the pandemic. And what would Ruth have done? Expose herself repeatedly to the menacing, panting crowds of airports or just move in with her mother? Both options sound potentially deadly, and just the thought sends a chill down her spine. Fortunately, Mischi died exactly as she wished — at home, suddenly, painlessly, after a long life, able to claim moral victory over the cancer the doctors had said would kill her in three months all the way back in early 2017. This defiance of death was almost to be expected, because by the age of eleven, she was already a reluctant expert on the necessities of survival, leaving behind all friends and family to escape to England on one of the first trains of the Kindertransport. But a week before she’d died, she announced on a phone call with Ruth that she was more than ready to leave this world behind too, and she finally did so at the age of ninety-two.

Over these days that mother and son have been confined to the apartment in Queens, they have erected a giant, chaotic pyramid on the Persian rug out of every document that exudes the slightest whiff of interest, and Ruth’s goal for today is to do a thorough winnowing.

She is eager to plunge into the maelstrom of paper because the written words are stitching up a wound that has gaped open for decades. For some unknowable reason, Mischi spent more than thirty years bad-mouthing her as greedy and conniving, even threatening to disinherit her in later years, as if determined to perpetuate the pain she had suffered when her own father did the same to her.

Hence, Ruth was astonished when she read the will in March and discovered that Mischi’s last testament contradicted those lacerating, inexhaustible curses, not only granting her daughter her rightful share of the estate but giving her absolute power as the sole executor. This unanticipated posthumous gift was a tremendous emotional reprieve, a far cry from the single table and lamp granted to Ruth in an earlier will tauntingly shown to her by her mother. 

Now she sits before an overwhelming epistolary expanse and reads and reads without respite. Through her hands pass dozens and dozens of angry letters from forgotten battles that took place between 1952 and 2016, and she separates them into two piles. On the right, she places the letters returned to Mischi which trace her fierce advocacy for Black civil rights in the 1950s and 1960s. She had already known the broad details of her mother’s education campaigning, but the deep commitment to fair housing was all new to her. On the left, she puts the Byzantine labyrinth of correspondence relating to her attempts to recover the family businesses, real estate, and works of art, in a struggle that spanned seven decades, with restitution of pennies on the dollar granted in spurts and dribbles. At the age of eighty-eight, her life already behind her, she received a tidy sum from the German government that allowed her, in her 90s, to finally discover the pleasure of spending money. Inextricably intertwined with this saga is her ultimately futile fight to recover her rightful share of her parents’ estate, traced in drifts of letters from a dozen different lawyers. Ruth has always wondered what led them to disinherit her — an impossibility in German law, as Mischi later discovered — because, from the correspondence she comes across, it seems they never stopped caring for their daughter.

Just minutes ago, she discovered a letter from 1944, in which Dr. Hilde Lion — founder of Stoatley Rough, the English boarding school for German refugee children where Mischi spent the war years— assures Lily and Hermann Matthiessen that their daughter loves to receive news and photos of them, that they don’t have to worry about any lack of affection, and that she is a good-looking, tall girl, very practical, and “quite capable to organise.”

She finds a diary of Mischi’s which she skims through, skipping whole sections, until she comes across a 1959 entry in which, exhausted and lovesick, Mischi contemplates suicide. Ruth’s first overwhelming impression is how much her mother truly loved her father, and the letters she’s found demonstrate that this endured until the end, even decades after their separation. But she can’t help the nagging realization that, conversely, Ruth and her sister, Irene, are mentioned only in passing, as if they were irrelevant to this decision… her mother has been ignoring her for even longer than she thought.

She tosses the journal away in a moment of ire, and peers out of the corner of her eye at the Gripsholm luggage, as if now she has seen everything she needed to, she is ready. But something is still holding her back: she knows her mother treasured that suitcase for decades. It’s ridiculous, because Ruth has never felt intimidated by objects, but she cannot open it yet; she does not feel strong enough to face its contents, maybe because of the weight of history. 

Instead, she grabs a small file cabinet labeled “Kochrezepte” that proves to hold the recipes of her great-grandmother Helene Dobrin, Mischi’s beloved grandmother who was killed in Theresienstadt, the concentration camp near Prague. Helene and her husband Moritz founded the Dobrin Konditoreien, which quickly grew to many branches across the ritziest neighborhoods of Berlin, so successful that it became a fixture in guidebooks and even literature of the epoch. Family legend has it that Helene introduced the banana split to the German capital, and she was unquestionably a savant with desserts, so Ruth strokes the autumnal pages and vows to cook Schokoladencreme and Zitronen-Eis and Kastanientorte when they return to California.

Suddenly, an envelope with a small note pinned to it drops from the file cabinet: “Last letter from Helene to Lily before she was sent to Theresienstadt.” The ink is still crystal clear, as if written yesterday, but it is in German, the precise, old-fashioned cursive on the pristine onionskin so elongated that it resembles Cyrillic. Ruth is almost relieved that the message is indecipherable for now, and she places the letter next to the green passport with a large swastika that Lily used to flee to the United States via a tortuous journey overland through wartime France, Spain, and Portugal.

Generations of a family reside in these epistles flooding the Persian rug, yellowing papers with ink spilled in love and anger and confession by people who now must be conjured out of this correspondence that oscillates between futility and transcendence. They speak of music, literature, food and all the routines of a life, but the letters also served as a means for Ruth’s father, Stanley, to reveal his homosexuality, and for her sister to tell her that she has terminal cancer, shortly before her death at the age of forty-five. At this remove in time, there is indeed a curious flattening in which the mundane has become as important as the momentous. 

Ruth is besieged by so many simultaneous sensations that no single emotion can break through, and she feels absolutely nothing except dread of that brown, battered suitcase. She focuses again on the letters: she reads them quickly, with a curiosity that is both historical and familial, and she is especially amazed by those from the post-war period, how in a single letter, Mischi is able to casually mix book recommendations with news of relatives killed in Auschwitz, and the pleasure of a night at the theater seeing The Rivals with the the horror stories of her grandfather Moritz about surviving Theresienstadt.

Among the countless letters between Mischi and Stanley, who couldn’t resist painting their love in ink even when living under the same roof, Ruth stumbles upon love letters to Mischi from a boyfriend in the 1940s, Hans, never mentioned by her mother in 70 years, yet apparently a key figure of her youth, and of her life. There, another side of Mischi appears, vivacious, chattily romantic, reproving him lightly for calling her “sweetheart” and “honey,” blaming pernicious American influence on newly-arrived Hans or perhaps a heat wave addling his mind. In a letter written a month before the end of World War II, Hans resorts to German words and uses the affectionate nickname “Mischilein,” expressing his impatience to be reunited with her in New York, which he describes as an amazing and dizzying city, as well as a place full of fruit and chocolate, so unlike England. He tells her that he has met with Lily and Hermann who, after so many years of separation from their daughter, are forced to ask this stranger whether she is tall or short, fat or thin, beautiful or ugly, straight or hunched. And Ruth suddenly makes a connection in her mind and realizes that this Hans is the same person as that mysterious figure who finally convinced Mischi’s parents to bring her over from England and reunite her with them.

A curious and slightly jarring phrase jumps out at her. Hans assures Mischi that he has not said a word to her parents about her “slightly fat hams”. At first it seems vaguely insulting, especially since Mischi was always rather skinny, if anything, in her youth, but then she sees its sweetness. This is clearly the inside joke of a playful young couple (likely born in the awkward transition from Germanophone to Anglophone), repeatedly endlessly by flirtatious lovers who see a lifetime before them, until suddenly it is never repeated again. It was never intended to be seen, seventy-five years later, by the prying eyes of someone who exists only thanks to the disintegration of that romance.

After surviving all the stresses of a year apart, why did their love collapse so quickly once Mischi rejoined him in New York? Perhaps she didn’t marry Hans because for her, New York was always supposed to be a blank slate. She fervently refused to play the role of the pitiable Jewish refugee and strove to disassociate herself from anyone else who had escaped the Nazis. Driven by an instinct for self-protection and rebelliousness against her family, she preferred to marry the most Aryan-looking man she met, an intellectual Christian from rural Indiana, and to celebrate Christmas with her daughters instead of Hanukkah.

The explorer on the Persian rug also comes across less exciting but less distant messages, fallen into the oblivion of forgetfulness, and the Ruth of the present stares into the eyes of the Ruth of the past, who, apparently, was already obsessed with food and J. D. Salinger and casually bandying about Freudian terms to describe her feelings at the age of nine. But what surprises her most is to read how she and her mother joked with each other and talked to each other with love, and it brings her back to the first 20 years of her life, when she had admired her mother so much, before everything soured.

Mischi’s cooking is one bright memory Ruth has always been able to cling to. She opens the freezer, where the last taste of her mother awaits her, and the soup that Mischi froze the previous Passover still tastes like youth and life all these months later.

After this culinary reconciliation, Ruth returns to the fray and grabs a few more folders. She knew Mischi always had some aspirations as a writer, but she had no idea how complex her poetry was, or that she had gotten interest from publishers about short stories and even a novel. How could she have hidden this part of her life from her daughter? She finds a rejection letter from an Annie Laurie Williams, who regrets being unable to publish Mischi’s story, Exodus, but expresses great interest in her upcoming novel.

Ruth reads the first sentence of the novel, apparently untitled — “When the Jacksons did their customary entertaining on Saturday nights, Harriet Jackson underwent a complete metamorphosis” — and falls into the reader’s trap of wondering if Harriet is an alter ego of her mother. She leafs through the sheets and jumps from page to page until she reaches Harriet’s suicide, and she is stung once again by Mischi’s attitude.

She turns around and sees only photos full of inhabitants of the past which, instead of saddening her, suddenly make her feel an enormous gratitude for this world-wide caesura. Plunged by Death into dissociation, confusion and uncertainty, she has been able to take refuge in silence, isolation and freedom from distractions, the perfect ingredients for a generous balm, all of which she would have lacked under normal circumstances, since in American culture everything must be overcome from one day to the next, because it holds no place for mourning.

Seen as a unified story, the pile of documents floods Ruth with sympathy, compassion and appreciation. With the safety and perspective of time, reified on the Persian carpet of that apartment in Queens, her mother has been transformed into a literary character with multiple names — Marion, Mischi, Mischilein, — a stranger with a fascinating life that her daughter was often barely aware of. It seems to her that this post-mortem portrait exudes intelligence, humor and sensitivity, and Ruth forgives her mother all the years of threats and negativity.

Now she feels emotionally ready to face the suitcase. Ruth carries it next to the window to illuminate it clearly and, even though she’s not normally one for photos, she snaps a couple as a memento, because she’s afraid the valise will crumble in her hands. She wipes off her glasses, takes a deep breath, smiles, and steels herself to open the case, knowing she can take any painful memory or discovery. She has History before her eyes and feels powerful confronting that suitcase which bore her mother’s dreams and sighs on the long boat ride from Liverpool to New York and the unknown. For a second after it falls open, Ruth’s brain can’t process what’s before her eyes, and then she giggles helplessly as she realizes the case is filled entirely with the tackiest Christmas decorations she’s ever seen.

{Translated by Adam Lischinsky}

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Love in the Time of Coronavirus,
by Patricia Martín Rivas.

Love in the Time of Coronavirus
San Francisco

San Francisco de la mano de Mark Twain

Introducción: Qué ver en San Francisco

¡Oh, San Francisco, mi paraíso! Una ciudad siempre animada, con tantas opciones de ocio. De hecho, yo fui muy feliz escribiendo en el periódico local sobre qué se cocía en esta urbe. ¡Qué tiempos! En San Francisco me trataron mejor de lo que merecía. Yo, Mark Twain, un mero sureño estadounidense, me llevé el mejor trato en este estado recién adherido al país. Hoy en día mis obras son de lectura obligatoria en todos los institutos de Estados Unidos, pero fue aquí precisamente donde comencé a hacerme famoso. Las gentes de orígenes tan diversos y los fuertes terremotos han configurado la estética de la ciudad, con una gran influencia de la arquitectura victoriana. Eso sí, yo hice más por San Francisco que cualquiera de sus otros residentes: ¡tanto será que la población se incrementó en 300.000 habitantes al poco tiempo de marcharme! La ciudad de la niebla, San Fran, Frisco… como quiera que la llamemos, es un lugar en el que todo el mundo quiere vivir grandes experiencias. ¿Vamos a dar un paseo?

1.-  Fisherman’s Wharf

Me encanta empezar nuestro paseo en el puerto de Fisherman’s Wharf, porque llegué a San Francisco en barco de vapor más de una vez. En el siglo XIX, en plena Fiebre del Oro californiana, muchos hombres llegaban de todo el país para enriquecerse. Qué digo todo el país, ¡de todo el mundo! Muchos pescadores italianos y chinos aprovecharon el crecimiento de la ciudad para ofrecer sus mercancías a los hambrientos trabajadores. Desgraciadamente, los edificios originales fueron destruidos en el famoso terremoto e incendio de 1906, que asoló la ciudad. La arquitectura actual es una mezcla de escombros y materiales nuevos, que se utilizaron para reconstruir el puerto. Desde aquí podemos ver dos de las atracciones más populares de San Francisco. ¡Si nos deja la característica niebla del lugar, claro! Al mirar al oeste, se ve el puente Golden Gate, el símbolo de la ciudad. Y hacia el norte se vislumbra la isla de Alcatraz, con su infame prisión, cerrada en 1963 y que ahora es un museo que se puede visitar a través de un agradable paseo en barco.

2.-  PIER 39

Hay que ver lo que sopla el viento aquí. ¡No se puede venir con ropa de verano! Desde luego, el invierno más frío que he pasado es un verano en San Francisco. Aunque hay temporada de lluvias, las temperaturas cambian poquísimo a lo largo del año: hay que dormir con un par de mantas finas tanto en verano como en invierno, sin necesidad de mosquitera. Ni siquiera hay que estar pendiente de la predicción del tiempo: basta con mirar un almanaque para saber qué día hará, pues la variación de un año a otro es prácticamente nula. Supongo que hay gente a la que le gustará este clima, pero a mí me parece muy monótono, la verdad. ¡Juro que rezaba por que hubiera algún relámpago de vez en cuando! A pesar del viento, este puerto sigue siendo muy popular hoy en día. Creo que tienen mucho que ver los simpáticos leones marinos, que viven desde 1989 en esos antiguos muelles de embarcaciones. ¡Cómo disfrutan de la brisa! ¡Y qué ruidos hacen! Son más divertidos que muchos humanos que conozco. Este lugar es perfecto para disfrutar de marisco fresco, comprar suvenires y realizar varias actividades con niños, como ir al acuario.

