Solitas

Los asistentes, como no podía ser de otra manera, se entusiasmaban. El predicador, hijo de predicador, seguía predicando, y la ovación y las lágrimas se entremezclaban en la emoción indecible de un sermón interminable. Te mentiría si te dijera que en algunos momentos no me contagié de la alegre intensidad divina. Yo, la atea por antonomasia, cuyas convicciones acérrimas casi se derrumban por el efecto de esa gloriosa comunidad, en la que cantábamos y bailábamos el gospel, nos sonreíamos en cada cruce de miradas, nos recitábamos versos sacro-amorosos agarrándonos de las manos.

Tenías que haber visto sus caras. Sonreían sin parar, porque [se creían que] Dios los guardaba; cantaban, bailaban, alabado sea el Señor, se daban las manos, nos dábamos las manos, cantábamos. Yo no repetía las palabras del predicador, pero si lo hiciera, alabaría a la Señora: esa abogada que te está ayudando en el camino hacia la justicia. Por primera vez me olvidé de todo lo que no estaba entre esas cuatro paredes.

Es por eso que casi creí en Dios(a) en aquel edificio destartalado de Brooklyn. Huí hasta allí porque Manhattan me dolía demasiado: los rascacielos, que siempre me han apasionado, se me dibujaban como

F F F

A A A

L L L

O O O

S S S

Y los cuadros de Frida representaban tu lucha (nuestra lucha, qué carajo).

Y la calle Mercer me recordó a cuando Ana Mendieta se

«C

A

Y

Ó»

del piso 34.

Y aún no hay estatuas con nombre de mujer en Central Park.

Y el edificio Dakota cobija a una Yoko Ono culpabilizada, invisibilizada, ninguneada.

Y.

Me habría encantado llamar a tu abogada a ratitos, para que nos hiciera justicia a todas (a todas: a las del presente, pero también a las del futuro y, ojalá todopoderosa, a las del pasado): una Diosa justiciera que nos vengue por los crímenes acometidos durante siglos y siglos. Quiero que esa Abogada sea nuestra Señora, nuestra Diosa, y que en el juicio consiga castigar a ese diablo que decidió dañarte, hijo de un sistema que es el mismo Diablo, lleno de diablos juzgados por diablos que arguyen estratagemas para perpetuar sus diabluras.

Pero, querida sobrina, no solo pienso en ti en los momentos negativos, no te creas. Brooklyn se convirtió en mi refugio desde que vi The Dinner Party, y te quise a mi lado más que nunca.

Sojourner Truth.

Sacajawea.

Anna van Schulman.

Christine de Pisan.

Etceterísima.

Solo Diosa conoce el martirio de aquellas mujeres, con las que Judy Chicago hizo {algo de} justicia. ¿Tú ya la has visto, Gabriela? (Pese a tener solo dieciséis años, has conocido tanto que ya me pierdo.) Algún día la disfrutaremos juntas: esta comunidad de bellas representaciones de vaginas nos aliviará un poquito el suplicio, aunque no cantemos tanto ni tan bien ningún Gospel.

Y fue justo después cuando entré a aquella iglesita guiada por los cánticos que resonaban desde el exterior, aunque no conseguí aguantar toda la arenga: el tonito sermonario logró desquiciarme. Esa gente se refugia para escapar de un exterior donde la policía dispara según el aspecto físico; pero al final es una ficción: un lugar tan resguardado y tan sagrado como en el que te pasó a ti todo eso. Y sentí que me ardían los pechos y tu carita se me apareció con fuerza y me dijiste que me fuera, que era mentira, que ningún lugar es seguro, que era mentira, que ningún lugar es seguro, todo mentira.

La lluvia de fuera me llenó las gafas y los pensamientos de gotitas. «Gabriela, Gabriela», pensaba. «¿Cómo estarás, Gabriela? ¿Estás en un lugar seguro? ¿Hay algún lugar seguro? ¿O has dejado de creer en ellos?». Y pensaba en la Diosa y deseaba con fuerzas convertirme en su predicadora y quería que te ayudara.

Me noté de repente una acuciante humedad en la entrepierna: inevitablemente, la sangre había invadido mis bragas y mis leotardos. Oh, no: el vestido bermellón se había teñido de un rojo más fuerte. ¿Y la silla? Le rogué vehementemente a Diosa haber dejado un asiento libre de menstruación.

Casi llamo a Roger para anular la cena en Manhattan porque desbordaba sangre, pero se me apareció tu carita de nuevo, Gabriela, y me regañó por dejar que una manchita de nada me arruinara los planes de la última noche neoyorquina.

El lavabo de Roger y Beatrix estaba averiado. {Mecagüen Diosa.} Los juguetes de su nena yacían desperdigados por la bañera. Beatrix me dijo que usara el fregadero de la cocina, hasta arriba de cacharros. Ella habría entendido perfectamente lo del desbordamiento, pero no quise molestarla más: ya tenía bastante con el catarro, el embarazo complicado y la nena saltándole sin tregua alrededor. La maniobra con la copa siempre implica manos ensangrentadas, y no estaba dispuesta a lavármelas ni sobre los dinosaurios de goma en la bañera ni sobre los platos apilados de la familia. Una vez más en mis veinte años menstruando, tuve que improvisar una compresa con papel higiénico y, por si las moscas, me senté en el suelo para no manchar ningún tipo de tapicería.

Insistí en partir, porque Beatrix tosía sin parar y se quejaba del tripón —y porque quería cambiarme—, pero nos costó arrancar. Tú te habrías puesto de los nervios: mientras Roger hablaba y hablaba, Beatrix atendía la nena y fregaba los platos sucios, a pesar del nefasto catarro y de aquel feto que llevaba meses presionándole los nervios. Yo intentaba distraer a la nena, pero lo único que la atrajo hacia mí durante más de diez segundos fue aquella torre de peluches que me dio por hacer y que más bien parecía una orgía animal.