3.-  Musée Mécanique y USS Pampanito

Ya no quedan máquinas como estas; ¡qué divertido es este lugar! El Musée Mécanique es una colección privada con máquinas antiguas de videojuegos, de música y hasta de adivinar el futuro y la fortuna en el amor. Es tan ridículo como divertido. Por muy viejas que parezcan, aún se puede jugar. ¡La diversión está asegurada por un par de peniques! Seguro que tanto mayores como niños estarán encantados. También lo estarán con el USS Pampanito, un submarino que se encuentra atracado justo al salir por el otro lado del museo. Se trata de una embarcación utilizada en seis patrullas de la Segunda Guerra Mundial y que ahora es una atracción turística. Aunque dé un poco de claustrofobia, merece la pena visitar el submarino. Cuenta con una sala de radio, cuarenta y ocho literas y muchas cosas más. ¡Es increíble! Me da mucha pena que el ingenio humano se use tan a menudo para promover la guerra y no la paz.

4.-  El gran terremoto de 1906

Recuerdo a la perfección mi primer terremoto, aquí en San Francisco. Era una tarde apacible de domingo, las calles estaban vacías y de pronto todo comenzó a temblar. El suelo se movía como las olas del mar, de un modo violento, y vi cómo los edificios empezaban a derribarse. He de confesar que la sensación me pareció única y que lo disfruté mucho. Claro que en el gran terremoto, acontecido el 18 de abril de 1906, habría tenido mucho más miedo. Al fuerte terremoto le siguieron tres días de incendios por todo San Francisco, lo que destruyó casi por completo la ciudad, y murieron centenares de personas. Fue una barbaridad. Eso sí, la ciudad supo resurgir de sus cenizas, y a una velocidad de infarto. Se ayudó a las familias sin hogar, dándoles refugio, comida y tabaco. En unas pocas semanas, los modernos tranvías circulaban por las calles. En tres años, se erigieron unos 20.000 edificios, que conforman la actual ciudad, con una arquitectura que mezcla la estética victoriana y la moderna, con predominación de la madera y el ladrillo.

5.-  Calle Lombard

La sinuosa calle Lombard es una de las más famosas del mundo. ¡Y con razón! Decenas de turistas la visitan cada día para hacerse fotos con la calle de fondo. Tiene ocho curvas cerradas en solo 400 metros. Yo no llegué a conocerla, pero me habría encantado bajar por esta calle en automóvil o en bicicleta, rodando sobre su preciosa calzada roja rodeada de plantas florales y casas de estilo victoriano. La razón de su construcción repleta de curvas fue hacer que los peatones pudieran caminar por una calle tan sumamente empinada de un modo seguro. Y, además, se consiguió hacer de un modo muy estético. Aunque parezca mentira, hay calles aún más inclinadas. Y es que parte de la personalidad de San Francisco se debe a sus colinas. Son preciosas, sí, pero aquí hay que estar en forma o contar con un buen carruaje.

6.-  El barrio italiano

La avenida Columbus, que se extiende a un lado de donde estamos, le debe su nombre a uno de los italianos más famosos de la historia: Cristóbal Colón. Un gran número de inmigrantes italianos se instalaron aquí después del gran terremoto, con lo que la zona se convirtió en un pequeño barrio italiano. De hecho, contemplamos ahora la iglesia neogótica de San Pedro y San Pablo, también conocida como la catedral italiana del oeste. Más allá de la iglesia se puede ver la torre Coit, desde donde hay unas vistas preciosas de la ciudad. Hoy en día, la población italiana en esta zona es más bien anecdótica, pero aún se pueden disfrutar pizzas, capuchinos y pasta de gran calidad. Durante los años 50 del siglo pasado, por cierto, los revolucionarios escritores de la generación beat se reunían en los cafés de la zona. No me extraña que les atrajera tanto San Francisco. Sin duda, ¡es una ciudad muy inspiradora!

7.-  Pirámide Transamérica

Cuando se terminó su construcción en 1972, la Pirámide Transamérica se convirtió en el octavo edificio más alto del mundo. Hoy en día, es el rascacielos más emblemático de la ciudad. Mide 260 metros y tiene 48 pisos, ¡en mi época no había edificios tan altos! Se construyó teniendo en cuenta la peligrosidad sísmica de la ciudad, con un sistema que demostró su eficacia durante el terremoto de Loma Prieta, en 1989, cuando no sufrió ningún daño. Se encuentra en el Distrito Financiero de San Francisco, donde se concentran decenas y decenas de empresas, bancos, bufetes de abogados y otros negocios. Cuando California pertenecía a España y después a México, el Distrito Financiero se llamaba Yerba Buena y servía como puerto. En 1846, Estados Unidos ganó el territorio en la llamada Batalla de Yerba Buena sin que se disparara ni una sola bala y sin bajas ni muertos.

8.-  Edificio de ferries

De estilo neorrenacentista, el edificio de ferries es uno de los símbolos principales de la ciudad. Su gran torre con un reloj está inspirada en la Giralda de Sevilla y las arcadas, en el acueducto de Roma. Desde que abriera sus puertas en 1898, el edificio de ferries de San Francisco se convirtió durante décadas en la puerta de entrada de forasteros nacionales e internacionales, que llegaban en tren y en barco. Antiguamente había un puente peatonal delante del edificio, pero se desmontó en un intento desesperado de conseguir metal para armamento durante la Segunda Guerra Mundial. Gracias a su estructura de acero, resistió los dos grandes terremotos que asolaron la ciudad. Desde 2003, el edificio renovado ofrece comidas gourmet, un mercado de agricultores varios días a la semana y terrazas con unas preciosas vistas a la bahía. Es un espacio ciertamente encantador.

9.-  Calle Market

La calle Market tiene casi cinco kilómetros y va desde el edificio de ferries hasta las colinas de Twin Peaks, desde donde se puede disfrutar de unas vistas espectaculares de la ciudad. La calle Market es la arteria de la ciudad desde que se diseñó en el siglo XIX. Antaño, la calle estaba plagada de carruajes y tranvías, pero a partir de la década de los 60 del siglo pasado, se modernizó con el metro y los rascacielos. Mi hogar estaba por aquí, de hecho: a solo una manzana, subiendo por la calle Montgomery. Se trataba de un hotel de lujo, el Occidental, el mejor de la ciudad, que desgraciadamente fue destruido por completo en el terremoto de 1906. La revista literaria semanal The Golden Era tenía su sede aquí, por lo que el hotel atrajo a muchos escritores e intelectuales. Ya entonces esta zona me parecía un lugar de prisas y jaleo, y ruido… y confusión. ¡Veo que no ha cambiado mucho!

10.-  El barrio chino

El Chinatown de San Francisco es el barrio chino más antiguo de Estados Unidos y también es el que cuenta con la mayor población china fuera de Asia. Se trata de una comunidad con centros culturales, hospitales, servicios en mandarín y cantonés y celebraciones diversas, como el año nuevo chino. Recibe más turistas incluso que el Golden Gate. Los visitantes podrán sentirse como en una ciudad china, disfrutar de la comida más auténtica y comprar objetos de recuerdo. Cuando yo vivía aquí, en los años 60 del siglo XIX, me encolerizaba ver su situación, por lo que aproveché que escribía en un periódico local para denunciarlo. Y es que, para abaratar los costes de la construcción del ferrocarril transcontinental, contrataron a más de 10.000 trabajadores de China, que vivían en condiciones deleznables. Pero ¡ahora es maravilloso! Después del gran terremoto, los mandatarios quisieron reubicar a los ciudadanos chinos en las afueras. Sin embargo, la comunidad les plantó cara y consiguieron quedarse, aprovechando para construir edificios con una estética más china, como varias pagodas, un tipo de templo budista. Aquí tenemos la famosa Puerta del Dragón, la bonita entrada al barrio chino

11.-  Museo de arte moderno

San Francisco cuenta con muy buenas colecciones de arte. Una de las más destacadas es la del museo de arte moderno, conocido como el SFMOMA. El museo se inauguró en 1935 en otra calle y se trasladó aquí sesenta años después. Tras su cierre temporal durante tres años, en 2016 reabrió sus puertas con un aspecto renovado gracias a una expansión arquitectónica. Cuenta con una colección internacional de más de 30.000 obras de arte de los siglos XX y XXI, y se trata de un museo interactivo y muy innovador. De hecho, fue uno de los primeros museos en otorgarle a la fotografía el estatus de arte. Con obras de artistas como Kahlo, Warhol o Pollock, merece la pena visitarlo, desde luego. En mi época el arte no era tan diverso (ni tan raro). ¡Me resulta asombrosa la creatividad humana! También merecen una visita el museo judío y el centro de artes Yerba Buena, ambos a la vuelta de la esquina, en la calle Mission.

12.-  Plaza Unión

Esta plaza recibe su nombre en honor a los mítines en apoyo al Ejército de la Unión durante la guerra civil estadounidense. Este ejército, liderado por Abraham Lincoln,  fue el vencedor de la guerra. Pertenecía a los estados del norte, que defendían la unidad de todos los estados y tenían ideas más liberales, como la abolición de la esclavitud. Aunque yo estaba de acuerdo con estos valores, tuve que luchar en el otro bando, con el ejército de los Estados Confederados durante un aterrador segundo. Afortunadamente para la literatura universal, sobreviví. La columna que hay en medio de la plaza está dedicada al almirante George Dewey, una de las figuras principales de la inmediatamente posterior Guerra hispano-estadounidense.

Además, en las cuatro esquinas de la plaza hay esculturas de corazones, cuyos dibujos van cambiando regularmente, y que sirven para recaudar fondos destinados al hospital principal de la ciudad. Esta zona es ideal para los amantes de las compras y del lujo.

13.-  Tranvías en Powell y Market

¡Ahora sí que me parece que estoy en el San Francisco de mis tiempos! Aquí acaba y empieza la ruta de los tranvías y se ha mantenido el antiguo mecanismo para cambiar el sentido de la marcha. Así, cuando un tranvía llega a este punto, queda encajado en una plataforma circular giratoria y varios trabajadores le dan la vuelta empujándolo. El espectáculo desde luego es único: se trata del último lugar en el mundo en que se sigue manteniendo este sistema manual. ¡Me parece increíble! ¡Qué preciosidad! Aquí mismo se puede subir al tranvía para ir hacia el norte de la ciudad. El sistema de tranvías de San Francisco se inauguró en 1878 con veintitrés líneas, de las cuales solo quedan tres hoy en día. Aunque una parte de la población local aún lo utiliza, es un medio de transporte que sigue vivo gracias a los turistas. Y, a decir verdad, viene a las mil maravillas para moverse por esta ciudad tan llena de cuestas.

14.-  Biblioteca pública de San Francisco

En la biblioteca pública de San Francisco, tuve la oportunidad de leer unos cuantos libros fascinantes de mi estilo: humor inteligente. Fue en esta ciudad donde se me ocurrió realizar lecturas públicas de mis textos. A pesar de que mis amigos opinaron que nadie acudiría a verme leer, un editor me recomendó realizar un evento literario en la casa más grande de la ciudad y cobrar un dólar por la entrada. ¡Fue todo un éxito! Comencé a exhibir mis vestiduras por los sitios con más clase de la ciudad. La biblioteca a la que yo iba estaba en otro lugar, pero se destruyó en el terremoto de 1906, con una pérdida del 80% de las obras. Entonces se trasladó al edificio que justo vemos ahora al otro lado de la calle, pero que sufrió daños en el terremoto de 1989, y se reconstruyó como museo de arte asiático. Esto nos lleva a la biblioteca actual, esta, construida entre 1993 y 1995 al puro estilo Beaux Arts, con una fachada de granito blanco y una original claraboya en su luminoso interior.

15.-  Ayuntamiento de San Francisco

Como tantos otros edificios, el antiguo Ayuntamiento quedó totalmente destruido en el terremoto de 1906. El nuevo se construyó en estilo Beaux Arts, con una estructura de metal y una cúpula de unos 94 metros de altura. El interior está diseñado con elegancia y cuenta con elementos como bóvedas y columnatas. En la entrada, hay una estatua dedicada a Harvey Milk, primer hombre abiertamente homosexual en ser elegido para ocupar un cargo público en Estados Unidos y que fue asesinado aquí mismo en 1978. El arquitecto principal, Arthur Brown, Jr., también diseñó los edificios de la ópera, los veteranos y la torre Coit, entre otros. La construcción del Ayuntamiento nuevo se terminó justo a tiempo para la Exposición Universal de San Francisco, en 1915. Con esta exposición se quiso celebrar la inauguración del canal de Panamá, y además sirvió como excusa para demostrar la ágil capacidad de recuperación de la ciudad después del devastador terremoto. Hoy en día solo queda uno de los edificios construidos expresamente para la exposición, el Palacio de Bellas Artes, en el distrito de la Marina.

16.-  Ciudad multicultural

En esta zona hay varios edificios dedicados a la música, como la ópera, la filarmónica o el centro de jazz. ¡Mis ignorantes oídos disfrutaron de un sinfín de conciertos durante mi estancia! Hay opciones para todos los gustos, ya que nos encontramos en una ciudad con gentes de diversos orígenes. La mayor oleada de migración se dio a raíz del hallazgo de grandes cantidades de oro en California, el 24 de enero de 1848. Tan solo ocho días después, California pasó a formar parte de Estados Unidos. Al año siguiente, hubo una gran oleada de hombres toscos y barbudos y la población de San Francisco aumentó en un 2400%. La Fiebre del Oro trajo consigo tiempos de bonanza, whisky, peleas, fandangos, apuestas, testosterona y gran felicidad. La ciudad se fundó oficialmente en 1850. Ha habido desde entonces diferentes movimientos que han atraído a la gente. La oleada más reciente ha sido de trabajadores de tecnología, debido al boom empresarial en el Área de la Bahía de San Francisco. Esto ha encarecido muchísimo la ciudad y ha desplazado a la población más bohemia.

17.-  Las Damas Pintadas

Reciben el nombre de Damas Pintadas más de 48.000 casas construidas entre 1849 y 1915 en Estados Unidos. Su estilo arquitectónico inicial fue el victoriano, nacido durante el reinado de Victoria I del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda. Con inspiración en la arquitectura gótica inglesa, este movimiento se hizo popular tanto en el Reino Unido como en sus colonias. Al morir la reina en 1901, Eduardo VII del Reino Unido subió al trono. La arquitectura adoptó entonces el estilo eduardiano, inspirado en el barroco inglés y, por tanto, menos ornamentado. La Fiebre del Oro trajo opulencia a la ciudad, con inmensas casas por todo San Francisco. Las Damas Pintadas más famosas son estas, también llamadas «las Siete Hermanas», construidas entre 1892 y 1896. Originalmente, no eran tan coloridas: un artista comenzó un movimiento en los años 60 del siglo pasado para que la ciudad fuera más viva visualmente, lo que otorgó a las Damas Pintadas su aspecto actual. Desde este parque, Alamo Square, la vista de estas casas con los rascacielos de fondo es una de las más bellas y emblemáticas de San Francisco.