Tuve que limpiar el suelo con disimulo y con saliva antes de marcharnos. (Siento ser un ejemplo desesperanzador; tú eres más organizada: ojalá consigas aprender a controlar mejor el sangrado.) Llegamos por fin al restaurante y bajé al baño ipso facto, augurando un paraíso de pulcritud, váteres y lavabos, pero había una de esas personas que te echan jabón y te abren el grifo y te dan toallas con la cabeza gacha, como si una tuviera muñones o como si una estuviera a favor de la servidumbre. Me cambié el pañalcompresapapelhigiénico y no me hurgué en los adentros para extraerme la copa, vaciarla y ponérmela de nuevo. ¿Qué iba a hacer, Gabriela? ¿Ir con las manos ensangrentadas para hacerle pasar un mal rato a esa pobre criada a la que ni le dejé una propina? (Como siempre, no tenía ni un puñetero dólar en el bolsillo.) Para disfrutar de la cena, aposté por apretar los chacras y no beber tanta agua, como si tales trucos de pacotilla funcionaran.

Pero eso no fue lo peor que me ha pasado en el viaje, Gabriela: ayer en Central Park, una muchacha argentina me pidió que le sacara una foto. Por intentar entablar una conversación, le pregunté si había venido solita a Nueva York. Solita. Yo también viajaba sola, pero quedó fatal. La argentina me transmitió el desdén que merecía con los ojos —«¿le dirías a un tipo si vino solito?»— y se despidió rápida, abruptamente. Por primera vez, no quise que estuvieras a mi vera, porque te habría avergonzado (la ensoñación de tu carita se me apareció, claro, sonrojada).

Luego deambulé por el East Village con la ensoñación de tu carita persiguiéndome. Se me hace inevitable: en cada esquina plañidera me imagino tu pena y tu rabia y tu dolor y tu impotencia y no puedo parar de pensar en ti y no soporto la impotencia ni el dolor ni la rabia ni la pena que me inundan. Me sentía completamente minúscula y ninguneada: decidí parar, respirar, mirar al cielo y escuchar música, en otro de los tantos intentos de abotargar mis pensamientos. Pero de repente saltó Sunshine of Your Love y tu dolor se mezcló con mis propios recuerdos. A mí no me pasó en el grupo de la iglesia, como a ti, sino en el portal de mi casa. Sí: a mí también me violaron, Gabriela. Y también me sentía culpable. Y también conocía a mi agresor: era mi novio. Me llevó a casa un día que me emborraché demasiado y, a cambio, me forzó antes de morir en mi habitación, porque me lo estaba pasando muy bien con mis colegas y no me puedes decir que no, porque he tenido que pagar un taxi para ir a buscarte, no me puedes decir que no, porque cómo me vas a dejar así, no me puedes decir que no, no me puedes decir que no, NO ME PUEDES DECIR QUE NO. Fue él quien me pasó esa canción, que aún conservo en mi colección de música, y que siempre me recuerda (in)conscientemente a él y a su fuerza.

Aquel hombre que se masturbó en el vagón vacío del túnel de metro más largo del mundo nunca me pasó ninguna canción, así que solo se me asoma en los recuerdos cada vez que estoy sola con cualquier hombre en cualquier vagón de cualquier metro de cualquier mundo. Tampoco tengo ninguna canción que me recuerde a aquel compañero de clase en el instituto que me estampó contra el muro cuando rechacé ser su novia, porque no puedes ser tan simpática conmigo si no quieres nada más. Alguna canción en francés me recuerda a veces a David, quien rompió mi televisión a golpes al darse cuenta de que las únicas opciones pornográficas estaban codificadas. Y no es una canción, sino la sidra, la que me recuerda a aquel desconocido que me agarró una teta cuando me sujetaba el pelo mientras vomitaba. Por eso me dolió cuando me dijiste que había sido tu culpa, Gabriela, porque nos hacen pensar que siempre es nuestra culpa, incluso cuando no hacemos nada. Está muy bien tramado, ¿verdad? Al menos tú lo has denunciado, Gabriela, no como yo, que no he hecho nada y ya no creo que lo pueda hacer.

Dice la canción que voy a estar pronto contigo, mi amor, que llevo mucho tiempo esperando, que estoy contigo, mi amor, sigue, los dos solos, que voy a quedarme contigo, cariño, hasta que se me sequen los mares. No me explico por qué sigo conservando Sunshine of Your Love. Le Tigre, Ana Tijoux, Excuse 17 y las demás me empoderan, pero me olvido masoquistamente de borrar las canciones hirientes. ¿Será porque recordar las heridas pretéritas nos hace más fuertes?

Las cicatrices nos hacen más cautas, desde luego.

Y entonces entendí que mi ex era otro predicador más que tergiversa la Palabra {de Cream}, cuya letra dibuja en mí una cicatriz imborrable; que ellos, los violadores, o se dejan llevar por el Diablo —y por Dios— o son el Diablo —y se creen unos todopoderosos—, y en cualquier caso merecen ser castigados; que nos han violado y nos violan, pero que en algún momento del futuro no nos violarán nunca jamás, Gabriela, ya lo verás: las violaciones no serán nada más que parte de la historia macabra perpetuada por el Hombre [Hombre como sinónimo de hombres, no de Humanidad]. Alabada sea Diosa, diremos. Alabada sea la Señora.

Mi cadena de pensamientos se desviaba sin cesar, irremediablemente, hacia la argentina solita y Beatrix —que también estaba solita—, porque así evitaba acordarme de tus horrores, Gabriela. Aquellas mujeres tan solitas seguramente también sean las sobrinas de alguien. Y yo, yo también estoy solita. Y tú, Gabriela, también estás solita. Todas estamos solitas cuando estamos solas, pero tenemos derecho a estar solas y nos gusta estar solas y nos merecemos poder estar solas. Y nos tenemos las unas a las otras, que no se te olvide: nunca estaremos solas cuando nos necesitemos.

Vuelo en un rato a casa. El ~juicio final~ es la semana que viene —y quizás se celebre antes de que te llegue esta carta: el correo ordinario se me antoja mucho más romántico—. Ante todo, te pido que cruces los dedos, Gabriela: cruzar las piernas nunca nos sirvió de nada.

[Solitas fue el cuento más votado
del concurso XII Premio Joven de relato corto El Corte Inglés
del Club de escritura Fuentetaja]

Mapa literario de Madrid

Madrid ha servido como escenario de infinidad de obras literarias, en las que se dibuja la villa con el paso del tiempo. Hemos seleccionado seis libros escritos en los siglos XIX, XX y XXI que se desarrollan en Madrid y hemos creado rutas literarias por toda la ciudad.