18.-  El movimiento hippie

«Si vas a San Francisco, recuerda llevar flores en el pelo». La canción San Francisco se convirtió en todo un himno en la década de 1960, porque representaba todo lo que estaba sucediendo en la ciudad. San Francisco se convirtió en el epicentro del movimiento contracultural, en especial esta calle, Haight, donde se mudaron unos 15.000 hippies en 1966, muchos escritores, artistas y cantantes. En 1967 se celebró el festival del Verano del Amor y más de 100.000 locuelos vinieron a la ciudad para disfrutar del ambiente que promovía valores como la paz, el amor libre, la compasión y la igualdad. Regalaban flores a la gente que pasaba, llevaban el pelo largo y ropajes de colores y tomaban alucinógenos. Cuando acabó el verano, muchos volvieron a sus estados de origen para fundar comunas y expandir el movimiento. A lo largo de esta calle aún quedan resquicios de la contracultura, con personas que mantienen el espíritu y tiendas donde se pueden comprar objetos y camisetas hippies, que no tienen ni punto de comparación con mi elegante traje blanco, todo sea dicho.

19.-  Castro

La bandera que hoy simboliza la diversidad sexual en todo el mundo se diseñó en San Francisco, considerada la ciudad más importante en cuanto a los derechos y la visibilidad del colectivo de gays y lesbianas. Una enorme bandera multicolor ondea en Castro, el barrio gay, y cuelga de muchas viviendas y negocios. En las décadas de los 60 y los 70 del siglo pasado, muchos homosexuales se mudaron al barrio y construyeron o remodelaron casas victorianas. Así, se creó un espacio seguro para el colectivo homosexual, oprimido históricamente, y esto llevó a una liberación única en el mundo, que sirvió como modelo para otras ciudades. Desde 1970, se celebra en Castro la Marcha del Orgullo de San Francisco, uno de los mayores desfiles en el mundo por la diversidad sexual. Durante más de un siglo, por cierto, el nudismo ha sido legal en San Francisco. Y aunque desde 2012 se ha restringido legalmente, esta zona sigue siendo nudista. Así que es habitual ver a gente desnuda paseando plácidamente por la calle. Conociendo esta ciudad, ¡no puedo decir que me sorprenda!

20.-  Misión de San Francisco de Asís

También conocida como Misión Dolores, la Misión de San Francisco de Asís es el edificio más antiguo de San Francisco. Entre 1769 y 1833, varios curas franciscanos españoles construyeron veintiuna misiones en todo el estado. El objetivo era evangelizar las colonias españolas, como California. La Misión de San Francisco de Asís, fundada el 29 de junio de 1776, es la séptima que se edificó. Las misiones se construían con muy pocos recursos y normalmente estaban hechas de adobe, una masa de barro y paja. Además, no había en realidad mano de obra cualificada, sino que recurrieron a nativos americanos esclavizados y entrenados expresa e improvisadamente en las tareas de construcción. Aunque con una estética sencilla, se consiguió emular el estilo arquitectónico de la época en España. Como buen ateo, yo no pisaba por estos lares, pero sé que en la propiedad hay una estatua del cura español de la época más célebre aquí, Junípero Serra, beato declarado póstumamente Apóstol de California.

21.-  Parque Dolores

San Francisco está construido sobre colinas de arena, pero… colinas de arena muy fértiles. Así, la vegetación es muy abundante. La ciudad cuenta con todo tipo de flores ciertamente excepcionales. Incluso tienen la flor más curiosa que hay, la del Espíritu Santo, que yo pensaba que solo crecía en Centroamérica. Es difícil de encontrar, ¡los californianos se pasan todo el tiempo arrancándolas! En este parque hay muchos amantes de las flores, que las llevan en el pelo, siguiendo el espíritu hippie de la ciudad. No se puede negar que el ambiente es excepcional, con toda esta juventud. En el parque Dolores se hacen picnics, se celebran conciertos y se ven unos atardeceres espectaculares. El parque está en un lugar con un gran peso histórico. Aquí vivieron los nativos americanos yelamu durante más de dos mil años hasta que los echaron los españoles, después de explotarlos para construir edificios sin pagarles ni un penique. También se alojaron en este lugar más de 1600 familias que se quedaron sin hogar a causa del terremoto y el incendio de 1906.

22.-  Edificio de las mujeres

Gracias a mi matrimonio con Olivia Langdon, conocí a abolicionistas, socialistas, ateos y activistas por la igualdad. Ella me enseñó a luchar por un mundo mejor. Esto es lo que hacen desde 1971 en el edificio de las mujeres, un espacio donde se les dan herramientas a las mujeres para mejorar sus vidas a través de la confianza en sí mismas y la fortaleza. Además, se hacen talleres y conferencias y se prestan servicios sociales. Como muchos otros edificios en el barrio de Misión, tiene un bonito mural en su fachada. El mural de MaestraPeace simboliza los logros de la mujer en la historia. Los precios de los pisos en este barrio se han incrementado muchísimo en los últimos años, debido a la llegada masiva de jóvenes. Además  de parar a disfrutar de los murales, Misión es el lugar ideal para comer o cenar. Lo más típico son los tacos, tanto por tratarse de una parte imprescindible de la gastronomía californiana, como por ser este el barrio mexicano. ¿Y qué mejor forma de acabar nuestro recorrido que llenándonos el buche?

[Guía diseñada y escrita por
Patricia Martín Rivas]

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Washington D. C. de la mano de Frederick Douglass

Introducción: Qué ver en Washington D. C.

Recorrer Washington D. C. significa viajar por los recovecos de la historia, pero a menudo la historia se suele narrar desde una sola perspectiva. Soy Frederick Douglass y nací con la condición de esclavo en 1818, con un nombre que elegí cambiarme cuando me convertí en hombre libre. También tuve que elegir que mi cumpleaños fuera el 14 de febrero, en un proceso de recuperación de la dignidad, de la cual los esclavos éramos despojados. Aprendí a leer y a escribir y, como sabía que no existe mejor arma que la cultura, eduqué a otros esclavos. Desde que conseguí escapar, luché por la igualdad, publiqué tres autobiografías, fundé periódicos, di discursos ante miles de personas y ocupé cargos públicos en Washington D. C., donde pasé los últimos veinte años de mi vida. Dame la mano y déjame hablarte desde una perspectiva histórica única sobre este maravilloso lugar, que ocupa mi corazón.

1.-  La Casa Blanca

Pennsylvania Avenue, 1600 es una de las direcciones postales más famosas del mundo, porque corresponde a la Casa Blanca, el hogar presidencial en los Estados Unidos. Así que, ¿qué mejor lugar para empezar nuestro recorrido por Washington D. C.? Inmediatamente después de la creación del distrito capital de Washington en 1790 como territorio neutral que no pertenece a ningún estado, el arquitecto irlandés James Hoban diseñó el edificio en estilo neoclásico. Todos los presidentes del país, incluido el primer presidente afroamericano, Barack Obama, han vivido en ella desde que John Adams se mudara en 1800. Los presidentes fueron incorporando a lo largo de los años muchas de sus zonas más emblemáticas, como el Ala Oeste o el Despacho Oval. Además de Casa Blanca, en mis tiempos la llamábamos de muchas formas, como palacio presidencial o mansión ejecutiva. De hecho, su nombre actual no fue adoptado oficialmente hasta 1901. Se habla a menudo de sus increíbles espacios, como sus 132 habitaciones, 35 baños, 28 chimeneas, bolera, cine, tiendas e incluso una consulta dental. Sin embargo, apuesto a que no sabes quiénes compusieron gran parte de la mano de obra. Efectivamente: esclavos negros. Sí, irónicamente la Casa Blanca está hecha con manos negras.

2.-  Manifestantes en la Casa Blanca

Algunas de las decisiones más importantes del mundo se toman en la Casa Blanca, por lo que tiene un gran protagonismo, para bien y para mal. Por ejemplo, los británicos la incendiaron durante la guerra anglo-estadounidense de 1812, por la que se disputaron algunos territorios canadienses, pero fue reconstruida ipso facto. También se convocan a menudo muchas manifestaciones frente al edificio. Llama especialmente la atención el campamento de la paz instalado de forma permanente frente al edificio, en contra del desarrollo de las armas nucleares. El activista William Thomas lo instaló en 1981 y permaneció ahí hasta su muerte, en 2009. Lo acompañaron más activistas, como la española Concepción Picciotto, que vivió en el campamento entre 1981 y 2016. Sus sucesores continúan con esta lucha, la protesta política más larga en la historia. Hay además diferentes leyendas sobre el espíritu de Abraham Lincoln vagando por la Casa Blanca, hasta tal punto que el propio Winston Churchill juró haber visto su fantasma en una visita al edificio presidencial. ¿Te importa si voy un momento a buscarlo para agradecerle que finalmente aboliera la esclavitud?

Manifestantes en la Casa Blanca

3.-  Museo Nacional de Mujeres Artistas

¡Oh, qué maravilla! ¡Un museo dedicado a valorar el trabajo de las mujeres artistas! En mi condición de defensor de los derechos de las mujeres, me quito el sombrero ante tal iniciativa. Ante el innegable abandono de las mujeres en las artes, el matrimonio Holladay se dedicó a coleccionar arte en femenino desde los años 60 del siglo pasado, pero la inauguración del Museo Nacional de Mujeres Artistas no llegaría hasta 1987. Se encuentra en el antiguo templo masónico de la ciudad, de estilo neorrenacentista. Su colección tiene un carácter interseccional, es decir, tiene en cuenta también a mujeres de grupos histórica y socialmente oprimidos. Ese mismo era mi caso: aunque mi principal foco era la opresión racial, estaba involucrado en otras luchas. De hecho, fallecí justo después de acudir a una reunión en el consejo nacional de mujeres, de un súbito ataque al corazón, el 20 de febrero de 1895. Mi multitudinario funeral se celebró en la Iglesia Episcopal Metodista Africana, a tan solo 15 minutos al norte de aquí. Pero prefiero no volver, que ¡me trae malos recuerdos!

4.-  Teatro Ford

A mí siempre me gustaron las artes; de hecho, cambié mi apellido por el de Douglass en alusión al protagonista de La dama del lago, célebre poema de Walter Scott. Cuando vivía en Washington D. C., me gustaba acudir a este famoso teatro. Se construyó en 1833 y cumplió la función de iglesia hasta 1861, momento en que el director de escena John Ford lo compró y lo transformó en el teatro que ahora es. Sin embargo, el principal motivo de su fama fueron los tristes acontecimientos ocurridos el 14 de abril de 1865. Aquella noche, el por aquel entonces presidente de los Estados Unidos Abraham Lincoln y su esposa, Mary, acudieron a ver la obra Nuestro primo americano. En un acto de venganza y de cobardía, justo después de la victoria de los estados del norte en la Guerra de Secesión, el actor John Wilkes Booth, simpatizante de los estados del sur, asesinó a Lincoln de un tiro en la cabeza. Dicen que el despiadado asesino gritó en latín «Sic semper tyrannis», es decir, «así siempre a los tiranos», las palabras que Bruto le dedicó a Julio César cuando lo mató. Sea verdad o no, desde luego resulta muy teatral.

5.-  Explanada Nacional

Estar aquí y observar lo que nos rodea implica mirar a la Historia a los ojos. Este parque nacional entre el Capitolio y el río Potomac es el más visitado en los Estados Unidos. A finales del siglo XVIII, George Washington contrató al ingeniero francés Pierre Charles L’Enfant para que lo diseñara, pero su construcción no se llevó a cabo hasta principios del XX. Por un lado, este parque presenta infinidad de monumentos, que nos transportan al pasado y nos brindan esperanza. Por otro, este es un lugar de reunión de las masas bien enfurecidas, bien hermanadas. Por el suelo que pisamos ha habido desde grandes manifestaciones por el cambio del statu quo, como la Marcha por el trabajo y la libertad en el verano de 1963, o la Marcha de las mujeres a principios de 2017, hasta celebraciones por los logros históricos, como la primera investidura de Barack Obama en enero de 2009. ¡Un presidente negro en los Estados Unidos! Qué pena no haber vivido para verlo.

Explanada Nacional

6.-  El Capitolio

El Capitolio, que alberga el congreso estadounidense, se empezó a construir en 1793, no mucho después de la Declaración de Independencia con respecto a Gran Bretaña, el famoso 4 de julio de 1776. Fue también Pierre Charles L’Enfant quien ideó el proyecto. Sin embargo, una vez empezado, se negó a aportar dibujos, alegando que el diseño estaba en su cabeza. Tras su despido y varios intentos frustrados de encontrar un sustituto, tomó las riendas el arquitecto, pintor e inventor William Thornton, con un diseño neoclásico. Cuando el gobierno británico llevó a cabo la quema de Washington en 1814, el edificio quedó tremendamente dañado. En su reconstrucción se agregó la rotonda, inspirada en el exquisito Panteón de Agripa, en Roma. Admiremos la cúpula: con 88 metros de alto, 29 de diámetro y un peso de 6400 toneladas; se trata de una estructura de hierro pintada de tal manera que parece piedra. Te recomiendo visitar el interior: yo podía pasarme las horas absorto en la contemplación de tal obra magna. Si entras, búscame en el centro de visitantes: desde 2013 hay una estatua mía ahí.

El Capitolio

7.-  Museo Nacional de los Indios Americanos

Las tareas de investigación y educación que desempeña el Instituto Smithsoniano incluyen una serie de museos, la mayoría en Washington D. C. Uno de ellos es el Museo Nacional de los Indios Americanos, que recoge la historia, la cultura, la literatura, las lenguas y las artes de los pueblos nativos de Norteamérica. Con esa tendencia tan tristemente común en el hombre blanco, los europeos masacraron a pueblos nativos americanos casi por completo cuando llegaron a estas tierras. Después de los errores del pasado, lo único que se puede hacer en el presente es rescatar la memoria para prevenir la repetición de estos hechos. Un trocito de mi historia está al sureste de aquí, al otro lado del río Anacostia: Cedar Hill, la casa en la que pasé mis últimos veinte años, algunos con mi primera esposa Anna, que era negra, como mi madre, y otros con la segunda: Helen, blanca, como el esclavista de mi padre. Por mi fama y mi hogar, me apodaron el Sabio de Anacostia y también el León de Anacostia. Pero mejor sigamos por otro camino: la añoranza por la felicidad pretérita me impide volver a Cedar Hill.

8.-  Museo Smithsoniano de Arte Americano

Este museo del Instituto Smithsoniano está dedicado a obras de artistas estadounidenses. Merece la pena explorar sus salas para conocer este país con una mayor profundidad, con joyas que van desde retratos coloniales y paisajes decimonónicos hasta obras abstractas y pinturas afroamericanas. Empápate de cultura, porque el conocimiento es el único camino desde la esclavitud hasta la libertad, real o metafóricamente. Yo aprendí a leer y a escribir, y conseguí manejar tan bien el arte de la oratoria que los norteños no podían creerse que hubiera sido esclavo. Me convertí en predicador de la iglesia metodista en 1839 y di infinidad de discursos abolicionistas. La cultura es importante, sí, muy importante… ¡Y la memoria! Cuando fallecí, mi esposa Helen luchó por que Cedar Hill se convirtiera en un monumento histórico. Gracias a ella, yo también formo parte de la memoria de esta ciudad, al igual que todos los artistas en el Museo Smithsoniano de Arte Americano. Este museo se encuentra, por cierto, en el edificio de la antigua oficina de patentes y comparte el espacio con la magnífica Galería Nacional de Retratos.