Es posible navegar por el mapa interactivo con el ratón para acercarse y alejarse y, además, al pinchar en el icono de arriba a la izquierda, se pueden seleccionar o quitar las casillas con las rutas propuestas, para poder ver así el número deseado de ellas. Asimismo, al pinchar en cada letra aparece una cita de la obra en cuestión en la que se mencionan los sitios marcados y una fotografía del aspecto actual del lugar. Si quieres ver el mapa más grande, pincha en el icono en la esquina superior derecha. Hay más información de cada obra más abajo.

Disfrútalo: viajar y leer nunca han estado más unidos.

En las citas del mapa se puede observar cómo la capital española ha sido durante siglos escenario de diferentes momentos históricos y cambios sociales, los cuales han querido plasmar sobre el papel escritores procedentes de todos los rincones del país. Resulta interesante analizar las diferentes costumbres de los personajes en ciertos puntos de la ciudad, como la prohibición de que las parejas se abracen en público descrita en La voz dormida, de Chacón, con la antigua estación de Delicias de fondo. Se aprecian también los negocios tradicionales y familiares de barrio, como la tienda de tubos en la calle de la Magdalena que describe Galdós en Fortunata y Jacinta o la de lavabos en la calle de Sagasta de la que habla Cela en La Colmena. Algunos lugares emblemáticos ya han desaparecido, como el Café de Fornos, famoso por sus tertulias literarias, al que acuden los personajes de El árbol de la ciencia (Baroja), hoy reconvertido en un Starbucks. A su vez, otros lugares fantásticos son hoy en día ciertamente símbolos de la ciudad, como la inventada “buñolería modernista” de Luces de bohemia (Valle-Inclán), que en realidad es la imprescindible y siempre concurrida chocolatería San Ginés. La ciudad y la literatura se casan en estas obras, creando momentos tensos, pasionales, divertidos o tristes. En todo caso, como le ocurre al abuelo de la protagonista de El corazón helado (Grandes), Madrid es una ciudad para querer y echar de menos.

Por último, ofrecemos un breve comentario de las obras que aparecen en el mapa.

Fortunata y Jacinta (Benito Pérez Galdós, 1887)

Fortunata y Jacinta (Benito Pérez Galdós, 1887)

Aunque naciera en Las Palmas de Gran Canaria en 1843, Galdós basó gran parte de sus novelas en Madrid, retratando la España de la segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX de una manera profunda y, hay que reconocerlo, algo espesa. Su obra se encuadra en el Realismo y se le considera uno de los mejores escritores españoles de todos los tiempos. La capital española tiene un peso tan magno en su obra, que existe la expresión Madrid galdosiano, equiparable al París de Balzac y al Londres de Dickens.

Fortunata y Jacinta está protagonizada, como su propio nombre indica, por personajes femeninos, algo muy común en la obra de Galdós, que colocó a muchas mujeres en el primer plano como personajes centrales de sus novelas, en obras como Tormento, Marianela y Misericordia. Fortunata y Jacinta se relacionan la una con la otra a través de Juan Santa Cruz, el hombre con quien ambas mantienen una relación amorosa. La obra crea un universo muy detallado, tanto que alrededor de los personajes principales hay más de un centenar de secundarios, en un Madrid marcado por acontecimientos históricos de gran relevancia sucedidos entre 1869 y 1876: los últimos coletazos de la Revolución de 1868, el Reinado de Amadeo I de España, la Primera República, los golpes militares de Pavia y Martínez Campos y la Restauración. En los años 80 se hizo una miniserie basada en este libro.

El árbol de la ciencia (Pío Baroja, 1911)

El árbol de la ciencia (Pío Baroja, 1911)Pío Baroja nació allá por 1872 en San Sebastián, en el seno de una familia acomodada y estrechamente relacionada con el periodismo. Cuando tenía tan solo siete años, su familia se trasladó a Madrid, donde empezó a conocer a fondo la capital española. Vivían concretamente en la calle Fuencarral y luego en la calle del Espíritu Santo, algo curioso si se tiene en cuenta que la ruta trazada en nuestro mapa basada en su obra pasa muy cerca de estas calles tan céntricas, lo que demuestra la relación del escritor de la Generación del 98 con Madrid.

En El árbol de la ciencia, Baroja narra la historia de Andrés Hurtado, en una novela narrativa y filosófica en la que se retrata fielmente el Madrid de finales del siglo XIX. El autor es pesimista con lo que ocurre en el país durante esa época, dibujando un retrato agrio, incómodo y áspero de la situación. Como el escritor donostiarra, Hurtado estudia en el instituto San Isidro, en el barrio de La Latina, y luego Medicina en la Universidad Complutense de Madrid. Los personajes de esta obra semiautobiográfica trasmiten las angustias de la época y el desasosiego de un modo magistral.

Luces de bohemia (Ramón María del Valle-Inclán, 1924)

Luces de bohemia (Ramón María del Valle-Inclán, 1924)Ramón María del Valle-Inclán nació en un municipio pontevedrés en 1866. Su obra se encuadra dentro del Modernismo y su mayor logro literario es la creación del estilo que él mismo denominó Esperpento, que consiste en buscar el lado cómico hasta en las circunstancias más trágicas. Después de estudiar Derecho en la Universidad de Santiago de Compostela (sin llegar a terminar la carrera), pasó su primera estancia larga en Madrid, donde acude a varios cafés literarios con asiduidad, reuniéndose con escritores como Baroja. Pasó el resto de su vida cambiando de residencia entre Pontevedra, Madrid y México. En su segunda etapa en Madrid, después de ser funcionario con un sueldo fijo, decidió dejarlo todo para dedicarse a la literatura y a la interpretación, llevando así una vida bohemia.

Luces de bohemia nació siendo un ejercicio literario que salió por fascículos en un diario en 1920, pero se publicó con su forma definitiva en 1924. La obra de teatro (que se ha representado en infinidad de escenarios durante décadas y décadas) está protagonizada por Max Estrella, que recorre durante una noche las calles de Madrid, en concreto Sol y Huertas, junto con Don Latino de Hispalis, en un retrato ciertamente esperpéntico del Madrid más bohemio y, a la vez, representando situaciones extravagantes. Los personajes viven en la desesperanza de un país hundido durante la época de la Restauración.

La colmena (Camilo José Cela, 1951)

La colmena (Camilo José Cela, 1951)El Nobel de Literatura Camilo José Cela nació en La Coruña en 1916, en una familia adinerada. Cuando tenía nueve años, su familia se trasladó a Madrid, y más adelante Cela, como Baroja, estudió en el instituto San Isidro de Madrid y comenzó la carrera de Medicina. Pronto comenzó a interesarse en escribir literatura, mientras se dedicaba a otras labores para tener un sueldo fijo. Su estilo se enmarca en el Tremendismo y el Realismo Social.

La colmena también fue censurada por la España franquista, pero Cela consiguió editarla en Buenos Aires. Comenzó a escribir el libro en Madrid, ciudad que tomó como escenario (y en la que, por cierto, muriera en 2002). Las diferentes historias que se entremezclan entre sus páginas se desarrollan en infinidad de calles de Madrid, algunas de las cuales no se encuentran en este mapa, como Manuel Silvela, Ventura de la Vega o Luchana, con la ficción centrada entre el sur del castizo barrio de Chamberí y la calle Atocha. Con una narrativa ágil y minuciosa, esta obra maestra basa las relaciones entre un entramado de unos trescientos personajes (en su mayoría, de clase media baja), que se mueven por espacios múltiples, en los que las calles de Madrid sirven como lugares de paso, con un telón de fondo de una ciudad tremendamente afectada por la posguerra. El magnífico Mario Camus realizó la versión cinematográfica en 1982.

La voz dormida (Dulce Chacón, 2002)

La voz dormida (Dulce Chacón, 2002)

La novelista y poetisa pacense Dulce Chacón, nacida en 1954, comenzó a tener un reconocimiento sólido tan solo un año antes de su muerte prematura gracias a La voz dormida, a partir de la cual Benito Zambrano rodó una película homónima en 2011. Chacón vivió en Madrid desde los once años, puesto que su familia decidió trasladarse a la capital. Desde hace más de una década, el Ayuntamiento de Zafra, su ciudad natal, de donde es además hija predilecta, concede el Premio Dulce Chacón de Narrativa Española cada año.

Chacón pasó cuatro años documentándose y escribiendo La voz dormida, que narra las penurias en la cárcel de mujeres de Ventas, al este de Madrid, durante los duros años cuarenta, con una España hundida por la posguerra y la represión franquista. Otro espacio madrileño predilecto en la novela es la esquina de la calle Relatores y la calle Atocha, donde hay un pequeño hostal en la ficción. Los personajes, basados en personas reales con historias tan cruentas que la autora decidió suavizar, recorrerán las calles colindantes en búsqueda de libertad, de respuestas y de justicia. La voz dormida es una novela dura, con escenarios tristísimos como el Ministerio de la Gobernación (donde se realizaban torturas franquistas) o el cementerio de la Almudena, pero narrada de una forma soberbia, en la que la escritora recreó seis décadas después un Madrid teñido de horrores.

El corazón helado (Almudena Grandes, 2007)

El corazón helado (Almudena Grandes, 2007)Almudena Grandes (1960) es la única entre estos seis escritores nacida en Madrid. Grandes ha escrito novelas contemporáneas de gran éxito, como Las edades de Lulú Atlas de geografía humana. Su obra se centra principalmente en las épocas de la posguerra y la transición (la cual considera un fracaso) y ha sido galardonada con gran cantidad de premios. Ella mismo habla de la influencia en su obra de, entre otros, Benito Pérez Galdós.

Grandes leyó más de doscientos libros sobre la Guerra Civil Española, cuyo resultado fueron las más de novecientas páginas de El corazón helado. Los personajes principales (uno de familia falangista y la otra, republicana y exiliada en Francia) se enfrentan a los fantasmas del conflicto bélico décadas después de su fin, intentando encontrar respuestas y paz. El recorrido de esta obra es el más largo de todos los que hemos creado, puesto que en ella se narran hechos sucedidos en toda la ciudad de Madrid, no sólo la parte más céntrica. Aparecen lugares comunes con otras obras, como el cementerio de La Almudena, pero también se mencionan otros sitios, como los barrios de Salamanca o Tetuán. Esta obra es, por tanto, un relato minucioso de las cicatrices del pasado y la memoria que ha de mantenerse en el presente.

[Artículo escrito por Patricia Martín Rivas
y publicado originalmente en Wimdu.]

Palabras intraducibles

LLETRAFERIT
[Catalán] 
~Amante de las letras~

Cuando traducía, a veces —muchas, muchas veces—, sentía como si le atravesara una flecha: ya se había topado de nuevo con una palabra salvaje e indoblegable. La flecha sabía a historia, a recuerdos de antaño, a canas, a floración perenne y a castañas asadas. La flecha —oh, la flecha— hería porque rezumaba verdades y leyendas y solo podría trasladarse a otra lengua dando rodeos a la palabra —palabra bellamente intraducible—: sintiéndola, vistiéndola, describiéndola hasta cubrir un agujerito donde se hallaban los pedazos que carecían de nombre. La flecha enriquecía la lengua y la vida y los recuerdos y la memoria.

SCHADENFREUDE
[Alemán] 
~El placer obtenido a partir de la miseria ajena~

Necesitarías varias vidas para leer toda la literatura en español, una lengua que se empezó a registrar por escrito en el siglo XIII.

En el Yucatán de 1562, el misionero español Diego de Landa ordenó el auto de fe de Maní, por el cual se destruyeron innumerables objetos mayas. De Landa escribió a propósito:

«Hallamosles grande número de libros de estas sus letras y, porq no tenían cosa en que no oviesse superstiçion y falsedades del demonio, se los quemamos todos, lo quala maravilla sentían y les dava pena.»

Los mayas realizaron registros escritos durante casi dos mil años, con un complejo sistema de signos.

[Dos mil años son veinte siglos. Veinte.]