9.-  Museo Nacional de Arte Africano

No puedo evitar que este sea mi museo Smithsoniano favorito; y no solo por el contenido, sino porque sus orígenes tienen un gran valor sentimental para mí, a pesar de que el museo naciera en 1964, sesenta años después de mi muerte. Y es que comenzó sus pasos como institución privada en una casita en la que yo mismo había vivido un tiempo, en el barrio de Capitol Hill, aquí al lado. Tan solo quince años después pasó a formar parte del Instituto Smithsoniano y abrió sus puertas oficialmente en 1987. Cuenta con una amplísima colección con obras de todo el continente africano que van desde la antigüedad hasta la contemporaneidad. Quizás te hayas dado cuenta de que comparte características arquitectónicas con el edificio justo al lado. Se trata de la galería Sackler, especializada en arte asiático. Ambas construcciones se realizaron a la par, a mediados de los 80 del siglo pasado. Me enorgullece ver todo esto: cuando escapé de Maryland para convertirme en hombre libre no me habría imaginado que dedicaran un museo en la capital a mi gente. Qué maravilla.

10.-  Museo del Holocausto

Al contrario de lo que uno podría haber esperado, durante el siglo XX el mundo siguió enfermo de guerras y genocidios. El suceso más inhumano en occidente fue sin duda el Holocausto, culmen de la lacra antisemita que los siglos arrastraban. Con ese afán de conservar la memoria tan presente en esta ciudad, el presidente Jimmy Carter inició un proceso para compilar, organizar y presentar materiales sobre el asesinato de millones de judíos bajo el nombre de Holocausto. Estos esfuerzos se tradujeron a lo que hoy es este museo de entrada gratuita. Con una mezcla de los estilos arquitectónicos neoclásico, georgiano y moderno, el museo del Holocausto abrió sus puertas en 1993 y, en un acto especialmente simbólico, su primer visitante fue Tenzin Gyatso, el decimocuarto Dalai Lama. Sus visitantes podrán pasear entre recuerdos y atrocidades gracias a los objetos, fotografías, vídeos e incluso los angustiantes relatos de los pocos supervivientes que van quedando.

11.-  Monumento a Jefferson

Como es lógico, Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores de los Estados Unidos y presidente del país entre 1801 y 1809, también tiene su monumento en Washington. Y es precioso: diseñado en 1925 con estilo neoclásico, se encuentra a orillas de la cuenca Tidal, componiendo una estampa de ensueño. Jefferson fue el tercer presidente de los Estados Unidos y se encargó de redactar la Declaración de Independencia de aquel 4 de julio de 1776, fecha que se celebra por todo lo alto cada año en esta ciudad y en todo el país en general. Esta celebración se me antoja, sin embargo, como ampulosa, fraudulenta, decepcionante, irreverente e hipócrita, porque tapa los crímenes de una nación de salvajes. Jefferson clamaba estar en contra de la esclavitud, pero no hizo nada para destruirla, y desde la Declaración de Independencia hasta la Proclamación de Emancipación, por la cual se abolió la esclavitud, pasaron casi cien años. Jefferson veía la esclavitud como contranatural y defendía la libertad individual de cada persona, algo muy radical para su tiempo, pero las palabras se las lleva el viento…

12.-  Memorial a Franklin Delano Roosevelt

Franklin Delano Roosevelt ocupó la presidencia entre 1933 y 1945, con el triunfo de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, con lo que el presidente ganó en popularidad. Además, implantó el sistema social y político de corte liberal que caracteriza al país aún hoy en día. Todo ello lo hace merecedor de este monumento. Además de algunos elementos habituales en este tipo de obras, como citas célebres, una estatua de la primera dama o escenas políticas, hay partes que seguramente te llamen la atención. Por un lado, la estatua principal del presidente, sentado, está acompañada de otra de un perrito, Fala, la adorada mascota presidencial. Por otro lado, en la entrada hay una estatua de Roosevelt en silla de ruedas, ya que fue el primer presidente con una discapacidad física, lo cual supuso la instalación de rampas en la Casa Blanca. Como curiosidad, su tío y también presidente Theodor Roosevelt invitó durante su mandato, concretamente en 1901, al portavoz afroamericano Booker T. Washington y a su familia a cenar. El hecho levantó tal revuelo entre los sectores más conservadores que no se invitó a ninguna otra persona negra a cenar en la Casa Blanca durante treinta años.

13.-  Parque y río Potomac

Los europeos que llegaron a los Estados Unidos arrasaron con todo, ocuparon los terrenos y masacraron y discriminaron a los nativos americanos. Aunque poco, queda una herencia de lo que resistió a la invasión blanca, como es el caso de ciertos topónimos, entre ellos Potomac, que significa «algo traído» en una de las lenguas algonquinas. Con una existencia de unos dos millones de años, el río Potomac ha presenciado la Historia, desde el paso de los diferentes pueblos nativos americanos que tuvieron la necesidad de sus aguas, hasta las batallas de la Guerra de Secesión que se libraron a sus orillas. Hoy en día, abastece con casi dos mil millones de litros de agua diarios al área metropolitana de Washington. El parque homónimo comprende varios monumentos y tiene hermosos parajes, como el cerezal, especialmente bello en los albores de la primavera. El parque es ideal para pasear cualquier día, en una huida del cemento siempre reconfortante.

14.-  Monumento a Martin Luther King

A pesar de los problemas raciales que aún persisten en Estados Unidos, es evidente que el país ha mejorado muchísimo desde la llegada de los primeros esclavos en 1619 hasta ahora. Quién nos diría a los esclavos de entonces que en la capital se erigiría una estatua de tal envergadura dedicada a un afroamericano. King fue el líder del movimiento de los Derechos Civiles, que, a través de la no violencia y la desobediencia civil, buscó acabar con la discriminación y la segregación racial. La lucha culminó en la Ley de Derechos Civiles de 1964, a través de la cual se prohibió la discriminación por raza, sexo, color, religión y origen. Este monumento se inauguró en 2011 y está compuesto por una estatua de Martin Luther King de más de 9 metros de altura y por frases sacadas de sus distintos textos y discursos. Me encanta la que dice: «Dedícate a la humanidad. Comprométete con la noble lucha por la igualdad de derechos. Mejorarás como persona, harás que tu nación sea más grande y contribuirás a crear un mundo mejor.» ¡Se me pone la piel de gallina!

Monumento a Martin Luther King

15.-  Monumento a los veteranos de la guerra de Corea

En 1950, dos años después de la división de Corea con una polémica frontera, Corea del Norte invadió Corea del Sur, lo cual dio inicio a un conflicto que duraría tres años. Como en otros muchos conflictos bélicos internacionales, los Estados Unidos intervinieron, como fuerza principal de las Naciones Unidas, en apoyo a Corea del Sur. China y Rusia, por su parte, se situaron en el bando de Corea del Norte. Finalmente, se firmó el Acuerdo de Armisticio de Corea para no continuar el conflicto, pero no un acuerdo de paz, con lo que técnicamente las dos Coreas siguen en guerra a día de hoy. En este escenario, el monumento que tienes delante se inauguró en 1995 en honor a los soldados estadounidenses que lucharon en esta guerra, de los cuales más de 36.000 perdieron la vida. Cuenta con un muro que representa escenas bélicas y con 19 estatuas en un terreno hostil, que componen un escuadrón de patrulla en plena acción. El realismo de la obra da escalofríos, ¿no te parece?

16.-  Estanque reflectante del monumento a Lincoln

Este es uno de los lugares más emblemáticos de la ciudad: ha sido escenario de grandes películas, como Forrest Gump, y a sus orillas han sucedido muchos de los acontecimientos históricos de Washington D. C. Por ejemplo, en 1939 a la artista Marian Anderson se le negó la posibilidad de cantar en una famosa sala de conciertos por el hecho de ser afroamericana, por lo que su espectáculo se trasladó aquí y asistieron más de 75.000 personas. Martin Luther King, Obama…: este lugar tiene una gran relevancia para mi pueblo. Aunque, yo no lo conocí tal cual, claro, ya que me mudé a Washington D. C. en 1877 para trabajar en el Cuerpo de Alguaciles de Estados Unidos, y este estanque reflectante se construyó casi cincuenta años después. Aun sin este mágico estanque de más de 600 metros de largo, me encantaba dar paseos por aquí después del trabajo.

17.-  Monumento a Lincoln

El monumento a Lincoln se construyó entre 1914 y 1922 con piedras de diferentes regiones de los Estados Unidos, en honor a la lucha del presidente por la Unión. El exterior tiene 36 columnas dóricas, una por cada estado que componía el país cuando Lincoln fue asesinado, los cuales también están representados en el friso. El sobrio interior alberga la imponente estatua de Abraham Lincoln, con 18 metros de altura. He de confesar que tengo sentimientos encontrados respecto a Lincoln, porque fue el presidente del hombre blanco: en un principio solo pretendió frenar la esclavitud, pero le costó dar el paso para erradicarla. Aunque compartiera los prejuicios de los hombres blancos hacia los negros, sé que en lo más profundo de su corazón odiaba y aborrecía la esclavitud. Lo importante es que finalmente actuó, y el 1 de enero de 1863 anunció la liberación de todos los esclavos en los Estados Confederados de América a través de la Proclamación de Emancipación. Cien años después, Martin Luther King pronunció desde aquí su famoso discurso «Yo tengo un sueño» delante de las 250.000 personas que asistían a la Marcha por el trabajo y la libertad. Qué no habría dado yo por presenciarlo.

Monumento a Lincoln

18.-  Monumento a los Veteranos de Vietnam

La participación de los Estados Unidos en la guerra de Vietnam fue fuertemente rechazada por la sociedad. Esta guerra entre fuerzas comunistas y anticomunistas se libró entre 1955 y 1975. Estados Unidos se involucró más y más, por lo que desde 1964 hubo protestas pacifistas durante varios años, muchas de ellas en la capital. Esto fue de la mano de otros movimientos, como la lucha por los derechos civiles y por la igualdad de género. Este monumento de 8000 metros cuadrados está compuesto por una escalofriante lista con los casi 60.000 caídos estadounidenses de la guerra de Vietnam. Los nombres junto a un rombo representan a los muertos en combate y los que van seguidos de una cruz, a los desaparecidos en combate. Aún a día de hoy se agregan nombres al muro y varias veces se ha conmemorado a todas las víctimas leyendo sus nombres en voz alta, tarea que dura tres días. Este monumento me deja sin palabras, así que parafrasearé a Martin Luther King: «Si el alma de Estados Unidos se envenena por completo, parte de la autopsia ha de decir «Vietnam»».

Washington DC

19.-  Monumento nacional a la Segunda Guerra Mundial

El monumento nacional a la Segunda Guerra Mundial se inauguró en 2004 en una ubicación polémica, por ocupar un espacio históricamente destinado a las manifestaciones. Con 56 pilares de granito organizados en forma ovalada, el monumento está dedicado a los dieciséis millones de estadounidenses que participaron en la Segunda Guerra Mundial. Cada una de las más de 4000 estrellas doradas en uno de los muros simboliza a 100 caídos. En otros muros hay citas de personajes históricos y relieves que conmemorar diferentes batallas. Seguramente te sorprendan los dos grafitis que rezan «Kilroy was here», o sea, «Kilroy estuvo aquí», y que parecen no acompañar el espíritu del conjunto. Se trata de un elemento de la cultura popular que los soldados de la Segunda Guerra Mundial usaban como código. El Museo del Holocausto, estrechamente relacionado con este monumento por el mérito estadounidense a la hora de liberar a los judíos, está muy cerca de aquí.

20.-  Monumento a Washington

Uno de los monumentos más destacados de la Explanada Nacional es sin lugar a dudas el obelisco dedicado a Washington, el primer presidente de los Estados Unidos. Lo curioso es que el monumento se concibió antes de que Washington se convirtiera en presidente, ya que era el comandante en jefe del Ejército Continental, es decir, el ejército formado a raíz de la Guerra de Independencia. No puedo decir que le tenga demasiada estima a Washington, el «padre de los Estados Unidos»: con tan solo once años se convirtió en dueño de varios esclavos y luego fue comprando más con el paso del tiempo. El matrimonio Washington llegó a tener más de cien esclavos, que él pidió liberar en su testamento cuando ella falleciera. ¡Ja! ¡Qué generosidad! Como verás, quienes han configurado esta patria son puramente hombres blancos, algo que repercute irremediablemente en los tiempos presentes. Hay que conocer y reconocer las consecuencias de la historia… Y es que nadie puede poner una cadena en el tobillo de su prójimo sin tener el otro extremo alrededor de su cuello.

21.-  Despedida

Aún queda un largo trecho para conseguir la igualdad de las personas, pero me siento lleno de esperanza con la evolución de este país desde mis tiempos hasta el presente. ¡Quién lo habría adivinado! Dediqué mi vida a mejorar esta nación, y mi labor fue tan importante que hay parques, barrios, calles y colegios con mi nombre, mi figura aparece en canciones, libros, películas y hasta videojuegos, e incluso en abril de 2017 se acuñaron monedas con mi rostro. Me ha encantado recorrer la ciudad contigo, emocionarnos juntos y comprobar que, a pesar de todo, soplan vientos favorables. He de dejarte para que sigas descubriendo otros rincones, quizás mi casa en Anacostia o el animado barrio de Adams Morgan. Sigue empapándote de la historia de la capital y recuerda que sin lucha no hay progreso, así que no puedo marcharme sin decirte: ¡Revélate! ¡Revélate! ¡Revélate!

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Patricia Martín Rivas]

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Onirismo

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Al fin y al cabo, Keza lleva ya un tiempo practicando la omnipresencia: añadir otra ciudad a la lista no tiene por qué cambiar nada. El sábado arranca con una entrevista de trabajo por Zoom, que le había prometido a Ganza que acabaría a las doce como mu-chí-si-mo, pero ya han pasado tres cuartos de hora desde el mediodía y la muchacha sigue ahí, con la lengua embadurnada de sus escarceos curriculares como ingeniera informática, el desparpajo que la caracteriza y augurios de mudanza: si la eligen, llegará a Seattle, Washington, en seguida, sí, sí, ningún problema, si me pilla cerquísima, no hay nada que me ate. 

Sin pretensiones de cotillear, Ganza no puede evitar escuchar de fondo cada promesa de Keza y le entristece el mero hecho de pensar en su partida. Intenta centrarse en la cocina: ya tiene preparadas desde hace un buen rato las mimosas (se van a aguar), las tortitas (se van a enfriar), la fruta (se va a oxidar), las bolas de helado (se van a derretir). La paciencia se le está consumiendo, pero sabe que se trata de una gran oportunidad laboral para ella, pero no quiere que se marche de Nebraska, pero en realidad son menos de cuatro horas en avión, pero él tampoco es que se pueda mudar ahora, pero no tendrá problema para encontrar algo allí como ingeniero eléctrico cuando esté libre, pero ojalá se quede, pero cuelga ya, copón, pero.

Cuando Keza termina, se nota que la entrevista la ha dejado exhausta, pero se recupera con ese brunch aguado, frío, oxidado, derretido y lleno de amor que le ha preparado su Ganza. Ninguno menciona los desperfectos culinarios y disfrutan mucho de ese comienzo de fin de semana cumpleañero, a pesar de los incesantes soniditos de notificaciones, que Keza ignora, pero que enervan a Ganza, con tanto bip-bip-bip, bip-bip-bip. Keza no se molesta en mirar el móvil: a las nueve de la noche en África central, sus tías por fin han aparcado el ajetreo diario y le mandan recomendaciones en forma de fotos y memes y vídeos y textos de copia-pega con kilómetros de faltas de ortografía sobre cómo lavarse las manos, los beneficios de comer carne, los robots antiepidemia en los hospitales, los maleficios de la delgadez, los horrores de los vestidos demasiado cortos. Y también envían selfies, muchos selfies, todos los días, con luces y perspectivas que resaltarían inevitablemente cualquier papada de cualquier tía. No todas son sus tías-tías: en Ruanda, cada bebé crece en el seno de la comunidad, consanguinidad mediante o no, y las mujeres que se involucran en la crianza derrochan una generosidad vestida consejos ad æternum, por mucho que una ya tenga una edad. Las tías-no-tías con WhatsApp son el antónimo de silencio.

A pesar de las truculencias del bip-bip-bip, la mezcla explosiva de champán y vitamina C los empieza a poner mimosos, pero enseguida llega una llamada interruptus. Ganza le pide que no lo coja, anda, que tu cumpleaños no es hasta mañana, pero sabe de sobra cómo funcionan los paquetes de veinticuatro horas de llamadas e internet tan comunes en su patria: si no contesta ahora, igual no hablarán hasta dentro de una o dos semanas.

Es la madre de Keza. Ya sabes, chitón. Que no podía esperar a mañana, que qué tal por Maine, que muy bien, muy bien, tranquila, que si por aquí todo como siempre. Las conversaciones con mamá rozan lo soporífero, y más ahora que se ha hecho a la narración desde el embuste —antes, al menos, las verdades a medias la llenaban de adrenalina—. Le cuenta qué estaría haciendo en Maine y reproduce su día en Nebraska, cambiando un poquito de escenario, imaginándose confinada en soledad en aquel apartamento que lleva semanas sin pisar. Ya no se pone nerviosa cuando hablan, porque está cómoda en la acolchada mentirijilla piadosa: por si mamá llama hoy —como en Ruanda es invierno, siempre pregunta si hace frío—, tiene la costumbre de revisar cada mañana el clima de la ciudad donde paga el alquiler pero que no pisa desde marzo. 

A Keza le parece normal no contarle toda la verdad sobre sus amoríos, aún tiernos, inciertos, frágiles, pero mentir sobre la situación meteorológica le parece el sumun de la sinvergonzonería, porque sería negar la naturaleza. Sentir la piel de Ganza también forma parte de la naturaleza, pero sucede en un recoveco, y no en el absolutismo del sol y el viento. Como jamás le haría eso a su madre, en Omaha, Nebraska, siempre se viste según los dictámenes atmosféricos de Portland, Maine, para mantenerse fiel a la mujer que le dio la vida, aunque eso implique algún achicharre ocasional. Total, según los meteorólogos, ambas presumen de un clima continental templado, así que por qué poner el grito en el cielo por nimiedades de seis u ocho grados.

Keza pasa a otro tema en cuanto puede: todo bien por aquí, todo igual, como siempre, como siempre, nada nuevo, tú qué tal. La vida en Ruanda ha pegado un buen cambio con el virus y, aunque al principio le despertaba interés conocer los pormenores, ahora las novedades se visten de antigüedades: los negocios familiares siguen luchando por mantenerse a flote, la gente se arremolina sin mascarillas ni remordimientos en las motos y en la iglesia y la mayoría de personas viven al día. A papá le gusta pensar que está salvando la situación porque saca algo de dinero de aquí y allá, en esos negocios en los que siempre está enredado y que Keza y el resto de hermanos desconocen. Pero es mamá quien desenreda: no se dedica solo a las tareas de casa —eso es de ricas—, sino que trabaja en la compañía de gas, tiene ahorros y le hace pensar a su marido que sí, que sí, que sin ti no saldríamos adelante. Nada nuevo bajo el sol, excepto el trasfondo vírico.

Sus padres no están muy al tanto de lo que pasa en Estados Unidos —papá no está al tanto de nada, para qué engañarnos: nunca llama—. Saben lo de la esclavitud pretérita y para de contar: no tienen ni la más remota idea de las injusticias actuales. Jamás han oído nombrar a George Floyd —ni mucho menos a Breonna Taylor— y Keza tampoco les cuenta nada sobre #BlackLivesMatter ni sobre las protestas en todo el país. ¿Para qué? ¿Para preocuparlos? Todo bien, mamá; como siempre, mamá.

La madre conoce lo básico: que Keza trabaja desde casa —¿casa?: «casa»—, que hace algo con ordenadores, algo, que Ganza existe, que por supuesto es tutsi, que hoy no ha llovido. No necesita saber nada más: adentrarse en los intríngulis de las vidas de las hijas está sobrevalorado. 

Keza lo mencionó una vez hace meses, un amigo, y luego no soltó ni prenda cuando se mudó a dos mil quinientos kilómetros para sobrellevar la incertidumbre pandémica en la casa de aquel muchacho al que tampoco conocía tanto. Antes procuraba colocarse siempre delante de un muro blanco, para no despertar sospechas, pero poco a poco ha conseguido pergeñar una reproducción del salón de su piso en Maine, un escenario diseñado a golpe de clic, tan perfectamente idéntico que Keza se mueve por él, videollamada en mano, con una mezcolanza de comodidad y repelús. No sabe por qué se ha molestado tanto; total, qué más da: al final sus conversaciones se componen de píxeles, ecos, repeticiones y ¿qué, qué, qué? 

Hoy la mentira se le está haciendo bola, pero al final se las apaña: se inventa un cumpleaños paralelo, en Maine, donde sí que vive su hermana, y le cuenta a su madre los planes que harán juntas con todo lujo de detalles y se embarulla y embarulla en el embuste y ella misma se imagina a la perfección hasta el color del confeti inexistente de su celebración imaginaria.

Cuelgan y tanta trola le deja un mal sabor de boca. Da igual: seguirá ocultando su ubicuidad y hablará sobre el clima, le hará luz de gas a su madre sobre cualquier extrañeza fruto del despiste en el mobiliario o la conversación y se armará de paciencia una vez más (y otra y otra) para explicarle cómo activar la cámara delantera.

Keza está encantada. Le tiene un cariño tremendo a Ganza, tremendo, pero ha de ser un secreto todavía, porque ha crecido escuchando «no te eches novio hasta que no te cases» o «esconde a tu prometido de tu padre hasta la boda». Y eso hace, lo omite, lo separa del universo que comparte con su madre. Al verbalizar una realidad imaginaria en la que está soltera y confinada en soledad, sin darse cuenta ha creado una doble vida que domina cuando está despierta, pero que se solidifica en arrebatos de ansiedad en sus pesadillas.

Apenas si llevan seis meses saliendo, pero para Ganza este fin de semana es el más especial del año. Le da su primer regalo: una cena sorpresa con amigos en la terraza del restaurante africano en el centro, su favorito de la ciudad. La velada empieza con guantes, mascarilla y besos al aire y termina, casi por inercia, con fotos sin distanciamiento social y chinchines con copas baboseadas. La guinda a una noche perfecta la pone el segundo obsequio, que emociona a todos los comensales: unos trajes tradicionales ruandeses con estampados a juego, que la pareja se enfunda en un periquete en el baño, que les da un aire aún más fuerte de tortolitos y que acabarán manchando de brindis y carcajadas.

Duermen en cucharita, sin quitarse esa ropa con lamparones, en un gesto de amor improvisado, silencioso y envolvente. Keza vive en el centro del país, paga el alquiler de su piso vacío en la costa este y tiene las miras laborales en la costa oeste. A veces se pierde en sus pensamientos noctívagos cuestionándose la corporeidad de su existencia, pero hoy se adormece en el convencimiento absoluto de que su hogar verdadero converge en este abrazo secreto.

Despierta desde el placer de un masaje en los pies, de millones de besos conmemorativos y del olor a café y a las sobras recalentadas de la cena. Keza se despereza y observa los trajes que ahora conforman su unidad como pareja, y se siente dichosa y tranquila. Su propósito de hoy, la calma: nada de correos de trabajo ni de competiciones sobre quién dobla la colada más rápido.

Aunque los domingos acostumbran a comenzar el día comentando la actualidad con las bocas llenas de soluciones y desayuno, Ganza intenta charlar sobre banalidades y cambiar el rumbo de la conversación cada vez que sale el tema, porque hoy es un día alegre, pensemos en otra cosa, que hoy querías relajarte, ¿no? Pero Keza dice que sí, que sí, que lo hablen y argumenta que no puede haber nada más valioso en su cumpleaños que la palabra, su único poder, de hecho: como residentes temporales en Estados Unidos, no pueden ir a manifestaciones, ya que cualquier sombra política en la que se involucren podría llevarlos a la deportación si se tuerce mucho la cosa. Por no poder no pueden ni siquiera caminar en su propio barrio residencial de noche, porque quedan a la merced de que cualquier vecino blanco los considere sospechosos y llame a la policía. 

Les encanta que el sistema se tambalee, como parece estar haciéndolo, pero les toca resignarse a vivirlo desde una lucha sombría y castrada y refugiarse en hablar de lo que ocurre a su alrededor, ver vídeos de la brutalidad policial, remover conciencias en internet desde seudónimos, consumir en negocios afroamericanos y africanos. Su trinchera la conforman esos pequeños gestos. Quieren ayudar y participar, porque también han arado durante años parte de su historia en esta tierra, aunque no tengan pensado quedarse aquí para siempre, en este lugar con tantas oportunidades como desprecio, que ha dibujado sus identidades desde una perspectiva que jamás los rozó en Ruanda. Ambos rechazan desde las entrañas cualquier posibilidad de tener hijos en un lugar donde el mero hecho de ser una persona negra equivale a estar en peligro constante.

Pero por ahora no ven ningún motivo para volver a Ruanda: sus trayectorias profesionales van viento en popa, cada uno de sus hermanos está en un país distinto, todos sus amigos han emigrado y se tienen que gastar cientos de dólares en regalos cada vez que van de visita. Cuando regresen, en el futuro, será para abrir su propio negocio, pero su presente está en algún lugar de la vastedad estadounidense. Mejor no manifestarse, no.

Tiene razón Ganza, no lo pensemos: olvídalo, da igual, que el plan para hoy consiste sumirse en la relajación más sublime. Pero durante la sesión de manicura y pedicura, Keza se acuerda del gas pimienta que la policía lanzó en la manifestación del jueves pasado; en plena película de matiné, le viene a la cabeza el comentario racista que le soltó aquel hombre por la calle hace un par de semanas; y hasta al leer un libro —con esa incesante sinfonía de bip-bip-bip de fondo—, se refuerza en la idea de que la gente solo escucha cuando hay revueltas y le apena no poder acudir.

Solo al cocinar juntos la cena especial de cumpleaños —isombe, ubugali y waakye—, Keza se sume por completo en el fulgor de la ternura que le ha regalado el confinamiento y observa a Ganza remojando las hojitas de zahína. Se olvida de Seattle y de Portland y su presencia se enraíza por completo en Omaha, y la escena irradia tanta belleza que se convierte en óleo sobre lienzo: la amalgama de colores, la luz perpendicular que divide el rostro de su chico, las sombras que dramatizan la col y los tomates, la perspectiva aérea dada por aquel sfumato de harina de yuca.

Interrumpe el bodegón una llamada y, en cuanto descuelga, Keza siente de sopetón de que mamá ya no vive en la ignorancia. Se siente ridícula, minúscula, insignificante. No sabe cómo lo sabe, pero lo sabe. Una corazonada, qué quieres que te diga, chica. El pensamiento dura el lapso de un segundo —¿se lo cuento o no?—, pero enseguida vuelve a fingir verdades, agradece la felicitación y se centra en las preguntas entrecortadas con respuestas certeras: no, mamá, nada de frío, nada, hoy hace un tiempo de lujo aquí en Maine.

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Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Atmosphere

[Leer cuento en español]

A storm like this is unheard of at Kilstonia during the dry Oregon summer. Strange to see the pounding rain; only this morning, the baked cloudless sky had set off in stark shadows a beaver brazenly gorging himself on the willow tree on the island. Vera’s willow tree. She jumped out of bed, 81 years and recent foot surgery at once forgotten, grabbed her .22, unlatched the lock to the balcony, paused a brief instant to avoid spooking the critter, and edged the door cautiously open. Resting the gun on the railing to avoid any unwanted trembling, she closed an eye to aim carefully, mumbled “I got you, you little bastard,” and shot him to doll rags, one more witness to her excellent aim.

While she was at it, she picked off a couple of passing nutria, an exotic invasive species with no business in these parts. The beaver may have a bit more local cred as the state animal, but he should have thought more about the responsibilities which accompany that honor before sinking those blunt teeth into her willow tree. Blasting those animals away filled her with peace. Vera already has enough to bear with the geese blanketing the shore of her lake with shit, the birds pecking at her corn, and the deer invading her garden every time she forgets to latch the gate. What a glorious morning.

That happiness was shattered when Vera remembered that the bridge was being repaired, and leaving the animals there to gaze at the sky might mean an unbearable stench in a few days, because it’s hard to guarantee the prompt services of a vulture or a hawk. Normally she would have asked Steve to collect the inert animals, but her husband was still inert himself, and she decided that, in the end, it would be less trouble to take care of it herself than to spend all day begging him to. Anyway, she knew very well it wouldn’t take long: she gathered her gray hair in a ponytail, grabbed the boat, rowed the thirty feet to reach the island, seized the beasts by their necks and, once back on terra firma, tossed them into the woods to be eaten by a fox, a lynx, a cougar or any other carnivore that should take a liking to these nasty creatures.

When she got back to the house, its 10,000 square feet imposing even amidst the natural splendor stretching out in every direction, Steve was impatiently waiting to go on their daily morning stroll to pick up the mail, on many days their only lifeline to civilization. When he heard about Vera’s spree, though, he took an unusual step: in case they crossed paths with any hungry animals lured by the sweet stench of his wife’s victims, he fetched the hunting knife that usually only accompanied him on late night walks.

As they returned home under the clear blue sky, Vera felt a sudden sharp pain in her temples and told Steve that a storm was brewing, but he sternly disabused her of that misconception with that universal reflex of husbands that always drove her to desperation. Fine, let him think whatever he wants, time will tell. She can’t be touched by negativity, because pacing the paths of those 40 acres that are her corner of the earth cures her of all ills: she has always dreamed of having her own forest, and now she has much more than that at Kilstonia.