Podrías leer los veinte siglos de escritura maya en un par de tardes: solo cuatro libros se salvaron del nombre de Dios.

TSUNDOKU
[Japonés] 
~Dejar un libro a medias de leer
con otros libros a medias de leer~

I

Las bibliotecas siempre me han parecido los lugares más llenitos de muerte y de belleza: no son más que un cementerio de autores (y unas poquititas autoras) que ya no existen más que en la tumba de las palabras —palabras, en algunos casos, ya muertas: de tumba doble—: voces muertas de voces muertas; autores a veces tan complejos (a veces tan pesados) que queremos leer y no leemos y los rematamos un poquito más.

II

Pero ese día, después de esa noche en que me quedé sin batería en mitad de una película, me aventuré a la biblioteca. Rodeada de voces muertas, busqué un asiento cerca de un enchufe y conecté el ordenador y, sin que pudiera hacer nada para remediarlo, comenzaron los jadeos.

De los nervios, no atinaba a meter la contraseña, jadeos, tímidas miradas de asombro, jadeosjadeos, fallo al poner la contraseña, jadeosjadeosjadeos, pupilas acusadoras inundadas de juicio final, jadeosjadeosjadeosjadeos.

Puse la contraseña y, un segundo antes de conseguir parar el vídeo, quedó claro que los gritos no eran de placer, sino de la angustia y la desesperación fílmicas de aquella familia española ahogándose en las aguas de un tsunami.

Como si el orgullo alguna vez me hubiese importado, conseguí aguantar el tipo haciendo con que investigaba y narraba una tesis maestra durante dos horas, seis minutos y catorce segundos.

III

Y aquellas fueron las últimas dos horas que he pasado en una biblioteca. Al fin y al cabo, mi escritorio ya yace a la sombra del críptico Sartre, del infumable Galdós y de las olvidadas —por no estudiadas, pese a homenajeadas—: Alós, Zayas, Laforet, Coronado. Mi estantería ya es un cementerio de voces que empecé a leer y se me atravesaron o me aburrieron u olvidé. Mi estantería ya está repleta de voces muertas de voces muertas, que oyen (mis) jadeos y no me juzgan y siguen muriendo amarilleando.

MOKITA
[Kilivila]
~La verdad que todo el mundo conoce,

pero de la que nadie habla~

Nunca se me ha ocurrido celebrar la venta de un Mendieta; ni maldecir a los italianos por que un Velázquez se cotice más bajo que un Anguissola; ni ponerme increíblemente violenta (ni darle un puñetazo a alguien en la nariz) cuando Jeff Koons vende una de sus obras; ni insultar a los catalanes y meterme con ellos por que una gran institución ha decidido adquirir un Juan Gris en lugar de un Dalí; ni celebrar a voz en grito que Abramović ha llenado otro museo; ni esperar que alguien me dé la enhorabuena por que un Van Gogh se haya vendido a un precio desorbitado.

Obviamente, jamás entenderé el fútbol.

BACKPFEIFENGESICHT
[Alemán]
~Cara que se merece un puñetazo~

Era un hortera con todas las letras. Literalmente, de hecho: tenía una gorra con la visera muy plana y muy levantada que rezaba —brillante, cegadoramente— «Toronto». Estábamos en el mismo círculo y se produjo un silencio incómodo, por lo que me aventuré y me presenté, estrechándole la mano, preguntándole de dónde venía:

—Toronto —lo pronunció así, de esa forma tan nasal en que lo dicen en su tierra: Torono, Torono; más nasal, más corto, más nasal: Trono.

«No me digas», pensé, aún con el deslumbramiento clavado en mis córneas a causa de esas letras relucientes en la visera. Pero no hice ningún comentario —ya tenía bastante con contener la risa e intentar recobrar la salud de mis ojos—.

La conversación siguió por los derroteros habituales, con las dificultades típicas que presentan los bares (la música alta, los gritos): qué cuánto tiempo llevas en Berlín, que si viniste con trabajo, que si hablas alemán, que si te costó encontrar piso; hasta que, finalmente, nuestras lenguas consiguieron salir de la ciudad.

—Viví en California un año —afirmé.

Le interesó saber algo más sobre el español allí hablado y en seguida me preguntó por mi superioridad respecto a los mexicanos.

—Bueno, la verdad es que no creo que sea superior a nadie. Esa gente estaba ahí por las mismas razones que yo, lo único es que para mí resultó más fácil por tener un pasaporte europeo, lo cual me parece totalmente injusto, por cierto. No creo que sea superior, en todo caso: para mí todos somos iguales, aunque las circunstancias y, sobre todo, la suerte influyan en nuestro camino. Muchos de los mexicanos que están allí tienen trabajos que los blancos no quieren aceptar y se ensucian las manos porque están condicionados por la miseria de su tierra y de su familia, no porque sean inferiores.

[Primero Ban Ki-moon, luego Malala y ahora yo.]

—No te he preguntado eso —contestó el atónito torontoniano—, sino si el español de España es o se siente lingüísticamente superior.

[Rubor, ven a mí, toma mi cuerpo.]

—No, para nada —finge normalidad, finge, finge; no grites, no llores de vergüenza—. A ver, todas las variedades del español son igual de válidas. Una cosa es que guste más o menos a alguien en particular, pero no creo que sea superior.

—Me tengo que ir.

Se levantó sentenciosamente y se fue sin más y no muy lejos: comenzó a hablar a unos pocos metros de mí, y nos evitamos el resto de la noche.

[El resto de la vida.]

SOBREMESA
[Español]
~El tiempo que se está a la mesa

después de haber comido~

Años atrás, cuando trabajaba, se eternizaba después de la fruta, pero una vez, mientras comía un plátano muy verde, escuchó una conversación ajena:

—Solo un grupúsculo dejó África para repoblar el mundo, mientras que una infinidad de variedades genéticas se quedaron en aquel continente y evolucionaron. Por eso, existen más diferencias genéticas entre los africanos del este y los del oeste que entre los suecos y los japoneses.

[Revelación.]

Se quedó con la boca abierta tanto tiempo que el plátano se volvió amarillo y lo despidieron y se especializó en África y plantó un platanal con aquella cáscara.