As they do every morning, the couple work on the New York Times crossword puzzle, side by side, the effects of the coffee mingling with the rush from solving the trickiest clues. Vera was surprised that Lidia the spider was not in the kitchen, but she didn’t take it as a bad omen at the time. What did begin to arouse her suspicions was that, in all the hours and hours she spent tending the garden, she didn’t spot a single arachnid among the daisies, the roses, the delphiniums, the achillea, the lilies, the hollyhocks, or the columbines. And this despite painstakingly searching for them because, in the tradition of the Czech community of Baltimore where she grew up (still the foundation of her vision of the world seven decades later), spiders bring good luck.

This mysterious absence sent a chill down her spine, intensified by the dark, bruised clouds lurking in the west that merged with the tops of the dozens of pine trees encircling the house. She remedied this by wrapping herself in her favorite sweatshirt, which reads “My body is a temple (ancient and crumbling).” She continued busying herself with her wonderful flowers, where today not one bee was buzzing, playfully, to bathe itself in nectar… “Ježíš Marjá,” she exclaimed. She had been so fixated on spiders that she had overlooked the complete disappearance of insects. She listened intently: there was no bird song either. She shook her head. Ježíš Marjá, Ježíš Marjá. When she swore, the words always came out in Czech.

Curiosity outweighed any real concern and, since there was nothing to disrupt her habits, at four o’clock in the afternoon she sat down in the sunroom with her book — she was currently immersed in the mammoth History of the Persian Empire — a white wine and soda — to help her relax — and a bowl of potato chips, such a treat that she broke them into progressively smaller and smaller pieces to stretch them across time — something her brother taught her as a child.

That’s when the storm arrived suddenly, a violent barrage of hail assaulting the skylights with such force that Vera felt dazed, transfixed for several long moments before staggering to her room to take her second nap of that strangely dark day at the end of June.

Now, the couple of retired aerospace engineers is quietly cooking dinner, but the storm and Vera’s headache rage unabated. So powerful is Steve’s sweet tooth that Vera expresses love through fine pastry, but today she just wants to do something quick and dirty so she can get to bed and sleep all night long. Steve’s warm voice and the meticulous narrative style he learned as an only child in a bookish Jewish environment massage Vera’s aching temples. Her husband recounts his day and laments lacking time to do everything he wanted: he played the piano for a while in the music room but not the violin, he played chess online but didn’t read, he did a few push-ups and weights in the attic but no abs, he grumbled at length while reading the President’s latest tweets and jotted a couple of notes but didn’t add a single paragraph to his book Feeling Our Universe. Same old same old.

The coronavirus has barely tickled them. There have been a few changes, of course: they can’t receive visits from their children and grandchildren, or hold the music camp they’ve been hosting for years, or attend the monthly Eugene Atheist luncheons, or play string quartets, or meet with Cottage Grove Community United, the group they founded to upend the area status quo, already triumphant in shutting down the infamous “fascist knife shop” (two of the owners recently convicted of hurling rocks through the windows of a synagogue). They miss the energy of group creativity, activism, and family, but the routine, the essence, is still intact.

Vera rubs her temples, and Steve recommends that she take an aspirin and heads to the first floor to fetch it. Five years younger than his wife, he is concerned about her health and takes zealous care of her, especially now: Vera has already made it through six or seven bouts of pneumonia, so the virus would strike her mercilessly. Steve does all the shopping so that Vera needn’t come into contact with people at the supermarket, but he’s not too worried about Laura, the woman who cleans the house every week, or Jake, the bipolar gardener who lives illegally in the cabin next to the barn, the rusting hulks of his cars covering the lawn, and whom they’ve been politely inviting to vacate the premises for some time without effect. After all, Vera has been practising social distancing all her life — thank God for her Central European origins — and she still has excellent hearing, so she doesn’t need to get too close to anyone.

The clouds cling to the treetops of Kilstonia and drape the entire sweep of the heavens without diluting their fury, and by 7 PM, an unusual greyish darkness has already fallen almost two hours before sunset. The first blackout hits when Steve is descending in the elevator, aspirin bottle in hand, but it doesn’t last long, and he escapes the funereal claustrophobia within a few minutes. Neither of them is scared, because they live with the simple conviction that fear is not a useful recourse.

For dinner, they have spaghetti in a thick sauce overflowing with meatballs. No calorie counting or fad diets here — the blood of generations of butchers run in Vera’s veins, after all — but they eat so gracefully that neither of them allows a single drop to escape onto the spotless white tablecloth, still immaculate and unwashed after hundreds of meals. Under the flickering chandelier, Steve tells her how salt was a monopoly of the Spanish royal family from the Middle Ages until 1869, prices tyrannically raised when unforeseen expenses arose, such as a war or the fancy for one more palace. Vera has been intentionally undersalting her cooking for decades because Steve never asks her to pass the shaker without unearthing another tale from the annals of salt, apparently endless, of which she never tires.

In the same week in August 1966, Steve discovered and named the comet Kilston and gave a ride to a funny, intelligent blonde girl whose car had broken down in the Berkeley hills and would become his wife ten years later, after a decade-long soap opera involving irresolute sisters, the Summer of Love, and three children thrown in. The comet will not return for another 180,000 years, and his love for Vera would not repeat any sooner.

For dessert, they have toast with Plum Impeachment Jam from the 2017 summer harvest, lacking flavor for Steve but leaving Vera content. That’s when the generator explodes.

“It seems like the Donald isn’t a fan of his jam,” declares Vera, who never loses her cool, but they immediately get into an argument about whose turn it was to fill the propane tank — yours, no, yours, no, yours, yours.

Well, we’re not going to fix this tonight: Steve scrounges around for some candles, clearly with no intention of going to bed, but Vera is not up for any nonsense — there is a storm pounding outside and inside her skull — so she climbs step by step by step up the majestic double stairway, supporting herself with her cane and the bannister (when was the last time she dispensed with the elevator?). Before she gets into bed, she gives herself a quick sponge bath and goes out on the terrace to admire the vast moonless night from the balcony: what extraordinary beauty, that absolute darkness that does not exist in the city, and that she had never known until moving to the kingdom of Kilstonia.

She sleeps peacefully and, at around one in the morning, in the midst of that dream where she shoots zombies from the balcony as they lurch towards the house, their faces uncovered, their coughing virulent, their hands clutching “Trump 2020” signs, she is awoken by frenzied footsteps ringing on the metal spiral staircase by her window. She peers out and sees Jake, waving a shotgun with crazed blue eyes popping out of their sockets, in what looks like another one of his psychotic breaks. Not again… She calmly draws the curtain, opens the door to the hall and proclaims with that authoritative echo that is a gift of grandiose architecture: “Steve! Go out to the east wing and see what the hell is wrong with Jake.”

She tries to get back to sleep, because she has a couple of zombies left to deal with, but the loud notes of the piano reverberating through the floor ensure that she can’t sleep a wink. What a drag. Steve clearly didn’t pay any attention to her at all. She grabs her cane and heads downstair — step, step, step — engulfed in inky blackness illuminated sporadically by relentless flashes of lightning. She reaches the bottom with a stumble and raises her cane up high so the grandiloquent excoriation that Steve is about to receive for not dealing with Jake will be more theatrical. She opens the door to the music room and the piano stops playing. She tells herself that it must be the ghost of the music camp that will never happen this year, and she lets out one of those guffaws which only one’s own unsurpassed wit can elicit, and it rumbles through the walls of the mansion and mingles with the thunder.

But Vera only believes in one ghost, that of her mother, who haunts her from the morning, when she carefully arranges everything in its proper place, through the afternoon, every time she finishes a task with iron perfection, to the evening, when she performs her washing ritual (hands, face, and feet) before going to bed.

When she closes the door to the music room, she hears Paganini clattering from the radio in the dining room, and Vera is led there by blows of her cane and lightning. In the brief pallid clarity of a flash, Vera sees a red gush that has ravished the cleanliness of the tablecloth and fleeting legs dragged across the floor. Fear grips her for the first time in decades: she has not known terror since fleeing her mother’s wooden spoon after revealing her engagement to her first husband.

She doesn’t know how to react. She flicks the nearest light switch, as if to illuminate her house and her mind, both immersed in darkness, in the nightmare of Steve’s blood on the tablecloth, of his feet now disappearing from her view through the glass door. Nothing. Should she climb stair by stair by stair to retrieve the .22 from her room? How could she have left it upstairs? What a blunder. But there’s no time to go back for it: she could lose Steve. A sudden Socratic epiphany blazes, and she remembers the wild hemlock she’s been trying to dispose of for ages, but which she subconsciously has always known she’d eventually resort to.

She creeps outside stealthily. The sky roars, the rain drums down ceaselessly, the branches of the garden mosaic writhe and turn to snakes, the raven Cicero croaks his long-winded discourses without respite, the wind chimes abandon their delicacy and howl with metallic fury, Vera tears the hemlock out with her gloved left hand and ponders how to administer the poison. Of all the possibilities, her favourite is undoubtedly shoving the herbs up Jake’s ass, but she realizes the logistics may prove tricky — although, well, as a child she threw a boy twice her size into a hole when necessary to defend her brother: no doubt she’ll manage to make it work now. She’ll have to improvise based on what she’s given. That bastard Jake, clinging to them like a limpet, unabashedly calling himself one of the family — pah, as if they didn’t already have family to spare with five children and seven grandchildren — with his gun collection filling his illegal hut, worse than a thousand hungry beavers or nutria. She, like the police, had believed him when he claimed his wife woke up in the middle of the night and shot herself, but now she is filled with doubt. She remembers the crimson stain, the slack feet bouncing, the protruding eyeballs of a maniac with coronavirus (I mean, he never wears a mask, this guy). Hemlock. Up the ass.

Vera, limping in sandals and socks and a white nightgown, her hair disheveled, spots movement in the pond, like a struggle, and advances quickly under the pitiless rain, taking advantage of the fact that the noise of her footsteps is swallowed by Cicero’s incessant harangue and the hooting of the owl from the windowless barn. The shadowy figures of the two men are battling for their lives amidst the water lilies, and Vera remembers Baba Sklutskem, draped in muck and algae, that club-wielding water spirit lurking in the depths of lakes to drag men to their death, who appears with her mother’s face, and the vision makes her recoil and turn around. Steve calls out Vera’s name.

Her Steve, her beloved Steve, the apple of her eye! She will sniff his tie-dye shirts every day, erect a shrine in his honor in the geographical centre of Kilstonia adorned with orchids and marshmallows and chess pieces, cry every time she sees the North Star shining in the sky. Ježíš Marjá, Vera, save your husband, your mother is long dead and lives only in your daily routines, and Baba Sklutskem exists only in folklore and certainly isn’t welcome in Kilstonia. Vera tosses away her cane and runs with an agility she’d thought long-gone; she thinks of the red blood on the tablecloth, of the dragged feet…

Vera, Vera! Steve keeps yelling, and the yells fill her with such fury that she crushes the hemlock into juice. When she arrives at the shore, panting, Steve turns casually to her and informs her with the greatest tranquillity in the world that Vera’s shrieking about Jake startled him so much that he had soaked the tablecloth in stewed rhubarb, that he was forced to eat the entire bowl so it wouldn’t spoil with the fridge off after the generator explosion, hehe, some people might think it was too sweet to eat plain, but the final bite hadn’t lost any of the relish of the first bite, fancy that, an entire bowl, well, until she’d made him upend it! That Jake was hysterical and lost, and that Steve had to soothe him by explaining the magical essence of our gentle universe, how everything is connected and how for every action there is an equal and opposite reaction. That Jake suffered a real shock when he got wind of this, and Steve had to drag him into the lake so the icy water would bring him back to his senses, because there was no other way to revive him, look how calm he is now, our dear Jake. That the two of them are tangled up in the pedicels of the water lilies, though in no danger, but the hunting knife has sunk to the bottom of the lake, so a pair of pruning shears would really come in handy.Because of her unwonted exertion, Vera’s hips, left knee, right big toe, and upper eyelashes hurt, and she is drenched with rain and foaming rage. Now she would love to use the hemlock on Steve instead, via the same orifice, but she can’t, not for lack of enthusiasm, but because it has all disintegrated along the way. Vera, who had avoided the pinch of fear for more than sixty years, peers down on the miserable duo crouching damply among the plants and melts back into the storm, illuminated by a continuous explosion of lightning bolts: Ask Baba Sklutskem to help you out, or perhaps I could cut off the stalks from the upper balcony with my .22, but I can’t vouch for my aim at night, so maybe you lovebirds had better manage on your own, and after you’ve gotten out, the two of you can see to it that the tablecloth is sparkling by the time I’m up for breakfast, because there’s no place for stains in Kilstonia. And she departs screaming an endless flurry of Ježíš Marjás at the top of her lungs.

{Translated by Adam Lischinsky}

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More tales of the pandemic based on real stories at
Love in the Time of Coronavirus,
by Patricia Martín Rivas.

Love in the Time of Coronavirus

Geography

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Strawberry and cream tarts, lemon bundt cake, artisan tiramisu, blueberry muffins, Dutch apple pie, chocolate eclairs, cherry cobbler, cinnamon rolls, and bread, bread, and more bread. All expired, but it’s better than nothing.

Each time he readies this cornucopia for his people, it fills him with excitement, but ever since the chase and the $130 fine a few months ago, there is always the nagging concern that maybe this time will be another disaster.

He has just left the only supermarket that responded to his pleas — the Albertsons in South El Paso from which he has been taking a daily cartful for the past five years — and he realizes he is already feeling unusually tense. Will they let him cross? He arranges the surplus and expired products with the restraint and methodical efficiency of someone who knows exactly what he’s doing. It’s already become rote: he arrives every day at the loading and unloading zone, passes through to the bakery and pastry section, collects everything his compatriots don’t want, to be taken to those who can’t choose what they want, puts it in the cart, and distributes it among the coolers he always carries in the trunk.

Calm down, calm down, he sips water, exhales, gets in his pick-up truck, murmurs a rapid prayer. His nerves are on edge after three border crossings in a single day last week. Normally things aren’t so hectic, but it appears that, in these times, perishable goods have lost their attraction for American shoppers, and they pile up, pile up, pile up and usually land in the dumpster.

He buries his anxiety, starts the engine, and heads for the border, temporarily imbued with the tranquillity of hope and faith. That journey of barely five minutes is filled with the faces he will hopefully see today. First appears little Maria Fernanda from the orphanage, whose parents were murdered a couple of months back, but is always full of affection, seeking to be hugged, embraced, cradled. Then he decides he will leave some bread at Angélica’s house, partially repaired after another rampage of her teenage son, who sniffed glue as a kid, and then went on to marijuana and then cocaine and then meth. Wresting his thoughts away, the visage of Rahui comes to him, Rahui, who himself lives precariously in the Tarahumara settlement, is always eager to help unload the pick-up truck and distribute food to his neighbors. Just before he arrives, there flashes into his mind an image of that wryly upbeat woman everyone calls La Perrita, who loves chocolate and dirty jokes and who was thrown by her children into the teeming chaos of the overcrowded psychiatric hospital after she fell on the train tracks and lost both legs and an arm. Merely thinking about them fills him with warmth: the loneliness of a childless divorce vanishes like smoke when he arrives in Juarez, when he joins his makeshift Mexican family. He sees them every week, they kiss and hug (nowadays much less), play, pray, sing, laugh and even celebrate together at Christmas and Easter. God willing he will be able to get across. God willing.