[Los recuerdos: plátanos melifluos;
un platanal de suecos y japoneses;
África es Platanaceae;
madre de todos: aquí y allá: Madre.]

UTEPILS
[Noruego]
~Disfrutar de una cerveza al sol~

Te han obligado a marcharte, y lo sabes. Te ayudaron con becas y sacaste tus (oh, tus) estudios —tus carreras, tus másteres—; pero ya no te quieren. Y, ¿por qué?

Pues porque no. Y punto. [Hay un porque sí, pero es muy largo y muy feo y muy manido y muy, ay, bostezo.]

Y tú dices que estás allá —que no estás acá— porque te gusta la aventura, porque te quieres comer el mundo, porque la vida es muy corta y la Tierra es muy grande. Bueno.

¿Y qué si te contrataran aquí? ¿Qué harías?

Presumes de ceviche, presumes de guacamole, presumes de crêpes y de gofres, presumes de sushi, presumes de fainá. Pero yo sé que lo que tú quieres es tomarte una cerveza en una terraza, conmigo, en cualquier lugar de La Latina, en cualquier lugar de cualquier lugar rodeado por el Manzanares.

ILUNGA
[Chiluba]
~Perdonar una ofensa la primera vez,

tolerarla la segunda, no aceptarlo la tercera~

A vosotros no os puede la sed de rencor, eso es lo que os pasa. Es imposible que penséis que (no) lo van a volver a hacer, porque ese huequito que os queda entre la memoria y los recuerdos no es más que una cicatriz profundísima, invisibilísima.

Vuestro umbral del rencor se halla demasiado verde y os enrojecéis enseguida, pero la hinchazón baja con un gol o un punto de partido y se os olvida que os están apaleando el espíritu porque hemos ganado, hemos ganado; hemos perdido tanto.

Consideráis vuestras viditas como una cerilla quemada, que aún tiene mechita, que puede servir para algo, que, que, que, ah, ja, puaj; pero no os dais cuenta de que la fuerza se acaba y de que pronto no os quedará fósforo, de que dejaréis de friccionar.

No vais a las manifestaciones porque os da miedo, pero porque gastáis flema, pero porque, ay, qué tal porque. No os da pena de vosotros mismos y no tenéis lo que hay que tener, porque perdonáis, toleráis y —ay, aquí está el problema— aceptáis, aceptáis, aceptáis; pero, claro, tenéis lo que hay que tener (lo que os endosaron que había que tener, lo que os publicitaron que había que tener): una televisión de plasma, un móvil de última generación y vuestras uñas hipotecadas, pero con un Euribor y un TAE variable de rechupete, de los que ya no dan.

[Pero ya, por fin, estamos hasta el moño.]

RETROUVAILLES
[Francés]
~Alegría de encontrarse a alguien

después de mucho tiempo~

Ambos se quedaron absortos en el convencimiento de que no habían cambiado ni un ápice. Sí, él ya no presumía de melena; sí, ella había colgado muchos autorretratos en las redes sociales durante todos estos años: pero la sorpresa de la juventud aún intacta fue inevitable.

Después de la sorpresa, el abrazo.

Y que si qué tal y que si cuánto tiempo y que si por qué y que si silencio. Y que si qué tal. Qué tal. Qué tal.

Sentados en la terraza, la una frente al otro, ella añoró su pelo y se imaginó que, si siguiera existiendo, los interminables rascacielos de Manhattan se reflejarían en rubios mechones pretéritos, como si tuvieran espejos, como antes, ay, cómo.

Se pusieron al día, sin que ella le echara en cara los años de mensajes huerfanitos, las excusas para (no) volver a verla, la ruptura tan puta y abrupta. La ilusión por verlo cementó la rancura y la rapidez de los efectos del cóctel endureció el cemento.

Que si qué tal. Qué tal, qué tal. Que si ya hace mejor tiempo. Qué tal; qué tal.

Y que cómo que aquí, en Nueva York; y que siempre me ha chiflado Nueva York; y qué que visa tienes. Silencio.

[Silencio.]

Anillo. Pum. Cásate conmigo.

[Silencio roto con copas rotas.]

Pero ¿cómo me voy a casar contigo?: hace seis años que no te veo.

No es que ella quisiera: jamás lo volvería a besar: la solidez del cemento era impenetrable; pero iban a quedar y se encontró un anillo en el suelo de St. Mark’s Place y ella pensó en el obvio fatalismo.

Es que estoy enamorada de St. Mark’s Place. [Saliva.] Y si no te casas conmigo, me echan, porque se me caduca la vida, digo la visa, y me tengo que marchar y yo quiero MoMA cada semana y me lo debes, carajo.

Se lo debía (bueno): la dejó por teléfono cuando a ella le habían diagnosticado un (¿cuasi?) cáncer y no quiso volver a verla: Nos queremos desigual fue la excusa en español roto, como si el cáncer no tuviera un poquitín de cemento o él un poquititín de compasión.

Nos queremos desigual, alegó ella, clavándole las pupilas cuadradas, y St. Mark’s Place.

Y él se miró los pies.

Pero había una mesa en medio;
y en la mesa brillaba un anillo.

RAZLIUBIT
[Ruso]
~El sentimiento de desenamorarse~

Ya no veía las lucecillas en los ojos de quienes admiran mis palabras y notaba cómo se oscurecían y hasta se apagaban.

Estaba claro: necesitaba gafas.

Fui a la consulta, donde había un mostrador, con un hombre sabio detrás —sabio en la concepción clásica: mayor, canoso y hombre— y una mujer de pie en la parte de fuera. No me quisieron atender ya, ya, ya: el doctor no abrió la boca, pero la enfermera me dijo que regresara al día siguiente, temprano, sin preguntarme siquiera si mi cuerpo querría madrugar.

Cuando volví, el doctor seguía sentado detrás del mostrador —escribiendo textos inteligibles, (re)leyéndose el vademécum u operando a corazón abierto, quién sabe—, y me hizo rellenar un papel y esperar en una salita.

[Una salita de (des)espera.]

La enfermera me llamó y me invitó a entrar y comenzó a preguntarme, preparando un informe detallado para el doctor. Me hizo decir unas cuantas letras reflejadas en un espejo, como buena enfermera, y después me explicó que me mediría la sequedad de los ojos.

Me empecé a odiar: ¡era la doctora! Como no era canosa, ni mayor, ni, sobre todo, hombre, me había hecho mi propia película.

[Clásica película clásica.]

Cogió unos papelitos, me pidió que mirara hacia arriba y los colocó en esa parte entre la córnea y las pestañas —¿cómo se llama esa parte entre la córnea y las pestañas?—.

Dolor superlativo: claramente, se había dado cuenta de mi presunción sexista —¡yo, sexista! ¡con lo que me quiero!— y me iba a dar mi merecido. Me dejó con esos papeles punzantes dentro de los ojos, se acercó a una pantalla y manipuló el ordenador. Comencé a entenderlo todo: lo que me había puesto era un dispositivo como el que le colocan al protagonista de La naranja mecánica, y ahora, como castigo, me obligaría a ver una película porno.

[película porno
Del lat. pellicŭla; Del gr. πορνο

1. f.; 1. adj. coloq.
Film sexual en que se veja a las personas del sexo femenino (personas, sí, sí: personas)
Irreal Academia Española © Todos los izquierdos reservados]

Cuando estaba imaginando con certeza la insoportable visión de un falo golpeando el rostro de una muchacha hasta introducirse violentamente en la boca para provocarle el vómito, la doctora sacó las cuchillas de papel de mis ojos.

«Tienes las ideas un poco secas, pero es algo normal al vivir en una sociedad patriarcal», me tendría que haber dicho.

—Tienes los ojos un poco secos, pero es algo normal al vivir en una ciudad contaminada —me explicó—. Y aquí tienes la graduación para las lentes que necesitas.

—¿Me puedo comprar unas gafas moradas?

—Las gafas siempre tienen que ser moradas —dictaminó.

KOMBINA
[Hebreo]
~Acuerdo turbio~

Antes de que se asigne el sexo, todos los fetos desarrollan pezones; y, así, en el caso de que el proceso desemboque en una niña, esa futura mujer podrá elegir alimentar, si decide tener descendencia. Los pezones de los niños se dibujan, pues, como las cicatrices de lo que podría haber sido, como un capricho inútil de la naturaleza, como un guiño rasguñado de la maternidad. ¿Por qué nosotras, entonces, tenemos unos pezones que son sinónimo de vergüenza y vosotros podéis airear los vuestros —no más que una burda copia— a los cuatro vientos?

MURR-MA
[Wagiman]
~La búsqueda con los pies de algo en el agua~

La sirena cautiva vomita pulpos de siete patas en la taza del váter. No sabe si culpar a los pulpos, las patas o las cervezas; aunque probablemente sea el amor lo que te sentó mal, sirenita. Siempre le hunden esas películas (¿y qué le voy a hacer?, me encantan): un bípedo conoce a una bípeda, se enamoran —o no—, se aman —o no— y sobre todo —eso sí— se liberan juntos en la cama. Y yo, pobre de mí, tengo las puertas cerradas, porque eres cautiva de tu cola, sirenita. Porque no aprecias el placer de que te chupe el lóbulo izquierdo, de acariciarme la mano, de que entrelacemos las pestañas.

MAMIHLAPINATAPAI
[Yagán]
~Mirada entre dos personas que quieren hacer lo mismo,
pero ninguna da el paso~

No había nada más poético que la armonía de aquellos coches que giraban a la izquierda en sentidos opuestos por aquellas tierras mientras la radio suspiraba jazz. Después de tres años sin volver por allá, se le había olvidado cuánto amaba meterse en ese amasijo de ruedas y ejes, participar en la naturaleza de la máquina, contaminarse de contaminación. Disfrutaba tan magnamente del espectáculo que hasta se había olvidado de ella por unos instantes.

De ella.

Cuando la vio, casi no podía creerlo. Llevaba todo este tiempo preguntándose si ambas reaccionarían igual o si la balanza del abrazo quedaría desequilibrada. Al primer abrazo le siguió otro; luego otro; luego.

Prometieron verse todo lo posible. Y se vieron todo lo posible. (Con o sin sus parejas, pero todo lo posible.)

La primera noche, ella le preparó la cena recalentando comida precocinada del carísimo supermercado en que siempre hacía la compra y la presentó en el plato con suma elegancia. La saborearon con placer mientras la luz del atardecer la bañaba casi con descaro, acentuando sobremanera la belleza de la forma de hablar de los pliegues de su boca. Cuando llegó el postre —los restos del pastel de chocolate del casamiento de ella; del casamiento con él—, la vela en el centro de la mesa tomó el relevo para acariciar su piel de ella, con un movimiento constante e hipnótico que bailaba con el ritmo de sus palabras.

El ritmo de sus labios.

—Ya no dormimos en la misma cama —le confesó, contenidamente llorosa.

De ahí arrancaron una serie de sesiones de las cuales la confidente salía exhausta y luego quedaba rotita, más que nada por la cantidad de arañazos azules que le producía el dolor de su amiga del alma.

En los días siguientes, pisaron de nuevo los baldosines que conformaban las tranquilas calles residenciales; tomaron té en lugar de cerveza, en un ramalazo consciente del arrastre del reloj; recordaron los tiempos dorados —ella con mayor melancolía—; y volvieron a bailar en donde antaño acostumbraban: claro que volvieron.

Le asombró la espeluznante cantidad de recuerdos borrados de su mente que seguían atrapados en aquellas cuatro paredes: los dientes con fundas brillantes del camarero de siempre, los anuncios de cerveza rusa omnipresentes en la barra, la limpieza inmediata de las copas rotas, la visión del cielo desde el patio que permitía charlar por quedar la música alejada, la cara de serio (¿la cara de malo?) del jefe del cotarro; la vida.

Los chicos quedaron atrás, en el patio, charlando sobre banalidades, mientras prefirieron amontonarse en el tumulto y bailar canciones futuras de moda. El entusiasmo de volver a estar ahí juntas se encapotó con las nubecitas de infelicidad que ella arrastraba.

—No me gusta ver tu tristeza, porque eso significa que existe.