Agents on both sides of the border have him firmly in their sights. While returning to the U.S., despite a digital trail of his countless arrivals and departures, is usually a breeze (because it’s his own country, and he has the SENTRI pass for trusted travelers), Mexico often poses problems. As he approaches customs, Jeff plans how to proceed. He could try his luck in the «Nothing to Declare» line, but if he pulls a red light, he’ll need to explain all that food, and things will get tricky. It’s better to play it safe. There are five entry points at the border — he knows them all too well, after 23 years of experience. To lessen suspicion, Jeff tries to repeat as infrequently as possible, keeping a running mental record of which is due. Although controls are less comprehensive in this direction, Jeff is often accused by officers of carrying too much food. Through painstaking trial and error, he has determined what is likely to be considered an acceptable amount — two four-foot containers per trip, three at the most — but today they may say even that’s too much. Then he will have to go back and wait for another day and try to distribute the food to the homeless people he finds in El Paso or to his neighbors, because food banks only accept donations of non-perishable food. As a last resort, Jeff will eat what he can himself before it goes bad, but what the supermarket discards is already on its last legs, and not a single eclair more can be crammed into the freezer. What can he do: sometimes the trash is an inevitable fate, and his thoughts always turn to his children whenever he’s forced to toss the spoiled food.

He’s approaching that high wall that’s been steadily growing since 1819, and Jeff can’t stop sweating. Come on, you’ve been doing this for years and years. There are a couple of cars ahead of him. No comparison to what it’s usually like; the border closed on March 21, and only those considered essential can pass. He’s essential, in theory, but they can refuse him on any pretext.

If they don’t let him through, he won’t try his luck at another checkpoint. He would hate to repeat the experience of last year’s pursuit and ticket, when he was carrying four coolers loaded with pastries and the agents wouldn’t let him cross, and he switched to another entrance and initially managed to get through, but the first guards had tipped them off, and he was commanded to stop, and he started singing loudly to feign incomprehension, and they chased him down with a truck, and they dumped him back in the United States and screamed at him, and he had to pay a fine of $135 to boot. And 2300 pesos goes a long way on the other side. No, if they don’t let him pass, he’s not going to gamble again. Now he treads carefully: better to live to fight another day, even if he has to throw away precious expired food. 

The border gets closer, closer, and Jeff tenses his shoulders, squeezes the steering wheel with his hands, prays and prays that they don’t give him any trouble, turns down the K-LOVE music that always accompanies him, fits the yellow cap over his gray hair, adjusts the tiger-print mask (better to leave it on, right?), readies his passport, and hands it to the officer with gloves and caution and his blue eyes glowing with supplication and prayers crouched at the corners of his lips. Will he manage to get across? 

In general, he knows the weak points and proper approach for each of the border patrol officers, who don’t give a damn about the starving people in their country or the children wasting away in orphanages. However, the agent he’s drawn today, Jorge Lopez, always keeps him guessing, because depending on what side of the bed he woke up on, he sometimes displays compassion, sometimes blazes with fury; and he’s just as likely to dutifully process the official food transportation tax as he is to cough with the self-importance of petty authority to elicit a bribe.

Jeff forces his eyes into a smile and says good morning, how are you, sir, thank you very much. To avoid any sign of weakness or concern about his lengthy entry record, he concentrates on mentally plotting his course for the day. Before starting the deliveries, he will head to kilometer 27 to buy meat, milk, eggs, and fruit at S-Mart. The cash, cobbled together from various donors as well as a sizable portion of the profits Jeff makes from his own eBay store, provides for a decent haul of fresh food. On recent trips, he’s wandered bewildered through the richly-stocked supermarket aisles: piles, mountains of toilet paper gleam under the fluorescent glare, because this battered city can’t afford the luxury of descending on stores like locusts to hoard for a catastrophe. In these times, a full supermarket is synonymous with thousands of empty cupboards and refrigerators. In Ciudad Juarez, hunger and drugs kill many more people than any damn virus.

Officer Lopez addresses him as if they haven’t faced each other two hundred and forty-two times previously, and Jeff responds with restrained friendliness, and Officer Lopez asks if he has anything to declare, and Jeff mentions the three coolers full of bread and pastry, and Officer Lopez peers at him with puzzlement and examines the vehicle with eyes filled with the eternal suspicion of one who works every day in the uncertainty of discerning good from evil.

Suddenly, this inspection, now so routine, seems to him like an oasis of calm, and he is flooded with a sense of tranquility. Let God’s will be done. What truly worries Jeff is that the lords of this jungle will exploit the situation to lure in and conscript the most desperate for the skirmishes of their lethal trade. In April, obligatory social distancing was imposed in Mexico and more than 70 percent of the large factories in Juarez closed. Now many are on the streets and dying of hunger: staying home is not a choice, but a privilege.

On top of everything, this virus has the cartels pissed off, because most of the ingredients for making drugs come from China and the ban on shipping goods from the Asian behemoth is, in this land, a ban on getting rich. Incensed. The closed borders are decimating the drug routes. Downright infuriated. A few weeks ago, five gringos were executed, including a school teacher Jeff had been working with.

But Jeff doesn’t fear these thugs, and he drives around quietly in his pick-up truck, with his Christian music and “You have a friend in Jesus” on the license plate, telling himself, repeating to himself, that the bad guys may not fear him, but they fear God. At sixty-seven years old, maybe what he should really fear is the virus, high-risk group and so mobile, but what terrifies him much more is that his people may not have anything to put on their plates.

Agent Lopez regards Jeff with apathy: it seems that today it will be the official tax; two, three hundred pesos per cooler, he will have to pay. Times aren’t so hard now really: the health crisis doesn’t stop civil servants from drawing their salary, so Jeff is only forced to cough up a bribe a third of the times he crosses the border. The situation always gets worse after federal elections, when every departing president has the nasty habit of emptying the state coffers and leaving the customs agents trembling. Since they won’t get paid anything for three or four months, they forget to ask for the official paperwork to be filled out, and their mouths fill with absurd sums, knowing that the flow of gringos will feed their families when the state can’t. There’s still a year or so to go before the next election, so, putting aside morals, Jeff is essentially indifferent: he just declares what he’s carrying, and the cost of the bribe ends up equivalent to that of the tax — only the pockets in which it ends up change, but that’s not his problem. He just wants to get to the other side.

He waits as the agent fills out forms, signs such and such document, pays for this, that, and the other, and finally crosses the border to his second home, that city forsaken by God and man — without drinking water, without sanitation, without paved streets, and without hope — and sighs with relief. Jeff is determined that he will not stop — he will keep on making his three weekly trips in this pick-up truck that has only seen El Paso and Juarez and that already bears 300,000 miles and tarts and cake and tiramisu and muffins and pies and eclairs and cobblers and rolls and bread and life.

{Translated by Adam Lischinsky}

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Love in the Time of Coronavirus,
by Patricia Martín Rivas.

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Theophany

[Leer cuento en español]

The neo-ancient birth of the phrase “streaming mass” brought Caroline delight mixed with relief. She has stoically resigned herself to renouncing her walks with friends to the Dish and her jazzercise classes, no matter how much she longs for them. All for the common good. And, well, she has a big backyard, where she can run, dance, or do flips on the trampoline if she wants. She never actually has, but why shouldn’t she?

Physical exercise is not, then, her main concern, but missing Sunday Mass is a harder pill to swallow. Now that is something unpardonable. She has given more than a fair shake to guided meditation videos on YouTube and theological chats over family dinner but, after weeks devoid of the reverend’s velvet words, the pit in her stomach bores deeper every second. How is it possible to face these apocalyptic times without the spiritual peace of Sunday’s congregation?

That’s why just reading “streaming mass” on her church’s website — in spite of the friction of its meaning, its almost paradoxical chronology — had made her feel a little bit closer to heaven.

This Sunday, dressed to the nines, she’s all set up to correct exams while she waits for the service to begin. She dialed in to the video call twenty-three minutes and fifty-seven seconds before the start of mass, when there was not yet another soul to be seen in this cyber-limbo, so she continues to wield her red pen, less focused than usual due to the angelic chime every time someone new joins.

Six minutes and fourteen seconds before the streaming mass, she puts the exams aside to be dealt with in a clearer-eyed moment and begins to focus on the images of the other devotees. There are dozens of them and, every time one speaks, her picture fills the screen and ruthlessly unveils all the secrets of her home, at a stroke transforming all the others into petty, unwitting domestic spies.

Although the longevity of the parishioners is hardly news to her, Caroline can’t help but be struck by the great host of pills in the foreground, of respirators in the background, of canes and walkers strewn about — not judging, not judging, that would be a sin, but you have to admit it’s striking. She, who drags the average age down quite a few years, finds it almost sinful to peer into room after room of these old people, the poor devils, awash among their pillboxes, their orthopedic devices, their embroidered cushions, and their antediluvian photos.

Holy Mass begins; and it turns out that the seniors, for whom this first encounter with video-conferencing is a baptism by fire, are not at all acquainted with the concept of “muting the microphone.” The reverend’s words are incessantly and irrepressibly interrupted by, “I don’t know that man from Adam,” and “Heavens, how does this work?” and “Turn up the goddamn volume, Joseph, for Chrissake.” Images of the reverend are interspersed with ladies in their Sunday best shouting that they don’t understand, with half deaf gentlemen who don’t understand that they are shouting, with shouting grandchild after grandchild, not understanding what’s not to understand.

Bedlam and chaos. The blind leading the blind.

Caroline, all dolled up for this long-awaited moment, finds herself getting more and more distracted. She tries again and again to focus on the word of God — praise to you, Jesus Christ — but the situation is more hilarious than solemn. And exasperating. So funny, but so maddening, but so funny.

The reverend sighs, blesses, sighs, sighs.

A young man — well, not so much young, as younger than the others — materializes on the main screen as if descended from from the heavens and demonstrates on a sheet of paper the steps for muting the damn microphone, written in letters the size of a soft-boiled egg. Caroline sees the promised land beckon, but the blessed vision lasts but a few moments; the Methuselahs click, click, click, they try, click, click, click, but nothing, click, nothing, click, click, nothing, nothing, nothing.

Hell, now in streaming.

Caroline boils inside — one must have the patience of Job… She bites her tongue, crosses herself, makes a perfunctory gesture of farewell and hangs up, closing her computer with restrained violence.

And her house is plunged suddenly into the deepest silence. And, there, in that sacred hush, there, there, hidden, there dwells her God.

{Translated by Adam Lischinsky}

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by Patricia Martín Rivas.

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Geografía

[Read story in English]

Tartaletas de fresa y nata, galletas de plátano, tiramisú artesanal, pastel de chocolate, tarta de zanahoria, magdalenas con glaseado de unicornio, corona de bizcocho de limón, dulces rellenos de cabello de ángel, rollos de canela y pan, pan y más pan. Todo caducado, pero algo es algo.

La emoción lo embarga siempre que prepara todos esos manjares para su gente, pero, desde que sucedió aquello de la persecución y la multa de ciento treinta y cinco dólares hace unos meses, a veces no puede evitar que lo invada la preocupación y pensar que quizás esta vez tampoco salga bien.

Acaba de irse del único supermercado que cedió a sus súplicas —ese Albertsons en el sur de El Paso del que suele sacar un carrito diario desde hace cinco años— y ya se nota especialmente tenso. ¿Lo dejarán pasar? Coloca los excedentes y los productos caducados con la parsimonia y la metodología de quien sabe lo que hace. Ya forma parte de su rutina: llega todos los días a la zona de carga y descarga, desde donde entra a la sección de panadería y pastelería, recopila todo lo que sus compatriotas no quieren para llevárselo a quienes no pueden elegir qué querer, lo mete en el carrito y lo reparte entre las hieleras que siempre carga en la cajuela.

Calma, calma, bebe agua, respira, entra en la camioneta, murmura una oración rapidita. Tiene los nervios de punta porque la semana pasada cruzó la frontera tres veces en un mismo día. No suele haber tanto ajetreo, pero parece que últimamente los productos perecederos gozan de menos popularidad entre los compradores estadounidenses y se acumulan, se acumulan, se acumulan y acaban en la basura.

Entierra la inquietud, arranca el motor y se dirige a la frontera empapado de la tranquilidad que arropan la esperanza y la fe. Ese trayecto de apenas cinco minutos se le llena de rostros: ojalá pueda verlos hoy. Primero se le aparece la carita de María Fernanda, a la que le mataron a los padres hace un par de meses y que siempre rezonga por el orfanato llenita de cariño y ansias de abrazos y besos y mimos. Después decide que le dejará algún pan a Angélica en casa, que ya está casi reparada después del último arrebato destructivo de su hijo adolescente, que se enganchó al pegamento de niño y luego se pasó a la marihuana y luego a la cocaína y luego al cristal. En seguida se le cruza la imagen de Rahui, que vive en la colonia tarahumara y que siempre quiere ayudar a descargar la camioneta y a repartir comida entre sus vecinos. Justo antes de llegar, le invade la mente el semblante de aquella mujer de humores desgastados a la que llaman Perrita, que adora el chocolate y los chistes verdes y a quien sus hijos abandonaron en el hospital psiquiátrico, donde habitan más de cien personas, después de que se cayera en la vía del tren y perdiera las piernas y un brazo. El simple hecho de pensar en ellos lo llena de calidez: la soledad de un divorcio sin hijos desaparece de un plumazo al llegar a Juárez, donde se reúne con su gente, a la que ve todas las semanas y se besan y abrazan (ahora mucho menos), juegan, rezan, cantan, ríen e incluso comen juntos en Navidad y en Semana Santa. Ojalá la aduana no le dé mucho lío al cruzar. Ojalá, ojalá.