—Los chicos se podían besar —sentenció con una sonrisa; los ojos tristes—. Y nosotras podríamos besarnos.

 Y rieron.

CAFUNÉ
[Portugués]
~Acción de peinar a alguien con los dedos suavemente~

Se cuenta que, unos días antes de morir en un accidente de automóvil, Albert Camus afirmó que no había nada más estúpido que morir en un accidente de automóvil.

Lo que no se sabe es en qué pensó justo antes de caducarse para siempre semprísimo, con quién habló por última vez, si le dio igual no volver a sentir con las yemas de los dedos cada centímetro del cuerpo de.

IKTSUARPOK
[Inuit] 
~La frustración de estar esperando a que llegue alguien~

Para Maggie, el mundo exterior está compuesto de escaleras y escaleras, de escaleras hacia abajo, de escaleras ad infinitum. Al vivir en el quinto y último piso, las veces que ha conseguido escaparse ha abandonado al final el descenso, por creer que nunca habría nada más que distintas series de escalones agrupados hasta la eternidad.

A su hermana, Ellie, le fascinan los bailes desenfrenados y los avances del mundo moderno. Ellie es vegana y bulímica o por lo menos lo parece. No hay un ser en todo el planeta que adore tan profundamente el brócoli y las pieles de patata: pero entre medias de la noche, cuando nadie puede controlarla, come tanto —tanto, tanto— que vomita todas las mañanas en dos o tres puntos del piso. Cabría pensar que quisiera marcar su territorio o que padeciese estrés, por las tantas visitas que tenemos siempre en casa.

Maggie y Ellie oyen nuestros pasos al subir y nos esperan en la puerta con alegría, desesperación e impaciencia, con muchas horitas de soledad en su bolsita de la memoria, y no intentan escapar y no vomitan y suspiran un poquito como maullando cosas de amor con aliento de sucedáneo de pescado.

GÖKOTTA
[Sueco]
~Levantarse pronto para escuchar a los pájaros~

Madrugar no era lo suyo —lo de nadie, dicen, pero menos aún lo suyo—, así que no lo hacía: había destinado todas sus fuerzas a empezar a trabajar a horas razonables (las doce del mediodía, las cuatro de la tarde), y quien quiere, puede.

No le sobraba el dinero, claro, porque los grandes negocios se hacen al alba: cuando abren la bolsa, cierran las piernas, abren las tiendas, cierran la vida. Pero era feliz, porque el dinero no hace la felicidad y no madrugar, sí —haga la prueba—.

Coincidir con amigos se hacía más complicado: cuando salía del trabajo, los demás se recogían porque —oh, pusilánimes— tenían que madrugar. Y todo se convertía en un bucle de hasta la próxima, cuando tengamos un hueco, ya nos veremos, hasta la próxima.

Con los años, llevó su decisión demasiado lejos: quedaba únicamente con compañeros del trabajo, quienes eran aburridos pero no madrugaban; tomaba somníferos si se desvelaba a las nueve de la mañana; se negaba a mantener una relación amorosa (demasiado trajín matutino); descartaba la idea de tener esas pústulas lloronas y desveladoras más comúnmente conocidas como hijos.

Se jubiló con renqueo una primavera especialmente violeta y descubrió enamoradamente y a la vejez viruela, en una finta de sus sueños, el delicioso cantar del clarín, candoroso, apaciguador, tempranero.

GEZELLIGHEID
[Holandés]
~Calidez placentera que proporciona
el tiempo compartido con los seres queridos~

Solo interrumpía el tintineo de las agujas para agarrar el matamoscas y espachurrar a las bestias, que no se merecían admirar las labores del ganchillo. Su mundo, al final, se reducía a eso: tejer, matar moscas y comer en el salón; mear, dormir, teñirse las canas; y la ineludible partida de cartas dominical con las amigas. Teníamos en común la sangre y las necesidades fisiológicas y poco más: pero mi abuela y yo podíamos hablar durante horas y horas. Su mundo era este salón, que está igual, pero pereció perennemente al agotarse la poesía del ganchillo; y no quiero volver aquí, pero tengo que volver, pero no quiero, porque no tiene sentido.

APAPACHAR 
[Náhuatl españolizado]
~Acariciar el alma~

Nunca se lo conté, pero cuando mi madre me mandaba a hacer la compra, me frotaba las yemas anhelando que añadiera huevos a la lista.

No había en el mundo en mi mundo nadie con la precisión y el aplomo de la huevera: preguntaba que si blancos o morenos y en seguida agarraba los huevos a puñados, como si fueran pedruscos irrompibles, y los distribuía por el cartón con el tesón a flor de piel y la delicadeza de una mariposa. Lo hacía rigurosa, ágilmente; rauda, amante de sus cualidades.

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No lo sabes, pero pasaste años arrullándome los entresijos. 

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Ya inmersa en la treintena, me sumergía en un cuadro de Rothko y la huevera se paseó por mi mente con desparpajo, sabiéndose merecedora de romper la cáscara de aquella paz: me susurró que nunca olvidara que mi capacidad de meditar a mis anchas por el expresionismo abstracto se la debía a sus embelesadoras enseñanzas de gallus gallus domesticus.

MERAKI
[Griego]
~Entregarse con toda el alma a algo
y hacerlo con creatividad y pasión~

Cuando jugábamos a los superhéroes en el recreo, siempre me pedía a Spiderman, pero los fines de semana mi superheroína era la Juani. La Juani cuidaba de mi abuela con el corazón y le decía palabras dulces cuando la enferma anciana se quejaba y le cambiaba los pañales sin torcer el gesto y le pegaba un grito cuando se hacía necesario y le cocinaba sus platos favoritos y le limpiaba la babilla con esmero y tesón y soportaba los efectos de las drogas que (des)arreglaban a mi abuela y le acariciaba el arrugado rostro con los labios para despedirse.

La Juani siempre nos recibía con una sonrisa de oreja a oreja y sonoros besos, como si no llevara horas y horas pendiente de la abuela y del reloj, ni hastiada y exhausta por las ancianas luchas, ni anhelante de la diminuta libertad que le otorgaban los relevos.

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Se pueden degustar más relatos basados en palabras intraducibles en
Saudade, de Patricia Martín Rivas.