Los agentes de ambos lados de la frontera lo tienen muy visto. Mientras que el regreso a Estados Unidos, con un registro digital de todas sus entradas y salidas, siempre es pan comido (tanto por tratarse de su propio país como por disponer del pase SENTRI para cruzar a sus anchas), México, sin embargo, suele ponerle problemas. Por eso, en cuanto se va acercando a la aduana, Jeff planifica cómo actuar. Podría jugársela pasando por la fila que anuncia «Nada que declarar», pero, si le toca luz roja, tendrá que darles explicaciones a los agentes sobre toda esa comida y se complicarían demasiado las cosas. Prefiere ir a lo seguro. Hay cinco puntos de entrada en la frontera —los conoce de sobra: empezó sus andaduras en 1997—, así que, para no despertar tantas sospechas, lleva la cuenta de cabeza de por cuál le toca cruzar cada vez. Aunque México dispone de menos controles de seguridad, a menudo los guardias tachan a Jeff de llevar demasiada comida. Ya tiene calculado cuánto se considera una cantidad aceptable —dos contenedores de un metro y medio de largo por trayecto, tres a lo sumo—, pero quizás hoy lo acusen de ir con más de la cuenta. Entonces tendrá que regresar y esperar a otro día e intentar distribuir la comida entre la gente sin hogar que encuentre por El Paso o entre sus vecinos, porque los bancos de alimentos solo aceptan donaciones de comida imperecedera. Como último recurso, Jeff picoteará un poco de esto y un poco de aquello antes de que se estropee, pero lo que le sobra al supermercado ya está en las últimas y a él no le cabe más pan en el congelador. Qué remedio: a veces resulta inevitable tirarlo y sus pensamiento siempre se visten de sus niños cada vez que se ve obligado a deshacerse de la comida estropeada.

Se va acercando a aquel alto muro que crece sin parar desde 1819 y Jeff no puede controlar el sudor. Caray, que llevas años y años haciendo esto. Hay un par de carros delante. Nada comparado con como suele ser: la frontera cerró el veintiuno de marzo y solo pasa a quien se le considera esencial. Él lo es, pero lo pueden rechazar por cualquier pretexto.

Si no lo dejan pasar, no va a intentarlo por otro punto de control. Odiaría vivir de nuevo aquello de la persecución y la multa del año pasado, cuando llevaba cuatro hieleras cargaditas de repostería y los agentes no lo permitieron cruzar y probó por otra entrada y pasó, pero los primeros guardias dieron el chivatazo y los segundos le pidieron que parara y él se puso a cantar a voz en grito para hacer como que no se enteraba de nada y lo persiguieron con un camión y lo devolvieron a Estados Unidos y lo regañaron de lo lindo y tuvo que pagar ciento treinta y cinco dólares por la bromita. Y dos mil trescientos pesos dan para mucho al otro lado. No, si no lo dejan pasar, no se la va a jugar otra vez. Ahora anda con pies de plomo: mejor volver otro día, aunque tenga que tirar aquella valiosa comida caducada.

Se acerca, se acerca la frontera, y Jeff tensa los hombros, aprieta el volante con las manos, reza y reza por que no le pongan problemas, silencia la música K-LOVE que siempre lo acompaña, se cala bien la gorra amarilla en la cabeza cana, se ajusta la mascarilla con estampado de tigre (mejor dejársela puesta, ¿no?), prepara el pasaporte y se lo entrega al agente con guantes y precaución y los ojillos azules brillando de súplica y las oraciones agazapadas en las comisuras de los labios. ¿Podrá cruzar?

Ya tiene caladitos a casi todos los agentes aduanales, a quienes no les importan un comino ni la gente que se muere de hambre en su país ni los niños de los orfanatos. Sin embargo, el de hoy, ese tal Jorge López, siempre lo desconcierta, porque, según por dónde sople el viento, ya muestra compasión, ya furia; y le puede dar tanto por tramitar oficialmente el impuesto por transportar alimentos, como por carraspear con la prepotencia propia de la autoridad para forzar la mordida, como llaman por acá al soborno.

Jeff sonríe con los ojos y chapurrea un buenos días, un cómo está, señor, un muchas gracias. Para no mostrar signos de debilidad y preocupación por el registro, se concentra en dibujar el recorrido del día en su mente. Antes de comenzar el reparto, conducirá hasta el kilómetro 27 para comprar carne, leche, huevos y fruta en el S-Mart. El dinero, que proviene de diversos donantes y de buena parte de los beneficios que Jeff saca de su propia tienda en eBay, da para una cantidad decente de alimentos frescos. Últimamente pasea por los abundantes pasillos del supermercado con perplejidad: están hasta arriba de papel higiénico, porque nadie se puede permitir el lujo de arramplar y almacenar en caso de hecatombe, porque, en los tiempos que corren, un supermercado lleno es sinónimo de miles de armarios y frigoríficos vacíos. En Ciudad Juárez mata a más gente el hambre y la droga que este dichoso virus.

El agente López le habla como si no lo hubiera visto doscientas cuarenta y dos veces y Jeff responde con amabilidad contenida y el agente López pregunta si tiene algo que declarar y Jeff menciona las tres hieleras hasta arriba de panes y dulces y el agente López lo mira con desconcierto y examina el vehículo con los ojos colmados de la sospecha de quien trabaja en las profundidades de la incertidumbre entre el bien y el mal.

Jeff siente de súbito que ese registro rutinario es de lo más rutinario y le invade la tranquilidad. Que sea lo que Dios quiera. A Jeff lo que de verdad le preocupa es que los amos del cotarro aprovechen la situación para atraer a los jóvenes más desesperados y los obliguen a vender droga. En abril impusieron en México el semáforo rojo, con distanciamiento social obligatorio, y cerraron más del setenta por ciento de las grandes fábricas de Juárez. Ahora mucha gente está de patitas en la calle y morirá de hambre: quedarse en casa no es una opción, sino un privilegio. 

Encima de todo, ese virus tiene a los cárteles encabronados, porque la mayoría de los ingredientes para elaborar narcóticos vienen de China y las prohibiciones a la hora de transportar mercancías desde el país asiático se traducen en esta tierra como privaciones para enriquecerse. Muy encabronados. Las fronteras cerradas dilapidan las rutas de la droga. Encabronadísimos. Hace unas semanas, asesinaron a cinco gringos, incluida una profesora de colegio con la que Jeff colaboraba.

Pero a Jeff no le dan miedo esos matones y conduce la camioneta de acá para allá con sosiego, con su musiquita cristiana y con su «You have a friend in Jesus» en la matrícula, repitiéndose y repitiéndose que los tipos malos temen a Dios. Con sesenta y siete años, lo que quizás debería temer de verdad es el virus, por ser grupo de riesgo y andar de un lado para otro, pero le da mucho más pavor que su gente no tenga qué llevarse a la boca.

El agente López mira a Jeff con apatía: parece que hoy toca arancel legal; doscientos, trescientos pesos por hielera tendrá que pagar. No es tan mal momento ahora en realidad: la crisis sanitaria no impide que los funcionarios sigan cobrando, así que Jeff solo se ve obligado a recurrir a las mordidas un tercio de las veces que cruza la frontera. La situación empeora después de las elecciones federales, porque cada presidente que se marcha tiene la fea costumbre de vaciar los bolsillos del estado y dejar a los agentes aduanales temblando; y, como no cobran nada durante tres o cuatro meses, se olvidan de pedir a quienes cruzan que rellenen el papelito oficial y se les llena la boca de precios ridículos, en la certeza de que aquel flujo de gringos alimentará a sus familias. Aún queda un año y pico para las próximas elecciones, así que, fuera del plano moral, a Jeff en realidad le da igual una cosa que otra: siempre y cuando declare lo que lleva, la suma de los impuestos y de la mordida es idéntica en tiempos tranquilos y solo varían los bolsillos en los que acaba, pero ese no es problema suyo. Él solo quiere estar al otro lado de la frontera.

Espera a que el agente rellene tal o cual papel, firma uno o dos documentos, paga esto y lo otro y por fin cruza a su segundo hogar, aquel paraje dejado de la mano de Dios —sin agua potable, sin alcantarillado, sin pavimento y sin esperanza— y suspira con alivio. Jeff no se plantea parar y seguirá realizando sus tres viajes semanales en aquella camioneta que solo conoce El Paso y Juárez y que ya carga casi medio millón de kilómetros y de tartaletas y de galletas y de tiramisú y pasteles y de tartas y de magdalenas y de coronas y de dulces y de rollos y de panes y de aprendizajes.

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Más cuentos pandémicos basados en historias reales en
El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Teofanía

[Read story in English]

La eclosión neovetusta de las palabras «misa en streaming» le causó un regocijo embadurnado de alivio. Se ha resignado estoicamente a renunciar a las caminatas con amigas por el Dish y a las clases de jazzercise, por mucho que le gusten. Todo por el bien común. Y, en su gran jardín trasero, podría correr, bailar o saltar en la cama elástica si quisiera. Nunca lo ha hecho, pero por qué no.

El ejercicio físico no es, pues, su mayor preocupación, pero sí le tortura perderse la misa de los domingos. Eso sí que no lo perdona. Ha dado una oportunidad a los vídeos de meditación guiada en YouTube y a las conversaciones teológicas durante la cena en familia; pero, después de unas cuantas semanas sin las palabras de terciopelo del cura, el huequito en el estómago se agranda a cada segundo. ¿Cómo afrontar estos tiempos turbulentos sin la paz espiritual de la santa congregación dominical?

Por eso, solo con leer «misa en streaming» en la web de su iglesia —a pesar de sus significados chirriantes, casi de cronología antónima—, se sintió un poquitito más cerca del cielo.

Hoy domingo, se ha vestido como para una boda y se ha dispuesto a corregir exámenes mientras espera a que empiece el servicio. Ha conectado la videollamada veintitrés minutos y cincuenta y siete segundos antes del inicio de la misa, cuando aún no había ni una sola alma por el ciberespacio cristiano, así que sigue tachando errores y poniendo notas, más distraída que de costumbre, debido a las campanitas que suenan, casi celestialmente, cada vez que alguien se conecta.

Seis minutos y catorce segundos antes de la misa en streaming, aparta los exámenes para revisarlos en un momento de más clarividencia y se empieza a fijar en las imágenes del resto de asistentes. Los hay por decenas y, cada vez que alguien habla, su ventana se convierte en la principal y muestra todos los secretos hogareños sin despojos, transformando en un santiamén a todos los demás en míseros e involuntarios espías de salones.

Aunque la longevidad de los parroquianos no es ninguna novedad, Caroline no puede evitar que le llame la atención la gran cantidad de pastillas en el primer plano, de respiradores en el último, de bastones y andadores por aquí y por allá —sin juzgar, sin juzgar, que es pecado: pero ¿no crees que es llamativo?—. A ella, que baja la media de edad un buen puñadito de años, le resulta casi pecaminoso espiar en los salones y salones de aquellos ancianos, los pobres ahí, entre sus pastilleros, sus cacharros ortopédicos, sus cojines bordados y sus fotos de antes de la guerra.

Empieza la santa misa; y los abuelitos, que usan el ordenador de pascuas a ramos, no están familiarizados en absoluto con el concepto «silenciar el micrófono». Las palabras del padre se ven, incesante e inagotablemente, interrumpidas por un «si aquí no hay ni Cristo», un «cielos, cómo funciona esto», un «sube el volumen, Joseph, por el amor de Dios». Las imágenes del padre se intercalan con señoras emperifolladas que gritan que no se enteran, con señores medio sordos que no se enteran de que gritan, con nietos y nietos que gritan y no se enteran de que no se enteran.

Estrépito y caos: qué calvario.

Caroline, vestida como un pincel y deseosa del momento, cada vez se siente más distraída y no hace más que intentar centrarse en la palabra de Dios —gloria a ti, señor Jesús—, pero la situación es más hilarante que solemne. Y exasperante. Y qué risa, pero qué desesperación, pero qué risa.

El cura resopla, bendice, resopla, resopla.

Un hombre joven —no tanto joven, joven, sino joven en comparación con el resto—, aparece en la pantalla principal como caído del cielo y muestra en un folio las instrucciones sobre cómo silenciar el maldito micrófono, escritas con letras del tamaño de una manzana. Caroline ve el cielo abierto, pero la bendición dura unos instantes: los longevos corderos, clic, clic, clic, lo intentan, clic, clic, clic, pero nada, clic, nada, clic, clic, nada, nada, nada.

Infierno en streaming.

Caroline explota por dentro —porque la procesión va por dentro, pero mecagüen D…—. Se muerde la lengua, se santigua, hace ademán de despedirse y cuelga cerrando el ordenador con violencia contenida.

Y su casa se sume súbitamente en el silencio más sigiloso. Y, ahí, en ese sacro silencio, ahí, ahí, escondido, ahí se resguarda su Dios.

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El amor en los tiempos del coronavirus,
de Patricia Martín Rivas.

El amor en los tiempos de coronavirus_Patricia Martín Rivas

Catarsis

Qué bonito el mensaje de Rose. ¿No es encantadora Rose? Hace años que no hablan y ahora, de repente, le manda estas bellas palabras. Siempre ha tenido un corazón enorme Rose, ¿verdad? El mensaje de su antigua amiga arropa a Laura toda la mañana y le ilumina el confinamiento durante unos cuantos días. La buena de Rose, qué ramalazo le ha dado, qué atenta, mírala.

Menos de una semana después le llega un saludo de Linda, tan melifluo como el de su otra amiga: que si su mágica sonrisa, que si sus gráciles andares, que si su dulzura inigualable. Laura se siente bien, arropada por el cariño de la gente a la que quiere. Qué suerte tiene. Qué suerte.

El mensaje de Richard es el que despierta sus sospechas: «Siempre que vislumbre el cielo californiano, sentiré que me están mirando tus ojos azules, que son, han sido y serán los más bellos que existan». ¿Y este hombre? ¿Cómo que ahora le da por la zalamería? Él siempre ha sido como un libro cerrado, como un ser inerte y sin sentimientos que existe pero que no es. Y ahora qué mosca le habrá picado. Bueno.

Bueno.

Bueno, lo que pasa es que Laura lleva años enferma y los mensajes se multiplican víricamente, se convierten en un goteo constante y diario. Lo que empezó como un rayo de luz se convierte en una tormenta: más que de cariño, cada mensaje está cargado de truenos fulminantes con previsiones obituarias.

¿Años enferma? Lustros, más bien: un tumor cerebral, lupus, linfoma, cáncer de estómago, EPOC y a saber qué más. Su cuerpo, paradigma y viva imagen del vademécum. Lo que pasa es que nadie cree que Laura vaya a sobrevivir a la pandemia y no le mandan mensajes de amor, sino de despedida, de muerte. 

Laura se enfurece: si alguien va a sobrevivir, será ella: la máxima superviviente. No por nada, simplemente que protegerse es su especialidad. Ella podría dar lecciones magistrales sobre pasar semanas sin poner un pie en la calle y no perder la cabeza, sobre evitar virus y bacterias, sobre sobrevivir.

Como vuelva a recibir un mensaje sobre su esplendorosa sonrisa, sus andares livianos o su exultante dulzura, va a vomitar. Quizás el coronavirus no pueda con ella, pero esta avalancha de mensajes contagiosos la tiene con un pie en la tumba. De verdad.

Se acumulan palabras y palabras y palabras, que se niega a leer, así que se le enquistan y le supuran y la envenenan. Para sobreviviente, Laura. Basta ya.

Pero, una mañana, ojeriza y vencida, abre el ordenador y se resigna a leer la ristra de mensajes de muerte apilados. Así, juntitos, resplandecen. Laura brilla toda entera: quizás sí que sean palabras de cariño… Eros/Thánatos/Eros: palabras de amor pero de muerte pero de amor.

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